¡Lo sé, lo sé!...

¡Ya era hora!

Sinceramente, no tengo idea de qué es lo que acabo de escribir. He leído y releído diez mil veces esta historia, buscando un punto de referencia… ¡Y nada! Era simplemente imposible seguirle.

Pero lo he hecho. ¿Cómo? No tengo idea.

He intentado que se vea lo más apegado posible al modo que tenía de narrar esta historia... pero ha pasado tanto y he escrito tanto en este tiempo, que me resulta casi imposible. Creo que la diferencia es notable con solo leer las primas lineas e incluso he llegad a pensar que se sale un poco de contexto, pero me he esforzado.

Así que... mas vale que os guste... ahre, mentira. Los amo

Al fin… el detonante. El punto cúspide de la historia. Ese instante en el que las emociones explotan y todo se desmorona… poco a poco, cuando las lágrimas lo lavan todo y ya nada queda.

¡Leed!


Esa chispa, pequeña, diminuta, que causó la tragedia con el gas olvidado.

La puerta se abre y es Po quien se encuentra allí.

Es Po, con la más dura de las miradas y el asco deformando los suaves rasgos aniñados de su rostro, quien encuentra a Tigresa —recta y disciplinada Tigresa— sacando su mano de los pantalones de un macho.

Es Po quien nota la sonrisa de sucia satisfacción en los labios del mismo macho. El brillo que deja el placer sexual en la mirada —aún oscura y peligrosa— de quien ha conseguido lo que buscaba… y entonces, Po no tiene dudas. Su mente, tal vez equivocada o tal vez no, hace las conjeturas y él se encarga de aceptarlas como ciertas, sin más, solo porque su mente se lo dijo.

Primero viene la sorpresa, luego la vergüenza, acompañada de la ira y los reclamos. Las preguntas, los tartamudeos en un inútil intento por dar una explicación —que de sobra esta, dicho sea de paso—, las mejillas rojas y los ojos esquivos, las manos de van y vienen por el aire, los pies inquietos y todo eso, signo de alguien verdaderamente arrepentido… antes de que la realidad les golpee en el rostro, con la potencia del más duro de los puñetazos.

Ella no le debe explicaciones, él tampoco debe pedirlas.

Pero ahí están, de un momento a otro, gritando, llenando el ambiente de los más duros reclamos e insultos, llenándolo todo con la tensión acumulada por meses… como el gas olvidado, que se acumula en una habitación cerrada, y ante la mínima chispa —pequeña, diminuta, insignificante— explota.

III

—¡Esto no puede seguir así! —La voz de Shifu es clara. Severa, firme, con aquel cariz de ultimátum—. Por las sagradas artes del Kung Fu ¡Son adultos! ¡Son Maestros de Kung Fu! Su comportamiento es una vergüenza para el Palacio de Jade, para sus compañeros, para su maestro… ¡Es inaceptable!

Tigresa creyó muchas veces que su maestro la miraba con decepción… pero ahora, en el patio de un templo extraño y con un moratón coloreando dolorosamente su pómulo, descubre que estaba equivocada.

Shifu nunca le ha mirado alguna vez con decepción… nunca, hasta ese momento.

Agacha la cabeza, porque no tiene nada qué decir —nada con qué excusarse—, y el ligero movimiento le supone una oleada de dolor en todo su rostro. Por unos segundos, se marea. El golpe en el rostro se siente como una presión contra el hueso de su pómulo, constante y doloroso, y el costado izquierdo de su torso le reclama cada bocanada de aire.

A su lado, Po no está mucho mejor. Con un zarpazo que le surca el pecho —aún fresco y sangrante— y magullones que se ocultan debajo de pelaje de su rostro. Tigresa le mira de reojo, pero a pesar de lo que pudo haber penado, el sentimiento es… vacío. La satisfacción inicial de hundir su puño en el rostro de Po ha desaparecido y dejado en su lugar algo vacío, hueco.

No le gusta.

Po es apartado de todas las actividades en las que sus compañeros participen por tiempo indefinido.

Tigresa deberá regresar al Palacio de Jade junto a su maestro.

Ninguno replica.

Juntan el puño derecho con la palma de su mano izquierda e inclinan la cabeza, conservando la poca dignidad que les ha quedado. El aire se siente como una condena: pesado, lúgubre, lleno por un silencio tan tenso como las cuerdas de la vida misma.

