Afrodita se encargó una vez más de la ruleta y esta resultó seleccionada la diosa de la caza. La cual tomó de buena manera su nuevo trabajo y comenzó a leer rápidamente.

Capítulo 18 Annabeth, escuela de adiestramiento para perros

Estábamos en las sombras del bulevar Valencia, mirando el rótulo de letras doradas sobre mármol negro: «ESTUDIOS DE grabación EL otro barrio.» Debajo, en las puertas de cristal, se leía: «abogados no, vagabundos no, vivos no.»

Algunos de los presentes de la sala largaron una risita ante el cartel.

-Me cuesta bastante imaginarme la puerta del inframundo así.-comentó Cassandra.

-Mejor que la nuestra sin duda.-añadió Orion.

Era casi medianoche, pero el recibidor estaba bien iluminado y lleno de gente. Tras el mostrador de seguridad había un guardia con gafas de sol, porra y aspecto de tío duro.

Me volví hacia mis amigos.

Muy bien. ¿Recordáis el plan?

¿El plan? —Grover tragó saliva—. Sí. Me encanta el plan.

¿Qué pasa si el plan no funciona? —preguntó Annabeth.

-¡¿Funcionan alguna vez nuestro planes?!.-preguntó Percy con ironía en su voz.

No pienses en negativo.

Vale —dijo—. Vamos a meternos en la tierra de los muertos y no tengo que pensar en negativo.

-Como si eso fuera a funcionar…-murmuraron los semidioses.

Saqué las perlas de mi bolsillo, las tres que la nereida me había dado en Santa Mónica. Si algo iba mal, no parecían de mucha ayuda.

-Ey!¡¿Cómo que no son de mucha ayuda?!.-se quejó Poseidón indignado.-Son lo mejor!

Annabeth me puso una mano en el hombro.

Lo siento, Percy, los nervios me traicionan. Pero tienes razón, lo conseguiremos. Todo saldrá bien. —Y le dio un codazo a Grover.

¡Oh, claro que sí! —dijo él, asintiendo con la cabeza—. Hemos llegado hasta aquí. Encontraremos el rayo maestro y salvaremos a tu madre. Ningún problema.

-Ojala fuera tan sensillo.- se quejó el joven sátiro.

Los miré y me sentí agradecido. Sólo unos minutos antes, por poco habían muerto en unas lujosas camas de agua, y ahora intentaban hacerse los valientes por mí, para infundirme ánimos.

-Awwwwww.- chillaron varios de los presentes.

-No cualquiera hace eso.-reconoció Héctor.

Me metí las perlas en el bolsillo.

Vamos a repartir un poco de leña subterránea.

Entramos en la recepción de EOB.

Una música suave de ascensor salía de altavoces ocultos. La moqueta y las paredes eran gris acero. En las esquinas había cactos como manos esqueléticas. El mobiliario era de cuero negro, y todos los asientos estaban ocupados. Había gente sentada en los sofás, de pie, mirando por las ventanas o esperando el ascensor. Nadie se movía, ni hablaba ni hacía nada. Con el rabillo del ojo los veía a todos bien, pero si me centraba en alguno en particular, parecían transparentes. Veía a través de sus cuerpos.

-Me da mala espina todo eso.-dijo Clarie mientras un escalofrió recorría su cuerpo.

El mostrador del guarda de seguridad era bastante alto, así que teníamos que mirarlo desde abajo.

Era un negro alto y elegante, de pelo teñido de rubio y cortado estilo militar. Llevaba gafas de sol de carey y un traje de seda italiana a juego con su pelo. También lucía una rosa negra en la solapa bajo una tarjeta de identificación. Intenté leer su nombre.

-Al fin alguien que sabe de estilo!.-chilló Afrodita emocionada.

¿Se llama Quirón? —dije, confundido.

Comentario ante el cual toda la sala golpeo sus frentes creando un fuerte ruido en las sala del trono.

Él se inclinó hacia delante desde el otro lado del mostrador. En sus gafas sólo vi mi reflejo, pero su sonrisa era dulce y fría, como la de una pitón justo antes de comerte.

Mira qué preciosidad de muchacho tenemos aquí. —Tenía un acento extraño, británico quizá, pero también como si el inglés no fuera su lengua materna—. Dime, ¿te parezco un centauro?

-No lo sé, tal vez.-aventuro Leo con una sonrisa picara.

N-no.

Señor —añadió con suavidad.

Señor —repetí.

Agarró su tarjeta de identificación con dos dedos y pasó otro bajo las letras.

¿Sabes leer esto, chaval? Pone C-a-r-o-n-t-e. Repite conmigo: Ca-ron-te.

Caronte.

¡Impresionante! Ahora di: señor Caronte.

Señor Caronte.

-Ya era hora que alguien le enseñara modales al pringado.-se río Ares.

Muy bien. —Volvió a sentarse—. Detesto que me confundan con ese viejo jamelgo de Quirón. Y bien, ¿en qué puedo ayudaros, pequeños muertecitos?

La pregunta me golpeó en el estómago como un puño. Miré a Annabeth, vacilante.

Queremos ir al inframundo —intervino ella.

-¿A dónde si no?.-dijo Jason.

Caronte emitió un silbido de asombro.

Vaya, niña, eres toda una novedad.

¿Sí? —repuso ella.

Directa y al grano. Nada de gritos. Nada de «tiene que haber un error, señor Caronte».

-Siempre el mismo drama.-se quejó Hades meneando la cabeza, dejando a varios presentes entre asombrados e indignados.

Se nos quedó mirando—. ¿Y cómo habéis muerto, pues?

Le solté un codazo a Grover.

Bueno… —respondió él—. Esto… ahogados… en la bañera. —¿Los tres? Asentimos.

-Si ya empezó así el plan no quiero imaginarme el resto…-comentó Reyna.

Menuda bañera. —Caronte parecía impresionado—. Supongo que no tendréis monedas para el viaje. Veréis, cuando se trata de adultos puedo cargarlo a una tarjeta de crédito, o añadir el precio del ferry a la factura del cable. Pero los niños… Vaya, es que nunca os morís preparados. Supongo que tendréis que esperar aquí sentados unos cuantos siglos.

No, si tenemos monedas. —Puse tres dracmas de oro en el mostrador, parte de lo encontrado en el despacho de Crusty.

-Maravillosa jugada, estamos orgullosos de ti Percebe.-corearon los Stolls.

Bueno, bueno… —Caronte se humedeció los labios—. Dracmas de verdad, de oro auténtico. Hace mucho que no veo una de éstas… —Sus dedos acariciaron codiciosos las monedas.

Entonces Caronte me miró fijamente y su frialdad pareció atravesarme el pecho.

A ver —dijo—. No has podido leer mi nombre correctamente. ¿Eres disléxico, chaval?

No —mentí—. Soy un muerto.

-Y un terrible mentiroso.-agregó Hermes.

Caronte se inclinó hacia delante y olisqueó.

No eres ningún muerto. Debería haberme dado cuenta. Eres un diosecillo.

Tenemos que llegar al inframundo —insistí.

Caronte soltó un profundo rugido.

Todo el mundo en la sala de espera se levantó y empezó a pasearse con nerviosismo, a encender cigarrillos, mesarse el pelo o consultar los relojes.

Marchaos mientras podáis —nos dijo Caronte—. Me quedaré las monedas y olvidaré que os he visto. —Hizo ademán de guardárselas, pero yo se las arrebaté.

Sin servicio no hay propina. —Intenté parecer más valiente de lo que me sentía.

-Touché!.-dijo Thalía.-Nada es gratis.

Caronte volvió a gruñir, esta vez un sonido profundo que helaba la sangre. Los espíritus de los muertos empezaron a aporrear las puertas del ascensor.

Es una pena —suspiré—. Teníamos más que ofrecer.

Le enseñé la bolsa llena con las cosas de Crusty. Saqué un puñado de dracmas y dejé que las monedas se escurrieran entre mis dedos. El gruñido de Caronte se convirtió en una especie de ronroneo de león.

-Está aprendiendo nuestro pequeño rey del lavado.-dijo Chris mientras hacía que se secaba una lágrima de orgullo.

¿Crees que puedes comprarme, criatura de los dioses? Oye… sólo por curiosidad, ¿cuánto tienes ahí?

Mucho —contesté—. Apuesto a que Hades no le paga lo suficiente por un trabajo tan duro.

Uf, si te contara… Pasar el día cuidando de estos espíritus no es nada agradable, te lo aseguro. Siempre están con «por favor, no dejes que muera», o «por favor, déjame cruzar gratis». Estoy harto. Hace tres mil años que no me aumentan el sueldo. ¿Y te parece que los trajes como éste salen baratos?

