Dos rojas lenguas de fuego
que a un mismo tronco enlazadas
se aproximan y, al besarse,
forman una sola llama.
Dos notas que del laúd
a un tiempo la mano arranca,
y en el espacio se encuentran
y armoniosas se abrazan.
Dos olas que vienen juntas
a morir sobre una playa
y que al romper se coronan
con un penacho de plata.
Dos jirones de vapor
que del lago se levantan
y, al juntarse allá en el cielo,
forman una nube blanca.
Dos ideas que al par brotan;
dos besos que a un tiempo estallan,
dos ecos que se confunden;
eso son nuestras dos almas.
Gustavo Adolfo Bécquer – Rima XXIV
-1-
Las semanas que siguieron a la misión de la Residencia de Estudiantes se hicieron eternas y muchas veces Amelia pensó que no iban a tener fin.
Los acontecimientos ocurridos en la misma se habían sucedido de forma tan repentina e intensa que no había tenido tiempo de procesarlos bien y ahora se encontraba perdida en un mar de sentimientos muy diferentes. Ella, quien siempre había sido una joven muy reflexiva, rara vez se había dejado llevar de esa manera por sus emociones.
Incluso en la universidad sus compañeros y profesores habían empezado a darse cuenta de que algo no iba bien respecto a ella. Amelia siempre se había caracterizado por ser una estudiante despierta y atenta en las clases, siempre dispuesta a intervenir en las mismas provocando algún que otro bufido de exasperación por parte de los docentes y risitas mal disimuladas por parte del resto de alumnos. Era una joven que se resistía a jugar el papel que la sociedad había diseñado para las mujeres y eso causaba cierta irritación, especialmente en los catedráticos.
Pero no aquellos días. Amelia Folch seguía acudiendo a sus clases en la Universidad de Barcelona, pero permanecía en silencio en su asiento de costumbre con la mirada baja y perdida en sus propias ideas en un gesto de amargura que no lograba esconder. A veces se limitaba a mantener las manos posadas sobre las hojas en blanco de su cuaderno y otras ni siquiera llegaba a abrirlo. Al principio, esto había causado cierto alivio entre los profesores, quienes estaban hartos de aguantar sus impertinentes interrupciones, pero conforme fueron pasando los días no pudieron evitar preocuparse por su alumna.
Los alumnos hablaban con sus familias al volver de las clases y los padres a su vez hablaban con otros padres en las reuniones de amigos, más comunes que nunca entre la clase social más distinguida y acomodada, como a la que pertenecía la joven. Esto no tardó en llegar a oídos de Carme, la madre de Amelia, a quien se le preguntó en medio de una merienda qué mal afligía a su hija, que parecía tan preocupada y triste, con lo despierta y peculiar que siempre había sido ella. Estas habladurías sobre su hija turbaron al momento el ánimo de doña Carme, quien apretó con más fuerza el asa de la taza de té que bebía y, con una sonrisa superficial, se limitó a decir que Amelia estaba triste porque su pretendiente había partido a Cuba hace unas semanas.
A doña Carme aún no le convencía el hombre que andaba cortejando a su hija. Porque ésa era la palabra adecuada: hombre hecho y derecho. Aún podría haber encajado mejor la noticia de que Amelia tenía un pretendiente a sus espaldas si el muchacho en cuestión fuera eso: un muchacho, a ser posible también de buena familia y clase social, como ellos lo eran. Pero ese Julián no le gustaba un pelo, lo veía demasiado mayor para su hija y tampoco aprobaba que fuera viudo: su hija no iba a ser la segunda esposa de nadie. Por no mencionar que tenía ciertas dudas de que ese hombre acudiera a la universidad, como en un principio le había dicho Amelia.
En cualquier caso, aunque no estuviera contenta con la situación actual, a doña Carme la presencia de Julián en la vida de su hija la salvó de otras habladurías que hubieran sido incluso peores. Gracias a Dios los desvaríos de Amelia por ser novelista de ciencia-ficción en sus ratos libres no había llegado a oídos cercanos a la familia – a excepción del editor con el que había hablado su esposo -, pero sabía que, con la fama de extraña que tenía su hija por querer seguir el estilo de vida sólo destinado a los varones, si se empezaba a descubrir que padecía ciertas melancolías sin explicación no tardarían en decir que a la joven Amelia Folch realmente le podía faltar más juicio del que habían pensado en un principio.
