The memory is cruel

While you're waiting for the sun,the space around you is very quiet. […]

And the memory is cruel, […]time is nothing but a lie.[…]
And your sleep will never be as good as it used to be
when the one you love is gone.

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Esa mañana Eugene abandona la sala de reuniones y baja las escaleras. No oye nada en los largos pasillos. No oye sus propias pisadas sobre los peldaños. Abandona el castillo por la puerta de servicio, le da la sensación de que un guardia quizás le esté diciendo algo mientras se aleja, pero no puede escucharlo bien.

Vagar por las callejuelas del reino tiene algo de ajeno, es sentir el mundo de lejos y el silencio esponjándose, denso. Es estar junto a Rapunzel, encerrado en una cueva que se va inundando lentamente. Es la falta de aire, el mundo sin sonidos, el latigazo de luz en mitad de la oscuridad. Es aparecer en la superficie, bajo el sol, los árboles, el canto de los pájaros y tener la sensación de que el agua aún no se ha ido y de que en realidad no puede escuchar nada de lo que le rodea. Porque no puede ser. Porque Eugene Fitzherbert no es más que un pobre e insignificante huérfano, y debe de estar ahogándose en alguna cueva, atrapado como una rata. No viviendo aventuras con chicas de pelo mágico.

Fitzherbert es un apellido cruel para un huérfano. Nadie quiere recordar la pérdida de un padre.

Eugene acaba sentado en un murete de piedra en la calle, la espalda doblada, y sin comprender del todo en qué está pensando. En nada, quizás. Ve a un mensajero correr hacia la cárcel del reino, y anunciar el pregón del día. La princesa se ha impuesto ante la Corte y ha erradicado la pena de muerte del derecho penal. Las ejecuciones de hoy quedan canceladas. Y las de mañana, y las de los días venideros. Nunca una persona volverá a morir en nombre de la corona.

A su alrededor hay gente celebrando, niños corriendo en las calles, hombres de aspecto pomposo y altivo que tuercen el gesto y se retiran a sus casas, y Eugene está ahí sentado y no sabe o no quiere pensar en nada. De pronto Maximus está a su lado. El caballo se deja caer en el suelo y apoya la quijada sobre sus piernas.

—También se ha empeñado en donar ayudas mensuales en concepto de comida, juguetes y libros a los orfanatos del reino —murmura Eugene. Se sonríe mientras rasca al caballo detrás de las orejas. Suspira por la nariz.

Su sonrisa se desvanece rápido, y él sencillamente está allí, sentado con los hombros hundidos. Maximus resopla.

Una panadera se acerca a él con una bandeja de magdalenas recién hechas y le ofrece una.

—Tomad, príncipe Eugene. Me alegro tanto por las buenas nuevas. Os deseo un muy buen día.

Él levanta la cabeza, pero la mujer se ha perdido entre la multitud y no puede encontrarla.

Príncipe Eugene. Le da la sensación de oírlo por primera vez.

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Los bosques nevados de Arendelle son silenciosos y extraños.

El invierno llega como un susurro y desnuda los troncos plateados y negros, finos y frágiles sobre los montes cubiertos de blanco.

Rapunzel pasea entre los árboles envuelta en su capa de pieles y escucha el silencio, y mira la noche oscura entre las ramas (anochece asombrosamente pronto), todo cielo negro a su alrededor y nieve callada, resplandeciente. Eugene camina despacio, escucha el crujido mullido y tenue de sus propios pasos. Se imagina en un mundo quieto, una madrugada eterna tendida sobre los huesudos abedules y las guirnaldas de escarcha tejidas entre las ramas. Se imagina a Rapunzel vagando desnuda en el bosque de hielo, con la melena rubia siguiéndola como la estela de una estrella caída. Los pies delicados sobre la nieve. Los ojos salvajes, inmensos y asustadizos. Una mirada feral, una criatura antigua bajo el universo. Eugene la habría mirado entre los árboles silenciosos como quien contempla un relámpago dormido. Se habría quedado quieto a unos pasos de la criatura, inmóvil de miedo.

Las luces de la ciudad brillan tenues a lo lejos, como ahogadas por la nieve. Sus resplandores suaves y vacilantes se reflejan en el agua negra del fiordo.

