Ayer éramos sombras

Caminos

Era complicado porque él me amaba y yo a veces me sorprendía pensando «creo que puedo quererte». Cuando se hacía tarde y lo veía alejarse, cruzaba los brazos sospechando que, si alguna vez llegase a amarlo, él dejaría de hacerlo.

Ocurría todos los días. Incluso llegué a pensar «creo que te quiero. Sí, joder, te quiero». Las palabras casi salieron de mi boca, pero quedé muda. Me acerqué a él en su lugar y suspiré cerca de su cuello. Su olor era mucho más suave que cuando éramos adolescentes.

A Koushiro le vibró el teléfono.

Se lo dije de otro modo:

—Me cuesta mucho verte porque… no sé cómo comportarme.

—Tengo que contestar.

—Lo sé.

Guardé el aliento mientras escuchaba la conversación que mantenía con su pareja. Lo notaba feliz conmigo hasta que una llamada, un gesto o una palabra lo devolvía a la realidad. Era una situación familiar para mí, no por ello cómoda.

Había muchas cosas que quería preguntarle, pero no estaba preparada para las respuestas. Así que callaba. Cada vez callaba más.

En breves nos despediríamos. Vendrían los arrepentimientos. Las contradicciones. Las fantasías. Los sudores.

No necesariamente en ese orden.

.

.

.

Seguía pensando en los diferentes rumbos que mi vida pudo haber tomado, en los caminos que murieron cuando tomé una u otra decisión. Pese a ello, en aquel momento, el día a día era lo más importante para mí. Repasaba en mi mente el número aproximado de ventas, luego lo sumaba a las pérdidas que suponía tener el local abierto un día más. Mentiría si dijera que mantenía la ilusión. Nada me hacía tenerla.

No pensaba en cuánto tiempo pasaría hasta que pudiera cogerme el primer día libre, tampoco existía el pasado: las acciones que me habían llevado al segundo en el que me encontraba. No me parecía, lo que se dice, una elección, pero tampoco un destino. Simplemente, era casualidad; así como lo mismo que me había alejado de Yamato, hizo que nos acercásemos de nuevo: necesitar un favor. Fue idea de Michael, cómo no.

—Tienes contactos, úsalos. No temas, pídeles ayuda. No pierdes nada.

No pierdo nada salvo el orgullo, pensé. Pero tampoco estaba segura de que fuera algo que se podía perder.

Yamato había gozado de cierta fama en el pasado, cuando yo aún soñaba con mi vida de artista, con ser maravillosa, convertirme en sueño, en ídolo. Comer de la admiración. Elevarme sobre todos. Ser un concepto. Inmortal. Vivir en notas, en fotos, en recuerdos, en mentiras y mitos que se contasen de generación en generación. Eso quería ser. Esa perspectiva, desde el mostrador de mi tienda, parecía ridícula, pero hace años no era otra cosa que un sueño y, como sueño, un derecho.

Seguía sin ser lo bastante fuerte como para enfrentarme al fracaso. La sola idea de tener que cerrar el negocio me hacía temblar, se me formaba una bola en el estómago y me venían náuseas.

Yo no fui nada de lo que soñé, ni siquiera lo intenté. Yamato pudo haberlo sido, tal vez, pero llegado un momento se cansó de todo. Una crisis o algo así. Nunca lo supe con seguridad.

Llevaba un par de años retirado de los escenarios, pero se podría decir que seguía teniendo influencia, basándonos en la repercusión de sus comentarios en las redes sociales. Koushiro nos lo había mencionado a Michael y a mí. Desde entonces, Michael lo recordaba siempre que podía.

—Hoy no llegué al mínimo —dije con la caja registradora aún abierta—. Pero se compensa con lo de ayer. Ayer fue un día muy bueno.

—Sí, ayer lo fue. —Michael sonrió, medio pensativo, y cruzó las piernas antes de volver a hablar—. En cualquier caso, deberías contactar con Yamato. No sé a qué esperas.

