Disclaimer: Los personajes no me pertenecen, pertenecen a Sir Arthur Conan Doley y a la BBC, los utilizo simplemente con fin de entretenimiento y sin ánimo de lucro. Es puro entretenimiento.

N/A: ¡Este fic es un regalo de cumpleaños para mí adorada Nimirie Eryn Lasgaleneo! Cumpliendo con uno de sus deseos les traigo una adaptación peculiar de "La Bella y La Bestia"…

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Para mi querida Sophian

con todo mi cariño.

"La Bestia y su Gregory"

"Toda historia de hadas, magos y hechizos que se precie comienza con una damisela en apuros, una bruja malvada y un príncipe encantado encantador. Pero, ¿qué ocurre cuando la damisela no lo es, ni la bruja es malvada y el príncipe encantado, no es tan encantador?… ocurre que les presento la mejor y más bella historia de amor de todos los tiempos…"

Hace muchos, muchos años en un pequeño pueblo vivía un rico mercader y sus tres hijos. Gracias a los negocios de su padre habían vivido toda la vida de manera holgada, jamás pasando la más mínima penuria, lo que en un principio debía de ser algo bueno ahora pasaba factura a sus personalidades. Arthur el mayor de los tres, de cabello oscuro y gran porte, se jactaba de cómo era capaz de desbancar a cualquiera que se atreviera a jugar contra él, era una persona severa e inflexible, que miraba al prójimo siempre con desdén. Su padre intentaba que se ocupara de los negocios de la familia, él cada vez se sentía más mayor y temía que llegara el día en que ya no pudiera atender sus transacciones adecuadamente. Arthur era su primogénito y ese era su deber, pero aquella era una discusión constante de la que el viejo mercader nunca salía victorioso.

Unos hermosos rizos rubios y una larga cabellera era algo a destacar en el segundo de sus hijos, Brian. Era un ser hermoso, había heredado los preciosos ojos azules de su madre y esas pequeñas pecas que completaban un conjunto realmente adorable. Eran muchos los mercaderes que deseaban que tomara por esposa a una de sus hijas, eso sería sin duda un trato justo, sus hijas obtenían un apuesto esposo y ellos una buena dote para ellas. El problema es que era un ser presumido en exceso, nada ni nadie le importaban más que haber conseguido que su melena luciera más bella que la de cualquier damisela que se le presentase y nunca ninguna, jamás estaría a la altura de sus expectativas.

El más pequeño de los hijos del mercader, era el único que conseguía alegrar su viejo corazón. Greg era un ser de gustos sencillo y corazón puro, con una visión romántica del mundo; para él no había problema que no se pudiera solucionar con una gran sonrisa, un enorme corazón y par de manos. No tenía la gran amplitud de hombros de Arthur, ni sus grandes músculos. Ni la hermosa cabellera de Brian y su delicado porte. Greg era un conjunto más sencillo, su pelo castaño dejaba entrever alguna cana pese a su juventud y su cuerpo era delgado pero proporcionado. Sin embargo, pese a no ser su intención atraía las miradas de todo el mundo, con aquella enorme sonrisa y el brillo de sus ojos.

El viejo mercader deseó por momentos no haber poseído aquellas riquezas y de esa forma haber enseñado a sus hijos mayores a valorar lo que tenían. La necesidad y el trabajo duro habían formado de él una gran persona y pese a amar a sus hijos, en ellos solo veía soberbia y vanidad; aquello ensombrecía su anciano corazón.

En ocasiones el destino te da justo aquello de deseas… un buen día el mercader regresó al hogar con paso abatido. Había ido a la ciudad a realizar algunas transacciones y allí le anunciaron que tras unos negocios mal gestionados no solo habían perdido todas sus riquezas, sino que las deudas de la familia los obligaban a vender todas sus posesiones. Al entrar al gran salón de su preciosa hacienda, miró todo con unas ligeras lágrimas en sus ojos, allí se encontraban sus hijos mayores.

Al conocer la noticia, Arthur entró en cólera y abandonó el hogar para ir a la ciudad, consideraba todo aquello un error que él sería capaz de solucionar. Mientras que Brian comenzaba a empaquetar cosas sin las que jamás sería capaz de vivir.

Cuando Greg regresó de comprar harina y vio a su padre respirando con dificultad por las lágrimas que brotaban de sus ojos, no pudo evitar soltar aquellos pesados sacos al suelo y atenderlo corriendo.

− ¡Dígame padre! ¿Qué ocurre? ¿Acaso está enfermo?− Greg hablaba precipitadamente mientras limpiaba los rastros que las lágrimas habían formado en la cara de su padre.