De vuelta en la posada Eugene se sienta sobre el suelo de madera junto al fuego. Rapunzel se tumba a su lado, sobre la alfombra de oso, y entierra las manos en el pelaje espeso. Tiene ojos de bosque y silencio. Y durante toda la madrugada Eugene le cuenta historias de criaturas mitológicas. Seres fríos, seres bellos, seres mágicos y antiguos. Y Rapunzel escucha atentamente, conteniendo la respiración, asomándose de vez en cuando por la ventana que da a los bosques con las manos apretadas en un puño contra su pecho. Y pide un cuento y otro hasta que la chimenea ya casi se ha apagado y empieza a amanecer.

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La voz de Rapunzel resuena alta y clara en la biblioteca. Sostiene un libro antiguo apoyado sobre las rodillas, lleno de grabados y letras con florituras. Tiene una audiencia exigente sentada en corro sobre la alfombra que de vez en cuando le pide que ponga el libro en alto y muestre las cuidadas ilustraciones de los cuentos. Entre su público, el rufián del garfio se seca una lagrimilla con el dedo durante el final de La sirenita y bebe un largo trago de cerveza.

El rey se encuentra, como ya es costumbre, con una jarra de pinta entre los bandidos de El Patito Frito. La reina está sentada a unos metros de él, con un niño con la cara sucia y las uñas demasiado largas acomodado en su regazo.

Eugene observa todo desde su escondite en el segundo piso de la biblioteca. Tiene los codos apoyados en la ornamentada barandilla de madera y se sonríe al ver a los rufianes y a los huérfanos sentados unos junto a otros alrededor de Rapunzel, conteniendo la respiración durante los momentos de tensión narrativa. ¿Despertará la bella durmiente de la maldición? ¿Vencerá el príncipe a la malvada hechicera?

La princesa carraspea. Intenta continuar con el cuento, pero se le quiebra la voz.

—Tengo la garganta seca —reconoce en susurros. Se ríe.

Uno de los rufianes se incorpora apresuradamente y le ofrece su jarra de cerveza. Antes de que Rapunzel pueda beber un trago, la reina se levanta con el niño en brazos y la detiene extendiendo una mano hacia ella.

—Enseguida mando a buscar un vaso de agua. No te preocupes.

Rapunzel mira la jarra de cerveza y se la devuelve al rufián. Y le sonríe.

Eugene tiene el ceño fruncido mientras observa a la reina sentarse de nuevo entre los niños.

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La reina no sólo no le permite beber cerveza a su hija. También la mira con delicada reprobación cuando Rapunzel baja saltando las escaleras y corre por los pasillos.

Eugene se pregunta durante cuánto tiempo ha estado ocurriendo esto. Piensa en la torre, en la concha que le entregó a Rapunzel aquel primer día que pasaron en la playa. Piensa en hablarlo con el rey.

Una semana más tarde, Eugene encara a la reina con la esperanza de que su astucia comercial le sirva para ahorrarse el temible ceño fruncido de su suegra. No obstante, la conversación se reduce a un monólogo poco coherente sobre pesadillas, conchas, los jardines, el rey, el rey también lo piensa, Rapunzel hecha un ovillo, Rapunzel encadenada por madre Gothel, Rapunzel abrazándole fuerte como si quisiera desaparecer entre sus brazos.

La reina lo escucha sin interrumpir.

—¿Cómo podéis no daros cuenta? ¡Una parte de ella sigue dentro de esa torre! —acaba espetándole Eugene, haciendo un gesto tajante con la mano.

La reina le clava la mirada. Finalmente suspira y sonríe un poco. Hay algo vagamente pícaro en sus ojos, detrás de toda su elegancia y compostura, y Eugene piensa en Rapunzel.

Ella le apoya la mano en el brazo.

—¿Cómo puedes no darte cuenta, Eugene? —replica. Alza las cejas—. Rapunzel tiene ya tres faltas.

Y eso es todo. Se aleja por el pasillo con la sonrisa de quien sabe un secreto, y Eugene permanece quieto, respirando profundo y mirando el suelo con los ojos muy abiertos.

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Eugene sostiene la mano de la princesa cuando, pocos días después, el médico de palacio anuncia para dentro de seis meses el nacimiento de su primogénito.

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Está amaneciendo, y la luz del nuevo día se cuela pálida por los ventanales del pasillo. Eugene lleva una pila de papeles garabateados en los brazos. Hace equilibrios para sostenerlo todo con una mano mientras con la otra tantea el picaporte para abrir la puerta de la biblioteca.

