HTTYD no es de mi propiedad. Pertenece a Dreamworks y/o Cressida Cowell. Al igual que algunos personajes ficticios de Marvel Comics, ellos pertenecen en su mayoría a Stan Lee.

"HelloIt's me…"

Okno XD

Ey, amigos, ¿qué tal estáis? ¿Qué tal el nuevo año? Claro que bien, ¡qué preguntas hago! XD

¿Yo? No me puedo quejar, la verdad. Con un tráiler del próximo The Last Of Us Part II; y El Martillo de Thor y Horizon: Zero Dawn, a la vuelta de la esquina, soy más que feliz :3

Dejemos mis delirios y estupideces a un lado, por favor. En fin…, ya sabéis lo de mis enormes retrasos que sufro con los fics, ¡pero de veras que no puedo evitarlo! Mi muso se habrá ido de "party hard" por ahí, qué sé yo :/ XD (?)

Bueno, como podéis comprobar este capítulo es el más largo que he escrito hasta la fecha. El motivo principal es que este episodio aborda temas muy importantes de la trama, por lo que quería que hubiera los máximos detalles posibles en un único documento. Nada de primeras y segundas partes, eso se lo dejo a las pelis.

Sin más que decir, vamos a allá...

Un segundo… Teniendo que no he actualizado desde hace un largo año y es muy posible que la mayoría no recordéis los acontecimientos anteriores a este nuevo capítulo, he hecho un pequeño resumen de lo que llevamos leído de este fic. (En caso de que alguien tenga una memoria excelente o no quiera simplemente leer el resumen, ¡adelante, sois libres de hacerlo, por supuesto! ;)).

(Ahora que hago esto me acordé de los juegos del Profesor Layton cuando se cargaba una partida X'D).

En capítulos anteriores…

Tras morir a manos de Alvin y salvar la vida de Astrid, Hipo despierta en Asgard, hogar de los dioses. Al llegar al Valhalla acompañado por Heimdall, Odín le propone llevar a cabo una serie de pruebas que, si termina todas con existo, estará dispuesto a devolverle la vida y regresar a Isla Mema. Él acepta a pesar de los riesgos que puede sufrir si fracasa.

Mientras tanto, en Mema, Astrid se encamina al bosque para estar sola y al poco tiempo se pierde. Recordar a Hipo es el detonante que necesita para enfurecerse otra vez y comienza a entrenar hasta que sus heridas abiertas y sus sentimientos destrozados la hacen desmayarse; El gruñido de un enorme animal es lo último que escucha antes de cerrar los ojos.

De vuelta en Asgard, Hipo forma con su sangre un anillo a su alrededor que se divide en ocho segmentos: representan sus ocho pruebas. Sin previo aviso, su primera prueba comienza y cae desde el cielo de una Mema que no es del todo real, según le explicar Thor cuando llega a tierra. Allí se encuentra con la representación de los gemelos, quienes como reto proponen a Hipo que los atrape mientras una multitud de copias de Chusco y Brusca le entorpecen en la misión.

Finalmente, Hipo completa su primera prueba, pero debe continuar con las restantes…

¡Leed y disfrutad!


CAPÍTULO 10: UN MOTIVO POR EL QUE LUCHAR, UN DUELO DE IDENTIDADES Y UNA ESCAPADA AL MUNDOS DE LOS MUERTOS.

Oscuridad. Envuelta en un mundo misterioso y desconocido. Incapaz de poder ver a su alrededor, pero sí de oír y sentir. La fina lluvia le caía por el rostro, el pasto verde le humedecía y empapaba el pelo. Contuvo la respiración, esperando a que todo acabara para ella. Captó un grito desesperado, el acero cortando y desgarrado la carne y los huesos, y de nuevo todo fue envuelto por la música de la lluvia.

—"Sal de aquí, Astrid —se decía—. No quieres revivir este momento".

Antes de que pudiera evitarlo, sus músculos se movieron por sí solos… y abrió los ojos.

Volvía a verlo. Volvía a recordarlo: La sangre brotándole de su traje y tiñéndolo de un color carmesí. El agobio invadiéndole la garganta por querer retener un grito de dolor. Los músculos temblándole levemente.

Luego una asquerosa carcajada llegó hasta sus oídos…

Sabía que era Alvin cuando contemplaba a Hipo con la espada atravesándole el pecho. Como si se hubiera advertido de su presencia, el pirata se volvió hacia ella, olvidando el cuerpo de Hipo. Y ella seguía allí, tirada en el suelo, incapaz de moverse sin saber el por qué. Y entonces, con una voz un poco más joven, pero aún así furiosa y llena de rencor y locura, Alvin gritó:

—Necesito controlarlo. Necesito controlar a ese dragón. ¡A todos!

Y despertó.

Gritó y pataleó a ciegas todo lo que estaba a su alcance. Encontró un rostro barbudo que golpeó con los puños, y unos brazos fuertes la abrazaron, intentando relajarla y sacarla de sus pesadillas.

—Ya pasó, cielo —dijo su padre, pasando una mano por su cabello. Se quedó con ella el tiempo necesario hasta que se desahogara del todo. Cuando se hubo calmado, la arropó con las sábanas y salió de la habitación, dejando la puerta entreabierta por si necesitaba cualquier cosa.

Bajó a la planta inferior y buscó un trozo de carne fría de yak en la despensa de la cocina. Su esposa lo observaba, cerca del fuego del salón, preparando sopa de col.

—Lleva días así. No come, no duerme. ¿Hasta cuándo podremos soportar todo esto, querido?

Su marido volvía de la cocina con el trozo de carne frío y se sentó junto al fuego para coger algo de calor. Se llevó el trozo de carne al ojo izquierdo.

—Ojalá lo supiera. No somos capaces de imaginar por lo que está pasando. Todo esto parece haberla cambiado por completo.

—Los vikingos somos cabezotas y creemos ser como una roca, pero también tenemos que recordar que somos hijos, familia, amigos de nuestra gente. Jamás seré capaz de agradecerle a Hipo lo que hizo por Astrid. Siempre estaremos en deuda con él.

El vikingo bajó la mirada y sostuvo la carne contra su ojo.

—Me equivoqué con el chico —reconoció. Hizo una mueca de dolor y se señaló el ojo morado—. Pega fuerte nuestra hija.

Poco antes del amanecer, Astrid salió de la cama. La cabeza le palpitaba con fuerza y tenía la garganta seca. Poco recordaba del incidente en el bosque. Entre sueños, escuchó a su padre hablar sobre que había sido Desdentado el que la había encontrado inconsciente y llevado a casa. Gothi la había visitado poco después de llegar, y le había recomendado no hacer sobreesfuerzos durante unos días, comer algo más y guardar reposo. También comentó que su herida sanaba bien, sin ningún tipo de infección.

Poco le importaba todo eso.

Arrastrando los pies, bajó hasta al salón para reunirse con sus padres. Tras comer un plato de sopa bajo la atenta mirada de ambos, les dijo que saldría para despejarse. Ellos, no muy convencidos, le preguntaron a dónde iba.

—Voy a hacer una visita —les contestó, y antes de comprobar si le permitían salir de casa, ya había cerrado la puerta.

Caminó dirección a la playa de Thor. No había tenido la ocasión de visitar la lápida que los aldeanos levantaron en honor a los caídos en el día del funeral. Parecía mentira, pero había transcurrido una semana desde el ataque.

Subió la colina que conducía a la cima del acantilado, y paró en seco a unos metros del monumento. No esperaba encontrarse con nadie allí tan temprano. Y menos a él.

—¿Qué haces, Mocoso? —le dijo cuando estuvo a su lado, frente a la inscripción de runas.