—No quiero molestarlo, no es necesario.

Me mordí el labio y Michael me apartó el pelo de la cara.

—No te entiendo. Te han ayudado en otras ocasiones.

Estaba en lo cierto. Koushiro me había ayudado con la web, y no me opuse, aún con la tensión que había entre nosotros. Hikari me había sustituido una tarde, mientras preparaba un encargo para una boda, encargo que conseguí gracias a Sora. Miyako le había pasado la dirección a todo su grupo de preparación al parto y el mismo Michael repartió muestras entre sus alumnos.

No era una buena excusa. Solté un suspiro.

—Es diferente. Es… —me paré en seco y aparté la mirada, me había quedado en blanco.

—¿Por Sora? ¿Es eso? Mimi, querida amiga, en las separaciones no hay por qué elegir un bando. Tienes más amistad con Sora y es normal, ¿y qué? ¿Te crees que le molestará? Y, si le molesta, ¿qué?, ¿acaso no haría ella lo mismo?

—No sé qué haría ella. Es solo que… no quiero verlo. No quiero. No me insistas.

.

.

.

Michael nunca tomó en cuenta mis palabras, mas no cedí por su insistencia. Que pasase el tiempo y mi cuenta se vaciase era más que suficiente para hacerme cambiar de idea.

Le escribí de un modo bastante directo. Me parecía ridículo fingir otra cosa como… no sé, escibir «hey, ¿qué tal tu vida? Oí que te separaste, sabes que estoy aquí para lo que necesites, ¿eh? Por cierto, ¿te importaría promocionarme por las redes sociales?» Así que simplemente me salté el protocolo, el estúpido disfraz que Yamato detestaba tanto o más que yo, aunque por motivos diferentes.

Quién sabe. En el fondo, él y yo éramos más parecidos de lo que cualquiera podía imaginar.

Yo necesitaba un favor. Eso era todo lo que tenía pensado decirle.

Esperé unos días, impaciente. Luego me acostumbré a la idea de que no me respondería.

Michael volvió a insistir en que debería escribirle, desconocía que ya lo había hecho.

—Lo hice, pero no me contestó.

Mi respuesta lo descolocó por completo. Luego de rascarse la cabeza, habló:

—¿Estará resentido porque Sora salió alguna vez contigo antes de cortar con él?

—Quién sabe. —Resoplé—. No, no creo que sea por eso. Él simplemente es… muy suyo. Le parecerá que no tiene por qué hacerlo y, entonces, no lo hará. Simple.

No se lo conté a Michael, pero recordaba perfectamente la última vez que había acudido a Yamato. Tan indiferente, tan de piedra, diciéndome que estaba cansado de la gente como yo, de quienes querían hacer de su vida algo diferente por tener una idea demasiado seria y elevada de cómo debe ser uno, de cómo deben verlo los demás, cómo deben tratarlo.

—Estoy harto de esa mierda —llegó a decir—. ¿Por qué… por qué todo se trata de cómo te perciben?, ¿eh? No de solo dar, sin esperar recibir; de solo quererse, sin esperar ser querido, de hacer las cosas porque nos brotan de dentro, ¿por qué lo que más te importa de usar tu voz es que te escuchen? Es un mundo complicado, ¿sabes? No tienes ni idea de lo que es y, con ese pensamiento, en fin, nunca será suficiente para ti. Siempre querrás volar más alto, más dinero, más noticias, más gente en tu espectáculo.

A mi mayoría de edad recién cumplida, aquellas palabras me hicieron sentir de un modo desconocido para mí. Alguien por quien sentía una especie de enamoramiento patónico, quien, por momentos, parecía inalcanzable, que podía hacerme estallar con su mera presencia y destruirme con un parpadeo, me contó una gran verdad. Me dejó sin rumbo, quemó todas las horas que había perdido soñando con ello. Me adivinó, leyó mis miedos, mis deseos. Despreció a la humanidad, y, al hacerlo, me metió en el mismo montón que aquellos a los que odiaba por mediocres, que no eran como él y solo vivían dando vueltas, tan equivocados.

