Copyright: Todos los personajes de este y el resto de capítulos son propiedad de Cassandra Clare y yo los utilizo sin ánimo de lucro.

Situación: Como dice el resumen, final alternativo a Ciudad de Fuego Celestial.

Avisos: Me he tenido que inventar algunas cosillas relativas a leyes de los Cazadores de Sombras y la biología vampírica. Si veis algo que sabéis que no es así, por favor decídmelo.

Spoilers: Contine spoiler de todos los libros de The Mortal Instruments, The Infernal Devices (menos) y de The Bane Chronicles.


Inmortal

Capítulo 1: Contra el Ángel

El sudor no llegaba a mojarle la camiseta pero, aunque así hubiese sido, el negro del algodón habría disimulado completamente su estado. A pesar de su aparente calma, Alexander no podía evitar sentir que todo el peso del mundo, o quizás de todos los mundos, recaía en ese momento sobre sus cansados y arañados hombros. Las heridas habían sido curadas y él acicalado, pero eso no evitaba que sintiese aún el dolor en cada músculo o la ceniza del mundo de los demonios inundándole la nariz.

No le habían permitido tener ninguna clase de compañía. Al principio había querido echarse a llorar, desmoronándose al verse solo ante aquella situación, pero cuando su corazón se hubo calmado supo que era mucho mejor. Perder a alguien era doloroso, pero estar presente en la pérdida lo era mucho más. Y él no iba a perder a poca gente como para querer presenciarlo.

Le habían arrebatado su estela sin que se diese cuenta, posiblemente mientras se duchaba, y el uniforme limpio del armario tampoco estaba ya allí. Ir al Gard con ropa mundana era la única solución que le había quedado, pero ya no se sentía incómodo. Recordó a Jace diciéndole que no se preocupase, que no podían quitarle las marcas por aquello. Que su propio padre no podría hacerlo.

Hacer tratos con demonios estaba prohibido por la ley, incluso si era en pos de salvar las vidas de los cazadores de sombras. Se consideraba alta traición y aquél que la cometiese no podía salir impune. Ningún cazador de sombras en su situación lo había hecho y Alec estaba seguro de que él no iba a ser la excepción.

La puerta doble ribeteada en oro se abrió delante de él. En las filas del Consejo era en ese momento más obvia que nunca la ausencia de los representantes subterráneos. La presencia de Magnus allí dentro sería, a partes iguales, incómoda y tranquilizadora.

Pero aquella reunión no tenía nada que ver con los subterráneos e, igual que ellos solucionaban sus propios asuntos, tan sólo el Consejo de Cazadores de Sombras, el Cónsul y Robert Lightwood en el asiento del Inquisidor se alzaban ante él, en sendas tarimas que los hacían parecer superiores e inalcanzables.

La Cónsul, Jia Penhallow, se notaba nerviosa. Rozaba insistentemente sus pequeñas manos entre ellas y miraba de manera intermitente a padre e hijo, pero Robert jamás desvió la mirada del suelo. En lo que las puertas se cerraron el silencio fue sepulcral.

—Alexander Gideon Lightwood —comenzó la mujer, sin reflejar un ápice de sus nervios en la voz firme—, has sido convocado al juzgado para tratar un caso de traición. ¿Eres consciente de lo que se te acusa?

—Sí —respondió con voz clara. Sus palabras retumbaron en el techo abovedado.

—¿Eres igualmente consciente de que la alta traición, de la cual se te acusa, conlleva la eliminación de las runas de tu piel y la ruptura con el mundo de los Cazadores de Sombras?

—Sí.

—Así pues y dicho esto, ¿admites haber pactado un trato con el demonio mayor Asmodeo para salvar las vidas de los cazadores de sombras Jonathan Christopher Herondale, Clarissa Adele Morgernstern e Isabelle Sophia Lightwood, la del vampiro diurno Simon Maccabeus Lewis y la del brujo Magnus Bane?

El silencio tras aquella pregunta duró más. Alec casi pudo distinguir las ansias de su padre porque diese una respuesta negativa. Pero no podía. Si se negaba, después le entregarían la Espada Mortal y la suma de alta traición y obstrucción a la Clave podía ser mucho peor que la eliminación de las runas.

—Sí.