Mocoso se apresuró a apartarse algo que se le había metido en el ojo.

—Nada. Parece que hemos tenido la misma idea, ¿eh?

Astrid no prestó atención. Leyó detenidamente todos y cada uno de los nombres de los caídos, tanto vikingos como dragones.

Eran demasiados.

—Astrid… tengo que contarte algo —dijo Mocoso, desanimado. Respiró profundo—. Cuando Estoico encuentre el momento apropiado, me nombrará jefe de la aldea.

Aquello la cogió por sorpresa.

Era egoísta por su parte pensar que no merecía el liderazgo, siendo ahora Mocoso el único heredero. Pero la simple idea de que él fuera nombrado jefe le revolvía el estomago. Quizá con el tiempo sería un buen líder de Mema, pero… quitarle el futuro puesto, aun habiendo muerto, a Hipo…

— ¿Entonces qué vas a hacer? —le preguntó sin mirarle.

Mocoso se movió incomodo. Jugueteó con sus manos, y se rascó la nuca: una señal de estrés e impotencia, algo impropio de él.

—N-No lo sé. Todo está pasando tan rápido y… —Suspiró—. He pensando que cuando llegue el momento, y deba dirigir la isla, quizá… podrías ayudarme…

Astrid sonrió con amargura.

—No me casaré contigo si es eso lo que me propones —le espetó mirándole fijamente. Mocoso frunció el ceño.

—No, Astrid, eso pasó hace mucho tiempo, cuando éramos unos críos. De ti me olvidé cuando me enamoré de Brusca, yo… —Calló un instante, consciente de lo que acababa de decir. Astrid estaba igual de sorprendida. Creía conocer a Mocoso como un vikingo con intentos fallidos de galán y conquistador de los corazones de las jóvenes que se alejaban con paso rápido cuando él no miraba. Quizá había madurado con la edad…

Posó una mano en su hombro, y dijo en voz baja:

—Lo siento. Todo esto de… de Hipo nos está afectando a todos. No tenía ni idea de lo que sentías por Brusca.

—Ya, bueno. Da igual —respondió—. Ella, aunque no lo parezca, es fascinante, aventurera, es… —Se ajustó el casco—. Siento algo muy fuerte por ella, Astrid. Y creo que…, creo que es lo mismo que lo que Hipo sentía por ti y tú sentías por él.

La joven vikinga se apartó un poco, reprimiendo una lágrima. Mocoso se maldijo así mismo, apresurándose a cambiar de tema.

—Por eso quería proponerte como segunda al mando en la isla. Creo que a Hipo le hubiera gustado verte como líder de la aldea. Además —Mocoso sintió un escalofrío—, ¿te imaginas a Brusca como jefa de la tribu, junto a su hermano? Las consecuencias podrían ser nefastas, ¿nadie piensa en los niños?

No sabía si lo decía en serio o era un chiste, pero Astrid se mostró indiferente con Mocoso. Si se desconcentraba por unos instantes, si consentía que sus defensas se derrumbaran, terminaría finalmente por romperse como lo hizo en el bosque.

—Tengo que irme —dijo Mocoso—. Si necesitas algo, sabes que todos estamos aquí. Somos un equipo, ¿recuerdas?

Astrid no dijo nada. Siguió con la mirada al vikingo hasta que su figura se perdió entre los escombros de los edificios, negros como el carbón.

Su mano se formó en un puño. Lo levantó y golpeó con fuerza la lápida. Cuanto más intentaba asimilar lo sucedido más le costaba aceptarlo. Cada minuto, cada segundo, era peor que el anterior. Lo único que sentía en ese momento era un vacío que crecía con gran dolor en su pecho, quitándole las ganas de vivir, puesto que su vida ya no estaba junto a ella.

El viento soplaba sobre sus cabellos, salpicando en su rostro la espuma del mar. Las olas tronaban contra las rocas. Desde esa altura, el horizonte se mostraba con tonos de la aurora de la mañana.

—¿Qué puedo hacer ahora que no estás tú? —se preguntó en voz alta—. ¿Qué sentido tiene vivir si no te tengo a mi lado?

El suicidio no era una opción, porque, además de ser deshonroso, significaría rechazar y menospreciar la última voluntad de Hipo antes de morir: que ella viviera.

Volvió la vista hacia la aldea, donde se trabajaba en las reconstrucciones. Recordó a los vikingos que ayudaban en lo que podían, a los dragones, y a Bocón. Todos habían perdido a un ser querido, y ahí estaban. Sus ojos delataban su tristeza, melancolía e impotencia, pero trataban de ser útiles en lo que fuera y echar una mano a lo que pudieran ayudar tanto en la tribu como en el centro improvisado de la Gran Sala, donde se encontraban los heridos más graves. Todos intentaban salir a adelante. Sobrevivir a su pérdida.

Un gruñido respondió a su pregunta: el mismo que el que la había encontrado en el bosque, el que la había llevado de vuelta a casa. Se encontró frente a frente con Desdentado, y si bien era cierto que los dragones podían imitar las expresiones de los humanos, la suya era la de la preocupación.

Astrid se forzó a sonreír.

—Estoy bien, pequeño —mintió.

El Furia Nocturna, por supuesto, no la creyó. Había pasado suficiente tiempo con su jinete como para distinguir cuando estaba de buen humor, por ejemplo, o cuando no había sido su día.

Olisqueó curioso sus botas y después levantó con la cabeza el brazo sano de Astrid, buscando caricias. La joven vikinga correspondió, conociendo el punto exacto donde rascar.

Observó al dragón mientras miraba los nombres de la lápida, seguramente sin comprender qué eran todos esos garabatos.

—Tú tampoco crees que Alvin haya muerto, ¿verdad?

Con tan sólo escuchar su nombre, la mirada de Desdentado se ensombreció. La lucha con el pirata fue intensa pero breve, según recordaba. Su jinete tendido en el suelo fue la mecha que prendió su ira y recorrió sus venas como si fuera veneno. Él y Astrid se enfrentaron juntos contra Alvin y finalmente cayó desde el acantilado, pero algo les decía que había sido demasiado sencillo, que todo aquello, por muy ilógico que pareciera, no había terminado todavía.

Las sospechas de la vikinga se formaban y crecían en su mente cuanto más recordaba el ataque a Mema, los Renegados y al propio Alvin. Los piratas aparecieron de la nada aquella noche, atacando con toda su frota a la tribu. Y, al alba, todos habían desaparecido. ¿Habían, entonces, buscado el cuerpo de su líder y después huido sin tomar venganza? ¿Dónde estaban los prisioneros, dónde estaban los cadáveres de aquellos indeseables?

¿Estarían preparando un nuevo ataque sorpresa, esperando a reunir las armas suficientes, con Alvin recuperado?

¿Por qué esperar tanto tiempo, arriesgándose a toparse con Mema reconstruida y preparada para la batalla?

Todo eran sospechas nada sólidas que sólo le estaban produciendo terribles pesadillas. Necesitaba descansar y despejar la mente. De momento, pensó, debía hacer lo correcto y ayudar a la isla en lo que fuera posible. Después hablaría con los Jinetes en privado y compartirían opiniones al respecto. Ahora importaba la aldea. Por Mema. Por Hipo.

Una pizca de determinación renació en los ojos de la vikinga.

—Veamos qué tiene Bocón para nosotros.

Y así los dos volvieron a Mema. Caminando entre las calles, abarrotadas de trabajadores en ese momento, Astrid se advirtió de que la herida de Desdentado en una de sus patas delanteras le obligaba a cojear. Sin embargo, el Furia Nocturna no mostraba, o al menos era muy bueno en disimular, que sufría dolor.