− No mi querido Gregory, no estoy enfermo… pero el infortunio a caído sobre la familia hijo… hemos perdido todas nuestras posesiones… menos una pequeña casa en el bosque− la voz le temblaba al anciano, incapaz de controlar sus emociones.

− ¿Eso es todo padre?− Greg dedicó la mejor de sus sonrisas a su padre – por un momento, me asustó – abrazó cálidamente a su padre, el cual no sabía cuánto necesitaba aquel abrazo hasta que lo recibió y permanecieron así largo rato− ¡además vivir en el bosque no suena tan mal! –el viejo mercader no pudo evitar que una pequeña sonrisa se formara en su cara, y es que con Greg todo parecía más sencillo.

Aquello le recordó que Arthur se había ido airado a la cuidad, tenía que ir a buscarlo antes de que se metiera en problemas. Dejó instrucciones a sus hijos de empaquetar solo aquellas cosas esenciales, tomó su caballo y regresó a la ciudad en busca de Arthur.

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Arthur había acudido a la casa de comercio del pueblo y había exigido ver las cuentas de su familia, considerando a todo el mundo un necio por el camino. Cuando su padre llegó allí, no encontró más que caras de disgusto. Arthur al no encontrar error en ellas, sino más bien pequeños despistes y malas inversiones, pues la gran mayoría de su dinero se había invertido en unos barcos, que jamás llegaron a puerto; volcó inesperadamente una de las mesas y todo su contenido. Y tuvieron que echarlo de allí entre todos. Cuando le contaron todo aquello el hombre no pudo más que disculparse por su hijo, aquello no era algo normal, su hijo no era mala persona, algo altivo tal vez… pero, no, definitivamente algo le ocurría al mayor de sus hijos y él no podría regresar a casa hasta averiguarlo.

Recorrió angustiado todas las calles del pueblo, no era un lugar tan grande como para no encontrarlo. Miraba angustiado a todas partes y su mirada se fijó en la taberna del pueblo. Su hijo solía frecuentarla con sus amigos, lo mejor sería que preguntara allí si lo habían visto.

−Buenas tardes, Theodor− se acercó rápidamente al dueño, lo conocía de toda la vida, prácticamente lo había visto nacer − ¿Has visto a mi hijo Arthur?

Theodor puso cara de temor e intentó que el hombre bajara la voz, pero no lo consiguió. Llamando la atención de un par de jóvenes que estaban sentados al final de la taberna.

−No creo que se atreva a venir por aquí− la voz cantarina de un joven le hizo girarse, era moreno, de pelo grasiento y mirada enfermiza− ¿sabe?, ¡nos debe mucho dinero!

−No sé de qué me habla joven… seguro se ha equivocado con algún otro que…

− ¡Su hijo nos debe una fortuna!− aquel hombre había girado al pobre mercader para que lo mirara directamente a los ojos…− y si no paga… buscaré otra manera de cobrarme la deuda – lo miraba intensamente con una extraña sonrisa en la cara.

−James, deja al viejo…−Theodor se había puesto muy cerca e intentaba separarlo del viejo mercader− ¡él no sabe nada James, déjalo!

−Corrección, él no sabía nada, ahora sí lo sabe… busque a su hijo señor y recuérdele que las deudas se pagan…

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Habían pasado tres meses desde aquel día, en que todo se perdió. Cada mañana Greg se levantaba antes de que el sol saliera, tomaba un poco de pan y se volcaba a trabajar para que al despertar su padre, todo estuviera hecho y no tuviera que ponerse este a trabajar. El aire fresco en su cara al salir del hogar siempre le hacía parar un segundo a disfrutar el olor a naturaleza. Le llenaba de regocijo entrar en la cuadra de los animales a prepararles la comida, para después trabajar en el campo mientras veía amanecer. La verdad es que le encantaba vivir allí y se notaba en el cuidado que ponía en cada cosa que hacía.