Shifu les ordena disculparse, pero Po y Tigresa ni siquiera se dirigen una vaga mirada de reojo. Los pocos segundos que su maestro espera por tan disculpa pasan en silencio, tensos e incómodos, como el silencio que precede a un funeral. Es Tigresa quien, lentamente, da media vuelta y queda de cara a Po. Él la imita. Se mira y al mismo tiempo no lo hacen. Se ven, pero no se observan, mientras inclinan su cabeza.

No hay palabras, eso ya sería demasiado y hasta Shifu mismo lo sabe y acepta. Con el mismo tono con el que se echaría a un borracho violento de algún bar, ordena a sus dos alumnos que salgan de allí.

La primera en salir es Tigresa, que lleva el pantalón rasgado en una pierna y el chaleco abierto, a consecuencia de un jalón que ha arrancado todos los botones. Al salir, a pocos pasos de la entrada, se encuentra a Yuan. Le espera con la mirada clavada en el suelo y las manos en los bolcillos del pantalón.

Y entonces, Tigresa se derrumba.

Las lágrimas llevan todo el rato presentes en sus ojos, pero no es hasta ese momento, cuando le nublan la vista, que ella es consciente de ellas. El sollozo comienza como un hipido. Toma aire, lo retiene… intenta calmarse. Pero eso solo vuelve más sonoro el hipido, hasta que no soporta más y llora.

Llora con la amargura con la que odia quien ama. Porque solo las personas que aman en demasía son capaces de odiar de verdad… y ella ama a Po. Lo ama y por eso, por aquel amor, le odia.

Los brazos de Yuan le reciben con firmeza, posesivos y protectores en partes iguales, y el olor del pelaje de su pecho es el equivalente a un sedante. No se mueven. No les importa que alguien les vea. No les importa que Po, Shifu y Bao se encuentren adentro, a meros metros, no les importa que la escuchen llorar. Con el rostro escondido en el pecho de Yuan, a Tigresa no le importa si el mismísimo Lord Shen reaparece para matarla o si Tai Lung revive para intentar conquistar China.

Pero… ¿Qué pasó? Todos se hacen la misma pregunta.

Víbora, Mono, Mantis, Grulla, Shuo, Yao, Hikari, Li, Bo ¡e incluso las gemelas!

Claro, ellos no saben. Ellos no estaban cuando Po, por motivos que ni siquiera Tigresa conoce, abrió aquella puerta y encontró una escena que más tarde el tacharía de "desagradable". Nadie estuvo ahí cuando él dijo aquellas palabras. No estuvieron ahí cuando Tigresa escapó del fiero agarre que Yuan ejercía en su brazo y finalmente, con la frustración de meses de ira acumulada, se abalanzó sobre Po.

No lo pensó, ni siquiera supo en qué momento lo hizo. Las palabras de Po habían golpeado en ella, más dolorosa que los golpes que recibiría más tarde, y de un momento a otro, se encontraba encima de él. No midió su fuerza, no le importó usar las garras para marcar todo el pecho del panda.

No le importó siquiera cuando Shifu, reclamando saber qué pasaba, le ordenó que soltar al oso.

No lo hizo.

No lo hizo y no lo hubiera hecho si no la hubieran sacado a jalones del lugar. Entre Yuan, Shuo, Li, Bo y Hikari tuvieron que apartarla, esquivando los golpes y mordiscos que ella lanzaba al azar.

Ni siquiera recuerda como lo lograron. No recuerda en qué momento mordió el hombro de Yuan, ni cuando le arañó el rostro a Shuo. Entre el forcejeo —¿o fue cuando Po decidió defenderse del ataque?— sus ropas se habían rasgado, pero ese era el menor de sus problemas ahora.

Cuando se aparta del abrazo de Yuan, luce tan digna como su reprobable aspecto se lo permite…lo cual, tratándose de ella, es demasiado. Nadie se atreve a hablar. Ni siquiera Hikari, que parecía realmente emocionada con la escena, se atreve a hacer comentario alguno. Li y Bo bajan la mirada, al igual que lo hacen Grulla, Mono y Mantis. No es temor, es… respeto. El mismo respeto que muestra el macho frente a un ejemplar más fuerte. Esa clase de respeto, que se consigue infundiendo temor en los demás.

