"- Have I ever told you how glad I am we're not enemies? – Eragon asked.
- No, but it's very sweet of you."
Christopher Paolini, 'Brisingr'.

Los días dentro de la Montaña Solitaria transcurrían tan lento, que a Bilbo se le antojaban más como años. Se sentía sofocado, claustrofóbico dentro de esas estrujantes y gruesas paredes de piedra pulida, con nada más a su alrededor que oro, oro y más oro. ¡Estaba a punto de volverse loco! Y eso que sólo había pasado alrededor de una semana, si su vaga noción del tiempo no le fallaba.

No había tenido la oportunidad de ver la luz del sol siquiera, ni de respirar aire fresco de nueva cuenta. Se sentía como un prisionero, encerrado en la raíz de la gélida Montaña, en la asfixiante bastedad de la riqueza de los enanos. No le extrañaba ahora que estuviesen tan obsesionados con recuperar todo aquél tesoro, ni que éste despertara la enorme codicia del Dragón.

Durante ese tiempo, Smaug se había dedicado a llevar alimento a Bilbo con periodicidad, así como había rellenado su suministro de agua potable almenos otras dos veces más. Era, sin duda, atento de su parte. El dragón parecía esforzarse por mostrarse como un buen anfitrión, tal como había presumido ser. Pero, para Bilbo, resultaba difícil habituarse a esta rutina, viéndose obligado a reducir las seis comidas diarias de un hobbit promedio a únicamente dos o tres, con suerte. Aunque, claro, después del tortuosamente largo viaje que habían realizado hasta la Montaña, no era tan lejano el concepto, cuando se hubieron trasladado con tan escasos recursos.

Sin embargo, el sentimiento de encierro persistía, latente y opresivo. El calor que emanaba Smaug no mejoraba las cosas; y a veces se volvía insoportable estar a menos de cinco metros del dragón aureorrojizo. El ardiente vapor se mezclaba con su transpiración, dejándole una desagradable sensación pegajosa al pobre hobbit. No soportaría estar así por mucho más tiempo; necesitaba respirar oxígeno puro, aire fresco entrando a sus pulmones, sentirlo en su rostro nuevamente. El recuerdo de la vida fuera de la Montaña parecía una fantasía lejana y maravillosa, como si hubiese sucedido hacía varias eras. ¡Y tan sólo había pasado una condenada semana! ¡Una semana! Oh Valar, ¿cuánto más le esperaba, cuántas noches más estaría allí encerrado?

Por supuesto que el pequeño saqueador se había desecho ya de su saco y chalequito, puesto que resultaban estorbosos y excesivamente abrigadores para las condiciones en las que se encontraba. El calor dentro de aquél recinto era abrasador, aun vistiendo únicamente sus pantalones y camisa.
Pasándose una mano por la frente humedecida, donde los rebeldes rizos color caramelo se le pegaban a la piel, Bilbo se volvió para encarar al dragón, que tranquilamente relamía y afilaba sus garras, echado sobre el montón de piedras preciosas y piezas invaluables.

- ¿Hasta cuándo estaré confinado a estas cuatro paredes? – inquirió, con gesto hastiado.

- Bueno, técnicamente son más paredes que eso. Pero, dado que hablas figurativamente, es irrelevante mencionarlo. – dijo Smaug, haciendo al hobbit rodar los ojos. – Por otro lado, no sé si sea conveniente que abandones la Montaña, mi querido Bilbo. Eso sería arriesgado.

Bilbo suspiró, exhalando la humedad alojada molestamente en sus pulmones.

- ¿Por favor? Me es necesario respirar aire fresco, no puedo quedarme aquí por siempre. Claro que estoy agradecido por tus tan generosas atenciones, pero alimentarme no es suficiente para mantenerme sano. – puntualizó. – Además… ¡hace una semana que no me aseo debidamente! Pronto estaré apestando tanto que tú mismo me echarás de la Montaña. Creí que ya habíamos hablado sobre lo diferente que eran mis necesidades a las tuyas, Smaug.

El dragón lo meditó por unos instantes, dejando de lado su tan entretenida tarea previa. Observó a Bilbo con detenimiento, como solía hacerlo cada vez; aunque ahora, el hobbit comenzaba a acostumbrarse gradualmente a esa intensa mirada leonada tan suya. Si bien no se sentía del todo cómodo ante aquellos llameantes ojos escrutadores, era capaz de sostenerle la mirada de ser necesario, y el rubor que acudía a su rostro cada vez que se topaba con esa mirada cesaba eventualmente.

Finalmente, exhaló una densa cortina de humo a través de sus fauces, haciendo toser un poco al pequeño hobbit frente a sí. Sin dejar de mirarlo, se propuso a responder.

- De acuerdo. Te dejaré salir conmigo la próxima vez que vaya a cazar. Podrás recolectar las bayas que quieras, y conseguir más agua para ti. Lo que necesites. Pero, no podrás separarte de mí, te tendré vigilado todo el tiempo, de modo que no te será posible huir aunque lo intentes. ¿Quedó entendido? – le dijo Smaug.

- ¡Gracias, señor Smaug! – sonrió Bilbo, asintiendo obedientemente.