La vida en la casita del bosque no estaba tan mal como en un principio consideró el viejo mercader. Cada mañana observaba desde la pequeña ventana de la cocina como su hijo sonreía feliz, con aquellas enormes botas de cuero y las manos sucias de tierra. Al menos a uno de ellos, pues Brian sólo sabía quejarse de las pequeñas picaduras que cada día aparecían en sus brazos, como si aquello fuera un drama y se sentaba en el banco del desayuno mirando todo con asco y esperando a que alguien le pusiera el desayuno. Debía intervenir siempre el viejo mercader para recordarle que ya no tenían sirvientes y que si deseaba desayunar él mismo podía ir a la cocina y tomar lo que gustase. Por otro lado Arthur, se había vuelto un ser apático, que iba y venía constantemente a la cuidad. Aquella noche ni siquiera había vuelto a la casa a dormir, y pese a que ya fuera su comportamiento habitual al anciano le dolía que no fuera capaz de sentarse con su familia e intentar afrontar los problemas juntos. Jamás le comentó que supiera de sus problemas con el juego, esperaba que un día fuera él el que se decidiera a contárselos, pero ese día nunca llegaba y cada vez estaba más y más desligado de la familia.

− ¡Padre!- un gran golpe en la puerta de entrada sobresaltó al anciano mercader, Arthur entró corriendo– Uno de… de ¡los barcos!− la voz se le entrecortaba por el ejercicio incapaz de respirar correctamente, se acercó a su padre tomándolo por los brazos y con una gran sonrisa en sus labios continuó− Uno de sus barcos, padre, ¡a conseguido llegar a puerto!

Brian comenzó a saltar de alegría y comenzó a enumerar todas las cosas que necesitaba comprar. El viejo mercader sonreía contento, sus hijos podrían regresar a una vida más parecida a la anterior, Arthur podría pagas sus deudas secretas y Gregory pese a ser feliz así, no tendría que trabajar tan duramente.

El viejo hombre salió de la casa para hablar con su hijo pequeño. Greg se encontraba en el pequeño huerto que había sembrado, y que ya empezaba a dar sus primeros frutos. Cuando vio a su padre acercarse, Greg se enderezó y limpió el sudor de su cara. Le encantaba su pequeño huerto, era su orgullo.

−Gregory, hijo− Greg vio la enorme sonrisa en la cara de su padre, una que llevaba sin aparecer meses y supo que algo ocurría, algo que tal vez a él no le fuera a hacer tan feliz – Uno de mis barcos a llegado a puerto, ¡quién lo iba a decir tras aquella horrible tormenta! Voy a ir al pueblo a reclamar lo que nos pertenece.

En ese momento salió Brian de la casa, pasando con dificultad por la tierra, Greg lo miraba sonriendo, ¿cómo podría hacer de algo tan sencillo, algo tan complicado? Brian blandía un trozo de papel en su mano, era una lista de las cosas que quería que le trajera su padre del pueblo, el viejo mercader se quedó leyéndola por un momento mientras la vista de Greg se perdía en su precioso huerto.

− ¿Y tu hijo? ¿Quieres que te traiga algo del pueblo?− Greg continuaba con la mirada en su huerto, todo tan bonito, creciendo hermoso… todo menos un rosal que apenas si tenía un par de hojas…

−Yo solo quiero una rosa padre, solo una rosa− Greg sonrió a su padre, aquello era lo mejor para la familia y no sería él el que pusiera los problemas, aunque su corazón se quedara en aquel trozo de tierra.

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El viejo mercader tomó su caballo y acudió a la casa de comercio de la ciudad. Acudió sólo porque a Arthur lo habían vetado allí. Era cierto, uno de los barcos en los que el mercader invirtió había conseguido llegar a puerto después de meses a la deriva, pero había sido un viaje tan largo y accidentado, que las ganancias de aquel barco se habían esfumado en pagos.

Ya era tarde cuando el viejo mercader volvía hacia la casa del bosque, tan perdido estaba en sus pensamientos no fue consciente de que el cielo estaba ennegrecido por nubes de tormenta. El solo podía pensar en cómo les iba a contar a sus hijos, que nada se había solucionado, que deberían permanecer allí y que seguían sin dinero.

Un aire frío y persistente comenzó a azotarle con fuerza, tuvo que cubrir su cara con las solapas de su abrigo y sujetar su sombrero, que amenazaba con salir volando. Los arboles se agitaban con fuerza, tanto que el camino se le hacía irreconocible. De repente se desprendió una rama de un gran árbol a su derecha, produciendo un gran golpe a escasos metros de él. Leo el viejo caballo entro en pánico, galopando sin dirección, encontrando y saltando obstáculos a cada paso. El viejo mercader se sujetaba a él con toda la fuerza que le quedaban en sus viejos brazos, pero en cuanto comenzó a llover el agua imposibilitó el agarre, el hombre intentaba una y otra vez que el caballo cesara en su carrera sin sentido, una y otra vez estiraba sus riendas realmente asustado, y en uno de esos movimientos el pobre hombre cayó al suelo, mientras Leo se perdía en el bosque.

