Capítulo Catorce

—Albert, quiero saber quién era esa mujer —insistió Candy cuando llegaron a casa. —Ya te he dicho que no es nadie —contestó Albert frunciendo el ceño.

—Pues la conocías —contestó Candy—. ¿Tuviste una relación con ella?

—¿Por qué lo quieres saber? —se enfadó Albert.

—Lo quiero saber porque, te guste o no, tenemos una relación y la verdad es que me ha asustado cómo la has tratado —contestó Candy girándose hacia el salón.

Lo cierto era que la aterraba la posibilidad de encontrarse algún día con Albert y que la tratara como había tratado a la otra mujer.

—¿Y bien? ¿Por qué no me quieres decir quién es? ¿No te gusta encontrarte con mujeres con la que has estado? Pues no creo que te sea difícil teniendo en cuenta la cantidad de relaciones que has debido de tener.

Albert se acercó a ella y se paró a pocos milímetros. No se podía creer que estuvieran teniendo aquella conversación. Cuando pensaba en aquella mujer sentía asco y Candy parecía decidida a descubrir quién era.

Al encontrarse con Elisa, su primer instinto había sido proteger a Candy de su veneno e incluso la había escondido detrás de él. Claro que menuda estupidez porque aquellas dos mujeres eran idénticas..

—¿De verdad quieres saber quién es? —se rió con amargura mientras se paseaba por la estancia—. Pues te voy a contar quién es. Probablemente, la admirarás Se llama Elisa Britter y sí, tuvimos una relación. Fue hace mucho tiempo, cuando heredé la empresa de George . Para ser exactos, el día después de que ganara mi primer millón apareció en mi vida y me contó una historia muy triste, pero para ser sinceros no me importó lo más mínimo pues su increíble belleza ya me había atrapado.

Candy sintió que aquellas palabras le dolían, pero había exigido saber quién era aquella mujer y tenía que aguantar la explicación.

—Le conté absolutamente todo sobre mí porque, bueno, cuando uno está enamorado es lo que hace, ¿no?... Le conté que mi madre nos había abandonado, que yo estaba enfadado y dolido por ello, le conté que Archie la había buscado durante años y que seguía llorando por ella. Entonces, un día, se presentó con una mujer que se abrazó a mí y me pidió perdón por habernos abandonado a mi hermano y a mí.

Candy sintió que el corazón le daba un vuelco.

—Elisa me contó que había oído a aquella mujer en el mercado contando que había abandonado a sus dos hijos hacía años y que se arrepentía mucho de ello. Jamás dudé de lo que me contaba. Al fin y al cabo, ¿por qué me iba a mentir? Me quería y, además, la historia podría haber sido cierta, pues estábamos en la misma zona de Chicago. Además, la mujer tenía la misma edad que habría tenido mi madre, se le parecía físicamente y sabía cosas sobre nosotros... claro que luego comprendí que esas cosas se las había contado Elisa.

—Albert...

—No he terminado. Así que metí a aquella mujer en mi casa a pesar de que mi intuición me decía que tuviera cuidado. Yo no estaba dispuesto a perdonar tan fácilmente, pero Archie, que todavía era muy joven e impresionable, se mostró encantado de haber recuperado a su madre.

Candy se sentó en una silla y siguió escuchando.

—Yo sabía que Elisa quería que le pidiera que se casara conmigo porque me lo había dejado claro desde el principio, pero yo no se lo había pedido, pues me había prometido a mí mismo no casarme jamás. Sin embargo, para aquel momento, mi «madre» había asumido su nuevo papel y me repetía un día tras otro que me casara con Elisa. Un día, volví a casa y las sorprendí en la cocina, comentando la cantidad de dinero que tendrían cuando me hubiera casado con Elisa —se rió con amargura—. Me sentí como un idiota. Sobre todo, porque ya había elegido incluso la alianza.

Candy se quedó helada.

—De tal palo, tal astilla. Madre e hija eran maravillosas actrices y estuvieron a punto de engañarnos como a dos bobos. Lo peor fue tenerle que contarle la verdad a Archie, tener que verle sufrir de nuevo ante el abandono de su supuesta madre.

—Lo siento mucho —se lamentó Candy poniéndose en pie—. Sé perfectamente lo que se siente en casos así...

—¿Tú? —le espetó Albert furioso—. ¿Cómo sabes tú lo que es que te abandonen?

—Lo sé porque a mí también me abandonó mi madre y tuve que ver cómo se iba y nos abandonaba a mí v mi hermana cuando yo tenía cuatro años yAnnie de año y medio.

«Mentira», pensó Albert.