Sin agregar más al respecto, el dragón aureorrojizo volvió a su tarea. Bilbo dejó vagar su mente de vuelta a aquellas praderas verdes y colinas de Hobbiton, su viejo hogar. Recostándose sobre un montículo de oro de apariencia confiable, y sirviéndose de sus brazos como almohadas bajo su cabeza, el hobbit se embarcó en una fantasiosa ensoñación donde se visualizaba a sí mismo volviendo a su fresco y acogedor agujero-hobbit.

Sin saber que se hubo quedado dormido, Bilbo despertó con la sensación de sequedad en la boca y un sutil dolor en la nuca. Sus brazos se habían entumecido también, y tuvo que agitarlos un poco para que se reanimaran.

En su lecho, Smaug estiraba sus enormes alas con suma pereza, soplando una ráfaga de aire caliente con el movimiento. Bilbo tuvo que volver el rostro para que no lo golpeara de lleno. El resplandor proveniente del dragón danzaba por la habitación, haciendo parecer la atmósfera aún más calurosa debido a su tonalidad rojiza. Los ojos de Bilbo se habían adaptado ya a ese cándido fulgor, aunque en ocasiones daba la impresión de que se intensificaba según la actividad o postura del dragón anfitrión.

Ostentando su magnificencia, Smaug se irguió en sus cuatro patas, estirando el cuello y mirando de manera condescendiente a su diminuto acompañante, que lentamente se ponía de pie frente a él.

- Es hora, pues, mi estimado invitado de honor, de ir a buscar alimentos. Saldré yo primero a echar un vistazo y asegurarme de que no haya ninguna amenaza en los alrededores, pues no me atrevería a sacarte de la seguridad de la Montaña de ser ese el caso, ni tampoco quisiera arriesgarme a ser visto por los enanos o la gente del Lago. – dictó el dragón aureorrojizo.

Bilbo asintió, en señal de acuerdo. Claro que no se atrevería a protestar nada contra el dragón ahora que se comportaba tan generoso con él. Al menos, estaba seguro de ser más listo que eso. Era afortunado, y se sentía tremendamente agradecido, de que se encontraba en una situación más o menos amistosa con aquella criatura de tales dimensiones y dotes, y no en una postura hostil; de lo contrario, no podía imaginar a nada que fuera capaz de hacerle frente a la despiadada ira de un dragón como Smaug.

Como en repetidas ocasiones anteriores, Smaug desapareció a través del umbral del corredor que conectaba con la mazmorra contigua, donde había guardado tan rigurosamente el Anillo Único, para mantenerlo seguro y exclusivo a su uso.

Una vez que el intenso fulgor y el calor emanado por el dragón se hubieron apaciguado a su salida, Bilbo pudo respirar con mayor ligereza. Le dolían los músculos a falta de una cama suave y de actividad física. Ahí encerrado no podía hacer gran cosa. Y resultaba incluso tedioso.
¿Cómo era posible que Smaug no se hubiese aburrido ya de él, de su nula presencia, de sus constantes quejas? ¿Por qué no lo había echado de una buena vez, en lugar de comportarse tan atentamente con el insignificante hobbit? ¿Qué era lo que podía tener al dragón tan fascinado como para que no lo hubiese devorado a esas alturas?
Ninguna de estas cuestiones tenía sentido alguno ante los ojos de Bilbo, y tampoco conseguía hallar explicación lógica para ellas.

¿Qué estarían haciendo los enanos en su ausencia? ¿Habrían seguido su consejo y hubieron regresado a Rivendell? Esa idea sonaba demasiado improbable, por lo que prefirió pensar en que posiblemente habían vuelto a Dale a esperar a que el plazo se cumpliera.
Sin embargo, si bien algo había alcanzado a conocer sobre Thorin Oakenshield, sabía que sería imposible atarlo a un lugar que no fuera el propio por mucho tiempo.

Smaug voló sobre la Montaña Solitaria, extendiendo sus largas alas cuan grandes eran y batiéndolas al viento con descaro, apreciando el sentimiento de libertad y poder que aquello le otorgaba. La vista de la Montaña desde lo alto era aún más impresionante que desde tierra. Smaug podía contemplar la vastedad del terreno, los bosques colindantes y el pequeño valle entre las montañas.

Sus ávidos ojos ambarinos recorrieron el perímetro con cautela, sintiéndose satisfecho al no distinguir nada que pudiese significar riesgo alguno para ellos. El Anillo le era de gran utilidad, no podía negarlo; había resultado ser realmente oportuno. Ser imperceptible a la vista era una enorme ventaja sobre sus adversarios, y le confería un mayor poder a Smaug.
Estaba seguro de que sería más entretenido observar a su querido hobbit en el exterior; la fresca brisa soplando sus suaves rizos color caramelo, su graciosa nariz respingona olisqueando las flores silvestres de los alrededores, sus pies de hobbit corriendo descalzos libremente por la llanura. Era una escena digna de ver, y el dragón estaba ansioso por absorber tanta información sobre su curioso inquilino como le fuese posible. Era extraño que una criatura tan minúscula pudiese despertar tal interés en él, pero todo en Bilbo parecía exótico ante sus ojos.