Las exclamaciones ahogadas de asombro no se hicieron esperar. Algún susurro recorrió la sala y todos los ojos dejaron de mirarlo a él para enfocarse en Robert.

—¿Es cierto, pues, que tu alma y tu vida pertenecen a dicho demonio hasta que tus días toquen su fin?

—Así es.

—En vista de los acontecimientos, yo, Jia Penhallow, en calidad de Cónsul de los Cazadores de Sombras, declaro que no es necesaria la intervención de la Espada Mortal sobre Alexander Lightwood. Así mismo y procediendo conforme a la ley —inhaló fuertemente y miró a Robert, que le devolvió una fría mirada— el Inquisidor Robert Lightwood será el encargado de borrar las runas sobre la piel del inculpado, al que se le prohíbe cualquier relación con los Cazadores de Sombras desde ese momento en adelante.

Alec observó en medio del silencio a su padre rodear la mesa tras la que estaba sentado, en la cual descansaban dos estelas. Cogió sólo una de ellas, siendo la otra la de Alec, y se acercó a él despacio. Estiró su mano, pidiéndole a su hijo la suya, y Alec le mostró la runa de la Visión, más vistosa que nunca en la palidez de su piel. La primera runa que recibió sería también la primera en borrarse. La estela de Robert se posó sobre ella y, como una goma, en lugar de dibujarla la eliminó.

Dolía, que era lo que Alec había esperado. Era exactamente la sensación contraria que al dibujar una runa: parecía que le quemaba la piel con hielo allí donde la estela de su padre le rozaba, y Alec profirió un grito cuando lo sintió por primera vez, aunque cerró la boca de inmediato. Obviamente, una vez la runa fue borrada su visión permaneció, y sabía que así sería el resto de su vida. Quizás los glamours más potentes se le resistirían ligeramente, pero su sangre, aún en ausencia de las runas, no podía cambiar.

El siguiente paso fue desnudarse de cintura para arriba. En los brazos tenía grabadas las runas del equilibrio y agilidad, tan negras como siempre, así como aquella que le permitía entender todas las lenguas y la dispuesta para sacarle el máximo partido a sus habilidades naturales. La runa de precisión que Jace le había dibujado horas antes era ya prácticamente invisible, pero Robert pasó igualmente su estela por ella.

La fría punta de la estela se posó después en sus costillas y trazó de manera inversa la runa angelical y sólo entonces Alec se dio cuenta de cuál iba a ser la última en eliminarse de su cuerpo. De forma inconsciente miró por encima del hombro a su espalda, donde la runa que lo había unido a Jace desde los trece años parecía brillar, pidiéndole que parase con aquello, que ella no podía ser rota de esa antinatural forma. Finalmente su padre se posó detrás de él y lo miró a los ojos por primera vez desde que había entrado en la sala. La manó le tembló cuando la dirigió al omoplato de su hijo y la punta de la estela se posó sobre la última línea de la runa.

Y entonces dolió, dolió de verdad. Alec no pudo evitar que sus rodillas se doblaran, aunque se mantuvo en pie. Sintió como si cada milímetro que recorría la estela lo estuviese haciendo un cuchillo poco afilado, y vio la sangre manar allí donde la estela iba pasando, eliminando el negro y dejando un trazo sanguinolento. Miró con los ojos muy abiertos a su padre, su respiración agitada mientras aguantaba el dolor en su cansado cuerpo, y supo que él sabía lo que sentía, pues había perdido a su parabatai hacía mucho tiempo.

Cuando los cortes en su piel cesaron la sangre siguió saliendo de la herida abierta y Alec terminó cayendo de rodillas, apoyado como pudo sobre las palmas de sus manos. Su respiración era irregular y excesivamente rápida; la cabeza le daba vueltas y el dolor en la espalda no desaparecía. Sentía la falta de sangre, tanto de aquella hemorragia como de la que había perdido ya antes, pero no había nada que hacer. No era posible que le aplicasen una runa de sangre.

La sala se mantuvo en silencio mientras conseguía recuperar la compostura. Se puso la camiseta por encima de la sangre, tambaleante, fijándose en que su propio padre no se acercaba a ayudarlo. El primer momento del resto de su vida alejado de los cazadores de sombras acababa de comenzar.