-3 mil años! Pero que dice este chanta!.-se quejó indignado Hades.-Si le aumente el sueldo hace una década!

Se merece algo mejor —coincidí—. Un poco de aprecio. Respeto. Buena paga.

A cada palabra, apilaba otra moneda de oro en el mostrador.

Caronte le echó un vistazo a su chaqueta de seda italiana, como si se imaginara vestido con algo mejor.

Debo decir, chaval, que lo que dices tiene algo de sentido. Sólo un poco, ¿eh?

Apilé unas monedas más.

Yo podría mencionarle a Hades que usted necesita un aumento de sueldo…

Suspiró.

De acuerdo. El barco está casi lleno, pero intentaré meteros con calzador, ¿vale? —Se puso en pie, recogió las monedas y dijo—: Seguidme.

Mientras Hades seguía quejándose del guardián, el hijo del dios del mar recibía las felicitaciones de los hijos de Hermes por su buen trabajo.

Se abrió paso entre la multitud de espíritus a la espera, que intentaron colgarse de nosotros mientras susurraban con voces lastimeras.

Caronte los apartaba de su camino murmurando: «Largo de aquí, gorrones.»

Nos escoltó hasta el ascensor, que ya estaba lleno de almas de muerto, cada una con una tarjeta de embarque verde. Caronte agarró a dos espíritus que intentaban meterse con nosotros y los devolvió a la recepción.

Vale. Escuchad: que a nadie se le ocurra pasarse de listo en mi ausencia —anunció a la sala de espera —. Y si alguno vuelve a tocar el dial de mi micrófono, me aseguraré de que paséis aquí mil años más. ¿Entendido?

-¡¿Mil años solo por eso?!.-inquirió indignada Hazel.

Cerró las puertas. Metió una tarjeta magnética en una ranura del ascensor y empezamos a descender.

¿Qué les pasa a los espíritus que esperan? —preguntó Annabeth.

Nada —repuso Caronte.

¿Durante cuánto tiempo?

Para siempre, o hasta que me siento generoso.

-Que…aburrido.-reconoció Lucas.

Vaya —dijo Annabeth—. Eso no parece… justo. Caronte arqueó una ceja.

¿Quién ha dicho que la muerte sea justa, niña? Espera a que llegue tu turno. Yendo a donde vas, morirás pronto.

Varios de los presentes se entristecieron con el comentario de Creonte, tenía un poco de razón en el fondo.

Saldremos vivos —respondí.

Ja.

-Mira y veras.-dijo Grover.

De repente sentí un mareo. No bajábamos, sino que íbamos hacia delante. El aire se tornó neblinoso. Los espíritus que nos rodeaban empezaron a cambiar de forma. Sus prendas modernas se desvanecieron y se convirtieron en hábitos grises con capucha. El suelo del ascensor empezó a bambolearse.

Cerré los ojos con fuerza. Cuando los abrí, el traje de Caronte se había convertido en un largo hábito negro, y tampoco llevaba las gafas de carey. Donde tendría que haber habido ojos sólo había cuencas vacías; como las de Ares pero totalmente oscuras, llenas de noche, muerte y desesperación.

-Turbio…muy turbio.-comentó Andy perturbada.

Advirtió que lo miraba y preguntó:

¿Qué pasa?

No, nada —conseguí decir.

Pensé que estaba sonriendo, pero no era eso. La carne de su rostro se estaba volviendo transparente, y podía verle el cráneo.

El suelo seguía bamboleándose.

Me parece que me estoy mareando —dijo Grover.

Cuando volví a cerrar los ojos, el ascensor ya no era un ascensor. Estábamos encima de una barcaza de madera. Caronte empujaba una pértiga a través de un río oscuro y aceitoso en el que flotaban huesos, peces muertos y otras cosas más extrañas: muñecas de plástico, claveles aplastados, diplomas de bordes dorados empapados.

El río Estige —murmuró Annabeth—. Está tan…

Contaminado —la ayudó Caronte—. Durante miles de años, vosotros los humanos habéis ido tirando de todo mientras lo cruzabais: esperanzas, sueños, deseos que jamás se hicieron realidad. Gestión de residuos irresponsable, si vamos a eso.

-Jamás se me habría ocurrido ese tipo de contaminación en un río en mi vida.- se sorprendió Katie.

La niebla se enroscó sobre la mugrienta agua. Por encima de nosotros, casi perdido en la penumbra, había un techo de estalactitas. Más adelante, la otra orilla brillaba con una luz verdosa, del color del veneno.

El pánico se apoderó de mi garganta. ¿Qué estaba haciendo allí? Toda aquella gente alrededor… estaba muerta.

Annabeth me agarró de la mano. En circunstancias normales, me habría dado vergüenza, pero entendía cómo se sentía. Quería asegurarse de que alguien más estaba vivo en el barco.

-Bien que ahora no te da vergüenza eh?!.-Piper y Thalía le hacían ojitos de burla a la parejita de semidioses.

Me descubrí murmurando una oración, aunque no estaba muy seguro de a quién se la rezaba. Allí abajo, sólo un dios importaba, y era el mismo al que había ido a enfrentarme.

La orilla del inframundo apareció ante nuestra vista. Unos cien metros de rocas escarpadas y arena volcánica negra llegaban hasta la base de un elevado muro de piedra, que se extendía a cada lado hasta donde se perdía la vista. Llegó un sonido de alguna parte cercana, en la penumbra verde, y reverberó en las rocas: el gruñido de un animal de gran tamaño.

El viejo Tres Caras está hambriento —comentó Caronte. Su sonrisa se volvió esquelética a la luz verde—. Mala suerte, diosecillos.

-Y encima le dice viejo a mi bebe?.-chilló Hades en una voz aguda.-Nadie le dice así a mi preciosa mascota!

La quilla de la barcaza se posó sobre la arena negra. Los muertos empezaron a desembarcar. Una mujer llevaba a una niña pequeña de la mano. Un anciano y una anciana cojeaban agarrados del brazo. Un chico, no mayor que yo, arrastraba los pies en su hábito gris.

Te desearía suerte, chaval —dijo Caronte—, pero es que ahí abajo no hay ninguna. Pero oye, no te olvides de comentar lo de mi aumento.

-Principalmente eso, no te olvides de su aumento chaval.-bromeo Frank.

Contó nuestras monedas de oro en su bolsa y volvió a agarrar la pértiga. Entonó algo que parecía una canción de Barry Manilow mientras conducía la barcaza vacía de vuelta al otro lado.

Seguimos a los espíritus por el gastado camino.

No estoy muy seguro de qué esperaba encontrar: puertas nacaradas, una reja negra enorme o algo así. La verdad es que la entrada a aquel mundo subterráneo parecía un cruce entre la seguridad del aeropuerto y la autopista de Nueva Jersey.

-A esta altura ya no se qué esperar de su mundo.-reconoció Helena.

Había tres entradas distintas bajo un enorme arco negro en el que se leía: «está entrando en erebo.» Cada entrada tenía un detector de metales con cámaras de seguridad encima. Detrás había cabinas de aduanas ocupadas por fantasmas vestidos de negro como Caronte.

El rugido del animal hambriento se oía muy alto, pero no vi de dónde procedía. El perro de tres cabezas, Cerbero, que supuestamente guardaba la puerta del Hades, no estaba por ninguna parte.

-Mmmmm…me huele a que no va a ser así.-dijo Will-Conociendo su suerte…

Los muertos hacían tres filas, dos señaladas como «EN SERVICIO», y otra en la que ponía: «MUERTE RÁPIDA.» La fila de muerte rápida se movía velozmente. Las otras dos iban como tortugas.

¿Qué te parece? —le pregunté a Annabeth.

-Bizarro…y muy turbio.-respondió Lucas.

La cola rápida debe de ir directamente a los Campos de Asfódelos —dijo—. No quieren arriesgarse al juicio del tribunal, porque podrían salir mal parados.

¿Hay un tribunal para los muertos?

Sí. Tres jueces. Se turnan los puestos. El rey Minos, Thomas Jefferson, Shakespeare; gente de esa clase. A veces estudian una vida y deciden que esa persona merece una recompensa especial: los Campos Elíseos. En otras ocasiones deciden que merecen un castigo. Pero la mayoría… en fin, sencillamente vivieron, son historia. Ya sabes, nada especial, ni bueno ni malo. Así que van a parar a los Campos de Asfódelos.

¿A hacer qué?

Imagínate estar en un campo de trigo de Kansas para siempre —contestó Grover.

Qué agobio —respondí.