Aún desconocía la manera de conseguir que ambos salieran de la Montaña sin ser vistos. Si Smaug portaba el anillo, eso dejaría a Bilbo al descubierto. Pero tampoco podía prestárselo a él, pues se rehusaba a dejarlo salir tan deliberadamente y sin precaución alguna – sus motivos eran por demás evidentes.

Se detuvo a pensar en ello, estacionándose momentáneamente en el discreto valle y descansando sus enérgicas alas a su vez. ¿Cómo volver imperceptibles a dos individuos distintos con el uso de un sólo anillo mágico? Smaug hizo fruncir las escamas rojizas que recubrían su entrecejo, como mímica de sus cavilaciones. A los dragones les gustaban los acertijos, un buen ejercicio mental para su ávida astucia. Y este cuestionamiento no hacía otra cosa que estimular el implacable ingenio del dragón aureorrojizo.
Desde luego que debía existir la manera de lograr su cometido, de poder transportar a Bilbo consigo fuera de la Montaña sin que ninguno de los dos fuese sorprendido en el proceso. Sobre todo considerando lo inoportuna que resultaba la temperatura corporal de Smaug. Ya había analizado la posibilidad de llevar al hobbit sobre su lomo y volar por encima de la montaña, como solía hacer cada vez que salía; sin embargo, descartó esa idea al recordar que la delicada piel de su saqueador no resistiría el abrasador calor emanado a través de sus escamas.

Ese era el verdadero inconveniente. Jamás podía estar demasiado cerca de la diminuta criatura, o de otro modo terminaría carbonizándolo sin la necesidad de hacer uso de su poderosa flama. Quería pensar que ese era el motivo relevante de por qué Bilbo mantenía siempre una considerable distancia entre ambos, y no sólo por lo intimidante y aterrador que el dragón aureorrojizo resultaba. Por supuesto que podía oler el miedo que el pobre hobbit transpiraba al verle cada vez, y notaba la manera en que se tensaba al escuchar el reverberante sonido de su voz por las mañanas al despertar y recordarse en dónde se encontraba. Bilbo le temía, eso era irrefutable. Pero Smaug estaba dispuesto a cambiar dicha concepción, él planeaba ganarse la confianza de su curioso invitado… a pesar de que, en realidad, desconocía el motivo de tal anhelo.

Smaug continuó con su patrullaje a la vez que reflexionaba sobre todas estas cosas, meditando sobre su posible estrategia para sacar a Bilbo consigo de la Montaña Solitaria. Y el dragón por poco ladra una carcajada, sintiéndose extasiado ante la realización tan importante que acababa de tener. ¿Cómo pudo haberlo pasado por alto? ¡Claro! Smaug era aún poseedor de su tan presumida magia de dragón. Eso debía de ser de alguna utilidad, sin duda. Sólo tenía que esforzarse un poco en recordar algún hechizo que supiese hacer y que le sirviese para escabullir a su hobbit fuera de la montaña… ¡Eureka! ¡Lo sabía, Smaug conocía una manera de conseguir su objetivo! No podía sentirse más orgulloso de sí mismo, su astucia era digna de alabanza. Ya le contaría a Bilbo sus planes, seguramente quedaría impresionado.

Luego de darle un par de vueltas más a la Montaña y sus alrededores, concluyó en que no había amenaza, y se dirigió de nueva cuenta al interior de la desolada Erebor, al encuentro con su querido y diminuto hobbit.

Bilbo se había dedicado a caminar a tientas en la penumbra, sus ojos se adaptaban gradualmente a la falta de iluminación. Un fantasmal resplandor persistía, siendo reflejado por el sinnúmero de piedras preciosas, metales y demás tesoros en la habitación, apenas suficiente para percibir las siluetas y sombras de los objetos a su paso.
Trataba de familiarizarse con el lugar, conocer sus dimensiones y su forma; caminó entorno a los pilares y estructuras de piedra pulida, resbalando ocasionalmente sobre las montañas de riquezas. Le parecía inconcebible que alguien pudiese poseer tal cantidad de oro. Había oro por todas partes, hasta donde su vista se perdía en el horizonte.

En ausencia del reptil incandescente, la temperatura dentro de las mazmorras de la Montaña Solitaria había descendido de manera apreciable. El limitado calor corporal del pequeño hobbit no era suficiente para brindarle confort en aquella fría oscuridad del corazón de la Montaña, y se encontró a sí mismo extrañando el aliento abrasador de su anfitrión. ¿Por qué se había demorado tanto en volver? ¿Lo había engañado, acaso, y había salido a cazar él solo? ¿Lo había abandonado tan deliberadamente en aquel vasto salón sin tener siquiera la decencia de advertirle?

Bilbo se abrazó a sí mismo, haciéndose un ovillo sobre un montoncillo de oro, con la intención de conservar algo de calor. La Montaña podía ser realmente fría sin el bochorno natural que producía el dragón. El pesado silencio causaba eco en el vacío de la habitación, con aires lóbregos y melancólicos, ocasionando un escalofrío recorrer el tembloroso cuerpo de Bilbo.
¿Cuánto tiempo había pasado ya? ¿Días? ¿Semanas? ¿Meses? Estando allí dentro, le era imposible mantener noción alguna del tiempo que transcurría de manera tan perezosa e inadvertidamente en el exterior. El hobbit se cuestionó vagamente si sería capaz de llevar conteo de cada una de las piezas preciosas que en las mazmorras residían para antes de que el plazo del supuesto trato se cumpliera. Apenas podía recordar cuándo había llegado a la Montaña Solitaria, pero le parecía inconcebible pensar en la fecha en que saldría por fin libre de allí – si es que lo hacía.

