Cap. III: Hederá el azufre

Un malhechor huye adentrándose en el Bosque Verde, ahora Negro. Ha matado a un desdichado por una bolsa de monedas. La noche se cierne y busca refugio en unas ruinas.

Acurrucado contra el pedestal de la efigie de un antiguo rey, se deleita con el opaco brillo de los doblones en la penumbra del crepúsculo, sin percatarse de que un nazgûl se eleva funesto tras la efigie, pendiendo sobre el bandido su letal hoja de Morgul.

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Fallé.

No había fallado nunca, y tuvo que ser justo en ese momento.

Ese fatídico día fallé, y a aquella niña se la tragó la Oscuridad. Fue arrastrada hacia el interior de una lóbrega caverna al borde del sendero que cruza las Montañas Sombrías. Una fuerza invisible pareció asirla de los tobillos, tirando de ella por el suelo entre gritos y súplicas, hasta que desapareció en lo profundo.

Intenté retenerla inútilmente por sus antebrazos, pero se me escurrieron de entre los dedos sin remedio. Corrí tras ella desesperado hasta que llegué al final de la gruta. No había señales de la chiquilla. Era como si las Tinieblas la hubiesen devorado. Y por más que por medio de una antorcha rastreé cada rincón, cada recoveco, con su madre lamentándose y maldiciéndome ininteligible desde la entrada, no di con ella.

Colérico, pegué un estúpido y doloroso puñetazo contra la pared de roca.

Había fracasado.

Ya no había nada que hacer. Procuré convencer a la desconsolada mujer de que retornase a su pueblo, pero no quiso. Permaneció en la boca de la cueva llorando amargamente. Inmóvil. Abatida. Consumiéndose en la desesperación.

Yo no podía quedarme allí. Había acordado mentalmente con Galadriel encontrarnos en aquellas mismas montañas, las Ered Wethrin, y debía comparecer, aunque sólo fuese para determinar la forma de traer de vuelta a la pequeña. Pero a esas alturas sospechaba que aquello era altamente improbable.

La elfa tuvo que reconocer la derrota en mi rostro desde lejos, pero sorprendentemente su semblante ni se inmutó. Tampoco me preguntó por la cría, y eso empezaba a mosquearme.

—Me habló en quenya. Una niña de siete años, analfabeta y sin recursos, me habló en perfecto quenya.

Galadriel oteó la silueta de la cordillera con sus glaciales ojos azules.

—No creo que fuera exactamente ella la que te hablase.

Una sombra de suspicacia surcó mi rostro. O había infravalorado su telepatía, siendo más insondable de lo que supuse, o me estaba ocultando información. Aun así, me pidió que le refiriese lo ocurrido.

—Dímelo tú, ¿acaso no puedes leerme la mente?

Siempre me había comportado como un impertinente en todas nuestras reuniones. Lo hacía adrede porque sabía que le molestaban mis toscos modales «impropios de un elfo». Me miró torva y lacerante, dando a entender que no lo volvería a repetir.

Le relaté todo el trayecto, desde cuando Elrond me había sugerido investigar donde Urwen falleció, hasta los hechos de hacía apenas unos días, en que la chica fue engullida sin dejar rastro.

Le describí cómo una criatura enclenque y debilitada por la fiebre había conseguido estamparme contra el ancho tronco de un árbol del bosque que atravesamos, desplomándose por el esfuerzo después. Cómo había logrado contorsionar su diminuto cuerpo de un modo inimaginable, en que lo más lógico habría sido que las articulaciones se hubiesen dislocado y los huesos quebrado, y sin embargo, no advertí ningún daño cuando regresaba a la normalidad después de superar cada episodio. Cómo cuando traté de interrogarla sobre su relación con la fallecida Urwen me respondía siempre, equívoca y misteriosa, en la antigua lengua de los Noldor con un timbre masculino, grave y espeluznante.

»Así que ahora, Gran Dama, cuéntame qué has deducido. Me merezco saber a qué me enfrento.

Galadriel calló unos segundos, cavilosa, dubitativa. El frío viento de las cumbres descendía feroz. Con parsimonia, se ajustó su estola alrededor de su fino cuello y se recolocó la capucha.