—¿Cómo te atreves? Te cuento esto y lo aprovechas para inventarte una historia de abandono. ¿Acaso no tienes imaginación y tienes que copiar la mía? ¿No te ha valido con la historia del bebé de tu hermana?

Candy cerró los ojos. Estaba muy pálida.

—No eres capaz de creer que tu hermano se haya enamorado de una chica amable y buena, no te crees que vaya a tener un hijo y que se quiera casar, ¿verdad? —le dijo con incredulidad—. A ti te engañaron de manera espantosa, pero no todas las mujeres somos así. En cuanto a mi historia, te guste o no, las coincidencias existen y da la casualidad de que tu historia y la mía son similares —añadió enfadada de repente—. Para ser sinceros, no me importa si me crees o no. Debería estar acostumbrada a que no confíes en mí porque no te has creído ni una sola palabra de lo que te he dicho desde que nos conocemos y te aseguro que desde el principio no he hecho más que contarte la verdad y, cuando me he equivocado, te he pedido perdón. Puedes consultar el registro del orfanato Londres Norte y verás que estuvimos allí.

—¿Y por qué no me lo has dicho antes?

—¿Me habrías creído? —le preguntó Candy con tristeza—. Por cierto, si creías que iba a admirar a una mujer capaz de hacerte lo que Elisa te hizo, es que no me conoces en absoluto —añadió dolida—. La verdad es que no quieres conocerme. Tú lo único que quieres es un cuerpo en tu cama.

Albert dio un paso hacia ella, pero en aquel momento sonó su teléfono móvil. Candy escuchó entonces una rápida conversación y comprendió que había ocurrido algo.

—¿Es Annie? —le preguntó cuando Albert colgó el teléfono.

—Sí, la han tenido que llevar a urgencias para hacerle una cesárea —contestó Albert poniéndole la mano en el hombro.

—Pero si sólo está de siete meses y medio —se lamentó Candy llevándose la mano al pecho.

Albert se apresuró a rodearle los hombros con el brazo, la llevó a su habitación para que se cambiara de ropa y en menos de una hora estaban volando hacia Inglaterra.

Para cuando llegaron al hospital, estaba amaneciendo. Candy no esperó a que el conductor le abriera la puerta sino que salió corriendo del coche, encontró la habitación de su hermana y, al entrar, la vio con Archie, ambos cansados, pero sonrientes.

—Candy —le dijo su hermana al verla—. Eres tía, tienes una preciosa sobrina que se llama Lucía. Es muy pequeña, pero es fuerte, una guerrera. Está bien —le dijo con lágrimas en los ojos.

—Oh, Ann, qué preocupada estaba —gimió Candy abrazándola con fuerza mientras las lágrimas le resbalaban por las mejillas.

Albert estaba en la puerta, pero Candy no quería ni mirarlo. Oyó que Annie le decía que había sido tío. Menos mal que su hermana no sabía que Albert sospechaba que el hijo no era de Archie, menos mal que su hermana no sabía que le había exigido que se hiciera una prueba de paternidad.

Candy comprendía que tenía razones para mostrarse desconfiado, pero no le perdonaba que les fuera a hacer pasar por aquella prueba. Estaba tan concentrada en sus pensamientos que no se dio cuenta de que Archie le indicaba a su hermano que saliera de la habitación para hablar con él.

Una vez en el pasillo, Albert se dio cuenta de que su hermano parecía mucho más maduro.

—Quiero enseñarte una cosa, Albert.

Albert siguió a su hermano por el pasillo, pero Archie se paró de repente y lo miró.

—Ni siquiera sabes cómo conocí a Annie, ¿verdad? No, claro que no. Para que lo sepas, no fue en el trabajo. Nos conocimos en un evento que se organizó para recaudar fondos para uno de nuestros orfelinatos. Fue el año pasado, cuando estabas en Sudamérica y yo fui en tu lugar. Annie estaba allí porque en su tiempo libre se dedica a hacer voluntariado con un orfanato de la zona que nosotros tenemos subvencionado. ¿Sabes por qué lo hace?

Albert sintió que palidecía.

—Lo hace porque ella también se crió en un orfanato. Con Candy . Su madre las abandonó, exactamente igual que a nosotros —le explicó—. Seguro que no te lo crees, pero...

—Basta —lo interrumpió Albert—. Sí, claro que me lo creo. Candy me lo ha contado.

Archie se quedó mirándolo con intensidad y volvió a avanzar por el pasillo. Cuando llegaron frente a un gran ventanal, le indicó una incubadora en la que había un bebé minúsculo de piel aceitunada y pelo negro.