Sus palabras, su rechazo, terminaron de cambiarme. Volví a Nueva York como con cinco años más a las espaldas y un semblante triste, de animal herido. Desde entonces, he dicho muchas veces que la persona que era no va a volver. A esa edad ya pensaba que mi ingenuidad, mi frescura, se había marchado para siempre; no volvería jamás. Me habían quitado mis ilusiones y mis sueños.

No estaba preparada para volver a envejercer tan pronto.

.

.

.

—A veces no recuerdo bien cómo era antes —le confesé a Taichi poco después de que nos acostásemos en Nueva York—. ¿Tú te acuerdas? Siento que era más feliz, pero no lo puedo asegurar. Está borroso. Siento que creía más en la gente, en un mundo más colorido, más justo. Y, sin embargo, era bastante egoísta. Qué contradictorio.

Taichi pasó unos segundos callado, yo esperé su veredicto con la mirada.

—Es normal. Me pasa parecido. Pero, lo que más me ocurre es pensar en que todo puede cambiar de un segundo al siguiente. Cada vez valoro más esos segundos en los que no pasa nada. Y, al mismo tiempo, me agobian. Parece que yo me detengo mientras el resto se sigue moviendo, me adelantan, me congelo y dejo de reconocer lo demás. —Me inquieté y lo besé en respuesta—. Pero prefiero no pensar en ello.

No le obligué a hacerlo, aunque seguí dándole vueltas. Sobre todo me preguntaba cuándo había empezado. También si todavía me quedaban por asimilar otras verdades terribles que me alejarían más de ese momento, y del resto de personas. Ellos, los equivocados.

.

.

.

Cuando Yamato entró en mi local, a segunda hora de la mañana, me invadieron todos esos recuerdos. Los sentí recorriéndome como un impulso eléctrico.

Se parecía más a la versión de Yamato de la que yo me había encaprichado que aquel que convivía con mi amiga. ¿Sería el auténtico o solo un estado de ánimo pasajero? ¿Sería verdad que él también vagaba por el mundo sin sentirse parte de algo?

En un atisbo de pasado, me pregunté si ya me consideraba lo suficientemente alejada de lo que detestaba como para aceptarme. Tan pronto intercambiamos las primeras palabras, todas mis dudas se calmaron.

—Quise venir antes, pero…

—No importa. De verdad, ya me había olvidado.

—Me alegró saber lo de tu negocio. —Alzó la vista, de una esquina a otra de la sala—. Vi lo de la inauguración, y también tu mensaje hace unas semanas… te pido disculpas.

Me arreglé el cabello con rápidez.

—Descuida, ni tenías por qué molestarte. Está bien.

—Es lo mínimo. Te ayudaré con la promoción. Espero que sirva.

Yamato tomó algunas fotografías con su teléfono a los dulces y la decoración. Dijo que las iría publicando a cuentagotas, para que llegase a más personas. Después, hizo un vídeo de unos pocos segundos. Al acabar, nos juntamos para salir ambos en la pantalla.

Le ofrecí un trozo de tarta de zanahoria como agradecimiento. Yamato aceptó. Eso me hizo sonreír.

—Sé que no es el mejor momento para llevar un negocio —mencioné—. Pero ¿qué más podía hacer? Mi trabajo no estaba mal pero… en general la vida era… no encuentro la palabra.

—Asfixiante.

—Sí. —Asentí agradecida de la precisión y nos miramos en silencio—. Creo que casi nadie lo entiende. Oh, bueno, algunos lo sienten también pero se aferran a ello, como si lo quisiesen mucho. Y hay quien solo da vueltas en círculo. No sé. Qué importa. Si me va bien con esto, genial, y si no, lo aceptaré y a otra cosa.