De alguna manera, la vikinga quería ayudar también a Desdentado para que su promesa sobre cuidarla no le resultara tan difícil de cumplir.

Al llegar a la herrería, llamaron a la puerta. Una voz ronca, pero familiar a la vez, les contestó.

—¿Sí? ¿Quién es? —Bocón asomó la cabeza, con el rostro manchado de carbón. —Oh, Astrid, Desdentado. ¿Cómo… eh… estáis?

—Venimos a ayudar, Bocón —contestó Astrid, evitando su pregunta. Intervino rápido al ver que Bocón iba a protestar—. Desdentado puede descansar, pero yo quiero ayudar, aunque me duelan todavía las heridas.

Bocón lo meditó, rascándose la barbilla, produciendo un ruido rasposo. Suspiró y con una sonrisa, abrió por completo la puerta para dejarles pasar.

—Esos Renegados hicieron su trabajo destruyendo todo lo posible. Con tantas herramientas que necesitamos para los edificios nuevos, no he tenido tiempo de ordenar mi almacén de armas. ¡Venga, échame una mano!

El dragón encontró una agradable fuente de calor junto a la fragua encendida. Tras tantear y calentar con su fuego el suelo, se acurrucó, dispuesto a dormir unas pocas horas merecidas. Mientras tanto, dejando que la mañana diera paso al mediodía, Astrid y Bocón se pusieron manos a la obra para ordenar el estropicio que había en la herrería. No pararon de trabajar hasta la hora de comer y, después de tragar lo poco que le permitían los estómagos, volvieron a sus tareas.

La noche cayó sobre la isla de Mema y las antorchas iluminaron las calles y la herrería de Bocón. El herrero encendió unas velas aquí y allá para terminar de limpiar. Cuando él y Astrid terminaron de recoger las herramientas y ordenar lo poco que se podía de las estanterías llenas de cachivaches y polvo, el herrero dijo:

—No sé mucho sobre el amor —reconoció con voz cansada—. Pero entiendo por qué Hipo se enamoró de ti. Gracias otra vez, Astrid. Puedes irte ya.

La joven vikinga asintió triste pero agradecida con el herrero. Comprendía que para él, Hipo fue siempre el hijo que nunca tuvo.

Antes de regresar a casa, quería ver cómo se encontraba el jefe. La puerta de la cabaña estaba entreabierta, por lo que aprovechó para entrar en la casa.

Todo estaba a oscuras, a excepción de las ascuas que quedaban en el fuego de la estancia. Frente a él, sentado en su sillón, Estoico abrazaba con fuerza un dragón de peluche.

—Estoico… —susurró la vikinga, creyendo que dormía.

El jefe levantó la cabeza. Tenía los ojos marcados por el cansancio.

—Astrid… —utilizó un tono de voz que le hizo parecer el hombre más desagraciado del mundo—. Los he perdido…

La vikinga lo abrazó, intentando consolarlo.

—Cuando perdí a mi esposa —comenzó a contar Estoico—, me embarqué durante unos largos meses en su busca por el Archipiélago, sin existo. —Astrid se apartó un poco, sólo para comprobar que le humedecían los ojos—. Durante ese tiempo, pedí a Bocón que cuidara de Hipo hasta que regresara. Después, mucho tiempo después, volví a Mema. Estaba furioso. No quería que a Hipo le ocurriese lo mismo. Me volví más duro con él. Quería protegerlo. Pero al mismo tiempo quería que fuera fuerte… y que no lo perdiera a él también.

—Estoico —Astrid buscó las palabras adecuadas—, todos estamos sufriendo, pero… Mema te necesita. Bocón se ha molestado en organizar a todo el mundo porque sabía que no estabas en condiciones de dirigir la isla. Tienes que ayudarlo —razonó—. Un jefe protege a los suyos.

—Los míos ya no están.

La vikinga estalló, negándose a aceptar la verdad.

—¡Cumple con tu deber!

Estoico bajó la mirada, abatido.

—Puedes quedarte el tiempo que quieras. —Se levantó de su sillón y con un pequeño traspié se dirigió hacia la puerta. Antes de desaparecer, añadió—: Avisaré a tus padres de que estás aquí.

Se le formó un nudo en la garganta. No pretendía gritarle a Estoico. No se lo merecía. Sintió ganas de descargar toda su rabia contra algún mueble de la casa, pero no lo vio apropiado.

Desdentado llamó su atención con un ronroneo. Señaló las escaleras con la cabeza y subió al piso superior. Desde arriba, el dragón esperaba que subiera, insistiéndole con gruñidos.

—¿Quieres enseñarme algo?

Astrid subió las escaleras. El sentimiento de vacío le presionó el pecho cuando vio la habitación. A la izquierda de la cama, al fondo, se encontraba un escritorio con bocetos inacabados de la prótesis de Desdentado, lapiceros, y algunos papeles tirados por el suelo.

El Furia Nocturna se acercó a la cama y apartó las sabanas con los dientes. Después tocó dos veces con su hocico la cama, mirando a Astrid.

—No quieres dormir solo —comprendió la vikinga. El dragón volvió a insistir moviendo su hocico. Ese gesto le arrancó una pequeña sonrisa. No sonreía desde el ataque.

Se acostó y Desdentado la arrapó con las sábanas. Astrid se lo agradeció con otra sonrisa, antes de que él se acomodara también, en el suelo; Por mucho que le costaba admitirlo, estaba cansada y los músculos le reclamaban reposo. Inhaló las sábanas, impregnadas con una aroma de agujas de pino. Sintiendo la compañía de Desdentado cerca de ella, cerró los ojos y dejó que las lágrimas surgieran una noche más.

Su estomago gruñó reclamando comida como un dragón hambriento. En la mesa se obsequiaban manjares de todo tipo, algunos no había tenido la oportunidad de probarlos en vida. Su mirada se deslizó a ambos lados del salón para ver al grupo de vikingos que se deleitaban con todo lo que estaba al alcance de sus manos. Algunos ni se molestaban en utilizar los cubiertos, el hambre podía con ellos.

Thor le había recomendado que, tras regresar de su primera prueba, debía descansar y recuperar fuerzas. Los mortales que decidían enfrentarse al Anillo de Sangre, según se les llamaba a las misiones que les permitían volver a la vida si eran dignos, sufrían un gran consumo de energía, tanto física como mental. No hacía falta decirlo. Le costaba mantenerse erguido y no acabar con la cara aplastada en su plato de filete de pollo.

Un gruñido más urgente pareció arañar su interior, y decidió atacar de una vez su plato y su copa adornada con piedras preciosas. Además, ¿quién era él para desafiar la voluntad de los dioses?

El dios del trueno se encontraba delante de Hipo, al otro lado de la mesa. Estaba rodeado de platos vacíos amontonados por todas partes y terminando su vigésimo muslo de jabalí. Mientras masticaba y tragaba, y en un par de ocasiones casi a punto de ahogarse, le contaba con entusiasmo el enfrentamiento que tuvo contra un misterioso caballero de armadura azul y escudo irrompible*. Hipo sólo hacía todo lo posible por entender lo que decía y no acabar con la cara salpicada de trozos de carne.

—… y nosotros ahí —le dijo Thor masticando—, intercambiando golpes, cubriéndonos con nuestras armas. Pero claro, yo di más de lo que recibí.

― ¿Y qué le dijiste? ―preguntó el jinete, tratando de estar interesado en la conversación.

― ¿Tú qué crees? ―Thor imitó una voz furiosa, balanceando su martillo hacía abajo y gritó―: "¿Quieres que baje el martillo? ¡¿Quieres que lo baje?!"

― ¿Y qué hiciste?

Thor se encogió de hombros.

― ¿Qué iba a hacer? ―dijo―. Lo bajé.