En la etiqueta que había colgada de su incubadora, se leía Lucia Andley.

El nombre de su madre.

Albert sintió una emoción tan fuerte que se quedó sin palabras y tuvo que apoyarse en el cristal para no perder el equilibrio.

—Albert, eres mi hermano y te quiero —le dijo Archie—. Si quieres que me haga la prueba de paternidad, me la haré, pero sólo por ti. Yo no quiero ver los resultados. No los necesito. Sé perfectamente que ese bebé es mío. Lo sé y quiero a su madre. Nos vamos a casar y me da igual si te parece bien o no.

—No, no quiero que te hagas la prueba —contestó Albert poniéndole la mano en el hombro a su hermano—. Te pido perdón por pedirte que te la hicieras y por haberte hecho pasar por todo esto —añadió pidiéndole perdón con la mirada.


Candy estaba de espaldas a la puerta, pero sintió que los hermanos volvían a la habitación y se tensó.

—Annie —le dijo Albert a su hermana tras tomar aire—, te doy la enhorabuena por haber sido madre. Me alegro también de que te vayas a casar con mi hermano y te pido perdón si te he ocasionado algún daño.

Candy no se atrevía a mirarlo, tenía la mirada centrada en sus manos.

—Señor Andley, gracias —contestó Annie—. No hace falta que me pida perdón. Sé lo que... bueno, da igual lo que sepa, lo que importa es que Archie y yo estamos juntos y que nuestra hija está bien.

Candy levantó la mirada en aquel momento y sus ojos se encontraron con los de Albert.

—Candy, por favor, ven —le dijo él.

Candy fue a ver a su sobrina mientras Albert la esperaba a cierta distancia, pues no sabía si iba a ser capaz de volver a ver a la niña.

Una vez fuera de la clínica, Candy sintió que una curiosa calma se había apoderado de ella. Era evidente que ver a su sobrina no había obrado ningún cambio en Albert. Aquello significaba que ella sí que iba a tener que hacer cambios. No podía seguir así.

Se giró hacia Albert, que le estaba abriendo la puerta del coche como si tal cosa. Aquel simple gesto la enfureció. ¿Acaso se creía que podía seguir adelante como si no hubiera sucedido nada?

—¿Qué te ocurre? —le preguntó Albert al ver que no subía al coche.

—No me voy a ir contigo —contestó Candy.

—¿Cómo? Claro que te vienes conmigo. Venga, tengo que estar de vuelta en Roma esta noche y hace frío. Haz el favor de entrar en el coche.

—No, no me voy a ir a Italia contigo. Se terminó, Albert —contestó Candy negando con la cabeza.

—Candy, por favor, podemos hablar en el coche —insistió Albert presa del pánico—. Si quieres quedarte unos cuantos días, me parece bien. Mandaré el avión a recogerte cuando quieras volver... o, si lo prefieres, puedes tomar tú un vuelo. Ya sé que...

—¡No! —lo interrumpió Candy—. No entiendes nada. Lo que te estoy diciendo es que esto se acabó. Quiero que te vayas. Yo me quedo aquí. Soy consciente de que nos volveremos a ver en la boda de nuestros hermanos o en algún otro lugar, pero nuestra relación ha tocado fondo. Se acabó, Albert —contestó Candy con sumo dolor.

—No, no lo acepto —contestó Albert como loco—. Seré yo el que ponga fin a esta relación cuando a mí me dé la gana.

—Ése es, precisamente, el problema —contestó Candy con tristeza—. Es cierto que algún día pondrás fin a nuestra relación y yo no podré soportarlo.

Albert la miró confuso y Candy se dio cuenta de que sólo había una manera de deshacerse de él, así que tomó aire y echó los hombros hacia atrás.

—¿Qué quieres decir? —le preguntó Albert.

—Quiero decir que... soy una estúpida y me he enamorado de ti —declaró.

—Eso es imposible —contestó Albert sorprendido—Yo no te pedí en ningún momento que te enamoraras de mí.

A Candy le entraron ganas de reírse a carcajadas.

—No le puedes pedir a nadie que no se enamore de ti porque enamorarse es incontrolable, nadie puede controlar su corazón y mi corazón te quiere, Albert, pero no quiero medias tintas, lo quiero todo, no quiero una relación temporal, quiero una relación para toda la vida, quiero casarme y tener hijos, quiero sentir la felicidad que sienten Annie y Archie, quiero envejecer contigo, lo quiero todo... y se que tú no quieres lo mismo. Es í que mientras pronto salgas de mi vida, mejor... Así yo pronto podré recomponerla sin ti.