La biblioteca vacía tiene algo de intimidante. Una presencia poderosa, un silencio imponente. Con lo que tú no sabes podrían escribirse varios libros. Varios miles, de hecho, parecen susurrar las estanterías.

Pero esa mañana se escucha una respiración frágil y agitada que resuena en la enorme estancia. Es un sonido pequeño, translúcido, y Eugene piensa en fantasmas.

La reina está sentada en una de las butacas. Rapunzel está enroscada en su regazo y tiene voz de llorar. No deja de repetir:

—Me quería. A su manera me quería.

La reina tiene la mirada más triste del mundo mientras contempla la figura encogida de su hija contra su cuerpo. La rodea con los brazos como si supiera que no sirve de nada. Levanta la vista, y Eugene se encuentra inmóvil en el umbral de la puerta, un pie aún en el corredor. Se miran. Ella sonríe un poco, suspirando por la nariz. Sus ojos tienen un aire de lejanía y resignación.

—Me quería. Me quería.

La reina vuelve la mirada a Rapunzel. Murmura:

—Lo sé.

Eugene cierra la puerta despacio. Sin hacer ruido.

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Durante los siguientes meses, Eugene continúa escribiendo historias y Rapunzel pinta ilustraciones en casi todas las páginas.

Discuten sobre qué cuentos le gustarán a su hijo, y Eugene sabe con sólo tocarle la tripa a la princesa y sentir las patadas, que son los de piratas, los de magia y aventuras. Ella se ríe cuando le escucha decir esas cosas.

Rapunzel suele pintar dragones que custodian princesas con ojos grandes y tristes, y aunque Eugene especifique en el cuento que la criatura muere, Rapunzel vuelve a pintar al dragón vivo, cubierto de vendajes.

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El médico comenta que las caderas de la princesa son demasiado estrechas, y podrían traer complicaciones al parto.

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La tripa de Rapunzel es muy puntiaguda y Pascal duerme todas las noches acurrucado en la cumbre.

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Transcurren los nueve meses, pero el bebé no nace y Rapunzel sonríe nerviosa y bromea con todo el mundo diciendo que su hijo es tímido y no quiere salir. Eugene no quiere consultar con el médico.

Esa noche, Rapunzel le confiesa a Eugene que a veces sueña que está flotando y no siente nada, y es porque aún no ha nacido. Él le responde en voz baja que sería una pena perderse todo lo que han vivido. La lluvia, las linternas, la hierba, el viento, y todo lo demás. Y el sol.

—A veces sueño que estoy en el sol —susurra Rapunzel.

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El bebé es varón, y es rubio.

Los rufianes aplauden y brindan con cerveza, y traen una colección de marionetas de trapo, pastas y unicornios de cerámica para el recién nacido. Cantan canciones acompañadas al piano y el rey se seca disimuladamente los ojos. La reina habla del niño como si fuera un milagro. Rapunzel permanece todo el día en cama.

Todo el reino lo celebra con bailes y banderines y al oscurecer sueltan farolillos al cielo.

Esa noche Eugene se acerca despacio a la cuna para coger al bebé en brazos y le tiemblan las manos. Es arrugado y larguísimo, y cierra los puñitos con mucha fuerza alrededor de uno de los dedos de Eugene. Apenas abre los ojos. Se parece mucho a él, aunque tiene la nariz respingona de Rapunzel.

La princesa aparta las sábanas. Se acerca por detrás y le da un beso en la espalda. Le rodea el torso con los brazos y apoya la cabeza entre los omoplatos.

—He estado pensando nombres —murmura.

—Podría llamarse Flynn —contesta Eugene.

Rapunzel le golpea con el puño en la espalda.

—No me hagas ir a buscar una sartén.

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A Rapunzel tienen que hacerle un juego nuevo de vestidos, porque los que tenía antes le valen de cintura, pero no de pecho, y con los del embarazo sucede a la inversa. A cada segundo se escapa del taburete al que la tiene subida el sastre y se acerca a la cuna del bebé, y le da besos por todas partes y gorjea como un pájaro.

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Eugene a veces le cuenta cosas de Rapunzel a su hijo. Cosas como que se muerde el labio cuando está concentrada en una tarea difícil. Que se le mancha la cara de pintura cuando dibuja en las paredes. Que a Eugene le dan ganas de darle besos en los dedos cuando la ve moviendo una ficha de ajedrez.