Tampoco es para tanto —murmuró Grover—. Mira. —Un par de fantasmas con hábitos negros habían apartado a un espíritu y lo empujaban hacia el mostrador de seguridad. El rostro del difunto me resultaba vagamente familiar—. Es el predicador de la tele, ¿te acuerdas?

Anda, sí. —Ya me acordaba. Lo había visto en la televisión un par de veces, en el dormitorio de la academia Yancy. Era un telepredicador pelmazo que había recaudado millones de dólares para orfanatos y después lo habían sorprendido gastándose el dinero en cosas como una mansión con grifos de oro y un minigolf de interior. Durante una persecución policial su Lamborghini se había despeñado por un acantilado.

Castigo especial de Hades —supuso Grover—. La gente mala, mala de verdad, recibe una atención personal en cuanto llegan. Las Fur… Las Benévolas prepararán una tortura eterna para él.

-De otra forma no podía ser.-aseguró el señor del inframundo

Pensar en las Furias me hizo estremecer. De pronto caí en la cuenta de que en aquel momento me hallaba en su territorio. La buena de la señora Dodds estaría relamiéndose de la emoción.

Pero si es predicador y cree en un infierno diferente… —objeté.

-Mejor sigamos y no nos metamos en todas cuestiones por favor.-intervino Zeus.-Me dan dolor de cabeza.

Ante lo cual varios dioses junto con Quirón estuvieron de acuerdo, al parecer generaba tales migrañas que ni la mejor medicina olímpica de Apolo podía salvarte.

Grover se encogió de hombros.

¿Quién dice que esté viendo este lugar como lo vemos tú y yo? Los humanos ven lo que quieren ver. Sois muy cabezotas… quiero decir, persistentes.

-DISCULPA!.-gritaron Rachel y Clarie bastantes indignadas.

Nos acercamos a las puertas. Los alaridos se oían tan alto que hacían vibrar el suelo bajo mis pies, aunque seguía sin localizar el lugar del que procedían.

Entonces, a unos quince metros delante, la niebla verde resplandeció. Justo donde el camino se separaba en tres había un enorme monstruo envuelto en sombras. No lo había visto antes porque era semitransparente, como los muertos. Si estaba quieto se confundía con cualquier cosa que tuviera detrás. Sólo los ojos y los dientes parecían sólidos. Y estaba mirándome.

Casi se me desencajó la mandíbula.

-Creo que a mí también.-dijo Pollux tocándose la mandíbula.

Lo único que se me ocurrió decir fue:

Es un rottweiler.

-Sí, algún problema con eso muchacho?.-Hades fulminó con la mirada al hijo de su hermano.

Siempre me había imaginado a Cerbero como un enorme mastín negro. Pero evidentemente era un rottweiler de pura raza, salvo por el pequeño detalle de que también era el doble de grande que un mamut, casi del todo invisible, y tenía tres cabezas.

Los muertos caminaban directamente hacia él: no tenían miedo. Las filas en servicio se apartaban de él cada una a un lado. Los espíritus camino de muerte rápida pasaban justo entre sus patas delanteras y bajo su estómago, cosa que hacían sin necesidad de agacharse.

Ya lo veo mejor —murmuré—. ¿Por qué pasa eso?

Creo… —Annabeth se humedeció los labios—. Me temo que es porque nos encontramos más cerca de estar muertos.

-Es muy probable cielo.-confirmó Deméter.

La cabeza central del perro se alargó hacia nosotros. Olisqueó el aire y gruñó.

Huele a los vivos —dije.

Pero no pasa nada —contestó Grover, temblando a mi lado—. Porque tenemos un plan.

Ya —musitó Annabeth—. Eso, un plan.

-Un maravilloso plan…-murmuró Grover.

Nos acercamos al monstruo. La cabeza del medio nos gruñó y luego ladró con tanta fuerza que me hizo parpadear.

¿Lo entiendes? —le pregunté a Grover.

Sí lo entiendo, sí. Vaya si lo entiendo.

¿Qué dice?

No creo que los humanos tengan una palabra que lo exprese exactamente.

Saqué un palo de mi mochila: el poste que había arrancado de la cama de Crusty modelo safari. Lo sostuve en alto, intentando canalizar hacia Cerbero pensamientos perrunos felices: anuncios de exquisiteces para perro, huesos de juguete, piensos apetitosos. Traté de sonreír, como si no estuviera a punto de morir.

Ey, grandullón —lo llamé—. Seguro que no juegan mucho contigo.

¡ GRRRRRRRRR!

-Apuesto 10 dracmas al pringado.-gritó Clarisse, a la que luego se le empezaron a sumar más apuestas de varios, como por ejemplo Hermes que apostaba en cupones de Hermes Express o Hedge que apostaba un bate.

Buen perro —contesté débilmente.

Moví el palo. Su cabeza central siguió el movimiento y las otras dos concentraron sus ojos en mí, olvidando a los espíritus. Toda su atención se hallaba puesta en mí. No estaba muy seguro de que fuera algo bueno.

¡Agárralo! —Lancé el palo a la oscuridad, un buen lanzamiento. Oí el chapoteo en el río Estige.

Cerbero me dedicó una mirada furibunda, no demasiado impresionado. Tenía unos ojos temibles y fríos.

Bien por el plan.

Cerbero emitió un nuevo tipo de gruñido, más profundo, multiplicado por tres.

Esto… —musitó Grover—. ¿Percy?

¿Sí?

Creo que te interesará saberlo.

¿El qué?

Cerbero dice que tenemos diez segundos para rezar al dios de nuestra elección. Después de eso… bueno… el pobre tiene hambre.

-Se ve que cayeron en al momento.-teorizo Nico.-De seguro todavía no era su hora de sus croquetas de muerte.

-¡¿Croquetas de muerte?!.-chilló Cassandra.

-Si! Son unas galletas gigantes para monstruos, son tan grandes que si te la quieres comer de seguro morirías de una indigestión.-explicó Artemisa para el alivio de gran parte de la sala también.- Por eso se les dice croquetas de muerte.- y continuó con la lectura.

¡Esperad! —dijo Annabeth, y empezó a hurgar en su bolsa.

«Oh-oh», pensé.

-Estoy pensando lo mismo.-reconoció Reyna.

Cinco segundos —informó Grover—. ¿Corremos ya?

-Si!.-coreó la sala entera

Annabeth sacó una pelota de goma roja del tamaño de un pomelo. En ella ponía: «waterland, denver, co.» Antes de que pudiera detenerla, levantó la pelota y se encaminó directamente hacia Cerbero.

¿Ves la pelotita? —le gritó—. ¿Quieres la pelotita, Cerbero? ¡Siéntate!

-Apuesto una de mis mesadas por Annie.-aumentó su apuesta Piper muy impactada.

Cerbero parecía tan impresionado como nosotros. Inclinó de lado las tres cabezas. Se le dilataron las seis narinas.

¡Siéntate! —volvió a ordenarle Annabeth.

Estaba convencido de que en cualquier momento se convertiría en la galleta de perro más grande del mundo.

-Técnicamente la croqueta de muerte es más…-empezó Nico pero

-Shhhhhh.-lo callaron los Stoll.-Sigue sigue, hay que saber que pasa.

En cambio, Cerbero se relamió los tres pares de labios, desplazó el peso a los cuartos traseros y se sentó, aplastando al instante una docena de espíritus que pasaban debajo de él en la fila de muerte rápida. Los espíritus emitieron silbidos amortiguados, como una rueda pinchada.

La tensión se palpaba en la sala entera, todos estaban tan inmersos en los hechos que nadie se animaba a interrumpir más pero sí que se escaparon unas cuantas risitas ante la mala suerte de la fila de muerte rápida.

¡Perrito bueno! —dijo Annabeth, y le tiró la pelota.

Él la cazó al vuelo con las fauces del medio. Apenas era lo bastante grande para mordisquearla siquiera, y las otras dos cabezas empezaron a lanzar mordiscos hacia el centro, intentando hacerse con el nuevo juguete.

¡Suéltala! —le ordenó Annabeth. Las cabezas de Cerbero dejaron de enredar y se quedaron mirándola. Tenía la pelota enganchada entre dos dientes, como un trocito de chicle. Profirió un lamento alto y horripilante y dejó caer la pelota, ahora toda llena de babas y mordida casi por la mitad, a los pies de Annabeth.

Muy bien. —Recogió la bola, haciendo caso omiso de las babas del monstruo. Luego se volvió hacia nosotros y dijo—: Id ahora. La fila de muerte rápida es la más rápida.

Pero… —dije.