—Dispones de dos horas para recoger tus cosas y abandonar Idris. Si no tienes donde ir la Clave te proporcionará un alojamiento hasta que...

—Tengo a donde ir —cortó a la Cónsul, que se calló inmediatamente. Con pasos inseguros se dirigió a la puerta pero, antes de alcanzarla, resonaron tres golpes impacientes en ella.

—¡Alec! —La voz de Jace al otro lado lo devolvió a la realidad—¡Alec!

La puerta acabó cediendo a la fuerza de Jace, a pesar de las protestas del Consejo, aunque éstas se redujeron inmediatamente cuando, a través de la camiseta blanca de Jace, vieron la gran mancha roja que había dejado la sangre expulsada por la runa rota en su abdomen. A grandes zancadas cruzó la estancia y abrazó a su perdido parabatai.

Jace no era ni más alto ni más corpulento, pero quizás Alec se sentía en ese preciso instante lo más minúsculo en el universo. Fue incapaz de corresponder al abrazo, en ese momento no sentía nada. No sentía el calor de Jace ni el dolor de la espalda, ni tampoco la tristeza de abandonar su mundo, a su familia y a sus amigos. Su mente era un gran pozo negro en el que se hundía cada vez más y la luz se alejaba a una velocidad vertiginosa.

Se separó de Jace sin un atisbo de emoción en el rostro, pero le dolió en el alma ver el corazón destrozado de su hermano. Jace negó con la cabeza y musitó tantas veces la palabra «no» que terminó perdiendo el significado. Le echó una mirada furiosa a Robert Lightwood y Jia Penhallow, que contemplaban la escena aparentemente impasibles, y luego siguió a Alec por el largo pasillo. En los bancos finales estaban sentados todos, demasiada gente.

Cada uno de ellos se puso en pie cuando los vieron entrar, cada uno con una expresión distinta en el rostro. Isabelle fue la primera que se lanzó hacia él, pero frenó en secó cuando Alec estiró el brazo y la paró con la mano. Su mirada reflejó incredulidad por un momento.

—No puedo —susurró su hermano.

Ni siquiera debería estar viéndolos en aquel momento. Bajó la mano con cautela y miró a su alrededor. Luke y Jocelyn estaban muy juntos, y en la cara de la mujer se veía la empatía que sentía hacia Maryse, la empatía de perder un hijo. Otro. Maryse era la única que no se había acercado, y le sonreía muy levemente desde detrás de los demás. Alec apartó la mirada exageradamente rápido.

—¿Y Magnus? —preguntó con un hilo de voz.

—Aquí.

En el marco de la puerta que daba al exterior, Magnus lo miraba con expresión seria. Todavía había rastros de lo enfermo que había estado en el reino de Edom, pero no lo expresaba de ninguna forma. Alec se abrió paso entre sus sorprendidos compañeros y caminó hacia él.

—¡No puedes irte sin más! —exclamó Isabelle. Miró a Jace en busca de apoyo.

—Alec —musitó él, recordando el momento en la sala del Consejo—, no puedes...

—Me han quitado las runas. Todas. —Alec se llevó una mano al hombro y Jace lo imitó, hacia su propia runa rota—. Ya no soy un cazador de sombras, y ya nunca volveré a serlo, como tampoco puedo tener relación o contacto alguno que vosotros. —Los presentes se estremecieron; Isabelle abrió la boca, pero Alec la cortó—. Ya no soy hermano, hijo o parabatai de nadie. Y creedme, cuando hice lo que hice sabía muy bien cuáles eran las consecuencias, pero prefiero saber que seguís vivos sin veros antes que teneros enterrados junto a mí.

Mientras Alec se daba la vuelta y pisaba el césped del Gard, una lágrima se deslizó por la mejilla de Isabelle y la de Maryse. No había nadie capaz de decir nada en aquel momento, nadie con el suficiente valor de romper el silencio mortal que se había instalado.

—Magnus —musitó una voz ronca. Robert Lightwood había aparecido en el pasillo. Magnus se quedó estático en la puerta, con Alec alejándose a su espalda y desapareciendo finalmente en la luz solar—, cuida de mi hijo.

El brujo asintió silencioso y se dio la vuelta, cerrando la puerta tras él. Alec estaba frente al portal que había abierto escasos minutos atrás, mirándolo ensimismado. El interior del apartamento de Magnus se vislumbraba acuoso a través de él.