De sólo pensar en que su hija pudiera ser objeto de tales habladurías se le revolvía el estómago y tenía que dar lo mejor de sí por continuar con la conversación con una sonrisa natural, como si no hubiera nada de lo que preocuparse.
En parte era cierto, Amelia estaba desanimada desde que Julián había partido a Cuba – o al menos, eso era le había dicho la pareja en la cena que tuvo lugar en su propia casa -, pero su instinto de madre le decía que había algo más. Los silencios de Amelia durante la hora de comer o su ausencia en la sala de estar cuando no tenía clases en la universidad la llevaban a pensar que su hija escondía más que simple añoranza por aquel hombre.
Pero la muchacha era terca como una mula y, por mucho que no le hiciera gracia pensarlo, sabía que sólo sabría la totalidad de la historia cuando Amelia se decidiera a contársela.
Y la joven Folch siempre había sido de las que guardan sus preocupaciones para sí misma.
Había roto la foto, sí, pero se había visto incapaz de tirar los pedazos.
Mientras en el piso de abajo su madre elucubraba sobre los posibles motivos de su desánimo, Amelia no era siquiera consciente de que éste hubiera sido tan evidente, aunque sí era cierto que ahora respondía menos a su madre y parecía haberse vuelto una hija más sumisa y dócil de lo que realmente era.
Se encontraba echada de lado en su cama, observando aún con casi temor los pedazos de la fotografía que yacían a su lado. Aquella imagen tenía un efecto extraño en ella: la repelía a la vez que la atraía profundamente. Se negaba a que ése fuera su futuro, no podía ser... Sabía demasiado bien que Julián nunca tendría ojos para otra mujer que no fuera Maite y mucho menos para ella. Había dicho que la quería "un huevo", lo que al parecer era mucho pero no lo suficiente. Sin embargo, al mismo tiempo se sorprendía anhelando ese futuro: con el paso de las semana, Amelia se había ido encariñando cada vez más con Julián, descubriendo sus virtudes y quedando cautivada por ellas sin darse apenas cuenta.
¿Deseaba ese futuro junto a él?
Sí.
¿Veía posible que ocurriese?
No.
Incluso si llegaran a casarse, tal y como profetizaba aquella primera fotografía aparecida en un viejo arcón de la residencia de estudiantes... ¿Realmente la amaría o sería un mero trámite para mantener a los padres de la joven tranquilos? ¿Y el bebé? Amelia se hallaba muy confundida y también sobrecogida por todo aquello: en ningún momento había pensado en Julián de esa manera hasta que apareció esa dichosa fotografía. Luego, poco a poco, empezó a pensar que no sería tan terrible estar casada con alguien como él... El único problema es que él aún estaba perdidamente enamorado de su Maite y no creía que fuera a dejar de estarlo nunca.
Por cómo hablaba su amigo de su difunta esposa, ambos siempre mantuvieron una relación envidiable, quizás ahora un poco idealizada debido al anhelo y al recuerdo... Esa clase de amor, aunque una de las dos personas desaparezca, nunca moriría mientras la otra lo recordara.
Y Julián aún bebía los vientos por Maite.
Amelia se pasó los dedos por los párpados, tratando de disipar la irritación que se había ido formando en sus ojos y volvió a guardarse los pedazos de la imagen dentro del corsé. Al principio había pensado en conservarlos en un cajón o en esa pequeña cajita de música regalo de su abuela, pero si su madre había descubierto su diario, en el que narraba sus aventuras y experiencias en el ministerio, ¿qué le impedía descubrir también aquella fotografía? Y ese descubrimiento sí que se veía incapaz de explicarlo.
La joven tomó aire y se incorporó de la cama tratando de permanecer lo más serena posible: sabía que sus padres sospechaban algo, pero no quería darles motivos para hacer preguntas para las que aún no tenía respuesta, ni siquiera para sí misma. Tomó asiento en su escritorio y procedió a seguir realizando las tareas que le habían encargado en la universidad, pero su mente continuaba lejos de allí, dividida entre la casa de Julián y el Ministerio del Tiempo.
Amelia suspiró de cansancio al pensar de nuevo en Julián.
Ahora que se encontraba tan mal de ánimo, Salvador Martí había autorizado a que Alonso residiera con él temporalmente para estar pendiente de su compañero y asegurarse de que no hiciera nada estúpido, no sin antes recordarles a los tres miembros de la patrulla que les advirtió que intentar cambiar el pasado podía dar lugar a situaciones como aquella.