¡Ahora! —ordenó, con el mismo tono que usaba para el perro. Grover y yo avanzamos poco a poco y con cautela. Cerbero empezó a gruñir.

¡Quieto! —ordenó Annabeth al monstruo—. ¡Si quieres la pelotita, quieto!

Cerbero gañó, pero permaneció inmóvil.

¿Qué pasará contigo? —le pregunté a Annabeth cuando cruzamos a su lado. —Sé lo que estoy haciendo, Percy —murmuró—. Por lo menos, estoy bastante segura…

Grover y yo pasamos entre las patas del monstruo.

«Por favor, Annabeth —recé en silencio—. No le pidas que vuelva a sentarse.»

Conseguimos cruzar. Cerbero no daba menos miedo visto por detrás.

¡Perrito bueno! —le dijo Annabeth.

Agarró la pelota roja machacada, y probablemente llegó a la misma conclusión que yo: si recompensaba a Cerbero, no le quedaría nada para hacer otro jueguecito. Aun así, se la lanzó y la boca izquierda del monstruo la atrapó al vuelo, pero fue atacada al instante por la del medio mientras la derecha gañía en señal de protesta.

Así distraído el monstruo, Annabeth pasó con presteza bajo su vientre y se unió a nosotros en el detector de metales.

¿Cómo has hecho eso? —le pregunté alucinado.

-Me pregunto exactamente lo mismo.-dijo Héctor asombrado.

Escuela de adiestramiento para perros —respondió sin aliento, y me sorprendió verla hacer un puchero—. Cuando era pequeña, en casa de mi padre teníamos un doberman…

Eso ahora no importa —interrumpió Grover, tirándome de la camisa—. ¡Vamos!

Nos disponíamos a adelantar la fila a todo gas cuando Cerbero gimió lastimeramente por las tres bocas. Annabeth se detuvo y se volvió para mirar al perro, que se había girado hacia nosotros. Cerbero jadeaba expectante, con la pelotita roja hecha pedazos en un charco de baba a sus pies.

-Solo quería jugar rato, eso es todo.-comentó Nico como si no fuera nada.

Perrito bueno —le dijo Annabeth con voz de pena. Las cabezas del monstruo se ladearon, como preocupado por ella.

Pronto te traeré otra pelota —le prometió Annabeth—. ¿Te gustaría?

El monstruo aulló. No necesité entender su idioma para saber que Cerbero se quedaría esperando la pelota.

-Las pelotas son sus juguetes favoritos.- añadió Hades.-Nos gastamos fortunas compradolas.

Perro bueno. Vendré a verte pronto. Te… te lo prometo. —Annabeth se volvió hacia nosotros—. Vamos.

Grover y yo cruzamos el detector de metales, que de inmediato accionó la alarma y un dispositivo de luces rojas. «¡Posesiones no autorizadas! ¡Detectada magia!»

Cerbero empezó a ladrar.

Nos lanzamos a través de la puerta de muerte rápida, que disparó aún más alarmas, y corrimos hacia el inframundo.

-Antes nunca me imaginaba que algún día a terminar haciendo algo así.-reconoció Annabeth al darse cuenta como sonaba eso.

Unos minutos después estábamos ocultos, jadeantes, en el tronco podrido de un enorme árbol negro, mientras los fantasmas de seguridad pasaban frente a nosotros y pedían refuerzos a las Furias.

Bueno, Percy —murmuró Grover—, ¿qué hemos aprendido hoy?

¿Que los perros de tres cabezas prefieren las pelotas rojas de goma a los palos?

-Eso!.-chilló Apolo.

No —contestó Grover—. Hemos aprendido que tus planes son perros, ¡perros de verdad!

Yo no estaba tan seguro. Creía que Annabeth y yo habíamos tenido una buena idea. Incluso en ese mundo subterráneo, todos, incluidos los monstruos, necesitaban un poco de atención de vez en cuando.

-Muy cierto muchacho.-concedió Perséfone asintiendo.

Pensé en ello mientras esperaba a que los demonios pasaran. Fingí no darme cuenta de que Annabeth se enjugaba una lágrima de la mejilla mientras escuchaba el lastimero aullido de Cerbero en la distancia, que echaba de menos a su nueva amiga.

Con eso se dio por cerrado el capítulo y se concedió un break de unos 15 minutos para ir a los aseos y que los presentes tuvieras la oportunidad de liberar un poco la tensión acumulada durante el relato.

Mientras tanto, para ganar algo de tiempo se giró la ruleta y esta vez salió como nuevo lector Poseidón, quién tampoco tuvo problema alguno a la hora de aceptar. Lo que nadie se tenía pensando era lo que estaban planeando dos diosas en una cafetería de Nueva York para los capítulos venideros.

Una vez que todo el mundo volvió a acomodarse en sus lugares, comenzó la lectura.

Capítulo 19 Descubrimos la verdad, más o menos

-Ya era hora!.-se interrumpió Poseidón, quién ahora estaba más entusiasmado por leer que antes.

Imagínate el concierto más multitudinario que hayas visto jamás, un campo de fútbol lleno con un millón de fans.

Ahora imagina un campo un millón de veces más grande, lleno de gente, e imagina que se ha ido la electricidad y no hay ruido, ni luz, ni globos gigantes rebotando sobre el gentío. Algo trágico ha ocurrido tras el escenario. Multitudes susurrantes que sólo pululan en las sombras, esperando un concierto que nunca empezará.

-Eso es extremadamente triste.-reconoció Dakota con tristeza.

Si puedes imaginarte eso, te harás una buena idea del aspecto que tenían los Campos de Asfódelos. La hierba negra llevaba millones de años siendo pisoteada por pies muertos. Soplaba un viento cálido y pegajoso como el hálito de un pantano. Aquí y allá crecían árboles negros, y Grover me dijo que eran álamos.

El techo de la caverna era tan alto que bien habría podido ser un gran nubarrón, pero las estalactitas emitían leves destellos grises y tenían puntas afiladísimas. Intenté no pensar que se nos caerían encima en cualquier momento, aunque había varias de ellas desperdigadas por el suelo, incrustadas en la hierba negra tras derrumbarse. Supongo que los muertos no tenían que preocuparse por nimiedades como que te despanzurrara una estalactita tamaño misil.

-Realmente es bastante diferente a nuestro inframundo pero a la vez tienen cierto aire en común.-admitió Orión sorprendido ante la descripción.

Annabeth, Grover y yo intentamos confundirnos entre la gente, pendientes por si volvían los demonios de seguridad. No pude evitar buscar rostros familiares entre los que deambulaban por allí, pero los muertos son difíciles de mirar. Sus rostros brillan. Todos parecen enfadados o confusos. Se te acercan y te hablan, pero sus voces suenan a un traqueteo, como a chillidos de murciélagos. En cuanto advierten que no puedes entenderlos, fruncen el entrecejo y se apartan.

Los muertos no dan miedo. Sólo son tristes.

La sala quedo en silencio bastante apenada por la triste realidad del Inframundo.

Seguimos abriéndonos camino, metidos en la fila de recién llegados que serpenteaba desde las puertas principales hasta un pabellón cubierto de negro con un estandarte que rezaba: «Juicios para el Elíseo y la condenación eterna. ¡Bienvenidos, muertos recientes!»

Por la parte trasera había dos filas más pequeñas. A la izquierda, espíritus flanqueados por demonios de seguridad marchaban por un camino pedregoso hacia los Campos de Castigo, que brillaban y humeaban en la distancia, un vasto y agrietado erial con ríos de lava, campos de minas y kilómetros de alambradas de espino que separaban las distintas zonas de tortura. Incluso desde tan lejos, veía a la gente perseguida por los perros del infierno, quemada en la hoguera, obligada a correr desnuda a través de campos de cactos o a escuchar ópera. Vislumbré más que vi una pequeña colina, con la figura diminuta de Sísifo dejándose la piel para subir su roca hasta la cumbre. Y vi torturas peores; cosas que no quiero describir.

-Y que tampoco quiero recordar.-le murmuró Percy a sus dos compañeros de misión.

La fila que llegaba del lado derecho del pabellón de los juicios era mucho mejor. Esta conducía pendiente abajo hacia un pequeño valle rodeado de murallas: una zona residencial que parecía el único lugar feliz del inframundo. Más allá de la puerta de seguridad había vecindarios de casas preciosas de todas las épocas, desde villas romanas a castillos medievales o mansiones victorianas. Flores de plata y oro lucían en los jardines. La hierba ondeaba con los colores del arco iris. Oí risas y olor a barbacoa.

El Elíseo.