—¿Directamente a tu apartamento? —preguntó sin vida en la voz.

—¿Quieres pasar por algún otro sitio?

Alec recordó toda su ropa, usada y vieja, su colección de armas ahora prohibidas y los regalos que su familia le había hecho con los años.

—No —susurró.

Antes de que Magnus pudiese decir algo más dio un paso al frente y desapareció a través del portal. El brujo lo siguió.

El apartamento de Nueva York estaba exactamente igual que la última vez que Alec lo había visto, pues Magnus había estado relativamente poco tiempo allí antes de tener que ir a Alacante en representación de los brujos. El lugar le devolvió todos los recuerdos de sus discusiones y de algo que todavía estaba pendiente de resolver, y el estómago se le encogió un poco más. Nunca había llegado a ir a por su ropa, así que parte de ella todavía estaba allí. La luz del portal se extinguió y sólo la sombra de Magnus se proyectó en el suelo.

—Alexander...

Intentó tocarlo, reconfortarlo, pero Alec se alejó de su mano y se abrazó a sí mismo, dándole la espalda. Magnus suspiró y se acercó a él, y sólo cuando estuvo a punto de rozarlo vio que el cuerpo de Alec se estremecía y sacudía a intervalos irregulares.

—Alexander...

Alec cayó de rodillas, apretándose fuertemente los brazos y con los sollozos restallando en el salón. Todas las lágrimas que no habían existido en Idris, todo el dolor que no había sentido mientras le arrebataban su vida con un simple movimiento de muñeca estalló de golpe en su pecho y su rostro se inundó. Magnus se arrodilló inmediatamente a su lado y lo abrazó. Sintió el cuerpo de Alec, de repente muy pequeño, sacudirse con cada nuevo sollozo y la batalla por respirar que hacían sus pulmones. Alec podía ser tan fuerte a veces y derrumbarse tan rápido que para Magnus siempre estaba hecho de cristal.

—Alec...

Los brazos del chico lo rodearon, buscaron su apoyo como él lo había buscado en Edom, cuando lo vio ir a salvarlo. Sus manos lo engancharon, su boca lo encontró, desesperado por sustituir todo el amor que acababa de perder de una sola sacudida.

—Alec, no —musitó, controlándose a sí mismo. Los ojos azules aguados lo miraron sin comprender—. Esto no es lo que necesitas ahora.

La fuerza de voluntad para apartarlo, cuando tenía unas ganas inmensas de tenerlo entre sus brazos, nunca supo de donde la sacó. Alec frunció el ceño y se mordió el labio, y acto seguido se levantó de un brinco, alejándose unos cinco metros del brujo.

—¿Y mi habitación?

Magnus suspiró. El Alec roto que había llorado acunado por él se había esfumado tan rápido como había llegado y, a pesar de que el rostro pálido aún estaba rojo en los párpados y las mejillas, las lágrimas estaban secas y la expresión era firme.

—Haré aparecer tu ropa en la de invitados —respondió Magnus. Alec asintió y se dirigió inmediatamente allí.

—Magnus —dijo en la puerta del pasillo. Hizo amago de volverse a mirarlo, pero terminó por no hacerlo—, gracias.

Se fue antes de que el brujo pudiese decirle nada, aunque no lo hubiese hecho de igual forma. En el momento en que la puerta de la habitación de invitados, curiosamente la que estaba justo enfrente de la suya propia, se hubo cerrado, arrancó un trozo de papel de una de las libretas que estaban repartidas por todas partes y garabateó un rápido mensaje para Jace que desapareció consumido por el fuego.

Era temprano cuando abrió los ojos a la mañana siguiente, pero escuchó ruidos en la cocina que Presidente Miau no podía hacer. La luz del amanecer apenas se filtraba por las cortinas cerradas y ni siquiera se molestó en abrirlas antes de salir de su habitación.

Alexander estaba sentado en uno de los sofás, con una taza grande de café solo frente a él y el periódico del día extendido sobre la mesa. Había encontrado un fluorescente naranja a saber dónde y lo utilizaba para rodear ciertos anuncios. A su lado estaba el ordenador portátil de Magnus abierto, con la foto de ellos dos en su viaje que todavía tenía de fondo de pantalla. Era de noche en París y ellos se estaban besando frente a la Torre Eiffel.