—Temo que esto no haya sido más que un preparatorio, al igual que sucedió con Lalaith hace más de un siglo.

Entrecerré los ojos sin comprender por dónde encaminaba la cuestión.

»Una prueba para comprobar cuán poderoso puede llegar a ser. Confirmar el verdadero alcance de sus dones a fin de ponerlos al servicio de su Señor.

Un escalofrío recorrió mi espinazo.

Gorthaur. O Sauron, para los enemigos.

Mentiría si dijese que no me asusté. El maia corrompido eran palabras mayores, pero qué podía obtener uno de los seres más temibles de Arda de una simple mortal. Y como si hubiese oído mis pensamientos, Galadriel me sacó de dudas.

»Desvelar si la magia negra que emplea es capaz de matar a los más débiles a distancia, y lo que es más importante, encadenar sus almas a este mundo para invocarlas después, como sirvientes a su merced.

Estaba practicando. El hijo de puta estaba practicando con ambas niñas.

Y lo peor es que aun sabiendo que yo acabaría implicándome, Sauron estaba más que seguro de mi completa impotencia para combatirlo. Una victoria inevitablemente aplastante. Por eso Galadriel ni siquiera contempló poder salvarla.

Fue un duro golpe perder aquella batalla. No era la primera vez que los hijos de Ilúvatar sucumbíamos bajo el poder de Melkor, pero supongo que en el fondo siempre habíamos confiado en que, a pesar de las innumerables bajas ocasionadas por el Maligno, al final nuestro bando ganaría la guerra.

¿Basándonos en qué? ¿En una estúpida profecía similar a la del Hado de los Noldor? «Estad tranquilos, colegas, pues en la Dagor Dagorath los Malos recibirán su merecido». Vaya un consuelo de mierda.

Perdí la fe y me recluí en mi mundo sin implicarme en los asuntos de mi raza ni en sus disputas. Me dediqué a continuar con mi particular trabajo: mandar al infierno a cuanto maldito demonio se me ponía por delante, enviándole sarcásticos y contundentes mensajes de «que te jodan» a Morgoth, y reduciendo mis entrevistas con Galadriel a la mínima expresión. Yo no la tragaba a ella ni ella a mí.

En cierta ocasión uno de esos repulsivos entes a los que les faltaba media cabeza al cual iba a rematar, me comunicó riéndose mezquino que el Vala Caído estaba tan cansado de que le fastidiase todos sus intentos de introducir a sus incorpóreos acólitos en nuestro mundo, que en la Batalla Final vendría expresamente a llevarse mi fëa. Optimista que es el tío. Se piensa que lucharé en ella.

En la Tercera Edad llegó a mis oídos que un Nigromante con base en Dol Guldur coqueteaba con la magia negra despertando a los muertos. Desde el principio supe que se trataba de Sauron, pero no lo comenté con nadie. A ver si con un poco de suerte, se acababa el mundo de una vez.

Quizás antes, una mínima parte de mí estaba convencida de que el Bien siempre vencía al Mal. Antes, cuando era un necio. Ahora sé que esa parte de mi alma murió cuando a aquella chica se la tragó la Oscuridad.


Aclaraciones:

Las tres breves introducciones de cada capítulo pretenden mostrar la ambigüedad de los conceptos de Bien y Mal. Así, un hecho a priori inicuo cometido por criaturas perversas, en realidad trae aparejado un bien subsiguiente.

En el caso de la muñeca que arde por el fuego de Smaug, era una especie de ánfora demoníaca; el chaval rohir que infelizmente cae abatido por una flecha orca en el abismo de Helm, estaba poseído desde que partió de Édoras; y el truhán asesino recibe su merecido de manos de un ser malvado como es un nazgûl.

Espero que os haya gustado mi primera incursión crossover. Indecisa, demoré arriesgarme a publicarla porque no manejo ni El Silmarillion ni Constantine, y es la primera vez que escribo sobre ambos. Pero si más o menos todo ha cuadrado con el canon y os he conseguido intrigar sin dejar (demasiados) cabos sueltos, habré cumplido :D