'Y, ¿dónde se habrá metido ese condenado dragón?', se preguntaba un impaciente Bilbo, mirando alrededor.

No tuvo que esperar mucho tiempo más para distinguir el radiante candor del dragón aureorrojizo filtrarse por la entrada del salón, el calor abrasando y devolviendo la calidez al interior. Bilbo liberó un suspiro, aliviado ante la reaparición del temible Smaug – cosa que a ninguna persona cuerda le causaría la más mínima tranquilidad, de estar en su lugar, y se atrevió a culpar a su sangre Took por ello – y entornó los ojos ante el repentino resplandor ambarino que bañó el recinto. Smaug resopló una cortina de vapor y se aproximó al hobbit, que retrocedió unos pasos instintivamente. Una sonrisa de dragón se dibujó en sus terribles fauces.

- Todo listo, mi pequeño huésped. – enunció Smaug, su voz grave y vibrante. Bilbo no se creía capaz de acostumbrarse al gutural barítono de aquella voz, al pausado siseo de sus palabras al hablar, o al extraño cosquilleo que le producía escucharlo. – No hay de qué preocuparse. Ya he rodeado la zona y no hay amenaza alguna.

Bilbo simplemente asintió, recapacitando sobre el plan.

- ¿Cómo voy a salir de la Montaña sin ser visto? – preguntó entonces, comprendiendo el dilema de la situación. No se había detenido a considerarlo con anterioridad, francamente.

- Sabrás bien a estas alturas, querido Bilbo, que el Anillo dota de invisibilidad únicamente a su portador. Y, como me he atrevido a suponer, a todo lo que éste lleve consigo. – dijo el dragón.

- Por supuesto que ya he descubierto yo eso. – repuso el hobbit, absteniéndose de rodar los ojos por no ser grosero con su anfitrión… ni ser incinerado por ello. Smaug bufó con sorna.

- Comprendida esa parte, creo que no tendrás problema con deducir el método que será utilizado para transportarte fuera conmigo, de ser yo quien porte el anillo.

Bilbo parpadeó un par de veces, captando la idea con desconfianza y sorpresa.

- P-Pero… señor Smaug, eso no es… ¡Me calcinaría! No soy capaz de soportar el calor que usted emana… De solo tocarlo… – intentó decir, angustiado.

- Nada de eso. No creas que no lo he pensado. Tengo todo cubierto, no tienes por qué agobiarte, querido hobbit mío. – aseguró el dragón. – La solución se reveló ante mí mientras sobrevolaba la Montaña. Y es de sorprenderse que no se me haya ocurrido antes, cuando la respuesta era tan evidente.

- ¿Y cuál podría ser esa supuesta solución, oh Terrible Smaug?

Bilbo no tenía la intención de que aquél comentario resultase impregnado de sarcasmo – uno que había desarrollado desde que comenzó su tan inesperado viaje a Erebor junto a los enanos de la compañía de Thorin Oakenshield –, de verdad que no esperaba que fuese así. Y se arrepintió al instante de haber abierto la boca siquiera. El imponente dragón aureorrojizo profirió un resoplido, con aires indignados, proyectando una cortina de humo denso directo hacia la cara de Bilbo. El hobbit tosió y giró el rostro, a modo de evitar el sofocante vaho del dragón.

- Dado tu estado de ignorancia, me veo obligado a esclarecer algunos puntos importantes. – replicó Smaug, con severidad. – Los dragones fuimos dotados de magia innata al momento de ser creados. Todos, sin excepción; si bien, no todos poseen la habilidad o el conocimiento para emplearla. Yo, en primera instancia, soy uno de los pocos dragones que ha aprendido el arte del manejo de esta magia. De modo que creo que haciendo uso de esta facultad mía, seré capaz de efectuar un encantamiento que vuelva la temperatura de mis escamas soportable.

El hobbit lo miró impresionado, la maravilla que le producía la simple idea de la magia del dragón resplandecía en sus ojos de igual manera que hacía el reflejo del fulgor rojizo de su anfitrión.

- Eso es… ¡brillante! – exclamó Bilbo. – ¡Es una fantástica idea! Podría funcionar, sí, podría ser.

Smaug se irguió e infló el pecho con orgullo, como si quisiese hacer ostento de su precioso chaleco de oro y piedras invaluables que fulgían sobre sus ardientes escamas aureorrojizas. Si algo apreciaba el pomposo dragón, era recibir toda clase de elogios a su magnificencia, y no podía evitar regocijarse con las palabras del hobbit.

- Desde luego que funcionará. Si bien mi magia ha permanecido en desuso por mucho, mucho tiempo, confío en que no he perdido la habilidad.

- Y no dudaré de su palabra, señor Smaug el Tremendo, pues tendrá usted, seguramente, un conocimiento mucho mayor sobre la magia que yo, un simple hobbit de la Comarca.

- No cometería el error de subestimarte, mi querido Bilbo.