—Alec —musitó, entre dormido y sorprendido. El chico parecía estar perfectamente—. ¿Estás bien?

En cuanto Alec se giró la respuesta para Magnus fue clara. Los ojos de Alec estaban inyectados en sangre y las ojeras se habían vuelto morado oscuro bajo sus ojos. Los párpados habían perdido opacidad y la forma de los huesos se marcaba más en su mandíbula de un día para otro.

—Estoy mirando trabajo —dijo. En su voz no había nada, ningún tipo de sentimiento—. Y piso. Aunque primero tendré que ahorrar, claro.

—Para el carro, Alexander.

Totalmente despejado de su sueño, Magnus tomó asiento a su lado. Se dio cuenta de que iba en los bóxers que utilizaba para dormir, pero de todas formas no era como si Alec no lo hubiera visto así ya. Y en esos momento tampoco parecía fijarse.

—Tenemos que hablar.

—No quiero hablar de eso ahora.

—No sólo de eso. —Magnus lo tomó de los hombros y lo volvió hacia sí. Desde aquella distancia se veía aún más demacrado y bajo sus manos sentía los huesos de los brazos—. De todo. Del trato que hiciste con mi padre, de por qué lo hiciste, del ritual de las runas, de cómo te sientes y de nosotros. No puedes salir de todo esto solo, Alexander.

—No tienes ni idea de lo que puedo hacer —espetó él con calma. Magnus parpadeó deprisa—. ¿Quieres saber? Hice el trato porque alguien tenía que hacerlo. Tú habrías muerto si hubieses entregado tu inmortalidad, nadie sobrevive 400 años. Y te amo, Magnus, sigo amándote a pesar de todo. Simon es un cadáver, si lo hubiese hecho él habría caído redondo delante nuestra y no puedo hacerle eso a mi hermana. Por descontado, jamás habría dejado que Jace, Isabelle o Clary se sacrificasen. Jace necesita a Clary y yo necesito que Izzy esté bien.

—¿Y yo? Yo te necesito a ti, Alec.

—Te he dicho que no quiero hablar de eso ahora.

Magnus inspiró. Sabía que el estado de ánimo de Alec no era el apropiado para ello, pero tenía una necesidad tan vital de tenerlo de nuevo en su vida que le resultaba muy difícil contenerse.

—¿Cómo estás? En general —esclareció, mirando la parte de la espalda donde debía estar la cicatriz de la runa de parabatai.

—Ya no duele —respondió, llevándose una mano al hombro. Magnus notó que el tono de voz se relajaba y su cuerpo lo hacía también—. Al menos no físicamente. Duele de otra forma, como si me hubiesen arrancado una parte de mí.

—Es exactamente lo que han hecho, Alec. Conoces mejor que yo la conexión entre dos parabatai.

—Pero jamás había imaginado perderla. Incluso cuando estaba a punto de entrar allí, cuando sabía lo que iba a pasar, no imaginaba cómo sería. Es tan... vacío.

—No se puede comparar —musitó Magnus tras un rato—, la conexión entre parabatai es algo sagrado de los cazadores de sombras que jamás experimentaré, pero conozco tu sensación. Algo que has tenido mucho tiempo y que crees eterno y que de repente se va. Y aunque está ahí delante y es obvio, no eres capaz de imaginar cómo va a ser realmente acabar con ello.

El silencio se extendió entre ellos. El ordenador olvidado puso su pantalla en negro, ocultando la imagen de su beso.

—¿La historia de tu vida? ¿Pensar que las cosas son eternas como tú y luego perderlas?

Magnus no pudo evitar una sonrisa ladeada ante el tono ácido en el que Alec pronunció aquellas palabras.

—No —negó, atrayendo la atención del chico—. Con los años me he hecho perfectamente consciente de que la mayoría de cosas no son eternas y he aprendido a superar su pérdida. No, me he acordado de mi relación con Camille. Del final de ella, más concretamente.