En medio de aquel valle había un lago azul de aguas brillantes, con tres pequeñas islas como una instalación turística en las Bahamas. Las islas Bienaventuradas, para la gente que había elegido renacer tres veces y tres veces había alcanzado el Elíseo. De inmediato supe que aquél era el lugar al que quería ir cuando muriera.

-Ojala todos pudiéramos terminar ahí.-reconoció Katie con un tono de angustia en su voz.

-Y estoy seguro que casi todos ustedes lo conseguirán.-la reconfortó Quirón.-Con todo lo que hemos atravesó en este último tiempo es de lo más merecido para todos.

De eso se trata —me dijo Annabeth como si me leyera el pensamiento—. Ése es el lugar para los héroes.

Pero entonces pensé que había muy poca gente en el Elíseo, que parecía muy pequeño en comparación con los Campos de Asfódelos o incluso los Campos de Castigo. Qué poca gente hacía el bien en sus vidas. Era deprimente.

-Eso es algo que no se puede negar.-admitió Nico.

Abandonamos el pabellón del juicio y nos adentramos en los Campos de Asfódelos. La oscuridad aumentó. Los colores se desvanecieron de nuestras ropas. La multitud de espíritus parlanchines empezó a menguar.

Tras unos kilómetros caminando, empezamos a oír un chirrido familiar en la distancia. En el horizonte se cernía un reluciente palacio de obsidiana negra. Por encima de las murallas merodeaban tres criaturas parecidas a murciélagos: las Furias. Me dio la impresión de que nos esperaban.

-Obviamente!.-se jactó Hades.-No los hubiera dejado entrar así nomás nunca.

-¡¿Así nomas?!.-le murmuró Cassandra a su hermano mayor indiganda.

Supongo que es un poco tarde para dar media vuelta —comentó Grover, esperanzado.

-Demasiado.-dijo Reyna.

No va a pasarnos nada. —Intentaba aparentar seguridad.

A lo mejor tendríamos que buscar en otros sitios primero —sugirió Grover—. Como el Elíseo, por ejemplo…

Venga, pedazo de cabra. —Annabeth lo agarró del brazo.

Grover emitió un gritito. Las alas de sus zapatillas se desplegaron y lo lanzaron lejos de Annabeth. Aterrizó dándose una buena costalada.

Grover —lo regañó Annabeth—. Basta de hacer el tonto.

Pero si yo no…

Otro gritito. Sus zapatos revoloteaban como locos. Levitaron unos centímetros por encima del suelo y empezaron a arrastrarlo.

-QUEEEEE?!.- chilló la sala entera sorprendida por el bruco cambio.

Maya! —gritó, pero la palabra mágica parecía no surtir efecto—. Maya! ¡Por favor! ¡Llamad a emergencias! ¡Socorro!

-Llamar a emergencias, eso es lo mejor que se te ocurre magdalena?!.-gritó Hedge bastante indignado, y sigo murmurando algo sobre bates y porras.

Evité que su brazo me noqueara e intenté agarrarle la mano, pero llegué tarde. Empezaba a cobrar velocidad y descendía por la colina como un trineo.

Corrimos tras él.

¡Desátate los zapatos! —vociferó Annabeth.

Era una buena idea, pero supongo que no muy factible cuando tus zapatos tiran de ti a toda velocidad. Grover se revolvió, pero no alcanzaba los cordones.

-Sinceramente no es nada fácil.-confirmó el mecionado.

Lo seguimos, tratando de no perderlo de vista mientras zigzagueaba entre las piernas de los espíritus, que lo miraban molestos. Estaba seguro de que Grover iba a meterse como un torpedo por la puerta del palacio de Hades, pero sus zapatos viraron bruscamente a la derecha y lo arrastraron en la dirección opuesta.

La ladera se volvió más empinada. Grover aceleró. Annabeth y yo tuvimos que apretar el paso para no perderlo. Las paredes de la caverna se estrecharon a cada lado, y yo reparé en que habíamos entrado en una especie de túnel. Ya no había hierba ni árboles negros, sólo roca desnuda y la tenue luz de las estalactitas encima.

¡Grover! —grité, y el eco resonó—. ¡Agárrate a algo!

¿Qué? —gritó él a su vez.

Se agarraba a la gravilla, pero no había nada lo bastante firme para frenarlo.

-Con mileños de almas pisándolo es un milagro que haya algo.-dijo indignada Deméter.-Deberías darle un mejor mantenimiento hermano.-reprendió a Hades, quien rodo los ojos pensando en el gasto que supondría eso.

El túnel se volvió aún más oscuro y frío. Se me erizó el vello de los brazos y percibí una horrible fetidez. Me hizo pensar en cosas que ni siquiera había experimentado nunca: sangre derramada en un antiguo altar de piedra, el aliento repulsivo de un asesino.

Entonces vi lo que teníamos delante y me quedé clavado en el sitio.

El túnel se ensanchaba hasta una amplia y oscura caverna, en cuyo centro se abría un abismo del tamaño de un cráter.

-Ayy! Eso no me gusta para nada.-comentó Jason preocupado.

De a poco varios dioses empezaron a caer en cuenta de que era lo que podía llegara estar pasando en el futuro.

Grover patinaba directamente hacia el borde.

¡Venga, Percy! —chilló Annabeth, tirándome de la muñeca. —Pero eso es…

¡Ya lo sé! —grite)-. ¡Es el lugar que describiste en tu sueño! Pero Grover va a caer dentro si no lo alcanzamos. —Tenía razón, por supuesto. La situación de Grover me puso otra vez en movimiento.

Gritaba y manoteaba el suelo, pero las zapatillas aladas seguían arrastrándolo hacia el foso, y no parecía que pudiéramos llegar a tiempo.

Lo que lo salvó fueron sus pezuñas.

-Mis hermosas y preciosas pesuñas.-decía Gover mientras las acariciaba bajo la mirada extraña de varios presentes, que decidieron mejor no comentar nada.

Las zapatillas voladoras siempre le habían quedado un poco sueltas, y al final Grover le dio una patada a una roca grande y la izquierda salió disparada hacia la oscuridad del abismo. La derecha seguía tirando de él, pero Grover pudo frenarse aferrándose a la roca y utilizándola como anclaje.

Estaba a tres metros del borde del foso cuando lo alcanzamos y tiramos de él hacia arriba. La otra zapatilla salió sola, nos rodeó enfadada y, a modo de protesta, nos propinó un puntapié en la cabeza antes de volar hacia el abismo para unirse con su gemela.

Nos derrumbamos todos, exhaustos, sobre la gravilla de obsidiana. Sentía las extremidades como de plomo. Incluso la mochila me pesaba más, como si alguien la hubiese llenado de rocas.

La sala prorrumpió en gritos de alegría celebrando.

Grover tenía unos buenos moratones y le sangraban las manos. Las pupilas se le habían vuelto oblongas, estilo cabra, como cada vez que estaba aterrorizado.

No sé cómo… —jadeó—. Yo no…

Espera —dije—. Escucha.

Oí algo: un susurro profundo en la oscuridad.

Percy, este lugar… —dijo Annabeth al cabo de unos segundos.

Chist. —Me puse en pie.

El sonido se volvía más audible, una voz malévola y susurrante

Grover se incorporó.

¿Q-qué es ese ruido?

Annabeth también lo oía.

El Tártaro. Ésta es la entrada al Tártaro.

-OHHH NOO!.-grito Lucas, ya venía haciéndose una idea que nada de lo iba a pasar en los siguientes libros y cada vez le gustaba menos.

Mientras varios de los siete le lanzaron unas miradas tristes a Percy y Annabeth reviviendo en su mente el momento en el que ambos cayeron a ese espantoso abismo.

Destapé Anaklusmos. La espada de bronce se extendió, emitió una débil luz en la oscuridad y la voz malvada remitió por un momento, antes de retomar su letanía. Ya casi distinguía palabras, palabras muy, muy antiguas, más antiguas que el propio griego. Como si…

Magia —dije.

Tenemos que salir de aquí —repuso Annabeth.

-Completamente de acuerdo.-afirmó con seguridad Frank.

Juntos pusimos a Grover sobre sus pezuñas y volvimos sobre nuestros pasos, hacia la salida del túnel. Las piernas no me respondían lo bastante rápido. La mochila me pesaba. A nuestras espaldas, la voz sonó más fuerte y enfadada, y echamos a correr.

Y no nos sobró tiempo.

Un viento frío tiraba de nuestras espaldas, como si el foso estuviera absorbiéndolo todo. Por un momento terrorífico perdí el equilibrio y los pies me resbalaron por la gravilla. Si hubiésemos estado más cerca del borde, nos habría tragado.