Rapunzel a veces se acurruca contra ambos y les canta.

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El príncipe Petersilie, más conocido como Peter, no muda el pelo a los tres meses, como todos los niños, ni a los seis, ni a los nueve, ni al año. Sino que sigue siendo rubio, y su pelo crece y crece rápido como las malas hierbas al sol. El pelo le llega hasta los pies, y es como hilo de oro y reluce, y cuando su madre le canta la canción de la flor se le enciende como la estela de un cometa.

También tiene los ojos azules, como su abuelo. Y Eugene está seguro de que cuando crezca tendrá pecas en la nariz, como su madre. Pascal no se separa de él.

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La torre es alta y estilizada como una lanza bajo el sol. A sus pies hay un manto raído arrugado sobre la hierba.

Eugene se ofrece a subir a Rapunzel a pulso hasta arriba, pero ella niega con la cabeza y suben todos por la escalera de atrás. Las piedras aún están amontonadas junto al umbral, y le da una apariencia como en ruinas.

En lo alto de la torre, el sol entra a raudales por la ventana e ilumina la cascada de pelo castaño de Rapunzel, y lanza destellos cegadores y afilados al caer sobre el espejo roto. En una esquina están los grilletes.

La reina se echa a llorar. Rapunzel permanece allí de pie y no dice nada. Pascal se ha hecho un ovillo contra su cuello y al rey le tiemblan las manos cuando la atrae hacia sí.

Rapunzel les da un beso a ambos y les enseña la torre, de arriba abajo.

Aquí jugaba al ajedrez con Pascal. Aquí guardaba las escobas para limpiar la torre. Aquí me gustaba subirme para tocar la guitarra. Aquí miraba la niebla subir del río por las mañanas. El cristal de la ventana se quedaba perlado de gotas de rocío. Aquí leía mis tres libros. Aquí me tumbaba e imaginaba que viajaba por todo el mundo.

Aquí me cepillaba el pelo madre… Gothel.

Desde aquí miraba los farolillos el día de mi cumpleaños.

Antes de marcharse, Rapunzel se agacha entre los cristales y recoge un cristal y Eugene lo reconoce. La reina y el rey juntan todo el pelo muerto y lo enrollan. Eugene barre porque le preocupa que Rapunzel pueda hacerse daño en los pies.

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Esa noche, Rapunzel le corta el pelo al principito.

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Rapunzel tiene un cajón secreto en el que guarda un trozo de cristal, una concha, un cepillo, un banderín morado de fieltro y dos fichas de ajedrez de hueso, el rey y la reina. Ahora, además, un montoncito de mechones castaños muy cortos.

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La primera noche que el príncipe Peter tiene fiebre, el médico aconseja que le dejen dormir.

La segunda noche, le ponen un paño de agua fría en la cabeza.

La quinta noche lo bañan en agua helada.

La séptima noche Rapunzel llora y le canta la canción de la flor a su niño, que arde de fiebre. Pero las lágrimas son sólo lágrimas y desaparecen contra la piel sin flores de sol, sin magia y sin vida.

Maximus recorre el reino buscando un milagro. Pascal se acurruca contra el cuello del bebé. Rapunzel desaparece.

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Eugene va a buscar a la princesa a la torre. A los pies hay una cruz de madera clavada en la hierba, junto a un manto doblado, sujeto con piedras de río para que no lo vuele el viento.

Rapunzel tiene las manos apoyadas en la piedra de la torre y mira hacia arriba. Luego se gira a mirar a su marido con ojos sabios y tristes.

Eugene piensa que tiene ojos de madre.

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En el carruaje de vuelta, Eugene le acaricia el pelo a Rapunzel y quiere creer desesperadamente que a pesar de todo ella no le culpa.

Sobre todo quiere creer que él no la culpa a ella.

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El agua está tan tranquila bajo el manto de la noche. Eugene mira la superficie negra, las luces que tiemblan entre las olas. Cierra los ojos.

Rapunzel está llorando en brazos de su madre porque ahora entiende muchas cosas.

Eugene ya los ha oído antes. Hace mil años. Hace un mundo. Los recuerda como un sueño. Recuerda esos sollozos de angustia desde un lugar oscuro, recuerda haber pensado que nadie tendría que llorar así nunca. Una cueva llena de agua. Un latigazo de luz. Respirar.