La joven catalana recordaba bien cómo había mirado Julián a Salvador después de que pronunciara esas palabras y de sólo rescatar ese recuerdo sentía cómo se encogía su estómago: jamás había visto a su compañero mirar alguien con tanto desprecio. No había vuelto a verle desde entonces, pero sabía por Alonso que Julián se limitaba a pasar todo el tiempo que podía recluido en su habitación sin querer dirigirle la palabra, ni comer, ni asearse, ni hacer nada que pudiera conducirle a una recuperación más o menos temprana.
Era como si quisiera sepultarse a sí mismo en su desgracia.
En el Ministerio también les habían dado un tiempo para recuperarse de la misión anterior, pero Amelia, aún sabiendo que Julián no estaba preparado para poner sus cinco sentidos en una misión, pensaba que eso les estaba resultando más contraproducente que otra cosa: tener algo que hacer salvaría a Julián de dedicar cada uno de sus pensamientos a lo sucedido al tratar de evitar que se cumpliera el destino de su esposa.
Amelia dejó a un lado la pluma que había tomado para realizar sus quehaceres universitarios, dándose cuenta de que una vez más se estaba dejando llevar por sus preocupaciones. Recordaba cómo Irene también se había apartado del Ministerio durante un tiempo después de que su esposa la abandonara y eso sólo había servido para que elaborara un plan para volverles en contra del Ministerio.
No deseaba en absoluto que Julián siguiera ese mismo camino. Después de todo lo que había pasado, merecía ser feliz: merecía todo lo bueno que la vida pudiera tenerle reservado.
Un pitido inesperado hizo que la joven Folch se sobresaltara y abandonara sus pensamientos súbitamente, mirando a su alrededor: ese endiablado sonido provenía del "busca" que le había proporcionado el Ministerio para avisarla de las reuniones de patrulla, en las cuales solían darles los detalles de su próxima misión. Amelia esbozó una pequeña sonrisa, la primera en mucho tiempo, a la vez que se incorporaba para buscar aquel peculiar objeto: recordaba que, estando su madre presente en su alcoba, había comenzado a pitar para desconcierto de la pobre mujer. La universitaria aún no podía creer que hubiera convencido a su madre de que debía de tratarse del canto de un pájaro algo particular: ¿qué otra cosa podía ser si no?
Se arrodilló junto a su cama y levantó el colchón con cuidado, palpando con la mano derecha la manta que cubría el somier, tratando de localizar aquel chisme. Una vez lo alcanzó, lo sacó de debajo del colchón y consultó el brevísimo mensaje que éste mostraba: una hora y el número de puerta por el que accedía siempre al Ministerio.
Amelia suspiró y cerró los ojos unos instantes: en parte estaba agradecida de que el Ministerio se hubiera puesto finalmente en contacto con ellos y esperaba que les adjudicaran una misión que mantuviera a Julían con la mente entretenida en otros asuntos, pero al mismo tiempo las duras palabras de Irene Larra aún resonaban en su memoria...
- Desde luego, Amelia... - murmuró la joven para sí misma, volviendo a abrir los ojos y negando con la cabeza mientras se incorporaba, alisándose con cuidado las faldas de su vestido. - Parece que siempre tienes que estar preocupada por algo...
Era hora de dejar los pensamientos aciagos atrás y entrar en acción una vez más.
La idea la animó y tomó su abrigo del perchero, a la vez que avisaba en voz alta a sus padres de que iba a estudiar a la biblioteca de la Universidad.
Reunidos ya en el despacho de Salvador y aguardando la llegada de Amelia, Alonso echó una mirada fugaz a Julián, quien permanecía aún con una expresión extraña en el rostro, mezcla de ira y dolor a partes iguales. Que Dios le librara de verse nunca en su lugar: el incidente de Blanca no había llegado más allá, pero sabía que si a ella le sucediese algo como le ocurrió a la mujer de Julián, no habrá fuerza en el cielo o en el infierno capaz de detenerle en su empeño por salvarla.
Pero, después de todo, parecía que había cosas que estaban escritas.
Cosas que no se podían cambiar.
Y Julián no sólo no había sido capaz de cambiarlas sino que había descubierto que, en cierto modo, él había tenido parte de culpa en el atropello que le costó la vida a su esposa Maite. Esa era una carga muy pesada de llevar, más aún que el pesar que todavía sentía por su ausencia.