El gotear del agua en su cara lo despertó, no sabía cuánto tiempo había estado en el suelo, tal vez minutos, tal vez horas. Su cuerpo le dolía, pero al menos estaba vivo. No podía quedarse allí o sería la cena de algún lobo, con dificultad se levantó y comenzó a andar sin saber hacia dónde.

− ¡Leo! …¡Leo! – gritaba cada pocos pasos y silbaba esperando que aquel viejo caballo regresara a su lado. Estaba totalmente mojado por la lluvia y dolorido, pero lo peor era el miedo que tenía, el bosque era un lugar oscuro y peligroso, tener a aquel viejo animal con él lo haría estar más tranquilo.

Se giraba a llamarlo de nuevo, cuando pudo ver un sendero que antes no parecía estar ahí y al fondo una tenue luz que prendió una leve esperanza en su corazón. Comenzó a andar en aquella dirección, no sabía dónde se encontraba y si allí había una casa, esa era la única oportunidad que tenía según él de sobrevivir.

El camino que en principio parecía laborioso de recorrer, con multitud de arbustos y árboles en lo que la vista le llegaba, se volvió inexplicablemente mucho más accesible y fácil de recorrer, incluso por un momento consideró que las ramas de los arboles se movían a su paso resguardándolo de la lluvia, pero aquello solo era el divagar de un viejo.

Al acercarse observó pese a la inmensa oscuridad, que se trataba de un inmenso castillo. No recordaba en todos los años que había vivido en la zona, que nadie nombrara la existencia de aquel castillo. La naturaleza había consumido la mayoría de este, grandes enredaderas surcaban sus paredes y techos, y con la oscuridad no podía asegurarlo, pero parecían estar llenas de flores. Dudaba mucho que alguien viviera allí, pero en ese caso, ¿por qué se podía ver una luz?

Al acercarse para acceder a lo que debería de ser una de las puertas, comenzó a notar algo, como si ahí entre las plantas, hubiera algo, algo observándole. Su estómago se retorció, el miedo volvió a instalarse en él, y conforme avanzaba juraría que con él avanzaban cientos de criatura. El viejo mercader comenzó a correr con sus pequeñas piernas, todo lo rápido que era capaz; llegó a la puerta con la respiración entrecortada y la boca abierta. Empujó con todas sus fuerzas y asombrosamente la puerta cedió, permitiendo que su rechoncho cuerpo la atravesara y la cerró de golpe presa del terror.

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− ¿Hola?− la voz temblorosa del viejo mercader retumbaba por la enorme estancia y regresaba a él mucho más grave, más fantasmagórica y consiguiendo atemorizarlo – Lo lamento, me perdí en la tormenta…− un ruido a su derecha lo asustó − ¿hay alguien ahí? ¿Hola?− el pobre hombre continuaba avanzando por aquel enorme vestíbulo. Al fondo parecía distinguir una luz. Conforme avanzaba el ambiente se volvía más cálido y sus pobres huesos lo agradecían − Siento ser molestia pero…

Su voz se quedó atrapada en una exclamación al abrir una gran puerta rojiza, sus palabras fueron incapaces de salir y sus ojos se agrandaron al mirar el interior. Ante él estaba el más bello comedor que a su edad había observado pese a que la pobre iluminación no permitía ver todos los detalles. Grandes cuadros abarcaban cada centímetro de pared, grandes columnas decoradas parecían sujetar aquel precioso techo decorado y a ambos lados colgaban dos magníficas lámparas de brazos. La estancia se encontraba suavemente iluminada por el fuego de una imponente chimenea. Una enorme mesa presidía toda la estancia, con más de veinte hermosas sillas de brazos. Todo tan bello, todo tan hermoso… pero lo que más regocijó el corazón del pobre mercader, es que la mesa se encontraba llena de suculenta comida. Se acercó con cuidado, ya más movido por la necesidad y el cansancio, que por el temor y tomó un poco de comida de las enormes fuentes, pensando en que nadie se daría cuenta si faltaba un poquito de cada lado.

