Prólogo

Por primera vez en muchos años, Albus Dumbledore se sintió cansado. El peso de los años pareció cernirse sobre sus hombros con una fuerza abrumadora.

Un atribulado y asustado Harry Potter acababa de abandonar el despacho junto a su padrino, Sirius Black, después de haber contado en extremo detalle lo que había ocurrido tras tocar la copa del Torneo de los Tres Magos. Lord Voldemort había regresado, y Cedric Diggory había muerto a sus manos.

Sin embargo, en el contorno de esta noche extraordinaria que estaba llegando a la mitad, otro acontecimiento había ocurrido. Un suceso tan singular, que Dumbledore aún no estaba seguro si catalogarlo como milagro o como tragedia. Porque lo que había ocurrido hoy, no tenía nada de sagrado.

Junto al cadáver del joven Diggory, y un herido y aturdido Harry, venían dos figuras encapuchadas, con una capa corta que les llegaba hasta las caderas, pudiendo distinguir que se trataba tanto de un hombre como de una mujer que compartían negras vestiduras. Pero además de eso, no pudo percibir nada más. Y todo se tornó aún más confuso, cuando Moody desapareció de la vista, y la figura más alta, la del hombre, lo siguió, perdiéndose ambos en la oscuridad del Bosque Prohibido. En el relato de Harry, los sujetos habían aparecido en el mismo momento en que Voldemort había llamado a los Mortífagos, teniendo un lugar privilegiado en el círculo, a la derecha del mago tenebroso. Pero Harry tampoco estaba seguro de saber la identidad de los tipos, que lo habían rescatado y se lo habían llevado de vuelta al castillo.

Tomó asiento en la silla junto al escritorio. Ciertas sospechas habían empezado a formarse en su mente, y sumado a algunos recuerdos que había ido desempolvando a medida que la noche avanzaba, comenzaba a atar algunos cabos sueltos que habían quedado de hace más de 25 años.

Y, en realidad, él no podía culparlo. Todos habían sido seducidos alguna vez por los aires de grandeza, por los ideales de dudosa moralidad, por creer que podían ser mucho más que simples mortales. Cómo no lo iba a saber él, sintiendo un ramalazo de nostalgia por esas tardes de apasionada y electrizante juventud en el Valle de Godric. La experiencia y sabiduría que había adquirido con el paso de los años había logrado torcer el foco de aquellos ambiciosos pensamientos, pero aún así, recordaba lo embriagador que podía llegar a ser la promesa de una grandeza casi real. Casi divina.

Aún tenía muchos vacíos en su conocimiento, y debía rellenarlos antes de dar el siguiente paso. La guerra contra Voldemort se había reanudado, y llamar a reagrupar la Orden del Fénix era una necesidad acuciante. Pero esto constituía una prioridad imperiosa. Tenía que hacerlo, por el futuro de la guerra, por el bien de la comunidad mágica en general, por su bienestar mental. Por el bienestar de Harry, sobretodo.

Unos golpes tocaron a la puerta. Dumbledore se preparó psicológicamente antes de permitir la entrada. Iba a requerir de toda su paciencia para esa lata conversación.

Una de las dos figuras encapuchadas hizo ingreso al despacho. Apenas estuvo lo suficientemente cerca, se reverenció de forma tan graciosa que Dumbledore supo que estaba burlándose.

– No es necesaria esta parafernalia. – la figura se enderezó, dejando escapar un mechón de cabello pelirrojo de la capucha. – Intuyo que están enfadados conmigo. Me gustaría que tuvieras la amabilidad de explicarme el motivo. –

Las delicadas manos enguantadas en cuero negro agarraron la capucha para descubrirse el rostro. Un rostro que seguía siendo tan encantador como él lo recordaba. La piel blanca y suave, que se tensaba sobre los pómulos; la nariz, pequeña y fina; los labios delgados, de un color púrpura artificial, y las pestañas, largas y negras, que coronaban las deslumbrantes orbes verde esmeralda, bajo cuyo hechizo varios hombres y mujeres habían caído encandilados. Pero, sin duda alguna, sólo James había logrado descifrar el acertijo que encerraban aquellos ojos enigmáticos.

La mata de cabello pelirrojo seguía cayéndole sobre los hombros. Tal y como lo recordaba.

Y también recordaba ese collar deslumbrante que seguía cerrándose en torno a su cuello delgado, desde donde brillaba la piedra de esmeralda que hacía juego con sus ojos. No había un solo recuerdo en que ella no estuviera usando ese collar, que James le había regalado al establecerse como pareja.

– Por supuesto, profesor Dumbledore. – dijo ella, sentándose sin ser invitada. – Me gustaría saber por qué dejó que Harry participara en algo tan peligroso como el Torneo de los Tres Magos. –

Aquello era algo que no se esperaba en ese momento. Pero era una molestia válida, especialmente viniendo de ella.

– Está bien. Tienes razón. Te explicaré mis razones detalladamente. Pero primero – los labios de la aludida se torcieron en una mueca indescifrable. – Quiero que me cuentes qué es lo que pasó realmente el 31 de octubre de 1981, para que James y tú estén aquí con vida esta noche. – le sostuvo la mirada a través de sus gafas de media luna. Los ojos verdes parecían quemar.

La mueca evolucionó a una sonrisa sardónica. Lily Evans se recostó en el respaldo de la silla, cruzando las piernas en escuadra. Subió los hombros, mostrando las palmas de sus manos vacías, como si la hubieran pillado haciendo una jugarreta. Era una actitud demasiado áspera viniendo de una persona tan delicada como había creído que era ella.

– De acuerdo, profesor. Todo comenzó la noche en que Voldemort asesinó a Charlus y Dorea Potter, los padres de James. –