Aquel silencio estaba siendo demasiado: Salvador Martí estaba fuera del despacho, ultimando unos últimos detalles de la información que iba a proporcionarles con Angustias y Ernesto permanecía en pie junto al escritorio del subsecretario, pero él siempre había sido hombre de pocas palabras y se limitaba a estudiar unos documentos que portaba en una carpeta de cartulina.
Unos pasos apresurados que reconocería en cualquier tiempo del mundo rompieron el tenso silencio de la estancia: primero se oían muy lejanos y luego cada vez más cerca. Alonso se volvió, apoyando el brazo encima del respaldo de la silla, justo a tiempo de ver cómo Amelia Folch abría la puerta y miraba hacia el interior del despacho.
- Disculpad el retraso – habló ella, tratando de recuperar el aliento. - Pero esta vez mi madre ha hecho más preguntas de las que tiene por costumbre...
Alonso asintió, quitándole hierro al asunto, pero Julián ni siquiera parecía haberse dado cuenta de la llegada de Amelia. Siendo consciente de esto, la joven tomó aire y ya se disponía a tomar asiento en el despacho cuando Salvador apareció tras ella, apoyando una mano en el marco de la puerta.
- Buenos días, caballeros. Señorita Folch... - dijo el subsecretario del Ministerio con esa educación y esa formalidad que tanto le caracterizaba. - Ruego que me acompañen a la sala de proyecciones, allí les explicaré el asunto que quiero tratar con ustedes...
- Una misión, imagino... - presupo Amelia, con un deje de esperanza en sus palabras.
Salvador se volvió hacia ella, como si no hubiera terminado de entender el significado de sus palabras.
- Por supuesto que se trata de una misión, ¿qué otra cosa podría ser si no?
Amelia sonrió e intercambió una mirada significativa con Alonso: ambos pensaban lo mismo, veían esa misión como una oportunidad de que Julián dejara de darle vueltas a un tema que sólo le traía dolor y que le hundía más y más en un pozo en el que a veces temían no poder alcanzarle. El militar dio un ligero golpe en el hombro al ATS y le hizo un gesto con la cabeza hacia la puerta para indicarle que debían seguir a Salvador, lo que hizo que Julián se levantara de la silla tras dejar escapar un suspiro de fastidio.
- Podrían habernos convocado allí directamente, digo yo, son ganas de marear la perdiz a lo tonto... - protestó Julián sin demasiada energía, dirigiéndose hacia la puerta.
- ¿Cómo te encuentras, Julián? - se interesó Amelia cuando éste pasó por su lado.
El ex enfermero no se detuvo siquiera al oír la pregunta de su compañera de patrulla, sino que se limitó a esbozar una media sonrisa y a encogerse de hombros para después decir:
- De puta madre me encuentro: no me pongo a bailar una jota por educación
Julián siguió a Salvador sin volver la vista atrás en ningún momento. Angustias le dedicó a Amelia una mirada de circunstancias y prosiguió tecleando lentamente en su ordenador sin apartar la vista de la pantalla. La joven universitaria ya sentía cómo su ánimo menguaba cuando notó la mano de Alonso sobre su hombro.
- No os aflijáis – le dijo el soldado a la vez que la animaba a caminar junto a él. - Conversa de igual modo conmigo y, si tenemos en cuenta que antes ni siquiera parecía oírnos, se trata de un gran avance... Con suerte esta nueva empresa nos traerá de vuelta al Julián de siempre: ya sabéis, el mismo que no para de hacer bromas que sólo él puede entender...
Amelia rió brevemente y tomó el brazo de Alonso para continuar caminando a través de pasillos y cruzándose con diversos funcionarios que iban o venían de sus misiones. A ambos les llamó poderosamente la atención dos hombres vestidos de soldados romanos y también una joven que no sería mucho menor que Amelia que avanzaba vestida con traje medieval mientras hablaba con vehemencia por el teléfono móvil.
- ¿Créereis que cuando creo que conozco este lugar como la palma de mi mano...? - comenzó a hablar de nuevo Alonso, mirando de reojo a una señora vestida de gala que hablaba con un hombre de chaqueta y gafas de color azul. - ¿...Siempre me sorprendo pensando que todo esto me parece más extraño a cada día que pasa?