El viejo mercader miraba a todos lados, seguía notando esa extraña presencia a su alrededor pero ya se movía únicamente por la necesidad de supervivencia. Llenando su boca totalmente de comida e intentando tragarla rápido, para segundos después servirse un exquisito vino en una hermosa copa de plata, que tras beber ávido se quedó mirando; la necesidad lleva en ocasiones a hacer cosas que jamás considerarías, pues su impulso en ese momento era llevársela consigo. La posó en la mesa reprendiéndose a sí mismo solo el considerarlo, y se acercó a la chimenea para calentar su viejo cuerpo. Sus ropas demasiado mojadas, lo tenían completamente helado. Allí junto a la lumbre, posada cuidadosamente en un sillón había una pequeña manta; no dudó en pasársela por encima y sentarse junto al fuego frotando sus viejas y doloridas manos y perdiendo su mirada en el movimiento del fuego, pensando en sus hijos… ¡Esperaba que no hubieran salido a buscarlo con aquella tormenta!

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Sus pensamientos habían estado toda la noche en sus hijos, esperaba que estuvieran bien, pero no sabía cómo afrontar el decirles que no seguían sin dinero, que no podría comprar todas aquellas cosas que solicitaron… Levantó la cara cuando las primeras luces del alba iluminaron la estancia, las horas habían pasado rápidamente o, ¿acaso era muy entrada la noche cuando encontró aquel mágico lugar? Eso es lo que había deducido el viejo mercader, ¡aquel debía de ser un sitio mágico! Porque cuando estás perdido en una tormenta el que encuentres justo aquello que necesitas, cobijo, lumbre, comida, y mantas… no podía ser más que obra de una magia buena.

El viejo hombre se levantó del sillón con dificultad y se asustó cuando escuchó un murmullo a su espalda pero al girar no había nadie, aunque seguía sintiendo que era observado. Cuando volvió a girarse hacia el sillón para recoger su abrigo ya seco, se sorprendió al ver en él un baúl. Lo abrió con cuidado y sus ojos se llenaron de lágrimas cuando observó su contenido los más bellos enseres de plata y oro, piedras preciosas y joyas, ¡todo estaba solucionado! En ese preciso momento escuchó el relinchar de un caballo y salió corriendo al patio, donde encontró a Leo, su viejo caballo. Se agarró de su hocico ya sin poder evitar que las lágrimas se derramaran por su cara y dando gracias a quien quiera que lo escuchara…

Amarró como pudo aquel baúl al lomo de su caballo y tomándolo de las riendas comenzó a abandonar aquel lugar, en su hogar jamás creerían lo que había ocurrido. Su vista viajaba constantemente por aquel impresionante castillo en el que alumbrado por las luces del amanecer, todo parecía cobrar vida. La naturaleza lo invadía todo, cientos de flores se abrían al alba dándole los buenos días, aportando una enorme belleza al conjunto.

Aquello le recordó la única petición de su hijo pequeño, ¡una bonita rosa! No le sorprendió nada ver aquel enorme rosal a su derecha, pues todo lo que había deseado en aquel sitio le había sido concedido al instante. Aquel impresionante rosal, debía tener siglos pues sus ramas entrelazadas habían adquirido el porte de un árbol, ¡el más bello árbol que jamás nadie podría observar! Su enorme copa poblada completamente de hojas y con la más bellas rosas rojas, a las que lamentablemente no tenía acceso. Pero al acercarse pudo ver una linda rosa roja en un lateral y no dudo en tomarla…

Un frío aire comenzó a azotar todo con fuerza, la mañana que parecía despejada y bañada alegremente por los rayos del sol, perdió rápidamente su luz. Sobre su cabeza se había formado unas horribles nubes negras y un gran rugido lo invadió todo. El viejo mercader se dio la vuelta con la rosa en la mano, temblando exageradamente. Justo frente a él, a escasos centímetros de su cara, una bestia lo miraba directamente a los ojos gruñendo, podía ver el odio creciendo en su mirada y el hombre no podía más que temblar. La bestia se acercó tanto a él que su frio hocico descansaba sobre su nariz.

− ¡Ladrón desagradecido! – el hombre abrió exageradamente los ojos al escuchar como los rugidos de aquella bestia se tornaban palabras− Te he dado todo lo que requerías ¡TODO! Exquisita comida, un fuego, joyas… pero no tenía suficiente… ¡Tenías que robar aquello que más amo! −los rugidos de la bestia se habían tornado lastimeros como si aquello le doliera exageradamente −¡LO PAGARAS CON TU VIDA!

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N/A: ¡Muchísimas felicidades mi querida Nimirie!

¡Ay! Ya está... de verdad quería que quedara taaan bien…. Que ahora ¡aaaaaaaaaaah! Estoy nerviosa.

Espero que te esté gustando un poquito, está hecho con mucho cariño (*.*) el próximo no tardará mucho... (n.n)

¡Felicidades querida mía, te adoro!

Besos y abrazos Lord.