Con paso lento, pero firme, avanza por el serpenteante camino de piedra.

Se tambalea, como si estuviese a punto de caer, y sus ojos parecen mirar sin ver en realidad. Como si se moviera por inercia, como si no fuera dueña de su propio cuerpo. Como si fuera una cáscara vacía, sin nada dentro que le diera vida.

—No me esperen.

Su voz suena dulce, amable y suave… demasiado suave.

—¿Dónde te crees que vas? —inquiere Shuo.

Shuo, en su silencio, esta tan furioso como el mismísimo Shifu. El serpenteo de su rabo, lento y pausado —como el de Tigresa—, da aviso de su estado de ánimo.

Pero Tigresa no responde.

Solo se va.

III

—¿Nos dirás que pasó?

La voz de Grulla suena suave y comprensiva, pero con un cariz que recuerda al reproche de una madre.

Mono, Mantis, Grulla y Víbora, luego de dejar ir a Tigresa —y amenazar a Yuan y Shuo para que no le siguieran—, salieron en busca de Po. No les tomó demasiado encontrarlo.

Po se encuentra en la habitación que le han asignado en aquel templo. No se mueve al oír la puerta abrirse, ni cuando sus compañeros ingresan, mucho menos cuando Grulla formula su pregunta. Ni siquiera lo mira. Permanece quieto, con la mirada fija en el techo y las manos tras la espalda.

—¿Po? —llama Víbora—. ¿Podrías, por favor, contarnos qué pasó?

Porque conocen a su amigo.

Él jamás golpearía a Tigresa, jamás la lastimaría, él jamás pelearía de aquella manera tan sucia —ni Tigresa, pero de ella se encargará luego—.

Mono se plantea volver a preguntar lo mismo que Grulla y Víbora, cuando Po, con los ojos envuelto en lágrimas, voltea a verles… y entonces, es momento de decirlo todo. Las culpas y las penas. Lo que él hizo y también lo que ella hizo. Es momento de desahogarse.

III

Yuan va y viene por el patio del templo.

Es de noche, demasiado tarde de hecho, y debería estar durmiendo. Pero no puede.

No puede, porque no tiene idea donde esta Tigresa y a nadie para que se lo diga. Sabe que no ha vuelto a casa de Shuo, donde todos sus amigos la esperan, y aunque ha ido y vuelto unas cinco veces por todo el bosque que rodea la aldea, no ha logrado dar con ella. Nunca se sintió tan frustrado, tan desesperado, nunca se sintió tan molesto y angustiado al mismo tiempo. Nunca ha amado a nadie y punto.

Mía, Xía y Hikari están allí, a una distancia prudente, y le observan con todo un abanico de emociones plasmado en sus ojos. Desde la más dulce y maternal comprensión, hasta la más dura condena, pasando por el dolor, el resentimiento y la sádica satisfacción que deja la venganza.

Pero Yuan no tiene tiempo para ellas. Ni para Mía, a quien considera su hermana, ni para Xía, a quien siempre ha tratado con pinzas, y mucho menos para Hikari, quien fuese su amante hasta hace algún tiempo. No tiene tiempo para tres hembras molestas, porque su mente en todo lo que quiere pensar en Tigresa… Tigresa, de quien lleva horas sin saber si está bien.

Una lástima. Si él supiera todas las cosas que habría podido evitar si tan solo, por un momento, se hubiera tomado el tiempo de prestar atención a Mía, si tan solo nunca hubiera soltado las pinzas con que siempre trató a Xía, si tan solo —tan solo—, aunque fuera por un momento, hubiera visto el brillo en los ojos de Hikari cada vez que estos le miraban. Pero, a fin de cuentas, nada es lo que parece.

Porque es Xía quien le mira con compasión.

Porque es Hikari quien le condena.

Porque es Mía —dulce, callada y tímida Mía— quien se regocija en la sádica satisfacción de la venganza.

Y son las tres juntas quienes comparten el dolor del amor no correspondido. El mayor pecado de la mujer es el de amar en demasía… o amar demasiado poco. Vamos de un extremo a otro. Nuestro corazón no entiende de términos intermedios. Es todo o nada. Y cuando elegimos todo, es cuando más sufrimos.