- No eres el único, Alonso – suspiró Amelia, intentando no pensar en todo lo que había averiguado de su futuro sin quererlo: podía viajar al pasado, pero aún así no existía nada que la hiciera olvidar. - Muchas veces oigo a mis padres contar historias sobre personas que nunca conocí, como sus abuelos... Lamento no haberles conocido sin darme cuenta de que ahora puedo hacerlo...
- El tiempo es sabio, a pesar de todo – murmuró el soldado. - Creo que hay una razón por la que conocemos a algunas personas y a otras no... Es mejor no involucrar a los seres queridos en estos asuntos de remover el pasado...
Alonso calló durante unos instantes, pero la joven supo muy bien que la imagen de su esposa y de su hijo había acudido a su mente. Era extraño porque, a pesar de que en 2015 esos tiempos estuvieran más que pasados, para su amigo era un futuro que él no había tenido la oportunidad de vivir. A veces se le hacía algo difícil distinguir la visión que cada uno tenía del tiempo en el que se encontraban.
Finalmente llegaron a la sala de proyecciones, la cual estaba ya con las luces apagadas y con el proyector encendido, aunque aún no mostraba imagen alguna, tan sólo una enorme pantalla en blanco iluminada por la luz. Salvador Martí permanecía junto a dicha pantalla y conversaba con Ernesto sobre los detalles de la misión, o al menos eso presumía Amelia debido al gesto de concentración en el rostro de Salvador y cómo Ernesto iba señalando distintos puntos del documento cuya naturaleza aún era desconocida para la patrulla.
Julián estaba sentado en el extremo del sofá, con la cabeza apoyada en la mano de forma cansada. Recordaba que Alonso le había dicho que últimamente estaba durmiendo mejor y las veces que había podido escaparse de su tiempo para ir a visitarles también había podido comprobar que ya mostraba más voluntad en llevar a cabo cosas básicas de la rutina diaria, como hacerse cargo de su aseo personal o no permanecer todo el día en pijama. Una vez más, Amelia vio aquella nueva misión como una maravillosa oportunidad de empezar de cero: Julián iría olvidando poco a poco el terrible momento en que decidió intentar salvar la vida de Maite, Alonso seguiría cumpliendo con su deber para con el Ministerio con orgullo y dedicación, y ella misma quizás conseguiría comprender mejor lo que el destino realmente le deparaba...
Lo de Maite había sido una muestra de que había cosas que era imposible cambiar, pero... ¿Y si ella, Amelia, hubiera aceptado ir a merendar a casa de los Nadal, tal y como le propuso su madre en un principio? Ella se había negado categóricamente, pues se negaba a cumplir con el exclusivo papel de ser ama de casa, madre de familia y la mera sombra de su marido, pero ¿y si el muchacho de los Nadal no era así? Su padre había dicho que era un joven educado y bien sabía el cielo que Amelia confiaba más en el juicio de su padre que en el de su madre, siempre se habían entendido mejor.
¿Hubiera sido su destino distinto de ir a merendar con los Nadal?
Alonso tomó asiento junto a Julián, manteniendo los brazos cruzados con determinación y una pierna apoyada en la otra, ya con sus cinco sentidos preparados para recibir todos los datos de la misión. Este gesto pareció divertir a su compañero de patrulla, quien intercambió una mirada de circunstancias con Amelia, haciendo que ésta esbozara una sonrisa y se tranquilizara de inmediato.
Las cosas malas de la vida venían solas, no tenía sentido preocuparse por ellas antes de que ocurrieran.
Todo iría bien.
Finalmente, la universitaria se sentó junto a Alonso, en el extremo del sofá opuesto a Julián, pero sin tratarse de una situación incómoda, al contrario: que estuvieran allí los tres, preparados para escuchar la arenga de Salvador, le hacía sentir una familiaridad muy agradable. En ese preciso instante, el subsecretario del Ministerio del Tiempo cesó de hablar con Ernesto y se quitó las gafas de leer de cerca, cerrando la carpeta que había estado examinando y dejándola encima de una mesa cercana. Se situó junto a la pantalla del proyector y se aclaró la voz antes de empezar a hablar.