Seguimos avanzando con gran esfuerzo, y por fin llegamos al final del túnel, donde la caverna volvía a ensancharse en los Campos de Asfódelos. El viento cesó. Un aullido iracundo retumbó desde el fondo del túnel. Alguien no estaba muy contento de que hubiésemos escapado.

¿Qué era eso? —musitó Grover, cuando nos derrumbamos en la relativa seguridad de una alameda —. ¿Una de las mascotas de Hades?

-Mucho peor que una mascota.-susurró pensativa Atenea.

Annabeth y yo nos miramos. Estaba claro que tenía alguna idea, probablemente la misma que se le había ocurrido en el taxi que nos había traído a Los Ángeles, pero le daba demasiado miedo para compartirla. Eso bastó para asustarme aún más.

-Eso es malo…muy malo.-reconoció Piper con miedo en su voz.

Cerré la espada y me guardé el bolígrafo.

Sigamos. —Miré a Grover—. ¿Puedes caminar?

Tragó saliva.

Sí, sí, claro —suspiró—. Bah, nunca me gustaron esas zapatillas.

Intentaba mostrarse valiente, pero temblaba tanto como nosotros. Fuera lo que fuese lo que había en aquel foso, no era la mascota de nadie. Era inenarrablemente arcaico y poderoso. Ni siquiera Equidna me había dado aquella sensación. Casi me alivió darle la espalda al túnel y encaminarme hacia el palacio de Hades.

Casi.

-Me encanta ese detalle.-comentó Thalía.

Envueltas en sombras, las Furias sobrevolaban en círculo las almenas. Las murallas externas de la fortaleza relucían negras, y las puertas de bronce de dos pisos de altura estaban abiertas de par en par. Cuando estuve más cerca, aprecié que los grabados de dichas puertas reproducían escenas de muerte. Algunas eran de tiempos modernos —una bomba atómica explotando encima de una ciudad, una trinchera llena de soldados con máscaras antigás, una fila de víctimas de hambrunas africanas, esperando con cuencos vacíos en la mano—, pero todas parecían labradas en bronce hacía miles de años. Me pregunté si eran profecías hechas realidad.

-Mejor no contestar eso cariño.- Perséfone calló a Hades que estaba a punto de hacer un comentario respecto.

En el patio había el jardín más extraño que he visto en mi vida. Setas multicolores, arbustos venenosos y raras plantas luminosas que crecían sin luz. En lugar de flores había piedras preciosas, pilas de rubíes grandes como mi puño, macizos de diamantes en bruto. Aquí y allí, como invitados a una fiesta, estaban las estatuas de jardín de Medusa: niños, sátiros y centauros petrificados, todos esbozando sonrisas grotescas.

-Lo más probable es que sean del emporio de medusa.-le susurró Jason (d) a Nico buscando confirmación alguna por su parte.

En el centro del jardín había un huerto de granados, cuyas flores naranja neón brillaban en la oscuridad.

Éste es el jardín de Perséfone —explicó Annabeth—. Seguid andando.

Entendí por qué quería avanzar. El aroma ácido de aquellas granadas era casi embriagador. Sentí un deseo repentino de comérmelas, pero recordé la historia de Perséfone: un bocado de la comida del inframundo y jamás podríamos marcharnos. Tiré de Grover para evitar que agarrara la más grande.

-Mejor ni acercarse por las dudas.-afirmo Rachel.

Subimos por la escalinata de palacio, entre columnas negras y a través de un pórtico de mármol negro, hasta la casa de Hades. El zaguán tenía el suelo de bronce pulido, que parecía hervir a la luz reflejada de las antorchas. No había techo, sólo el de la caverna, muy por encima. Supongo que allí abajo no les preocupaba la lluvia.

A Nico y Perséfone se les escaparon unas risitas, mientras que Hades se limitó a rodar los ojos ante el comentario de un Percy de 12 años.

Cada puerta estaba guardada por un esqueleto con indumentaria militar. Algunos llevaban armaduras griegas; otros, casacas rojas británicas; otros, camuflaje de marines. Cargaban lanzas, mosquetones o M —16. Ninguno nos molestó, pero sus cuencas vacías nos siguieron mientras recorrimos el zaguán hasta las enormes puertas que había en el otro extremo.

Dos esqueletos con uniforme de marine custodiaban las puertas. Nos sonrieron. Tenían lanzagranadas automáticos cruzados sobre el pecho.

¿Sabéis? —murmuró Grover—, apuesto lo que sea a que Hades no tiene problemas con los vendedores puerta a puerta.

-Maravilloso, tengo que reconocer que es una buena.-admitió Connor riéndose.

La mochila me pesaba una tonelada. No se me ocurría por qué. Quería abrirla, comprobar si había recogido por casualidad alguna bala de cañón por ahí, pero no era el momento.

-Mmmmmm eso es muuuy mala señal.-dijo Hazel bastante preocupada.

Bueno, chicos —dije—. Creo que tendríamos que… llamar.

Un viento cálido recorrió el pasillo y las puertas se abrieron de par en par. Los guardias se hicieron a un lado.

Supongo que eso significa entrez-vous —comentó Annabeth.

La sala era igual que en mi sueño, salvo que en esta ocasión el trono de Hades estaba ocupado. Era el tercer dios que conocía, pero el primero que me pareció realmente divino.

-Eyyy!MALDITO PRINGADO! Y YO QUE?-chilló Ares indignado por el hecho de que el joven hijo del mar no lo considerara lo suficientemente "divino".

Lo cual desató unas cuantas carcajadas en la sala.

Para empezar, medía por lo menos tres metros de altura, e iba vestido con una túnica de seda negra y una corona de oro trenzado. Tenía la piel de un blanco albino, el pelo por los hombros y negro azabache. No estaba musculoso como Ares, pero irradiaba poder. Estaba repantigado en su trono de huesos humanos soldados, con aspecto vivaz y alerta. Tan peligroso como una pantera.

Inmediatamente tuve la certeza de que él debía dar las órdenes: sabía más que yo y por tanto debía ser mi amo. Y a continuación me dije que cortase el rollo. El aura hechizante de Hades me estaba afectando, como lo había hecho la de Ares. El Señor de los Muertos se parecía a las imágenes que había visto de Adolph Hitler, Napoleón o los líderes terroristas que teledirigen a los hombres bomba. Hades tenía los mismos ojos intensos, la misma clase de carisma malvado e hipnotizador.

-JA! Aprende sobrino, así se deja impresionado a los mortales.-se jactó Hades.- Nada que ver tu cutre actuación.

Ares colocó su mejor cara de ofendido y se sentó en su trono de tal forma que no el señor del inframundo no quedará en su campo de visión, al mejor de estilo de un niño pequeño.

Eres valiente para venir aquí, hijo de Poseidón —articuló con voz empalagosa—. Después de lo que me has hecho, muy valiente, a decir verdad. O puede que seas sólo muy insensato.

-Pero si no le hizo nada!.-lo defendió Annabeth.

El entumecimiento se apoderó de mis articulaciones, tentándome a tumbarme en el suelo y echarme una siestecita a los pies de Hades. Acurrucarme allí y dormir para siempre.

Luché contra la sensación y avancé. Sabía qué tenía que decir.

Señor y tío, vengo a haceros dos peticiones.

Hades levantó una ceja. Cuando se inclinó hacia delante, en los pliegues de su túnica aparecieron rostros en sombra, rostros atormentados, como si la prenda estuviera hecha de almas atrapadas en los Campos de Castigo que intentaran escapar. La parte de mí afectada por el THDA se preguntó, distraída, si el resto de su ropa estaría hecho del mismo modo. ¿Qué cosas horribles había que hacer en la vida para acabar convertido en ropa interior de Hades?

-Eso tampoco quieres saberlo.-afirmó Perséfone echándole una mirada de reojo a su esposo.

¿Sólo dos peticiones? —preguntó Hades—. Niño arrogante. Como si no te hubieras llevado ya suficiente. Habla, entonces. Me divierte no matarte aún.

Tragué saliva.

Aquello iba tan mal como me había temido. Miré el trono vacío, más pequeño que el que había junto al de Hades. Tenía forma de flor negra ribeteada en oro. Deseé que la reina Perséfone estuviese allí. Recordaba que en los mitos sabía cómo calmar a su marido. Pero era verano. Claro, Perséfone estaría arriba, en el mundo de la luz con su madre, la diosa de la agricultura, Deméter. Sus visitas, no la traslación del planeta, provocan las estaciones.

-Al fin, ya era hora de vaya aprendiendo.-celebró Dionisio con ironía.