Empezaba a hablar con nerviosismo. Yamato me hacía sentir juzgada. Atendí a un grupo de jóvenes. Agradecí la oportunidad de esquivarle la mirada.

—No he cambiado mi pensamiento sobre ti —dijo en cuanto estuvimos solos—. Eres un diamante en bruto, Mimi.

Parpadeé varias veces. Yamato continuó.

—Tienes tantas cosas que otros pasan la vida buscando… Tu forma de hablar a los desconocidos, tus gestos, tienes esa clase de naturalidad que se adapta a cualquier ambiente sin perderte, sin esfuerzo, es algo raro. Te hacer ser muy bella eso. Muy pura.

Me reí al escuchar esa palabra.

—Siempre tuviste eso.

Recordé que Taichi me había dicho lo mismo. No me gustaba oírlo porque me hacía pensar que no sabía quién era realmente.

—No es verdad. Recuerdas mal.

Yamato no insistió.

Callé, pensativa. Bebí un poco de agua para relajarme y me acerqué el vaso a la frente.

—Si pensabas eso de mí, ¿por qué me dijiste que no valía para ser cantante?

Negó con la cabeza.

—Nunca dije que no valieses.

—Claro que lo hiciste.

—Dije que la fama no era para ti. Perseguirla te hubiera destrozado.

No le confesé que él me había destrozado. Tampoco que a menudo me preguntaba la diferencia entre querer un modo de vida por influencia de lo medios audiovisuales y rechazarlo por la misma causa.

A mediodía aumentó la clientela y fue la excusa perfecta para despedirnos.

El reencuentro con Yamato no me hizo sentir mas vieja ni más alejada del resto. Quizá había llegado a un tope.

.

.

.

Koushiro llevaba un tiempo sin venir y sin escribirme. Yo le había incitado a ello. Le dije que lo estaba pasando mal con toda la historia de querer y no poder. Le oculté que estaba peor sin él.

Solo lo llamé el día que decidí cerrar el local. No me cogió. Al acostarme, me dije que lo hizo por mí, pero tal vez lo hizo por él.

No me dolía imaginarlo con su mujer ni tampoco saber que nunca estaríamos juntos. Me costaba llamar a eso amor pero ¿qué otra cosa podía ser? Seguía pensando que sí, que pude haberle querido.

Más que los recuerdos o la realidad, dolía todo aquello que no había pasado.

—Te equivocaste con lo de mis padres. Cuando dijiste que estaban bien, te equivocaste. Tal vez no se pueda ser feliz o tal vez la felicidad sea algo mucho más modesto de lo que pienso. Igualmente, y aunque no lo creas, deseo que te vaya bien. Eres bueno y te lo mereces. También te irá mejor sin mí.

Echaba de menos saber de su deseo.

.

.

.

Me dirigí a la academia de Michael y me senté en la recepción. Cerré los ojos para escuchar mejor la música. Cuando mi amigo terminó la clase, se encontró la mejor de mis sonrisas. De veras me alegraba de verle, de que fuera mi amigo y de poder comer algo juntos mientras conspirábamos contra la humanidad.

—¿Sabes, Michael? A partir de ahora mismo dejo el café. He leído que es fatal para los dientes.

Me devolvió la sonrisa y me pasó el brazo por el hombro.

—Tus dientes están perfectos.

—¡Y estarán mejor cuando deje el café! —sentencié, sin intención alguna de llevarlo a cabo.

Llegamos a su apartamento. No sabía cuántas noches me quedaban allí.

Michael trató de sacar temas ajenos a nuestras vidas, yo me tumbé en el suelo y me agarré a un cojín.

.

.

.

Taichi quiso hablar conmigo cuando se enteró de que había cerrado la tienda. Me había escrito preguntándome a qué hora podríamos hacer una videollamada. Me resultó estúpido que me preguntase, teniendo en cuenta que él apenas contaba con tiempo libre y, para mí, los minutos disponibles se contaban por miles. Pero seguí con el protocolo, solo era cortesía. Taichi cada vez la forzaba más.