Thor se rió a grandes carcajadas y golpeó con una mano la mesa para contener la risa. Algunos de los platos vacíos cayeron al suelo, pero nadie prestaba atención al dios, como si estuvieran acostumbrados. Continuó riéndose hasta que, de pronto, alguien por detrás le golpeó en la nuca como un niño pequeño e inmediatamente se calló.

Hipo abrió mucho los ojos, por miedo a cómo iba a reaccionar el poderoso dios del trueno. Más los abrió, cuando descubrió que su agresor era una mujer que aparentaba la misma edad que Thor. Tenía el ceño fruncido y miraba seria al dios. Vestía con una armadura de plata, armada con una lanza a la espalda y un hacha de doble filo en la mano. Su cabello rubio era extremadamente corto y desordenado. No obstante, su mirada desprendió curiosidad y gentileza cuando descubrió al jinete.

Sif* esbozó una enorme sonrisa.

— ¡Hola, encanto! Tú debes de ser Hipo, un jinete de dragones. Disculpa el poco tacto de mi marido. Miles de años y aún no sabe comportarse en la mesa.

—Lo siento, cariño —murmuró el dios.

La diosa hizo caso omiso. Empujó hacia un lado al dios para conseguir un sitio en la mesa y se sentó.

—Somos vikingos —siguió diciendo, e inmediatamente clavó la hoja de su hacha en la superficie de la mesa—, no animales.

Hipo comprendió que el tema de los modales en la mesa estaba por zanjado, por lo que volvió a lo que quedaba de su almuerzo. Poco después la diosa comenzó a comer también. En su caso, se sirvió muslos de pollo y una espumosa copa de aguamiel.

Hipo tuvo la extraña sensación de que alguien le estaba observando. Miró a su alrededor de forma disimulada y vio a Loki en una mesa a parte, iluminada con unas tristes velas, mirándolo fijamente, pensativo. Hipo se volvió.

—¿Por qué Loki me mira de esa manera?

Sif levantó la vista de su plato y le lanzó una mirada fulminante al dios, que estaba jugueteando con el tenedor.

—Ese miserable le gusta observarlo todo, para planificar sus bromas, ya sabes. Una vez cortó mi hermosa melena para reírse de mí, y aun sigo esperando que se disculpe y me obsequie con un regalo exótico como muestra de su arrepentimiento.

Desde su mesa, Loki levantó una mano y movió los dedos, divertido.

—Digamos que a mi hermano no le gusta perder el control de lo que le rodea —intervino Thor—. A ojos de él, eres un mortal que rompe sus normas, que quiere volver a la vida.

Hipo no sabía cómo tomárselo. Según las leyendas, Loki disfrutaba haciendo bromas a los demás dioses, además de perjudicar y arruinar las vidas de los mortales. Los trataba como inferiores. Su inteligencia y picardía iban cogidas de la mano, no podía fiarse de él.

Por otra parte, continuaba buscando con esperanza en los terrenos del Valhalla el rastro de una persona fundamental en su vida y que no había tenido tiempo de conocerla. Era un bebé cuando la perdió…

—Thor —dijo—, ¿sabes algo de mi madre?

El dios dejó su copa y buscó el apoyo de su mujer, que terminaba su plato. Ella le insistió con la mirada. Thor suspiró y se levantó. Se dirigió a las puertas del Valhalla e Hipo le siguió.

El dios decidió que sería mucho mejor hablar a solas y los llevó volando, con ayuda de su martillo Mjolnir, a la parte superior de las murallas de Asgard. A esa altura, la ciudad, con los destellos del atardecer, parecía haberse forjado en bronce. Se distinguió en la lejanía molinos en las colinas, moviéndose con lentitud. Los dragones, favorables a la brisa, volaban cerca de los prados.

—Cuéntamelo, por favor —pidió Hipo, rompiendo el silencio.

Thor guardó su martillo y se tomó unos minutos para contemplar su hogar.

—Tu madre… está viva. Por lo poco que sé, y lo poco que se me permite contar, no murió aquella noche en la que os atacaron unos dragones salvajes.

Hipo cerró los ojos, con el corazón encogido. Por un lado, sintió una extraña sensación de alivio, pues su madre vivía, y si conseguía regresar, podría salir a buscarla más allá del Archipiélago, si fuera necesario, y volver con ella a Mema. Pero, por otra parte, le ahogó la idea de la situación en la que estaría su madre. ¿Dónde había estado todos estos años? ¿Se encontraría bien?

—Llévame ante Heimdall. Tengo que terminar con esto.

El dios, con un movimiento rápido de su martillo, los lanzó hasta la entrada de la cúpula de bronce, sobrevolando las aguas que rodeaban la ciudad de Asgard.

Heimdall les dio la bienvenida. Con la mirada fija en algún punto, observaba con detenimiento algo que sólo él era capaz de ver. Al otro lado de la sala, una de las ocho secciones del Anillo de Sangre brillaba con un leve color azul, emitiendo un sonido extrañamente familiar para Hipo. Intuyó que aquella pequeña luz representaba su primera prueba completada con existo.

Ese hecho, por muy insignificante que pareciese, recobró el ánimo de Hipo.

Heimdall hundió su espada en el pedestal y, accionando los engranajes que formaban la cúpula, frente a ellos, delante de la vidriera que permitía contemplar una pequeña parte del cosmos, surgió un torrente de luz iridiscente, girando sobre sí mismo, creando una fuerza de atracción.

—Ese portal te llevará a tu segunda prueba —explicó el dios—. Buena suerte, Hipo Haddock.

Thor posó una mano en su hombro.

—Heimdall abrirá otro portal cuando termines. Ten cuidado, joven amigo.

—Lo tendré —asintió—. Gracias.

Cerró los ojos y saltó al portal.

El remolino iridiscente lo escupió al otro lado. Se tambaleó tratando de no perder el equilibrio. El portal perdió velocidad y disminuyó de tamaño rápidamente hasta desaparecer del todo. Mirando a su alrededor, vio que unas ruinas castigadas por el tiempo lo rodeaban.

Había estado allí antes, hacía ocho años, pero los recuerdos no eran nada agradables. A la edad de diez, su primo propuso una estúpida carrera por esa misma zona del bosque. Estaba bastante alejada de la aldea, a decir verdad. Se decía que las primeras generaciones estuvieron una temporada asentadas allí, pero al poco tiempo los habitantes descubrieron que el lugar estaba infestado de dragones salvajes extremadamente peligrosos y tuvieron que moverse más próximo a la costa. Lo único que quedaba de ese lugar era los restos de la antigua civilización, como las calzadas rudimentarias y los cimientos de las cabañas deteriorados por el paso de los siglos.

—Papá siempre nos advertía que no nos acercáramos por aquí —dijo el jinete en voz alta.

—Sí, pero a ti nunca se te ha dado bien seguir las órdenes, ¿verdad?

Mocoso salió detrás de una cabaña que le faltaba poco para venirse abajo.

Llevaba dos espadas envainadas a la espalda. Le lanzó una a Hipo y con la otra se puso en guardia.

—Alguien debe liderar la isla —dijo—. Y ese alguien soy yo.

—¿Qué? —Fue lo único que tuvo tiempo de decir Hipo. Mocoso cargó contra él y asestó varios golpes, haciendo saltar chipas contra la espada de Hipo. Los dos contuvieron la hoja del otro, mirándose a escasos centímetros de distancia—. No pienso luchar contra ti —exclamó—. Somos familia. ¿Recuerdas, Mocoso?

Mocoso apretaba los dientes, lleno de rabia.

—Tú siempre lo conseguías todo, desde pequeño. ¡Estoy harto!