- Caballeros, señorita... - saludó Salvador dirigiéndose hacia la patrulla. - Les convoco nuevamente para una nueva misión. Aprovecho para saludarles y confiar en que este periodo de descanso les haya servido para renovar fuerzas y seguir hacia delante: después de todo, es lo que debemos hacer para volver a nuestra vida normal
La patrulla guardó un incómodo silencio ante las palabras de Salvador. Alonso evitó intercambiar una mirada con Amelia: ambos sabían lo difícil que era salir adelante y seguir con su vida cuando uno de sus amigos permanecía dispuesto a vivir en el pasado para siempre, donde estaba Maite. Antes de que esa situación pudiera dar lugar a un revés, Salvador continuó hablando como si no hubiera pasado nada.
- Confío en que todos se encuentren en disposición de realizar un buen trabajo, sé que lo harán... Cuando quiera, Ernesto – añadió el subsecretario haciendo un breve gesto a su viejo amigo, situado en una esquina de la habitación con el mando del proyector en la mano.
Ernesto pulsó un botón del mismo apuntando a la pantalla y en ésta apareció una fotografía en blanco y negro de una ciudad que a Julián no le resultaba del todo desconocida.
- Pero, ¿eso es Madrid, no? - preguntó él, señalando con la cabeza hacia la imagen.
- En efecto – respondió Salvador al instante, volviéndose para contemplar él mismo también la fotografía. - Más concretamente el Madrid de mediados del siglo XIX...
- En muchas ocasiones vuestra capacidad de observación me asusta – murmuró Alonso mirando a Julián, quien escondió una pequeña sonrisa. - Dios me libre de ver mi querida Sevilla en los tiempos actuales, pero desconozco cómo sois capaz de seguir reconociendo vuestra ciudad sin importar el siglo en el que se encuentre...
Julián echó la cabeza hacia atrás, como si fuera algo muy obvio.
- En tu caso es distinto: si te decidieras a buscar en Google... Bueno es igual – se apresuró a añadir al ver las caras de confusión de Alonso y Amelia: a pesar del tiempo que llevaban trabajando juntos, aún no les había enseñado el famoso buscador de Internet, siempre solía tirar más de Wikipedia. - Si vieras ahora tu ciudad, seguramente no la reconocerías porque imagino que habrá muchas cosas nuevas, pero en Madrid aún hay edificios como los que aparecen en la foto. Incluso a veces los mismos...
- Si son tan amables de dejarme continuar... - habló Salvador con un deje de cansancio en la voz, pero sin perder su firmeza.
Amelia esbozó una pequeña sonrisa y volvió a dirigir su atención a la pantalla: que Julián se mostrara tan involucrado desde el primer momento era sumamente prometedor.
- Muy bien. Nuestros informadores nos han hecho saber de una alteración manifiesta en el año 1859 – continuó hablando el subsecretario del Ministerio. - Ernesto, haga el favor...
El susodicho apretó una vez más el botón del mando del proyector y el Madrid de mediados del siglo XIX desapareció para dar paso a lo que tenía toda la pinta de ser algún tipo de acta notarial, escrita a tinta con una caligrafía de exquisita elegancia... Aunque para Julián era difícil leer lo que había escrito en ella: el modo de escribir podía variar mucho de un siglo a otro y convertir la lengua propia en algo ilegible, lo sabía por experiencia.
- ¿Qué es esto? - dijo Julián más para sí mismo que para nadie más. - ¿Es la receta de un médico?
- Es un certificado de matrimonio – habló entonces Amelia con voz clara, como si se encontrase en alguna de sus clases. - A juzgar por el sello, proviene de una Iglesia de Madrid y está validado por un notario.
- Eso es, señorita Folch – contestó Salvador, señalando brevemente con sus gafas a la joven. - Señores, este acta certifica que Don Gustavo Adolfo Claudio Domínguez Bastida contrajo matrimonio con la señorita Doña Julia Espín y Pérez de Collbrand el día 29 de Mayo de 1859. Además de los nombres de la pareja, podemos ver también cómo uno de los testigos fue el hermano mayor del novio, Valeriano Domínguez Bastida, y cómo Joaquín Espín y Guillén, reconocido músico de la época, entregó a su hija en el altar...
Julián arqueó la ceja, algo escéptico: por unos momentos le había dado la sensación de que estaba siendo testigo de una sesión de cotilleo digna de cualquier programa del corazón, aunque con menos medios, todo sea dicho. Pero sabía que el peculiar ministerio para el que trabajaba nunca daba información nimia e irrelevante... Un renovado rencor asomó un poco a la expresión de su rostro: si bien el trabajo le activaba y le ayudaba a salir de ese estado estático-depresivo en el que se solía abandonar de cuando en cuando, no olvidaba tan fácilmente la doble moral con la que, a su parecer, jugaban aquellas personas.