Yuan —para nada ajeno a las miradas de las féminas— da media vuelta y se interna en el templo. Está harto. Cansado, agotado, exhausto. Quiere correr y al mismo tiempo, no moverse de su lugar. Quiere gritar y al mismo tiempo, guardar silencio. Llorar y enojarse, reír y burlarse. Yuan que nunca se ha aferrado a nadie en su vida —porque nunca tuvo a nadie— se encuentra más solo que nunca… y lo más triste es que ni siquiera lo sabe, solo lo siente. Como un hueco en su pecho, por donde el aire frío se cola para esparcirse por cada milímetro de su interior, robándole hasta el último vestigio de calor.

Un sentimiento cuyo significado no entiende.

Se va, ignorando a las sonrisas en los rostros de las hembras. Pasos rápidos y fuertes. No le importa hacer ruido, sabe que no hay quien le escuche. No le importa que alguien pueda verlo en tal estado —desesperado, con los ojos cristalinos—, porque ese alguien no existe. No le importa nada… y podría seguir así, morir así, si al abrir la puerta de su cuarto no se hubiera encontrado con el fantasma de sus tormentos.

Tigresa.

Así de sencillo.

Sin buscar, sin desear verla en ese momento.

Tigresa está ahí, sentada en la cama, con el pelaje húmedo y uno de los chalecos de él cubriéndola escasamente. Tigresa, con sus ojos brillantes como llamas en medio de la oscuridad y su rostro sereno.

—Lo siento.

Su voz suena ronca y baja, sumisa… carente de emoción.

Yuan avanza un paso, con la mirada fija en aquellos rubíes, y lentamente desliza la puerta a sus espaldas hasta cerrarla. El sonido de la madera —suave, leve y discreto— es todo lo que se escucha en largos minutos.

—¿Dónde estuviste? —demanda. No tiene tiempo para ser amable.

—Por ahí.

Y sabe que ella no responderá.

—Shuo…

—No sabe —se apresura a interrumpir Tigresa—. Ni él, ni nadie. No saben que estoy aquí, no saben que regresé… no saben.

Yuan toma aire. Se lleva las manos al rostro, frustrado, conteniendo las ganas de abofetearla.

Sí, quiere abofetearla.

Quiere abofetearla por tonta, por impulsiva, por niñata, por enamorarlo, por volverlo loco, por angustiarlo y muchos etcéteras para los cuales no le alcanzaría toda la noche para mencionar. Quiere abofetearla porque ella sigue enamorada de ese panda. Porque ama a aquel oso, pero no a él.

Por eso —para evitar la bofetada— toma una larga y honda inhalación, llenando sus pulmones de aire y luego exhalarlo lentamente. Necesita calmarse. Mira el cuarto: la ropa de ella, la que tenía esa mañana, se encuentra tirada en una silla, junto a una toalla seguramente aún húmeda.

Entonces, el hecho de que Tigresa haya ido a refugiarse en su cuarto le supone una especie de… ¿calma? No, no calma, pero sirve. Tigresa pudo haberse ocultado con Shuo, con Víbora, con cualquiera de sus amigos. Incluso pudo haberse colado por la ventana de su propio cuarto y encerrarse allí sin que nadie lo sepa. Pero no. Ella ha ido a él. Se ha quedado en su cuarto, esperando a que regresase, esperándolo a él.

—¿Qué harás? —pregunta, con la voz aún áspera, pero más calmada.

Tigresa parpadea, como si acabase de salir de algún transe.

En el juego de sombras —tenues, débiles— entre la escasa luz de la luna que se cola al cuarto, Yuan alcanza a notar que el chaleco —grande para ella— se encuentra abierto… y que Tigresa está desnuda debajo.

—Me tengo que ir —dice, con la calma de quien ha aceptado su condena—. Shifu no me permitirá quedarme.

—¿Él puede hacer eso?

—Es mi padre —Tigresa murmura— y mi maestro. Puede.

—¿Y tú te quieres ir?

Silencio.

Tigresa se muerde el labio y baja la mirada, Yuan ya conoce su respuesta… pero quiere oírla. Lo necesita. Si ella lo dice, si lo admite, podrá hacerlo, podrá ayudarle a quedarse. Solo necesita oírlo de sus labios.

—No —contesta ella—. No quiero y no me iré.

III

De repente, a pesar de llevar horas así, Tigresa es consciente de que está despierta.