Con un movimiento de muñeca, se libró de Hipo, que utilizaba su arma sólo para defenderse. Mocoso le obligó a retroceder, queriendo acorralarlo contra un viejo pozo.

—Eso no es cierto —objetó Hipo, entre los ataques del vikingo—. Todo lo que quería era ser aceptado en la aldea, ser aceptado por mi padre, y tú… —Esquivó un tajo, cargado de odio; ambos comenzaban a sudar—. Tú eres un vikingo desde que naciste.

—¡Cállate!

Hipo agradeció los duros entrenamientos que Astrid le obligó a realizar en los últimos años todas las tardes, después de trabajar en la herrería y volar con Desdentado.

"Busca con qué ventaja puedes vencer a tu rival en el combate", le decía siempre, inmovilizándolo con una llave. "Como la rabia, por ejemplo."

Hipo sonrió para sus adentros, esquivando y bloqueando a Mocoso.

—Lo malo de la rabia, es que si dejas que te consuma, en poco tiempo… —Desvió la espada rival, y usó su codo para golpear a Mocoso. Un hilo de sangre surcó debajo de su nariz—… pierdes la perspectiva. ¡Arg! —Mocoso le rozó el antebrazo derecho. Gritó más por la sorpresa que por el ardor de la sangre.

Apoyó un pie en el suelo y con el otro barrió el aire, golpeando a Mocoso en la espinilla y haciéndole perder el equilibrio. Lo inmovilizó con su cuerpo, apoyando un antebrazo en su cuello.

—¡Para!

Pero algo iba mal. Comprendió tarde que la hoja estaba envenenada y haciendo su efecto. Sufrió temblores y se marcaron las venas de su cuello. La cabeza le presionaba con fuerza, los recuerdos le golpearon como una maza.

Recordó las incontables ocasiones en las que Mocoso le había gastado una broma pesada. Cuando por su impaciencia cometía un error en plena misión con los demás Jinetes, y llamaba la atención de los Renegados, dragones salvajes, entre otros peligros, y ponía en riesgo no solo su vida sino también la de los demás; Cuando coqueteaba con Astrid sin importarle si estaba presente, como si quisiera que contemplara y oyera todo lo que le decía en un susurro al oído.

Pero lo que más le dolió a Hipo, por encima de todo, incluso, fue algo que ocurrió hacía ya ocho años.

Debía de ser producto del veneno, porque vio a dos niños de unos diez años corriendo hacia el viejo pozo. Uno era ancho de espalda, con un casco de cuernos de carnero, tapándole un poco los ojos. El otro era flacucho. Vestía un chaleco de pelo de oso y le faltaban dos dientes.

—Mocoso, espérame —dijo el niño que le perseguía.

Aquello debía de ser imposible. Los niños eran ellos, ocho años más jóvenes. No se advirtieron en ellos cuando se acercaron.

El pequeño Mocoso se detuvo frente al pozo. Tenía una mirada traviesa.

—Te reto a que bajes hasta el fondo.

El pequeño Hipo respiraba entrecortadamente, apoyando las manos en sus delgadas rodillas.

—¿Pero qué dices? —dijo con voz aguda—. Estará muy oscuro ahí abajo.

—No me digas que no te gusta la oscuridad —dijo el pequeño Mocoso con sorna.

Hipo presionó más contra la garganta de su primo. Cada vez tenía más ganas de estrangularlo allí mismo. Tal como suponía, el pequeño Hipo titubeó en un principio, pero ante la constante insistencia del pequeño Mocoso, se remangó la blusa y comenzó a bajar por el pozo. Un segundo después, se desprendió un peñasco en el que se apoyaba y cayó al fondo.

El pequeño Mocoso, temblando, salió corriendo del lugar.

El veneno, corriendo por sus venas, le hizo agarrar la yugular de Mocoso con sus propias manos.

—Me dejaste ahí, inconsciente.

Los ojos asustados de Mocoso no habían cambiado en esos ocho años.

—Te equivocas. Por un momento pensé en dejarte, pero no podía. Fui corriendo a buscar a Estoico y le expliqué todo lo ocurrido.

Hipo buscó en su corazón el sentimiento de remordimiento. Pero él no era así. En su lugar, sintió lástima por Mocoso.

Lo soltó y este se alejó corriendo.

—Gracias —dijo en la distancia.

Poco después, un Estoico con cara de preocupación absoluta, de apariencia más joven, acompañado por varios de sus hombres, llegó al pozo con nudos de gruesas cuerdas. El jefe se ajustó un extremo de la cuerda alrededor de la cintura y bajó en busca de su hijo. Los hombres que sostenían el peso se aliviaron cuando habló Estoico:

—Gracias a los dioses. Está vivo.

Estoico salió del pozo con el pequeño Hipo en brazos. Tenía rasguños en el rostro, pero por lo demás parecía estar bien. Buscó la protección su padre inconscientemente, aferrándose a los cabellos de su larga barba. Alejándose, sus figuras desaparecieron con una brisa, borradas por el viento.

Se dejó caer apoyado en el viejo pozo, costándole respirar. El veneno estaba acabando poco a poco con él. Un sudor frío le recorría todo el cuerpo. No tardó en que se le nublara la vista y le costara mantenerse despierto. Le pesaban los parpados. Notaba como su alma, su propia esencia, estaba siendo arrastrada a las entrañas de Niflheim*.

Estaba vez iba a morir de verdad. Recordó las veces en las que estuvo a punto de hacerlo… pero no lo hizo.

Queriendo aferrarse a la vida, buscó fuerzas en los recuerdos de sus seres queridos: Su padre, quien en el fondo siempre había estado orgulloso de él; Los Jinetes, unos chicos un tanto extraños pero cada uno con unas grandes cualidades; Desdentado, su mejor amigo y a quien casi lo trataba como a un hermano; Astrid… Si ella supiera que había estado intentando volver a verla, ¿qué sentiría al saber que había fracasado?

Apretó ligeramente el puño, impotente por haberla decepcionado. A ella… y a los demás. A todos. Con un suspiro, antes de que todo se volviera oscuridad, dijo:

—Astrid…

Siempre había vivido en Mema. Nació allí y amaba a su tribu, después de todo. Sin embargo, eso nunca le permitió acostumbrarse al frío del Archipiélago. En los nueve meses en los que la nieve era la protagonista, le gustaba mantenerse cerca del calor del fuego, y el fondo, agradecía cuando Bocón le obligaba a realizar horas extras para forjar armas y terminar de afilar espadas. En los tres meses restantes, con el granizo y cuajado el hielo, pasaba la temporada más difícil por los continuos dolores de la prótesis.

Jamás pensó que estando muerto se podría sentir un dolor tan vivo.

Sus huesos calados y sus punzadas en la pierna izquierda le despertaron. Abrió los ojos y se encontró tendido en una superficie fría y dura… como el hielo. Se apoyó en lo primero que encontró para incorporarse y reconoció la textura de un árbol. Debía ser imposible, así que pensó que tal vez sólo era su imaginación.

— ¿Pero qué…? —La voz de Hipo parecía un susurro. Aunque él estaba seguro de haber hablado en voz alta. Levantó las palmas de las manos y tuvo que contener un grito.

Todo su cuerpo brillaba con un halo de luz azul oscuro. Movió una mano arriba y abajo delante de su rostro, y por unos instantes las puntas de sus dedos se desvanecieron como el humo. No obstante, lo que más le impresionó fue encontrar su herida mortal, abierta y ensangrentada, brillando con una luz blanca y cegadora en el pecho.