A pesar de que sus palabras fueron pronunciadas con ligereza, Bilbo pudo distinguir la franqueza que reflejaban sus ojos ambarinos. Últimamente se permitía detenerse a admirar la fascinante figura que sus alargadas pupilas formaban en sus ojos, fenómeno único que el curioso hobbit jamás hubo visto en ninguna otra criatura – y dudaba que existiese alguna que se asemejara o fuese digna de compararse con el tremendo Dragón Bajo la Montaña.

Con un sutil asentimiento, el Smaug prosiguió con sus preparativos.

- Bien, pues si no hay nada que objetar, señor Baggins, será mejor que me ponga a trabajar cuanto antes. Tomará algo de tiempo completar el hechizo, pero no será la primera vez que lo practico, si bien fue eso hace siglos, por lo que estoy seguro de su efectividad.

Bilbo no dijo más y dejó al dragón dar vueltas por la habitación, despejando el área y ayudándole ocasionalmente a retirar algunas piezas del tesoro, sin atreverse a hacer gran cosa por temor a resultar un estorbo o entorpecer las acciones de su mágico anfitrión. Smaug no reparó en ello, u optó por no darle mucha importancia a este hecho, disponiendo de su completa concentración para la preparación del espacio idóneo para hacer uso de su magia. Se percató al instante que sería imposible conseguir un área despejada cuando se estaba rodeado y enterrado en montañas y montañas de tesoro, por lo que decidió que trasladarse a la habitación contigua – que se encontraba considerablemente más vacía – sería lo más conveniente.

El dragón se deslizó fuera de la habitación con sus sinuosos movimientos, dejando atrás a un anonadado Bilbo, quien se mostraba indeciso entre seguirlo o permanecer quieto en su sitio. Finalmente, se apresuró a seguir sus pasos, rehusándose a quedarse en la penumbra de nuevo. Smaug se posicionó en el centro de la habitación. Una mirada dirigida hacia Bilbo bastó para hacerle comprender al hobbit que debía mantener su distancia, de modo que se detuvo justo en el umbral, expectante.

Las palabras fluyeron de las fauces de Smaug con el reverberante siseo característico de los dragones, enunciando cada una de ellas con la misma pasión con la que se forja una espada y, a la vez, la delicadeza con la que se talla una escultura. Bilbo identificó el lenguaje empleado como élfico, o algo muy similar a ello – la verdad era que no comprendía nada de lo que el dragón pronunciaba y desconocía la lengua, pero le parecía remotamente familiar a la locución de los elfos de Mirkwood. Lo que no sabía el pequeño hobbit era que se trataba de la lengua hablada en Mordor, una muy antigua y de procedencia oscura que se hubo empleado alguna vez por el mismo Sauron, y su antecesor, Melkor, en la creación de criaturas bestiales y más atrocidades.

El sonsonete de las palabras de Smaug era hipnotizante, casi arrullador, como el grave murmullo de un riachuelo. Con cada sílaba entonada por aquella voz gutural, las escamas aureorrojizas que cubrían el largo cuerpo del dragón parecían fulgir con mayor intensidad, como si el fuego debajo de ellas fuese avivado. Bilbo se encontró fascinado ante ello, ignorante sobre el hecho de que contenía el aliento.

El hechizo se fue extendiendo como una bruma mística alrededor del cuerpo de Smaug, entornándolo y abrazándolo como si fuese una manta imperceptible. En cierto punto, Bilbo se vio obligado a desviar la mirada de tan alucinante escena, puesto que el resplandor emitido por el dragón se había tornado demasiado intenso para sus ojos mortales. Y fue en cuestión de un parpadeo, con una última sílaba pronunciada con tal musicalidad por los labios del dragón, que todo hubo acabado.

Bilbo entornó los ojos, ajustando su vista al cambio de iluminación en la habitación, mirando perplejo a la majestuosa criatura frente a sí. A simple vista, no parecía haber cambio alguno. La morfología de Smaug seguía siendo la misma que Bilbo recordaba. Sin embargo, la diferencia en sus escamas resultó evidente; ya no producían el mismo candor e antes, ni emanaban tanto fulgor como solían hacer – era como si la ardiente flama que quemaba desde su centro se hubiese apaciguado considerablemente.

El hobbit parpadeó con asombro.

- ¿Lo has hecho? ¿Lo has conseguido? – preguntó, aún turbado.

Smaug esbozó una amplia sonrisa de dragón, bufando con sorna.

- ¿Dudas acaso de mi habilidad y conocimiento, hobbit mío?

Bilbo se apresuró a negar con la cabeza.

- No, no… ¡de ninguna manera, Smaug!

- Entonces, trepa ahora hasta mi lomo. Debemos partir antes de que el Sol se ponga y a algún enano insolente se le ocurra merodear por la Montaña. – dijo.

Claro que para la puesta de sol faltaban algunas horas más, pero poca era su relevancia. Bilbo titubeó al acercarse al intimidante dragón aureorrojizo, dando pequeños pasos tentativos en su dirección. Smaug no se inmutó ante su vacilación, era de esperarse. Habría pensado que su pobre hobbit estaba loco de no haber mostrado temor hacia él. Y, por su parte, Bilbo había optado por ignorar el posesivo constantemente empleado por Smaug para referirse a él. Prefería no pensar en ello, o sólo conseguiría ponerse más nervioso respecto a su temible anfitrión.