Albert se quedó mirándola azorado y Candy supuso que sus palabras no le hacían sentir absolutamente nada. Sin embargo, Albert se estaba debatiendo entre confiar de nuevo y no volver a confiar jamás. La última vez que había creído en otra persona había sufrido mucho.

Aquello lo llevó a dar un paso atrás, hacia el coche.

—Por lo que veo, has tomado una decisión.

Candy asintió y sintió una intensa pena al ver que Albert permanecía calmado, distante y frío. Aquel hombre no tenía corazón.

—¿Quieres que te lleve a algún sitio?

—No, gracias —contestó Candy—. Lo único que quiero es que te vayas.

Sin apenas mirar atrás, Albert se montó en el asiento trasero y cerró la se quedó en el bordillo mirando cómo el coche se alejaba, sola y pensando en que era una suerte estar tan cerca de una clínica si se desmayaba.


Cuando peor lo pasaba era por la mañana, cuando alargaba el brazo y encontraba la cama vacía y fría y recordaba que Albert ya no estaba.

Una mañana, recordó la última conversación que habían tenido y supuso que, al final, cuando había mencionado que podía ir al orfelinato y consultar el registro, Albert había terminado por creer su historia por muy coincidente que hubiera parecido con la suya.

El hecho de que les hubiera pedido perdón a Annie y a Archie indicaba que había aceptado la verdad. ¿Cómo no iba a aceptarla después de haber visto a Lucía, que era exactamente igual que Archie?

Sin embargo, a pesar de todo, era absurdo obsesionarse con las palabras. Albert era incapaz de dejar que ninguna otra persona fuera dueña de su corazón, pues estaba lleno de demonios y contradicciones.

Aquella semana, Candy se hospedó en un hostal cercano a la clínica. Por las mañanas, iba a visitar a Annie y a Archie y, por las tardes, volvía al hostal y lloraba sin parar por haberse enamorado de un hombre como Albert.

Aquel fin de semana, volvió a su casa de Oxford para preparar la mudanza. Annie le había dicho que se fuera con ellos, pero Candy no quería porque la casa en la que ellos estaban era de Albert.

En aquel momento, llamaron al timbre, lo que obligó a Candy a salir de la cama. Se sentía como si tuviera cien años. Sabía que sería la señora Smith, su vecina. Solía ir todos los fines de semana a la misma hora para pedirle el favor de que le trajera un poco de leche de la tienda de la esquina, así que Candy se puso unos vaqueros viejos y una sudadera y abrió la puerta intentando sonreír.

—Buenos días, señora Smith.

—Siento mucho volver a molestarte, pero me duele la cadera a causa de la lluvia y...

—No pasa nada —contestó Candy poniéndose los zapatos y el abrigo.

«Si usted supiera el favor que me está haciendo obligándome a salir de casa...», pensó.

Cuando volvía a casa desde la tienda, Candy iba hojeando el periódico que había comprado y no se dio cuenta de que en la puerta había varios hombres hasta que levantó la mirada para ver por dónde iba. En cuanto reconoció a uno de ellos, se le cayó la leche de las manos. También el periódico. Al instante, la sorpresa y el dolor se apoderaron de ella y la impulsaron a pasar frente a los hombres directamente hacia la puerta de su casa.

—No... no, déjame en paz, Albert —gritó intentando meter la llave en la cerradura.

Albert la tomó de sus manos, que temblaban, agarró a Candy del brazo y la giró hacia sí. Tenía un aspecto terrible. Estaba pálido y tenía ojeras. Candy sintió pena por él e incluso estuvo a punto de acariciarle la mejilla.

—Dios mío, Albert... ¿qué te ha pasado? Estás...

—Casi tan mal como tú —contestó Albert.

—Si has venido a insultarme...

—Claro que no —contestó Albert pasándose los dedos por el pelo—. ¿Acaso no lo ves?

—No, no veo nada.

Albert se hizo a un lado y Candy reconoció a los otros hombres. Se trataba del periodista y del fotógrafo a los que ella había acudido en Chicago, los mismos hombres que la habían acompañado a casa de Albert en Lakewood.

—¿Qué hacen aquí?

—Les he pedido que me acompañaran en calidad de testigos —contestó Albert.

Candy lo miró confusa cuando Albert se arrodilló ante ella en mitad del charco de leche.

—Candy me he comportado como un idiota. He sido un estúpido. Cuando me separé de ti, me dije que no te necesitaba, que no te quería, que no te amaba...

Candy sintió que se mareaba. Albert la estaba mirando y ella no se podía mover.