Miró al frente y se encontró en un profundo y oscuro bosque. La luz de la luna se colaba entre las ramas de los árboles y la espesa niebla se enredaba en los troncos. Caminó en dirección recta, no sabiendo muy bien a hacia dónde dirigirse. Captó el olor de la brisa del mar y lo siguió hasta pasar un breve periodo de tiempo andando sin rumbo fijo. En un punto del camino, los arboles abrieron paso a un pequeño prado que conectaba, elevando el terreno levemente, con un saliente hecho de hielo. Hipo se acercó. A sus pies, bajando por una pendiente escarpada, se asentaba una aldea formada por pequeñas casas de madera, cuya parte frontal se decoraba con una cabeza de dragón, hecha de manera tosca. La nieve caía y se acumulaba vagamente en los tejados. Levantó la vista para ver el cielo, pero lo que descubrió lo dejó sin habla.

En realidad se hallaba en una enorme cueva, de proporciones gigantescas. El techo estaba hecho de un hielo virgen, bellamente dotado de un brillante color azul, formando una cúpula. En su centro, a lo lejos, la corteza de un enorme árbol, extendiéndose tanto horizontal como verticalmente más allá de donde podía alcanzarse la vista, se perdía entre el mar de niebla que ocultaba sus raíces. A lo lejos se oía el rumor de las olas, repetido en lejanos ecos.

Era tan impresionante que producía vértigo si se observaba durante demasiado tiempo. Hipo ya se había sentido pequeño antes, frente a un dragón. Incluso con los demás niños cuando era pequeño. Pero aquello le hacía parecer una partícula insignificante de polvo.

Una voz habló a su lado y le hizo dar un respingo.

—Bienvenido a Niflheim, mortal.

— ¡Loki! —gritó— ¿Qué haces aquí?

—Ah, nada —respondió Loki, quitándole importancia. Levantó una cesta que llevaba consigo—. Recojo setas.

Se preguntó qué clase de setas podían vivir en un sitio como aquel, pero antes de poder sacarle algo más, el dios contestó:

—Así que has sido capaz de hacerte inmune al veneno. Impresionante. —Su voz detonaba decepción y sorpresa a partes iguales—. Además de estar en Midgard y Niflheim al mismo tiempo.

—Pero, ¿cómo puedo estar en dos sitios a la vez?

Loki enseñó con una sonrisa torcida los colmillos.

—Una mente tan simple como la de un mortal se obliga a adaptar la imagen de lo que tiene a su alrededor y que le resulta difícil de explicar. Si viera lo horrible que es Niflheim en realidad… —Extendió las manos. Sus ojos brillaban de la emoción—. ¡Bum! O, por los menos, acabaría tan loco como…

—"Como tú, supongo" —pensó Hipo, serio.

—Bueno, olvídalo. —El dios volvió la vista hacia el árbol que se elevaba más allá de las fronteras de la enorme caverna. Desprendía una cálida luz que hacía recordar al destello de un faro en el horizonte. La única esperanza existente en un mundo tan hostil y triste como lo aparentaba Niflheim.

Por una vez desde que había muerto y llegado a Asgard, Hipo se sentía completamente tranquilo y sereno. Al estar contemplando el árbol Yggdrasil, le invadía una agradable sensación de calma que, por un momento, le había hecho olvidar su promesa, su familia, a Astrid, la revelación de que su madre estaba viva…

—No. No… no —Sacudió la cabeza, despertando del trance—. Loki, ¿significa esto que he muerto?, ¿que he fracasado en mi misión?

El dios se miró las uñas, desinteresado por la situación del mortal.

—Si hubieras muerto de verdad, lo sabrías. Los habitantes de este maldito páramo helado tienen… un peor aspecto que el tuyo. —Señaló su halo de luz azul oscuro. Con curiosidad se acercó más al jinete y acercó el índice a su pecho—. Dime… —Con muy poco cuidado tocó la herida mortal de Hipo. El jinete sentía que palidecía y cómo el dolor de la espada recorría de nuevo su pecho, desgarrando los músculos y los huesos—, ¿duele?

Hipo apretó los puños cuando Loki retiró el dedo.

—Hay cosas que duelen más.

—Uhh… ¿Lo dices por tu novia?, ¿lo dices por tu madre? Mortal —le lanzó una mirada fulminante. Sus ojos eran fuego puro, a la vez que calculadores y pícaros—, no tienes ni idea de lo que es el dolor. —Su voz era más dura, remarcando cada palabra.

Se hizo un silencio incómodo.

—Heimdall no tardará en encontrarte, tiene buen ojo para ese tipo de cosas —siguió diciendo el dios, más tranquilo. Levantó las cejas, como si hubiera recordado algo—. Pero mientras tanto, ¿no quieres ir a verlos?

El jinete sintió un vuelco en el corazón.

—¿Quieres decir que estoy en…? —No pudo terminar la frase. Tropezó y cayó por la ladera de la colina, dando vueltas y golpeándose con las rocas. Cuando llegó milagrosamente de una pieza a los pies del saliente, escupió nieve.

—¿Duele ahora? —gritó Loki desde arriba.

—Un poco —consiguió pronunciar Hipo.

En unos segundos Loki se deslizó sin ningún problema por la pendiente y se reunió con el jinete. Se sacudió la nieve de la armadura, con aire altivo.

—Respondiendo a tu pregunta, sí. Estás en Isla Mema. En una versión un tanto deprimente, déjame decirte, ¡pero sí!

Hipo no dudó en ningún instante. Tenía que ir a verlos. Se giró hacia las cabañas, envueltas en la penumbra. Dejó al dios atrás. La niebla se difuminó conforme avanzaba, y entró por una calle al azar. Las cabañas pasaban rápido ante él, ninguna de ellas le interesaban en absoluto. La luz de las ventanas creaba un lugar sobrecogedor, pero Hipo no les prestó atención. Sus pasos fueron cada vez más ligeros y ágiles, sabiendo a dónde dirigirse. En la cuarta calle que giraba a la derecha, de repente, se cruzó con un hombre de mediana edad, con barba larga y cargando unas redes en el hombro derecho. Sin embargo, como Hipo, emanaba una luz azul, en su caso más clara.

El rostro del fantasma le resultaba familiar al jinete. Era Ulfric, un pescador que vivió hace muchos años en Mema, pero, tras partir con su humilde barco una mañana, no se volvió a saber nada más de él.

El fantasma, al percatarse de Hipo, se aterrorizó.

—¿Eres uno de mis antepasados que no fue enterrado en su debido modo? —preguntó tembloroso—. Por favor, os lo suplico, no me atormentéis en mis sueños.

El pobre pescador salió corriendo, olvidando sus redes. Hipo no pudo explicarse, ni tampoco preguntar a qué se refería.

Loki apareció detrás de él.

—El mar se lo tragó, pero no sabe que está muerto. Su alma está atrapada aquí para siempre. No puedes hacer nada para ayudarlo.

El jinete, muy a su pesar, intuía que el dios no tenía motivos para mentirle, por lo que, cuando perdieron de vista al fantasma del pescador, continuaron su camino.

Tras recorrer las calles de Mema durante unos minutos más sin detenerse, Hipo, acompañado por Loki, llegó a la plaza. Parecía que había tenido tiempos mejores, pues nadie se había tomado la molestia de arrancar las malas hierbas que crecían entre las baldosas de piedra, cubiertas de nieve, y las antorchas tenían una gran capa de oxido. El jinete esperó que la verdadera Mema jamás tuviera ese destino.

Subieron por las escaleras que conducían a la Gran Sala, pero tomaron los escalones de la izquierda, que conducían a su propia casa. Cuando estuvieron a un paso de la puerta, se abrió por sí sola. Hipo preguntó con la mirada a Loki.

—Se te permite entrar aquí —aclaró con los ojos en blanco.