El silencio que cayó entre ellos fue incómodo y largo. Magnus tembló. No había hablado realmente con nadie de sus sentimientos ante la ruptura con Camille y, aunque habían pasado muchos años desde aquello y la vampira ya no estaba, se sorprendió al ver que seguía siendo doloroso recordar aquél desamor. No le gustaba la idea de mostrar dicha debilidad ante Alec, pero él parecía tan confiado en él incluso después de lo que acaba de pasar que las defensas de Magnus se desmoronaron como un muro de demasiados años.

—No era la primera vez que mantenía una relación con alguien inmortal, por supuesto —prosiguió con cautela. Alec lo miraba con una mezcla de curiosidad y sorpresa muy bien ocultas en su rostro—, pero sí la primera que era duradera. Camille y yo pasamos mucho tiempo juntos y yo la amaba; en aquel momento ella era todo para mí. Para Camille no fue así, ella nunca me amó, y yo de alguna forma lo sabía desde hacía tiempo y aún así no pude verlo hasta que lo tuve delante.

Calló. Se sentía incapaz de dar más detalles, al menos tan pronto. A su mente acudió claro como si hubiese ocurrido el día anterior a Camille entrando en su mansión, a él preguntando por sus amantes, y a ella respondiendo con frivolidad sobre sus entretenimientos mundanos. Se le pasó por la cabeza un Alec haciéndole algo parecido y su corazón dio una desagradable sacudida.

—No sé si se puede comparar o no —contestó finalmente Alec—, pero me alegro de que me lo hayas contado.

Magnus sonrió aliviado.

—Deberías dormir, Alexander. Ya tendrás tiempo de buscar un trabajo y un piso, sabes que puedes quedarte aquí cuanto quieras.

—No quiero ser un mantenido —contestó inmediatamente, apretando los labios en una línea muy tensa.

—No eres un mantenido —suspiró el brujo—. Eres un amigo que necesita un lugar para quedarse mientras decide qué hacer con su vida. Ahora ve a dormir, por favor. Esta noche no pareces haberlo hecho demasiado.

Alec posó una mano en el periódico que estaba abierto ante él con cierta duda. El café se le había quedado frío, pero no le importaba mucho. Suspiró apesadumbrado y se levantó, dirigiéndose con pasos pesados a su habitación.

—Esta noche no he podido dormir —admitió a medio camino, haciendo que Magnus lo mirase (aunque, en realidad, ya lo estaba mirando)—. Nada. Y me preguntaba... Magnus, ¿pu...? —se atragantó con sus propias palabras y se abrazó a sí mismo, temblando—. Duerme conmigo, por favor.

No había nada malintencionado en aquella súplica que tanto le había costado formular, simplemente la necesidad de dormir a su lado, la paz que se otorgaban el uno al otro en el sueño, aquella que Magnus ya había experimentado muchas veces y la cual añoraba como nada en el mundo. Alec se perdió en el pasillo sin esperar una respuesta, pero Magnus no tardó más de dos segundos en seguirlo. Se metió instintivamente en su habitación y vio con agrado que Alec ya estaba allí, mirando a su alrededor como si no lo hubiera visto en un largo tiempo.

Alec se volteó hacia él y lo abrazó. Aquella vez no hubo besos desesperados, ni tampoco besos tranquilos. Sólo un abrazo reconfortante, la calidez del cuerpo de Alec de nuevo entre sus brazos, su fragilidad y firmeza, todo junto contra él, provocando en Magnus que las malditas mariposas revoloteasen nerviosas.

Alec se mantuvo aferrado a él incluso cuando cayeron a la cama. Sus dedos asieron como garras la piel de su espalda y sus piernas se enroscaron alrededor de una de las de Magnus. Curvó el cuello y escondió la cabeza en el hombro moreno del brujo y, antes de que éste tuviese tiempo de decir algo, la respiración de Alec ya se había acompasado, los músculos de su cuerpo relajado y él dormía por primera vez en muchos días.


¡Hola! He vuelto, no después de muchos días, y esta vez con algo un poco más largo. No sé cuántos capítulos serán, pero sí puedo decir que de momento voy escribiendo el 7. ¿Qué os ha parecido? Espero que os haya gustado y queráis saber lo que pasa a continuación :D

Los reviews sabéis que siempre animan a seguir escribiendo. Y cualquier duda que tengáis yo os la resuelvo jajaja.

El próximo capítulo para la semana que viene o dentro de dos, dependiendo de cómo vaya de tiempo.

¡Espero que os guste!