Decidí no compartir imagen y no presté atención a la suya. No quería comprobar si su cuerpo seguía causándome curiosidad.

—No importa mucho. Realmente, no me importa. El día que cerré, sí, ese día lloré. Pero ya no. Ahora estoy descansando. Sigo en casa de Michael. Es genial eso.

—Sí que lo es.

—Ya ni odio que solo sea mi amigo. Es más, me alegra que solo sea mi amigo. Hoy en día parece difícil tener amigos sin más.

—No lo dudo.

—Y sobre el dinero, bueno, lo de organizar bodas da dinero. Es una opción.

—Odias eso.

—Lo sé. Y también sé que no se puede tener todo. Tenía un trabajo que me gustaba y no tenía dinero. Tenía un trabajo que odiaba y ni llevaba la cuenta de mis ingresos. Tenía a alguien que me quería y yo no. Tenía a alguien que lo quería y él no. Alguien que nos queríamos ambos y aun así nunca pudo ser. Y son cosas que hay que aceptar, sin más.

—Suenas diferente a como te recordaba.

Por fin se daba cuenta otra persona. Suspiré. Taichi continuó opinando:

—Te has quejado conmigo más veces pero no lo hacías así, argumentando de ese modo, como prefiriendo tener razón a pesar de que no te conviene esa verdad. No suenas a ti.

Tras unos segundos le pregunté qué tenía eso de malo.

—No es que tenga algo de malo. Solo es raro en ti.

—Tú también. Tu primera preocupación sobre mí fue el dinero.

Suspiró y, cuando retomó la conversación, su voz manifestaba agotamiento.

—Me preocupas, Mimi.

—Y tú me preocupas a mí.

—Déjalo. Es igual.

—Preocúpate de tu vida.

—Genial. Estoy cansado de mirar por todo el mundo.

No hablamos mucho más. Me entraron ganas de beber.

.

.

.

—Lo que Taichi no sabe es que sí sé lo que es verse sin dinero. Me fastidia que hable de ello como si yo no tuviera ni idea. —Paré por el ruido que hacía Michael con los hielos—. Vale, no sé lo que es pasar hambre, eso no, pero cuando descubrí que mi padre engañaba a mi madre, bueno, dejé de aceptar su dinero. No quería saber nada de él. No soportaba ni mirarle.

Empecé a sentirme mareada. Apenas diferenciaba la expresión de Michael.

—¿La engañaba?

Lo abracé por la cintura y me solté en cuanto me di cuenta.

—Ella le perdonó.

Michael me acarició la espalda.

—Ahora odia irracionalmente a todos los infieles menos a uno. Y a los que se lían con casados, a todos ellos. Me odiaría a mí. Tiene gracia.

—¿Y tú? ¿Tú lo perdonaste?

Medité un poco antes de contestar.

—Él dijo que cuando creciese un poco lo entendería. Entendería que es complicado. Creo que sí lo entiendo, pero entenderlo no me ayuda. Yo tenía dieciséis o diecisiete, no lo recuerdo. Fue una decepción enorme. No te haces idea. Mi padre era… yo lo adoraba. Mi padre era un dios. Y si él no era el hombre que yo creía, ¿quién lo puede ser? No puedo confiar en nadie. Eso fue lo que entendí.

—Mimi…

—Sé que todos tenemos derecho a cometer errores. Lo sé. Es solo que echo de menos mi idealismo. Me he enamorado, sí, pero nunca hasta el punto de creer del todo que me querían… no como decían, no como si fueran a quererme solo a mí. Quería lo que ellos tenían, aunque ya sabía que era una mentira, lo seguía queriendo. Lo sigo queriendo.

Empecé con las náuseas. Michael me hizo beber agua, «sorbitos pequeños, no te pases». Poco después nos tumbamos en cama.

—Mi padre también lo quería todo. Como yo.

.

.

Mi intención es terminar en el siguiente capítulo.