El jinete no encontró a su padre en la planta baja. Pensó que por algún motivo se había ido a dormir a la planta superior, en su habitación. Se sorprendió enormemente cuando descubrió que Astrid dormía en su cama. Sonrió al ver que Desdentado dormía junto a ella, cuidando de Astrid, como le había pedido antes de morir y llegar a Asgard. Los echaba de menos, pero no se advirtió cuánto hasta que los tuvo delante de él.

Se arrodilló entre ambos. No quería despertarlos, pero tampoco estaba dispuesto a desaprovechar posiblemente la única oportunidad que tenía de entrar en Niflheim, porque desconocía si podría tener la ocasión de hacerlo de nuevo. Tenía tanto que explicarles, tanto que querer decirles...

La joven vikinga murmuraba, pero no decía nada entendible. Entre sueños, llamó a Hipo, quien se inclinó para verla mejor. Con una expresión de cariño, levantó una mano para apartar un molesto mechón que le tapaba las pestañas. Por desgracia, cuando se dispuso a ver sus ojos cerrados, los dedos se desvanecieron de nuevo en humo, impidiéndole tocar su piel.

La esperanza de Hipo desapareció al tiempo que la impotencia y la desesperación se apoderaron de él.

Probó a acariciar a Desdentado con la otra mano, pero dio el mismo resultado. Loki se rió a carcajadas.

—¡Uy! ¡Se me olvidó contártelo! Es cierto que estás en Niflheim y Midgard al mismo tiempo, pero no puedes actuar en el mundo de los mortales. ¡Recuerda que tu alma está en el mundo de los muertos!

Tan cerca y a la vez tan lejos. Una cruel realidad azotó a Hipo, que intentaba sin ningún logro abrazarlos o despertarlos en voz alta.

—Despertaos, por favor —les decía una y otra vez, con un hilo de voz—. Estoy aquí…

Loki continuaba en una esquina de la habitación con su ataque de risa, ahogándose en su propio disfrute. El jinete, todavía dolido, cambió su expresión de frustración a una de ira, volviéndose para ver al dios.

—¡Márchate! —le gritó— ¡Fuera de aquí!

Un instante después, el dios chasqueó los dedos y desapareció.

Hipo bajó los hombros. Se sentía idiota por haberse dejado engañar por Loki. Al menos, Astrid y Desdentado estaban bien. Era lo único que importaba.

—Esperad un poco más —les pidió—. Os quiero.

Se inclinó y, aún sabiendo que resultaría inútil, besó a Astrid y acarició la cabeza de Desdentado.

Agradeció el aire fresco cuando salió de casa. A lo lejos, el árbol Yggdrasil se alzaba majestuoso, acompañándolo en su soledad. Se preguntó entonces por qué Heimdall tardaba tanto tiempo en crear otro portal y recogerle. De Loki… no quería saber nada. Estaba demasiado enfadado como para preocuparse por él. Seguramente estaría recogiendo sus queridas setas.

De pronto, algo llamó su atención. Alguien gritaba pidiendo socorro. Corrió bajando las escaleras de dos en dos. La niebla se volvió más espesa y le resultaba casi imposible saber lo que tenía a su alrededor. Sintió un escalofrío, al comprobar que unas extrañas siluetas deambulaban por los alrededores. Sus figuras grotescas se confundían con la niebla.

Hipo, cauteloso, se acercó con sigilo para observarlos mejor. Era arriesgado, pero también temía por el fantasma de aquel pobre pescador. Si su corazonada no le fallaba, el pescador podría correr un grave peligro si esas cosas le encontraban.

Un horrible grito, agudo y aterrador, rompió el silencio de la noche. Inmediatamente después, como respuesta, se levantó un coro más alto de esos gritos, capaces de helar la sangre a un mortal. E Hipo no era la excepción.

Observando todo a su alrededor con suma atención, se camufló en la oscuridad, y avanzó con el menor ruido posible, quizá, a su próxima muerte.

Unos metros más adelante, llegó a los puestos de mercado. Una amplia calle, rodeada de cabañas construidas con piedra, donde los granjeros intercambiaban alimentos de su cosecha a cambio de productos exóticos. A la luz del árbol Yggdrasil, el cuerpo de Ulfric yacía en el suelo. El pescador todavía observaba a Hipo con los ojos abiertos, aterrados.

Hipo no tuvo tiempo de lamentaciones. Sintió la presencia de una sombra y, veloz, se escondió detrás de un abrevadero.

Agudizó el oído. La nieve crujió bajo unos pasos lentos y el continuo chasquido de unas cadenas siendo arrastradas. El aire se cargó de un hedor a putrefacción tan insoportable que hasta los ojos del jinete comenzaron a escocer. Un nuevo grito horroroso, esta vez más cerca, daba por finalizada la caza. Hipo tragó duro. Se armó del valor que no creía tener en ese momento y asomó la cabeza.

Una oscura silueta patrullaba por los alrededores de la plaza. Caminaba despacio y encorvada, bajo una manta raída. Sus muñecas y tobillos desnudos arrastraban una infinidad de cadenas que en el otro extremo, también, apresados, había cuerpos sin vida de todas las edades.

Su recién asesino pareció olisquear el aire. Se dio la vuelta y enfocó el abrevadero. Gruñó, furioso. Hipo tuvo ganas de vomitar.

La figura era una horrenda combinación entre un hombre encapuchado y un cuerpo en pleno estado de descomposición. En su pecho, que antaño vestía con una armadura de cuero y cota de malla, ahora sólo eran visibles las costillas, donde colgaban restos de piel congelada. Su mano esquelética invocó una espada, y con la otra, se descubrió el rostro. No tenía nariz y la cuenca de su ojo derecho estaba vacía. Enseñó los pocos dientes que le quedaba y rugió como nunca Hipo había esperado escuchar.

—"Un draugr —maldijo—. Tenía que ser un draugr".

Un hormigueo comenzó a recorrerle las puntas de los dedos, después por las manos y finalmente se extendió con una leve corriente eléctrica hasta el antebrazo. Las palmas de las manos le ardían, pero no sabía hasta qué punto serían posibles.

A pesar de las cadenas y los cuerpos de sus víctimas, el espectro se movía sin ningún tipo de problema hacia Hipo. Con un sorprendente salto, dio un tajo con la espada, atravesando el abrevadero. Pudo ver a Hipo, corroborando así sus sospechas, con un sonido gutural.

El jinete cerró los ojos y se cubrió el rostro con los brazos por instinto. Unas lenguas de fuego parecieron surgir de su interior, y con una violencia comparada con las llamaradas de un dragón, sus manos consumieron con una explosión la cabeza del draugr.

Hubo un ruido seco en la nieve.

El jinete continuaba temblando de miedo, y pasó bastante tiempo hasta que tomó el control de sus nervios y salió de su escondite para ver lo que había ocurrido. Junto a él yacían los restos de un cuerpo carbonizado por completo, con las brasas apagándose lentamente al contacto con la nieve.

Loki, sentado en un tejado, balanceaba los pies, aplaudiendo sin parar.

—Bravo… Magnifico. No, espera, eso no es para tanto... —En ese momento Hipo se percató de que sus manos emanaban una llama, sin prender o quemar su piel. Sacudía asustado los brazos, intentando extinguir el fuego. Loki, observándolo, hizo un mohín—. Vamos, no seas tan melodramático.

—¿Qué es esto? —exigió saber el jinete. Las llamas se apagaron—. ¿Y de dónde han salido esos draugar?

El dios se llevó un dedo a los labios.

—Y luego dicen que no hay que tenerle miedo a los muertos —comentó, fingiendo inocencia.

La actitud de Loki estaba colmando su paciencia y poniéndole de los nervios de nuevo. Iba a decirle cuatro barbaridades cuando, de repente, el rugido de un enorme animal llegó hasta los oídos de Hipo.