Se imagina a Rapunzel llorando en el suelo de su torre. La estela de pelo apagada y muerta por todas partes. Su madre convertida en un puñado de polvo sobre la hierba.

Su propio cuerpo frío, gris, inmóvil. Ajeno a las lágrimas de Rapunzel.

¿Qué habría hecho ella? Cuando se le hubieran acabado las lágrimas y hubieran pasado los días. Quizás refugiarse en El Patito Frito. Los rufianes habrían intentado cuidarla, y ella a su vez habría intentado sonreír, pero vagaría por el bosque sin importarle herirse los pies con las piedras del camino.

Quizás acudiera siempre a la ciudad en su cumpleaños, a mirar los farolillos. Quizás vistiera de luto esa noche. Quizás un día, muchos años después, la resignación del rey ganara la partida y se cancelara la fiesta de las luces en el reino. Pero Rapunzel seguiría enviando un farolillo al cielo la noche de su cumpleaños. Un farolillo por todas las pérdidas. Y quizás entonces los reyes y Rapunzel cruzaran miradas un día, un instante, antes de que el momento pasara, porque un reencuentro a esas alturas no es sino una pérdida más grande.

O quizás para ese entonces los reyes habrían muerto, y nadie en el mundo podría entender cómo es posible que una muchacha, una mujer, una anciana, pueda marchitarse como una flor.

Es una chica lista. Es una chica fuerte, piensa Eugene. Habría encontrado un nuevo sueño.

Duele pensarlo. ¿Qué habría hecho Rapunzel? Duele ver el futuro en esos términos. La torre, piensa Eugene, y está temblando.

La torre.

Nadie tendría que llorar así. Nunca.

El rey mira a Eugene con ojos enormes y asustados, y él querría, una vez más, que toda su astucia comercial sirviera de algo. Que todos los libros escritos sobre lo que él no sabe sirvieran de algo. Y todos los cuentos que han escrito e ilustrado él y Rapunzel. Porque los dragones no mueren, sólo están heridos. Y Eugene cierra los ojos con fuerza y suplica en silencio, porque un niño sin cuentos es una cosa terrible, pero un puñado de cuentos sin niño es una idea que le deja sin respiración, pequeño y lleno de un vacío hondo y pesado como una piedra de río.

Rapunzel sigue llorando, aferrada a la reina.

Eugene es huérfano porque perdió a sus padres, pero no sabe qué será si pierde a su hijo.

Es noche cerrada y un sirviente dice que el alba suele traer milagros. Que hay que esperar. Y eso es lo que hacen. Mirar la noche oscura, y toda el agua alrededor de la ciudad en silencio. El rey tiene los hombros hundidos y mira a su hija, callada contra su madre, y siempre tiene una mano extendida hacia ella. Pero al final siempre vuelve a apoyar los puños sobre las piernas, la barbilla contra el pecho.

Los hombros del rey empiezan a temblar, se agitan, y Eugene piensa que es como ver una montaña derrumbarse. No puede mirar. Así que se acerca con pasos lentos y pesados a la cuna. Abraza contra su pecho a Peter (tan pequeño, los ojos de su abuelo, la nariz de su madre), y es como si tanto calor fuera a consumirle por dentro. Pero eso no le detiene. Imagina los cuentos olvidados en el escritorio, juntando polvo durante años. Eugene abraza al principito como si quisiera refugiarlo en su pecho.

Es entonces cuando Rapunzel se levanta. Tiene la cara seca y roja. Se acerca a Eugene con la mirada determinada y coge a su hijo con manos de madre. Abre las puertas del balcón al día naciente.

El horizonte es dorado y Rapunzel levanta hacia el amanecer al príncipe Petersilie, que arde como un sol.

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Y fin.

Con esto he acabado lo que quería decir con esta historia (no existe un lugar seguro en el mundo). Aparte del drama que suponía en la película la muerte de Eugene como tal, para mí supuso un auténtico drama imaginarme lo que sería la vida de Rapunzel a partir de ese momento.

Estoy bastante contenta con la evolución de los personajes.

Por cierto (¡IMPORTANTE!), Petersilie es perejil en alemán. Así se iba a llamar Rapunzel originalmente en el cuento.