Annabeth se aclaró la garganta y me hincó un dedo en la espalda.

Señor Hades —dije—. Veréis, señor, no puede haber una guerra entre los dioses. Sería… chungo.

Muy chungo —añadió Grover para echarme una mano.

Devolvedme el rayo maestro de Zeus —dije—. Por favor, señor. Dejadme llevarlo al Olimpo.

Los ojos de Hades adquirieron un brillo peligroso.

Otra vez la tensión cayó sobre la sala entera como un denso bloque de aire.

¿Osas venirme con esas pretensiones, después de lo que has hecho? Miré a mis amigos, tan confusos como yo.

Esto… tío —dije—. No paráis de decir «después de lo que has hecho». ¿Qué he hecho exactamente?

El salón del trono se sacudió con un temblor tan fuerte que probablemente lo notaron en Los Angeles.

-Y efectivamente se sintió hasta alla.-confirmo Annabeth.-Fue uno de los gordos.

-Jamás se me ocurrió que ese terremoto fuera por eso.-admitió una muy sorprendida Piper.

Cayeron escombros del techo de la caverna. Las puertas se abrieron de golpe en todos los muros, y los guerreros esqueléticos entraron, docenas de ellos, de todas las épocas y naciones de la civilización occidental. Formaron en el perímetro de la sala, bloqueando las salidas.

¿Crees que quiero la guerra, diosecillo? —espetó Hades. Quería contestarle «bueno, estos tipos tampoco parecen activistas por la paz», pero la consideré una respuesta peligrosa.

-Extremadamente peligrosa.-comentó Jason.- Yo diría que nivel Valdez de peligrosidad.

-Muchas gracias por el cumplido amigo.-dijo Leo sonriendo.

Sois el Señor de los Muertos —dije con cautela—. Una guerra expandiría vuestro reino, ¿no?

¡La típica frasecita de mis hermanos! ¿Crees que necesito más súbditos? Pero ¿es que no has visto la extensión de los Campos de Asfódelos?

Bueno…

¿Tienes idea de cuánto ha crecido mi reino sólo en este último siglo? ¿Cuántas subdivisiones he tenido que abrir?

Abrí la boca para responder, pero Hades ya se había lanzado.

Más demonios de seguridad —se lamentó—. Problemas de tráfico en el pabellón del juicio. Jornada doble para todo el personal… Antes era un dios rico, Percy Jackson. Controlo todos los metales preciosos bajo tierra. Pero ¡y los gastos!

-NOO! No le nombres los gastos que se vuelve insoportable.-chillarón Nico y la diosa de la primavera al mismo tiempo.

Caronte quiere que le subáis el sueldo —aproveché para decirle, porque me acordé en ese instante. Pero al punto deseé haber tenido la boca cosida.

Un "oh-oh" se escuchó en la sala del trono.

¡No me hagas hablar de Caronte! —bramó Hades—. ¡Está imposible desde que descubrió los trajes italianos! Problemas en todas partes, y tengo que ocuparme de todos personalmente. ¡Sólo el tiempo que tardo en llegar desde palacio hasta las puertas me vuelve loco! Y los muertos no paran de llegar. No, diosecillo. ¡No necesito ayuda para conseguir súbditos! Yo no he pedido esta guerra.

Pero os habéis llevado el rayo maestro de Zeus.

¡Mentiras! —Más temblores. Hades se levantó del trono y alcanzó una enorme estatura—. Tu padre puede que engañe a Zeus, chico, pero yo no soy tan tonto. Veo su plan.

¿Su plan?

-¿Qué plan?.-gritó enfurecido el dios dueño del "cacharro".

-¿Mi plan?.-se interrumpió Poseidón con una expresión de confusión en su seño.

Tú robaste el rayo durante el solsticio de invierno —dijo—. Tu padre pensó que podría mantenerte en secreto. Te condujo hasta la sala del trono en el Olimpo y te llevaste el rayo maestro y mi casco. De no haber enviado a mi furia a descubrirte a la academia Yancy, Poseidón habría logrado ocultar su plan para empezar una guerra. Pero ahora te has visto obligado a salir a la luz. ¡Tú confesarás ser el ladrón del rayo, y yo recuperaré mi yelmo!

Zeus estalló en gritos y la sala se volvió un caos de acusaciones entre los tres hermanos hasta que Afrodita intervino con su embrujahabla para que la lectura pudiera continuar y se conociera la verdad.

Pero… —terció Annabeth, desconcertada—. Señor Hades, ¿vuestro yelmo de oscuridad también ha desaparecido?

No te hagas la inocente, niña. Tú y el sátiro habéis estado ayudando a este héroe, habéis venido aquí para amenazarme en nombre de Poseidón, sin duda habéis venido a traerme un ultimátum. ¿Cree Poseidón que puede chantajearme para que lo apoye?

Más quejas parecían querer salir de la boca los dioses que se mantenía cerradas gracias al poder de la diosa del amor, creándose una interesante escena en la que los dioses hacían muchas extrañas tratando de hablar mientras Poseidón continuaba leyendo sin parar.

¡No! —repliqué—. ¡Poseidón no ha… no ha…!

No he dicho nada de la desaparición del yelmo —gruñó Hades—, porque no albergaba ilusiones de que nadie en el Olimpo me ofreciera la menor justicia ni la menor ayuda. No puedo permitirme que se sepa que mi arma más poderosa y temida ha desaparecido. Así que te busqué, y cuando quedó claro que venías a mí para amenazarme, no te detuve.

¿No nos detuvisteis? Pero…

Devuélveme mi casco ahora, o abriré la tierra y devolveré los muertos al mundo —amenazó Hades —. Convertiré vuestras tierras en una pesadilla. Y tú, Percy Jackson, tu esqueleto conducirá mi ejército fuera del Hades.

Más quejas parecían querer salir de la boca los dioses que se mantenía cerradas gracias al poder de la diosa del amor, creándose una interesante escena en la que los dioses hacían muchas extrañas tratando de hablar mientras Poseidón continuaba leyendo sin parar.

Los soldados esqueléticos dieron un paso al frente y prepararon sus armas.

En ese momento supongo que debería haber estado aterrorizado. Lo raro fue que me ofendió. Nada me enoja más que me acusen de algo que no he hecho. Tengo mucha experiencia en eso.

-A esta altura del partido no me cabe duda alguna.-comentó rápidamente Helena.

Sois tan chungo como Zeus —le dije—. ¿Creéis que os he robado? ¿Por eso enviasteis a las Furias por mí?

-Percy…uno no le dice chungo a un dios…y menos a Hades.-lo reprendió Reyna.

Por supuesto.

¿Y los demás monstruos?

Hades torció el gesto.

De eso no sé nada. No quería que tuvieras una muerte rápida: quería que te trajeran vivo ante mí para que sufrieras todas las torturas de los Campos de Castigo. ¿Por qué crees que te he permitido entrar en mi reino con tanta facilidad?

-¡¿Para solucionar las cosas de buena manera…-dijo sin muchas esperanzas Andy.

¿Tanta facilidad?

¡Devuélveme mi yelmo!

Pero yo no lo tengo. He venido por el rayo maestro.

¡Pero si ya lo tienes! —gritó Hades—. ¡Has venido aquí con él, pequeño insensato, pensando que podrías amenazarme!

¡No lo tengo!

Abre la bolsa que llevas.

Me sacudió un presentimiento horrible. Mi mochila pesaba como una bala de cañón… No podía ser. Me descolgué la mochila y abrí la cremallera. Dentro había un cilindro de metal de medio metro, con pinchos a ambos lados, que zumbaba por la energía que contenía.

Percy —dijo Annabeth—, ¿cómo…?

Misma pregunta que salió de las bocas de todos los presentes, excepto de la de Zeus y Hades que seguían haciendo caras extrañas sin poder hablar.

N-no lo sé. No lo entiendo.

Todos los héroes sois iguales —apostilló Hades—. Vuestro orgullo os vuelve necios… Mira que creer que podías traer semejante arma ante mí. No he pedido el rayo maestro de Zeus, pero, dado que está aquí, me lo entregarás. Estoy seguro de que se convertirá en una excelente herramienta de negociación. Y ahora… mi yelmo. ¿Dónde está?

Me había quedado sin habla. No tenía ningún yelmo. No tenía idea de cómo había acabado el rayo maestro en mi mochila. De alguna forma, Hades me la estaba jugando. El era el malo. Pero de repente el mundo se había puesto patas arriba. Reparé en que estaban jugando conmigo. Zeus, Poseidón y Hades se enfrentaban entre sí, pero azuzados por alguien más. El rayo maestro estaba en la mochila, y la mochila me la había dado…

Señor Hades, esperad —dije—. Todo esto es un error.