Se volvió, preocupado.

— ¿Qué es eso?

—La cadena alimenticia, por supuesto —respondió Loki como si nada. A juzgar por su tono, estaba sonriendo.

Unos pasos intensos se acercaban rápidamente, produciendo un estruendoso ruido. El suelo se sacudía con fuerza. En la distancia, los arboles se precipitaban al suelo, levantando polvo.

De repente, un dragón surgió de las profundidades del bosque.

Era más grande que un Pesadilla Monstruosa, pero sus escamas resaltaban con un color verde. Su espalda estaba brindada con unas largas espinas, que recorrían desde su nuca hasta la cola, cubiertas por una fina membrana. Caminaba sobre sus cuatro patas, delgadas, pero musculosas, en especial las traseras. De su largo hocico sobresalía una fila de colmillos afilados que emanaban veneno a borbotones. Sus poderosas garras hundían la tierra por donde fuera que pisara. Sus alas, rasgadas y con agujeros irregulares, estaban plegadas a su cuerpo.

Sacudió la cabeza y se quitó los trozos de madera que quedaban en su cresta. Se irguió durante un segundo y sus hombros se mostraron fuertes y flexibles, como la corteza de un árbol. Su afilada mirada se clavó en Hipo y movió su lengua bífida, meditando qué sería lo primero que devoraría de él.

Se lanzó contra él con un rugido, salpicando veneno.

Los músculos del jinete actuaron por sí solos sin tener consideración por sus pensamientos: Esquivó al dragón lanzándose a un lado, antes de que se lo tragara de un sólo bocado. Se incorporó y tomó una distancia prudente mientras levantaba las manos para tranquilizar al dragón. Con una voz que intentó no parecer demasiado asustada, dijo:

—Tranquilo, pequeño, tranquilo. No voy a hacerte daño. —Con los años había aprendido que la mayoría de los dragones salvajes atacaban por miedo, o estaban protegiendo sus nidos. Sin embargo, la actitud de ese dragón le pareció distinta a los demás…

—Ya te lo he dicho, mortal —dijo Loki, como si hubiera leído sus pensamientos. Su voz provenía detrás del dragón, saboreando el momento—. Él es la cadena alimenticia en todo Niflheim. Él es el cazador y tú eres la presa.

No le gustaba como sonaba eso de "presa", pero, si existía la posibilidad de razonar con el dragón, al menos tenía que intentarlo. Además de que, como jinete de dragones, sentía una gran admiración y asombro ante un ejemplar del cual no conocía la especie.

Respiró profundo y acercó una mano. Esperaba que el dragón le atacara de nuevo o, en un caso casi imposible, aceptara la muestra de respeto y acercara también su hocico. Pero Hipo no contó con que, reviviendo sus llamas, y sin tener tiempo de evitarlo, lanzó una llamarada al dragón.

A una velocidad sobrenatural, el dragón inhaló las llamas como si de un aperitivo se tratase, y por sus fosas nasales expulsó unas pequeñas volutas de humo, gruñendo de nuevo.

La sombra del dragón se proyectó sobre él. Sin ningún plan, salió corriendo.

Las burlonas carcajadas de Loki quedaron atrás:

—¡No eres capaz de controlar los poderes de tu alma!

Por las venas del jinete corría adrenalina. Esquivando escombros que desperdigaba el dragón, bajó a los niveles inferiores de la aldea, hacia el hangar de los dragones. Sin plan que le sirviera, corría sin pensar, esperando que se le ocurriera algo antes de ser engullido.

Un draugr, de estatura muy pequeña y con un martillo de guerra el triple de grande de lo normal en ambas manos, se cruzó en su camino. El draugr lo atacó, girando sobre sí mismo a gran velocidad con el martillo. Hipo lo esquivó por los pelos. El draugr se detuvo, posiblemente mareado, y levantó el martillo con un grito en tono de desacuerdo, como si esquivar el ataque de un enemigo fuera lo más vergonzoso en los Nueve Mundos.

No oyó precipitarse el dragón por detrás de él y, en un salto lateral, el dragón aplastó al draugr contra una cabaña, utilizando todo el peso de su hombro izquierdo. El jinete, que había visto la escena por el rabillo del ojo, se sorprendió. Además de fiero y peligroso, el dragón era realmente inteligente.

El dragón derrapó. Clavó las garras en la tierra y, canalizando dentro de su cuerpo el poder del árbol Yggdrasil, bramó un rugido que hizo temblar la cúpula de Niflheim. Alrededor del animal, unas raíces de árbol tomaron vida propia y se elevaron en el aire como serpientes.

Si era posible, a Hipo se le cayó el alma a los pies.

—¡Oh, venga ya! ¡Tienes que estar de broma!

Contó a cuatro raíces de árbol dirigiéndose hacia él a toda velocidad, cortando el aire como un látigo. Crujían y se retorcían entre ellas mismas, esquivando los obstáculos que Hipo trataba de utilizar para ganar algo de tiempo. Pero las raíces se movían a una increíble velocidad, e Hipo comenzaba a cansarse.

Detrás de ellos, les seguía el enorme dragón. Esta vez desplegó sus alas, apartando con ellas el exceso de cabañas que encontraba a su paso, e incluso también le ayudaban a impulsarse y saltar unos metros, de manera feroz, implacable…

—¡Heimdall! ¡Es ahora o nunca! —gritó el jinete, mirando hacia la cúpula, como si el dios estuviera observándolo desde Asgard, esperando el momento oportuno. —¡Por todos los dioses! ¡Heimdall!

Escuchó los rugidos del dragón muy cerca de él, pero no miró por encima de su hombro para comprobarlo. Reunió las fuerzas que le quedaban para correr hasta los límites de la isla y, antes de que pudiera arrepentirse de lo que iba a hacer, descargó un grito y saltó más allá.

Continuará…


[Glosario:

*Caballero de armadura azul y escudo irrompible: Este… cameo, o mención, como queráis llamarle, recuerda al Capitán América enfrentado con Thor en aquella escena del bosque en la primera película de Los Vengadores.

*Sif: En la mitología nórdica, era la diosa de la fidelidad, el matrimonio, las cosechas (de las que se decía que eran sus cabellos) y esposa de Thor. NOTA: No confundir con Sif, el Gran Lobo Gris, uno de los personajes más recordados de Dark Souls.

*Niflheim: Literalmente, "Hogar de la niebla". Es uno de los nueve mundos del árbol Yggdrasil y se encuentra en sus raíces. Se puede decir que para los vikingos y para los que seguían una religión escandinava, era el peor sitio para pasar la vida de ultratumba, el Infierno dentro de la mitología nórdica. NOTA: No confundir con el nombre Nilheim, una de las tantas localidades de Skyrim (malditos bandidos).

*Draugr: En plural, draugar. Literalmente, "el que camina de nuevo" o "el que camina después de la vida". Un zombie de la mitología nórdica, sí. (Los que jugamos Skyrim los recordaremos como esos esqueletos que rompen las leyes de la lógica y se despiertan mientras robamos su dinero [malditos draugar]).]

Hipo se lo pasa en grande, ¿eh? X'D

Como siempre, muchísimas gracias por pasaros por el fic, ya haya sido desde sus comienzos, o si esta es vuestra primera vez y ha sido por mera curiosidad ^^

Cualquier duda o pregunta, podéis mandármela a través de una review o privado ;) XD

Las críticas constructivas son muy bien recibidas ^^

Ah, y recordad: "La vida es como un videojuego: Sabes que vas por el buen camino cuando te vas encontrando con enemigos"- Andrés Navy.

¡Nos rockeamos y leemos!