Smaug extendió un ala de modo que pudiera servirle de escalinata a Bilbo y así éste trepara hasta su lomo. El hobbit se acercó, manteniendo contacto visual con el impetuoso dragón para asegurarse de que no se tratara de una trampa o algo por el estilo, y extendió una temblorosa mano hacia el ala desplegada, pretendiendo probar la temperatura antes de hacer ningún otro movimiento.
¡Estaba a punto de tocar a un dragón, a un dragón de carne y hueso! Jamás en su ordinaria vida de hobbit hubiese sido capaz de fantasear siquiera con un momento como aquél, ni siquiera habría podido concebir la idea de enfrentarse a uno vivo. Sin embargo, allí estaba él, de pie a escasos centímetros del terrible Smaug el Dorado.
Y se llevó una grata sorpresa cuando las yemas de sus dedos rozaron el ala del dragón – que no se inmutó ante la cercanía de Bilbo, ni se tensó o apartó ante su tacto. Sus escamas eran más suaves de lo que se hubiera imaginado, irrealmente más tersas de lo que aparentaban ser; a penas un poco más que tibias, pero su temperatura era bastante soportable, incluso diría agradable, a diferencia del calor sofocante que antes habría emanado. Se permitió recorrer con sus dedos los enigmáticos trazos que sus escamas formaban en sus alas, impresionado.

Smaug sonrió complacido, deleitándose con la gentil caricia del hobbit. El rostro de Bilbo enrojeció al percatarse de que se había detenido ya demasiado tiempo apreciando las escamas de Smaug, y se apresuró a trepar por el ala hasta su lomo, como le había instruido. Se sentó entre las alas del dragón, donde se ubicarían sus omóplatos, y descubrió que era bastante cómodo estar allí arriba. Seguramente, pensó, era la primera criatura en averiguar esto. Y no se equivocaba.

- ¡Sujétate fuerte, mi querido Bilbo! – el potente bramido de la voz del dragón retumbó en la habitación antes de que desplegara sus tempestuosas alas y se preparara para emprender el vuelo fuera de la Montaña.

Bilbo se aferró rápidamente a las escamas que descendían por el largo cuello del dragón, asentando bien ambos pies a los costados de su lomo. El reptil extendió sus alas tanto como el ancho de la habitación le permitía, preparándose para despegar. Sobre ellos, el cielo azul se elevaba como un lienzo distante, apreciable a través del hueco en el techo de piedra del castillo.

Smaug batió sus poderosas alas y pronto se encontraron lejos del suelo, volando vigorosamente a través de la abertura y proyectándose fuera sobre la impresionante Montaña Solitaria. Bilbo ahogó un grito, sujetándose con todo el ímpetu y la fuerza que poseía, cerrando los ojos y negándose a mirar hacia el suelo. Podía sentir el vértigo causando estragos en su estómago. Pudo escuchar – y sentir – claramente la reverberante risotada del dragón.

No fue consciente del momento en el que Smaug deslizó el Anillo Único en su garra, pero cuando se atrevió finalmente a entreabrir los ojos para echar una ojeada a su alrededor y asegurarse de que seguía con vida, la sorpresa que se llevó al verse a sí mismo volando sobre el aire transparente, entre nubes blanquecinas y rayos de sol dorado, fue tan grande que por poco y pierde su agarre. El cuerpo del dragón era invisible, y daba la impresión de que Bilbo iba montado en la nada a cientos de pies de distancia del suelo.

La adrenalina fluía por sus venas con prisa, acelerando a su vez los latidos de su corazón. Parpadeó varias veces, ajustándose a la nueva iluminación en su entorno, y pronto el pánico comenzó a disiparse, dando paso a la admiración. Miró boquiabierto el paisaje, el valle verde y basto, los bosques densos, la gran Montaña Solitaria debajo. Era todo realmente impresionante,… hermoso.

Smaug sobrevoló la Montaña, complacido con la reacción del pequeño hobbit sobre su lomo, y descendió lentamente hacia las amplias planicies del valle colindante. Los ojos azules del hobbit danzaban por todo el perímetro, maravillado. Si tan solo hubiesen podido visitar esas áreas de la Montaña en vez de atravesar toda esa zona muerta…

Plantando bien los escamosos talones en el césped, el dragón replegó sus alas nuevamente, provocando una brisa alrededor que alborotó aún más los rebeldes rizos castaños de su preciado inquilino. Bilbo aguardó inmóvil sobre el lomo del dragón hasta que pudo ver nuevamente sus escamas aureorrojizas debajo de sí. Smaug giró su cabeza poco más de noventa grados sobre su largo cuello para poder echar un vistazo a su pasajero, esbozando una amplia sonrisa de dragón.

- Hemos llegado, mi querido hobbit. Puedes descender. – le dijo, a lo que Bilbo asintió y se apresuró a deslizarse por el costado del dragón, aterrizando sobre sus plantas en el suelo.

- Es una hermosa vista. – comentó, sin poder apartar la mirada del paisaje.