De repente, es consciente de que lleva horas mirando el mismo punto fijo en la pared.

De repente, es consciente de su desnudez y de la mano —grande, pesada y cálida— que se aferra a su espalda baja. Posesiva y protectora al mismo tiempo. Su mejilla se preciona contra el pecho desnudo de Yuan y sus labios entreabiertos acarician el cálido pelaje. Tranquilidad. Se siente tranquila y relajada, se siente como si pudiera dormir allí todo el día sin preocuparse por nada más.

Cierra los ojos, exhalando lentamente el aire en sus pulmones, con la sensación de pesadez invadiendo su cabeza. ¿Cuánto tiempo ha dormido? ¿Cuánto lleva despierta? No lo recuerda. Su mente se siente vacía y torpe, como si en algún momento de la noche hubiera perdido cualquier conexión con la realidad.

Todo su cuerpo se siente débil y flojo, maleable, y se pregunta entonces si es así como se siente cuando no se tiene preocupaciones. Cuando ya nada más importa. Si es así como se siente cuando te has entregado a manos ajenas, porque ya no sabes qué hacer contigo misma, cuando te has rendido y te dejas llevar por la corriente de los problemas.

Y entonces, de repente, es consciente también de estar llorando.

En silencio, las lágrimas corren por su rostro. El brazo de Yuan se cierne a su alrededor con fuerza, pero él está dormido y no hay forma de que la vea.

Las marcas de la noche anterior se sienten pesadas y dolorosas en su cuerpo. Cierra los ojos y entonces, como si de magullones se tratara, puede ver cada beso, cada caricia, todo, marcado en su piel. Si se concentra, las sensaciones aún permanecen nítidas en su recuerdo. Las manos de Yuan en sus muslos, la presión en la carne, sus labios recorriéndole el pecho… y la invasión. La leve presión en su centro, lenta y constante, acompañada por el calor de la intimidad.

No se arrepiente. Tigresa jamás se arrepiente de sus decisiones. Pero todo se siente tan… sucio, tan incorrecto. Siente como si hubiese vendido su cuerpo, como si se hubiese regalado ante la primera muestra de cariño por parte de un macho. El escozor en su intimidad, aún persistente después de las horas, resulta desagradable y por un momento, las lágrimas son por ello.

¿Qué se necesita para amar?

¿Qué hace falta para que el cariño sea amor?

¿Cómo se hace para borrar las huellas que deja el amor fallido?

Cuidando en todo momento de no despertarle, se quita de encima del brazo de Yuan. Él ni siquiera se entera del momento en el que ella se levanta de la cama. Tigresa se queda allí, sentada, mirando todo y a la vez nada. De repente, es como si algo hubiera cambiado en ella… es como si algo faltara. El sentimiento de pérdida resulta desagradable, incómodo. Como si hubiese entregado algo que no estaba lista de dejar ir.

No, tal vez no se arrepienta de sus decisiones. Pero no estaba lista y eso sí puede reconocerlo. Los nervios hicieron el momento doloroso y las inseguridades solo lo volvieron peor. No fue un trauma, pero tampoco un bello recuerdo.

Comienza a amanecer y el aire frío de la madrugada se cola por la ventana, recordándole su desnudez. Es momento de irse. No tiene ropa y debe conformarse con un chaleco y un pantalón de Yuan, ambos demasiados grandes para ella. A esas horas no hay nadie que pueda verla y por ende, no le interesa demasiado si se le ve la mitad del pecho.

Se detiene unos segundos en la puerta, observando a Yuan aún dormido en el futon. Desnudo. No parece molestarle que ella se haya robado la sábana, pero aun así, Tigresa vuelve a avanzar para tomar los bordes de esta y cubrirlo.

Hecho eso, ya no queda nada más que la ate a aquella habitación.

Atraviesa los vacíos pasillos de las barracas con paso lento y pesado. Y su cuerpo no se siente propio. Es como si arrastrase algo a sus espaldas, un peso extra. Culpa, le dicen. Amarga y dolorosa culpa. Siente que ha traicionado a alguien.

Ha traicionado a Po.

Y el sentimiento de traición solo sirve para recordarle que acaba de acostarse con un hombre que no ama. Nunca en su vida se ha sentido tan avergonzada como en ese momento.