—Tenías razón. El corazón sabe perfectamente lo que quiere y mi corazón te quiere a ti, te necesita y te ama. Esta última semana me he dado cuenta de que, si no te tengo en mi vida, mi futuro será horrible —declaró con lágrimas en los ojos—. Ha sido sólo una semana, así que no quiero ni plantearme lo que sería toda la vida sin ti. Ahora comprendo lo que me ha sucedido. Cuando todo esto estalló, cuando vi el paralelismo que existía entre lo que estaba sucediendo ahora y lo que me había sucedido antes, simplemente tuve celos de Archie porque él tuvo el coraje para enamorarse y para creer que todo le saldría bien, tuvo la valentía de volver a confiar. Quiero que sepas que tú, pequeño tornado, me encandilaste desde el primer momento. No quise admitírmelo a mí mismo y, por eso, retorcía todo lo que tú hacías y decías de la peor manera posible. Lo hice porque era un cobarde, porque no quería volver a confiar en nadie.

Candy sintió que los ojos se le humedecían y tuvo que tragar saliva varias veces. Debía de estar soñando Sin embargo, la presencia de los periodistas significaba que todo era real.

—Por favor, dime que no he llegado demasiado tarde , dime que no has recompuesto una vida sin mi—suplicó Albert tomándola de las manos.

Candy negó con la cabeza. No sabía qué decir, no sabía por dónde empezar. Su corazón latía aceleradamente, estaba encantada de volver a verlo y de escuchar lo que le estaba diciendo.

—No, no es demasiado tarde —contestó mientras las lágrimas le resbalaban por las mejillas.

Albert sintió que el alivio y la alegría se apoderaban de él, tomó Candy entre sus brazos y la levantó por los aires. Candy le tomó el rostro entre las manos y comenzó a besarlo por todas partes de manera apasionada y nerviosa.

Entonces, se dio cuenta de que el fotógrafo estaba disparando su cámara sin cesar y de que el reportero tomaba notas, pero no le importó. Ella se limitó a abrazar con fuerza a Albert, a aspirar su olor y a susurrarle al oído.

—¿Les podrías decir que se fueran?

Albert asintió.

—Quería que me creyeras, quería demostrarte que puedes confiar en mí.

Candy sonrió y volvió a besarlo.

—Bueno, ya basta —le dijo Albert a los periodistas—. Ya tenéis lo que queríais.

Candy no se podía creer que hubiera puesto su corazón al descubierto en público. Y lo había hecho por ella.

Albert estaba a punto de girar la llave cuando Candy se dio cuenta de una cosa.

—¡La leche de la señora Smith! —exclamó.

—¿Si vamos por ella te casarás conmigo? —contestó Albert.

Candy asintió feliz.

Los asombrados periodistas fotografiaron a Albert Andley y a Candy White entrando agarrados de la mano en la tienda de la esquina a comprar leche y al día siguiente todo el mundo supo que se iban a casar aquel mismo invierno en la casa que Albert tenía en Lakewood..


Tres años y medio después

Albert recogió el juguete que había quedado tirado en el suelo del vestíbulo, se paró cuando estaba a punto de subir las escaleras y miró a su alrededor.

Había pruebas por todas partes de que allí vivía un niño pequeño. Un niño pequeño y ahora otro todavía más pequeño.

Albert sintió que el corazón se le llenaba de felicidad y siguió subiendo las escaleras. Y pensar que había creído que jamás podría experimentar tanta felicidad. Y pensar que se la había negado a sí mismo. Y pensar que había renunciado al amor y a la alegría de encontrar a su alma gemela y de formar una familia.

Albert se estremeció al pensar en que había estado a punto de no vivir todo aquello.

En aquel momento, su esposa salió a recibirlo. Se estaba abotonando el vestido y le sonrió. Albert sintió que sonreía de manera natural al verla y aceleró el paso.

Candy parecía algo cansada, estaba un poco mas voluptuosa y tenía más pecho porque estaba amamantando a su recién nacido. A pesar de todo, Albert sintió que el deseo se apoderaba de él como la primera vez que la había besado.

Podía decir a ciencia cierta que nunca había visto a ninguna mujer más guapa. Cuando llegó junto a ella, la tomó en brazos y Candy lo miró y puso los ojos en blanco mientras Albert la llevaba hacia el dormitorio.

—Albert Andley, ¿cuándo vas a dejar de llevarme por ahí en brazos? Tengo piernas...

La puerta se cerró tras ellos y durante un rato sólo se oyeron voces hablando en susurros, risas, gritos de placer y paz.

Por lo menos, durante un rato...

FIN