- Lo es, en efecto. – admitió Smaug, siguiendo la mirada del hobbit, para luego posar sus intensos ojos ambarinos sobre él. – Bueno, te concedo ahora la oportunidad de estirar las piernas y vagar por ahí un rato mientras yo cazo. Hay un arroyo cerca; puedes beber y refrescarte, si así lo deseas. No me ausentaré por mucho tiempo.

- De acuerdo. – Bilbo asintió, comprendiendo que sería inútil si pensase siquiera en escapar, puesto que el dragón fácilmente lo encontraría. Y, por alguna razón, no había considerado la posibilidad, realmente. – No me alejaré demasiado. – prometió a su vez.

- Eso me parece justo. Ahora, ve. Yo estaré de vuelta en un momento.

Y, dicho esto, el dragón volvió a desplegar sus alas, haciendo que Bilbo retrocediera varios pasos para evitar ser golpeado. El hobbit contuvo el aliento con asombro al ver desaparecer el enorme cuerpo del dragón justo frente a sus ojos, para luego escuchar el batir de sus alas y sentir la ráfaga de aire golpear su cara al momento del despegue. Eventualmente, el rugido del viento entorno al dragón en vuelo fue disminuyendo gradualmente, y Bilbo supo entonces que tenía tiempo suficiente para visitar el arroyo sin ser molestado.

El hobbit vaciló por un instante al caminar hacia la espesura bosque, pero conforme se acercaba, una sensación de libertad lo invadió, y no dudo un segundo más en adentrarse en él. Miró a su alrededor, tocando con sus yemas la gruesa corteza de los árboles y palpando el rocío sobre las plantas. Deleitó su oído con el cantar de las aves, y se sintió revitalizado al inhalar varias veces el aire puro y fresco. A pesar de que le habría encantado pasar todo el día allí, apreciando la naturaleza y la vida silvestre ajena a su propia existencia o a la presencia del feroz Dragón bajo la Montaña, se recordó que no podía desperdiciar tanto tiempo y optó por buscar el dichoso arroyo. No fue difícil seguir el murmullo del agua que se escuchaba sobre los otros sonidos de su entorno, con su oído de hobbit, que había aprendido a aguzar para su beneficio.

Siguió el cantar del arroyo, que comenzaba a hacerle agua a la boca tan solo de pensar en aquellas olas cristalinas deslizándose cuesta abajo por las finas rocas de río. La imagen era prometedora, ciertamente. A poca distancia – al menos, menor a la que se habría imaginado que recorrería – encontró el estrecho riachuelo que bordeaba el valle. El alivio se manifestó a través de un suspiro, y se aproximó rápidamente a la orilla.

Tocó el agua con los dedos, sonriendo ante su frío tacto, para luego juntar sus manos en forma de cuenco y salpicó agua a su rostro. Sintió el impulso de echarse a reír por lo exhilarante que resultaba la sensación de frescura en su piel después de haber pasado tanto tiempo envuelto en el sofocante vapor que Smaug emanaba. Llevó con sus manos agua hasta sus labios, bebiendo un buen sorbo y sintiendo cómo ésta se deslizaba por su garganta, rehidratándola y lavando capa de humo que se había alojado en ella. Era un efecto renovador, como si una flor marchita reverdeciera.

Es bien sabido que los hobbits no son buenos nadadores, por lo que preferían mantenerse alejados de los cuerpos de agua. Mas era también de considerarse el hecho de que éste no era un río en sí, sino una pequeña corriente de agua, cuya profundidad no imponía ningún peligro incluso para un hobbit como Bilbo. Y es que el agua lucía tan limpia y serena que invitaba a cualquiera a sumergirse en ella bajo el caluroso sol.
Miró a su alrededor, dubitativo. Sentía la urgente necesidad de deshacerse de esa desagradable sensación pegajosa que la transpiración y el polvo dejaba en su piel. No tenía ganas de volver al confinamiento de la Montaña tan sucio como había estado al salir de ella. Definitivamente, era una idea que descartaría. Y ahora que veía la grandiosa oportunidad frente a sus ojos, ¿por qué no?

Dejó de lado su recatado pudor y el cualquier temor que pudiese surgir en él ante el riesgo de ser visto – no es como si hubiese ninguna otra criatura racional en los alrededores, y Smaug no estaría de vuelta hasta dentro de un buen rato, se dijo – y se despojó rápidamente de lo que quedaba de su vestimenta – que era su camisa, algo mugrienta por el viaje y sus eventos, sus pantalones y los tirantes que los sostenían, en resumen.
Echando una última ojeada a su alrededor, metió primero los pies al agua, para luego introducirse completamente con un pequeño chapoteo. El agua se encontraba a una temperatura ideal, y el nivel de la misma llegaba apenas un poco más arriba de su cintura. Bilbo dejó escapar un suspiro, relajándose y gozando del refrescante baño.

No fue consciente de cuánto tiempo pasó en el agua, era demasiado agradable estar ahí sumergido como para preocuparse por nada más, por lo que le restó importancia. Sus rizos húmedos escurrían gotas de agua cristalina sobre sus hombros desnudos, a la vez que el hobbit se salpicaba alegremente la cara y se deshacía de los restos de sudor y mugre que pudo haber tenido. Se había tomado la molestia, inclusive, de enjuagar su ropa en la orilla del arroyo – de modo que no tuviese que volver a vestir suciamente – y la había dejado secar al sol sobre las rocas.