¿Un error? —rugió.

-Un error de propiedades descomunales.-tuvo que admitir Percy.

Los esqueletos apuntaron sus armas. Desde lo alto se oyó un aleteo, y las tres Furias descendieron para posarse sobre el respaldo del trono de su amo. La que tenía cara de la señora Dodds me sonrió, ansiosa, e hizo restallar su látigo.

No se trata de ningún error —prosiguió Hades—. Sé por qué has venido; conozco el verdadero motivo por el que has traído el rayo. Has venido a cambiarlo por ella.

De la mano de Hades surgió una bola de fuego. Explotó en los escalones frente a mí, y allí estaba mi madre, congelada en un resplandor dorado, como en el momento en que el Minotauro empezó a asfixiarla.

-Secuestrador!.-chilló Deméter.

No podía hablar. Me acerqué para tocarla, pero la luz estaba tan caliente como una hoguera.

Sí —dijo Hades con satisfacción—. Yo me la llevé. Sabía, Percy Jackson, que al final vendrías a negociar conmigo. Devuélveme mi casco y puede que la deje marchar. Ya sabes que no está muerta. Aún no. Pero si no me complaces, eso puede cambiar.

Pensé en las perlas en mi bolsillo. A lo mejor podrían sacarme de ésta. Si pudiera liberar a mi madre…

Ah, las perlas —prosiguió Hades, y se me heló la sangre—. Sí, mi hermano y sus truquitos. Tráemelas, Percy Jackson.

Mi mano se movió en contra de mi voluntad y sacó las perlas.

Sólo tres —comentó Hades—. Qué pena. ¿Te das cuenta de que cada perla sólo protege a una persona? Intenta llevarte a tu madre, pues, diosecillo. ¿A cuál de tus amigos dejarás atrás para pasar la eternidad conmigo? Venga, elige. O dame la mochila y acepta mis condiciones.

Miré a Annabeth y Grover. Sus rostros estaban sombríos.

Nos han engañado —les dije—. Nos han tendido una trampa.

-¡¿Por qué el universo nos odia?!-aventuró Frank

Sí, pero ¿por qué? —preguntó Annabeth—. Y la voz del foso…

Aún no lo sé —contesté—. Pero tengo intención de preguntarlo.

¡Decídete, chico! —me apremió Hades.

Percy —Grover me puso una mano en el hombro—, no puedes darle el rayo.

Eso ya lo sé.

Déjame aquí —dijo—. Usa la tercera perla para tu madre.

¡No!

Soy un sátiro —repuso Grover—. No tenemos almas como los humanos. Puede torturarme hasta que muera, pero no me tendrá para siempre. Me reencarnaré en una flor o en algo parecido. Es la mejor solución.

-No! No lo es.-le gritaron los semidioses al libro.

No. —Annabeth sacó su cuchillo de bronce—. Id vosotros dos. Grover, tú debes proteger a Percy. Además, tienes que sacarte la licencia para buscar a Pan. Sacad a su madre de aquí. Yo os cubriré. Tengo intención de caer luchando.

-Así se dice princesita!.-celebró Clarisse.

Ni hablar —respondió Grover—. Yo me quedo.

Piénsatelo, pedazo de cabra —replicó Annabeth.

-Eyy!.-se quejaron ambos sátiros presentes.

¡Basta ya! —Me sentía como si me partieran en dos el corazón. Ambos me habían dado mucho. Recordé a Grover bombardeando a Medusa en el jardín de estatuas, y a Annabeth salvándonos de Cerbero; habíamos sobrevivido a la atracción de Waterland preparada por Hefesto, al arco de San Luis, al Casino Loto.

-Hermosos recuerdos.-comentó Héctor.

Había pasado cientos de kilómetros preocupado por un amigo que me traicionaría, pero aquellos amigos jamás podrían hacerlo. No habían hecho otra cosa que salvarme, una y otra vez, y ahora querían sacrificar sus vidas por mi madre.

Sé qué hacer —dije—. Tomad estas dos. —Les di una perla a cada uno.

Pero Percy… —protestó Annabeth.

Me volví y miré a mi madre. Quería sacrificarme y usar con ella la última perla, pero ella jamás lo permitiría. Me diría que mi deber era devolver el rayo al Olimpo, contarle a Zeus la verdad y detener la guerra. Nunca me perdonaría si yo optaba por salvarla a ella. Pensé en la profecía que me habían hecho en la colina Mestiza, parecía haber transcurrido un millón de años: «Al final, no conseguirás salvar lo más importante.»

Lo siento —susurré—. Volveré. Encontraré un modo. La mirada de suficiencia desapareció del rostro de Hades.

Varios corazones de la sala se estrujaron con tristeza.

¿Diosecillo…?

Encontraré vuestro yelmo, tío —le dije—. Os lo devolveré. No os olvidéis de aumentarle el sueldo a Caronte.

-Lo más importante, no nos olvidemos del aumento sobre todo.-comentaron los Stolls

No me desafíes…

Y tampoco pasaría nada si jugaras un poco con Cerbero de vez en cuando. Le gustan las pelotas de goma roja.

-Ni de Cerbero.-añadió Katie.

Percy Jackson, no vas a…

¡Ahora, chicos! —grité.

¡Destruidlos! —exclamó Hades.

El ejército de esqueletos abrió fuego, los fragmentos de perlas explotaron a mis pies con un estallido de luz verde y una ráfaga de aire fresco. Quedé encerrado en una esfera lechosa que empezó a flotar por encima del suelo.

Annabeth y Grover estaban justo detrás de mí. Las lanzas y las balas emitían inofensivas chispas al rebotar contra las burbujas nacaradas mientras seguíamos elevándonos. Hades aullaba con una furia que sacudió la fortaleza entera, y supe que no sería una noche tranquila en Los Ángeles.

¡Mira arriba! —gritó Grover—. ¡Vamos a chocar! Nos acercábamos a toda velocidad hacia las estalactitas, que supuse pincharían nuestras pompas y nos ensartarían como brochetas.

¿Cómo se controlan estas cosas? —preguntó Annabeth a voz en cuello.

¡No creo que puedan controlarse! —me desgañité.

Gritamos a medida que las burbujas se estampaban contra el techo y… de pronto todo fue oscuridad.

¿Estábamos muertos?

No, aún tenía sensación de velocidad. Subíamos a través de la roca sólida con tanta facilidad como una burbuja en el agua. Caí en la cuenta de que ése era el poder de las perlas: «Lo que es del mar, siempre regresará al mar.»

Por un instante no vi nada fuera de las suaves paredes de mi esfera, hasta que mi perla brotó en el fondo del mar. Las otras dos esferas lechosas, Annabeth y Grover, seguían mi ritmo mientras ascendíamos hacia la superficie. Y de pronto… estallaron al irrumpir en la superficie, en medio de la bahía de Santa Mónica, derribando a un surfero de su tabla, que exclamó indignado:

¡Eh, tío!

-Vaya escape.-tuvo que reconocer Lucas.-Espectacular.

Comentario con el cual varios presentes concordaron, mientras algunos (ya nos hacemos una idea de quienes) festejaban con bailes y gritos.

Agarré a Grover y tiré de él hasta una boya de salvamento. Fui por Annabeth e hice lo propio. Un tiburón de más de tres metros daba vueltas alrededor, muerto de curiosidad.

¡Largo! —le ordené.

El escualo se volvió y se marchó a todo trapo.

El surfero gritó no sé qué de unos hongos chungos y se largó, pataleando tan rápido como pudo.

-Tremendos hongos habrá pensando el pibe.-consiguió decir entre risas Clarie.

De algún modo, sabía qué hora era: primera de la mañana del 21 de junio, el día del solsticio de verano.

-Hijo de Poseidón.- correaron los mestizos.

En la distancia, Los Angeles estaba en llamas, columnas de humo se alzaban desde todos los barrios de la ciudad. Había habido un terremoto, y había sido culpa de Hades. Probablemente acababa de enviar a un ejército de muertos detrás de mí. Pero de momento el inframundo era el menor de mis problemas.

Tenía que llegar a la orilla. Tenía que devolverle el rayo maestro a Zeus en el Olimpo. Y sobre todo, tenía que mantener una conversación importante con el dios que me había engañado.

-Apa la papa, lo que se viene.-dijo Rachel sorprendida.

En el café de Nueva York ambas diosas miraban con unas sonrisas enormes el vaso de agua disfrutando del salseo que se estaba por armar a unos 600 pisos de altura sobre ellas en el Olimpo.