¿En qué maldita hora se le ocurrió aceptar un trabajo como ése?
Tampoco es que hubiera tenido muchas opciones: para nada quería terminar con sus huesos en el psiquiátrico.
A las últimas explicaciones de Salvador, siguieron unos momentos de silencio intenso, similares a los que se producen en un aula cuando un profesor formula una pregunta a un alumno que no ha estado atento a la explicación y que por tanto desconoce la respuesta. Alonso intercambió una mirada de extrañeza con Julián, lo cual le alivió: al menos no era el único que no entendía a cuento de qué venía semejante anuncio de prensa rosa. Amelia inclinó ligeramente la cabeza, leyendo el resto del documento para tratar de encontrar algo anómalo en la misma: sus conocimientos en cuanto a Derecho no eran muchos, pero no creía que fuera un documento falso o modificado de ningún tipo.
Sin embargo, había algo que le resultaba levemente familiar.
- Pues que sean muy felices y que coman perdices, ¿no? - dijo Julián, rompiendo el hielo y hablando con ese sarcasmo que a veces desconcertaba a sus compañeros. - ¿Se os ha pasado la fecha? ¿Queréis que les mandemos algo de nuestra parte?
- Le agradecería que no se tomara el asunto a risa – le respondió Salvador al momento. - Saben ustedes muy bien que nunca les convocamos para ninguna tontería: tengo confianza plena en esta patrulla, a pesar de todo...
- Disculpad que os interrumpa, pero yo tampoco comprendo la problemática de este hecho – afirmó Alonso, apoyando los antebrazos en las rodillas, mientras Julián le dedicaba al subsecretario del Ministerio del Tiempo una mirada poco amistosa por ese "a pesar de todo".
Salvador Martí se limitó a asentir y volvió a hablar con voz clara:
- La problemática de este hecho es que esta boda nunca se produjo, basándonos en la Historia que bien conocemos hoy: Don Gustavo y Doña Julia nunca fueron marido y mujer. Se trata de una anomalía temporal que debemos resolver.
- ¿Y quiénes son esas personas, si se puede saber? - quiso saber Julián, con más enfado reflejado en su voz del que le hubiera gustado: una cosa era evitar que los nazis ganaran la Segunda Guerra Mundial y otra cosa muy distinta era impedir que dos personas contrajeran matrimonio si querían hacerlo. - ¿Qué importancia tiene que quieran casarse? ¿A quién hacen daño con esta boda?
El subsecretario guardó silencio e intercambió una brevísima mirada con Ernesto, quien se limitó a asentir animando a su superior a que procediera en la exposición del caso.
- Responderé a su primera pregunta, Julián, que de igual modo servirá para responder las otras: tiene razón, puede que el nombre de Gustavo Adolfo Claudio Domínguez Bastida no signifique nada para usted, pero espero que sí recuerde a Gustavo Adolfo Bécquer, un importante poeta y narrador de nuestra literatura...
- Le conozco – afirmó finalmente Amelia, como si al fin hubiera desentrañado el misterio oculto entre las apretujadas líneas de delicada caligrafía del certificado de matrimonio. - Es decir, conozco que su obra o al menos parte de ella... Uno de mis profesores suele mencionarlo de vez en cuando como un nuevo ilustre de las letras... Bueno, al menos nuevo para mi época...
- Eh, yo también sé quién es: tuve que leer sus Rimas en EGB y aguantar los suspiros adolescentes de mis compañeras de clase – habló Julián, cruzándose de brazos: por favor, que no tuviera ante sí al nuevo Lope de Vega.
- Pues yo sigo sin conocer a dicho caballero – dijo Alonso, haciendo un gesto con la cabeza.
- Señor de Entrerríos, no ha oído hablar de él porque don Gustavo vino al mundo cerca de tres siglos después de usted; y, señorita Folch, usted le conoce o al menos en parte porque en su tiempo, 1880, la fama de don Gustavo Adolfo aún estaba tomando forma, aunque de manera rápida – continuó explicando Salvador Martí ante la atenta mirada de la patrulla. - Bécquer falleció en 1870 y sus amigos publicaron su obra de forma póstuma como homenaje y esperando también que fuera un sustento económico para la mujer y los hijos que dejaba atrás: la primera edición no tardó en agotarse y lo mismo sucedió con la segunda, publicada en 1877... Por eso es comprensible que no haya tenido total acceso a su obra, señorita Folch, pero que sí lo tuviera su profesor... Pero descuide, una tercera edición saldrá en 1881 y tendrá oportunidad de conseguirla si es usted rápida...