Sin embargo, su frágil burbuja de ensoñación estalló en el momento en que escuchó el crujir de las ramas a sus espaldas; el ruido provenía de entre los arbustos a orillas del riachuelo, y había sido demasiado fuerte para tratarse de un animal pequeño. Sobresaltado, Bilbo se volvió en la dirección del estrépito, con el corazón latiéndole a mil por hora. Sabía que si alguna fiera u invasor intentaba agredirlo, él estaría más que indefenso en esos momentos.

Mayor aún fue su sorpresa cuando descubrió que quien había causado dicho ruido había sido nada más y nada menos que el mismo dragón aureorrojizo. Sus penetrantes y enormes ojos del color del fuego se mostraban fijos y bastante interesados en la pequeña criatura frente a sí, estudiando minuciosamente la delicada anatomía del hobbit. Las mejillas de Bilbo se pintaron de un intenso carmín al instante, siendo consciente de su desnudez y sintiéndose aún más pequeño y desprotegido ante el desvergonzado escrutinio de Smaug, buscando desesperadamente una manera de cubrirse.

- R-Regresaste pronto. – consiguió balbucear, con evidente nerviosismo.

- No. En realidad, me demoré un poco para darte tiempo suficiente de hacer tus cosas. – dijo Smaug con sorna, sin apartar sus ojos del hobbit. – Pero veo que sigues ocupado.

Bilbo tragó saliva, desviando la mirada rápidamente. Echó una ojeada a sus prendas, pensando que tal vez podría alcanzarlas y vestirse rápidamente antes de pasar un segundo más bajo la mirada crítica del dragón, que comenzaba a ponerlo cada vez más nervioso. Pero se dio cuenta de que estaba lo bastante lejos de la orilla como para efectuar tales planes con éxito; si quería llegar a ella, se vería obligado a salir del agua primero. Completamente.
Que Smaug se mostrase más bien curioso por su desinhibida desnudez y su reacción ante ello lo avergonzaba todavía más.

- ¿T-Te importa? – tartamudeó Bilbo.

- No, en absoluto.

Sin embargo, el dragón no se volvió como el hobbit hubo esperado, sino que permaneció inmóvil, observándolo con ardiente interés. Por supuesto que no había entendido el mensaje.
Bilbo dejó escapar un suspiro de resignación, comprendiendo que no tenía otra opción. Inspiró hondo e hizo acopio de todo su orgullo y coraje y salió del agua.

Hipnotizado habría sido una palabra casi acertada para describir el estado de fascinación en el que los ojos de Smaug habían capturado la imagen frente a sí, imantándose a la criatura que se sumergía parcialmente en el agua cristalina del arroyo cual polillas atraídas hacia la luz de la antorcha.
Si antes hubo aventurado algún pensamiento con respecto a la anatomía de su nuevo y pequeño acompañante, su imaginación y curiosidad desbordó al instante de apreciar el entonces cubierto esplendor del hobbit ante sus ojos.

Se había tomado su tiempo, había cazado con calma y reunido las provisiones sin prisas, con el propósito de permitir que el pequeño hobbit se abasteciese tanto como quisiera e hiciera todo lo que le placiera mientras tanto. Ese había sido el plan de Smaug. Pero nunca pensó que Bilbo fuese a demorarse de esa manera, ni mucho menos que fuese a encontrárselo en aquella situación.
Por supuesto que, siendo un dragón y ajeno a toda posible costumbre que los hobbits o las otras criaturas gregarias practicaran con respecto a la privacidad y el pudor, Smaug ignoraba lo embarazoso que resultaba para el pobre hobbit. Él sólo podía pensar en cuán fascinado estaba por aquella figura tan diminuta, por la piel pálida de aspecto tan deliciosamente suave y terso que lo recubría, por la desenvoltura que mostraba al estar tan visiblemente a gusto, sin preocupaciones. Tal visión resultaba maravillosamente exótica, embriagante e irreal para él, y le era imposible desviar la mirada siquiera un instante.

Su aguda vista de dragón le concedió a Smaug la capacidad de guardar registro en su impresionante memoria de cada pequeño detalle que había tenido la dicha de observar, cada pequeña peca, vello, curvatura en la minúscula silueta del hobbit. No se perdería de nada.
No se inmutó cuando Bilbo salió abruptamente del agua, con gesto apurado y las mejillas tan enrojecidas como un par de cerezas. Mas se llevó una decepción cuando este se envolvió rápidamente con sus prendas, que apenas momentos atrás hubieron estado esparcidas sobre las rocas.

Bilbo se vistió en tiempo récord, rehusándose a seguir siendo víctima de la mirada perforadora del dragón – fuese Smaug consciente de ello o no. Resultaba sorprendente que fuese capaz aún de articular palabra alguna considerando el grado de vergüenza que sentía en esos penosos momentos, pero consiguió hablar por fin.

- ¿Es hora de irnos ya? – inquirió, como quien no quiere la cosa, a manera de disimular su destacable sonrojo.

Smaug resopló, emanando una nubecilla de humo grisáceo, para luego esbozar una sutil sonrisa que curvaba las comisuras de sus fauces.

- Me parece justo.