Amelia asintió ligeramente, intrigada por el giro que estaba tomando aquella exposición del caso: le llamaba poderosamente la atención tener que intervenir de nuevo para cambiar el destino de un artista, pero lamentaba no conocer apenas nada de la obra del tal Bécquer antes de que se iniciara la misión. Bueno, siempre podría consultar la biblioteca de la que disponía el Ministerio, así como ese invento llamado Internet al que aún no había dedicado mucho tiempo.
- Así pues, señores y señorita... - continuó explicando el subsecretario del Ministerio, haciendo un gesto a Ernesto para que pasara a la siguiente diapositiva, que resultó ser un retrato del mencionado escritor. - Gustavo Adolfo Bécquer es uno de nuestros escritores más ilustres, su fama ha sobrevivido siglos después de su muerte y continúa siendo uno de los referentes en lengua castellana. El problema es que uno de los grandes temas de su obra es el amor y créanme cuando les digo que no es su destino casarse con la señorita Julia Espín, sino con otra mujer que conocerá posteriormente...
Julián no dijo nada, para alivio de sus compañeros, pues temían que aquel tema en concreto le hiciera saltar por los aires rompiendo ese aura de calma que parecía mantener después de todo lo que había vivido tras la misión en la Residencia de Estudiantes. El paramédico se limitó a observar el retrato del joven escritor al que iban a conocer en breve: su nombre era uno de tantos que les enseñaban en el colegio pero pasaban sin pena ni gloria a su memoria a largo plazo. No había sido hasta empezar a trabajar en el Ministerio que se había dado cuenta de que la gran mayoría de personajes históricos para él no eran más que nombres y fechas: muchas veces pasaba por alto que habían sido personas no muy distintas a cualquiera de sus amigos o incluso a él, con sus miedos y alegrías, con sus deseos y sueños...
Gustavo Adolfo Bécquer le devolvía la mirada desde la pantalla del proyector, casi parecía que el pintor le hubiera pillado girándose hacia él mientras posaba de perfil: tenía el rostro delgado y fino, la nariz recta, el cabello corto formado de multitud de bucles castaños estaba peinado con la raya al lado y sus ojos castaños dedicaban una mirada soñadora y en cierto modo triste al espectador. No sabía si eran por sus propias circunstancias personales o porque el Ministerio le estaba volviendo más sensible de la cuenta, pero no pudo evitar preguntarse más por la vida de ese hombre, por sus inquietudes y, sobre todo, por algo que inmediatamente a continuación preguntó su compañero Alonso, como si le hubiera leído la mente.
- Me temo que no os entiendo bien, ¿tan terrible sería para él contraer matrimonio con dicha dama? Se trata de una boda que, al parecer, se ha celebrado libremente con el consentimiento de ambos: ¿no debería ser eso suficiente?
Julián dedicó una breve y triste sonrisa a su amigo, pero permaneció en silencio: aún no se veía preparado para hablar abiertamente de algo que le tocaba tan de cerca y que había dejado una huella tan grande en su vida como el amor. Por su parte, Salvador Martí asintió y agachó la cabeza unos instantes antes de proseguir con sus palabras, como si estuviera eligiendo las más adecuadas.
- Apelo a vuestra experiencia de vida, Alonso – prosiguió el hombre. - Estoy seguro de que hubo otras mujeres en vuestra vida antes de conocer a vuestra esposa Blanca... ¿Acaso imagináis cómo hubiera sido todo si algo así hubiera ocurrido, si os hubiérais casado con otra mujer que no fuera ella?
Ante ese ejemplo, el soldado de los Tercios de Flandes se vio obligado a callar, otorgando silenciosamente la razón a su superior: había habido otras mujeres en su vida, era cierto, pero ninguna de ellas podía equipararse en lo más mínimo a su querida Blanca. Y bien sabía Dios que Julián estaba pensando en lo mismo respecto a su esposa Maite, aunque tenía entendido que ella había sido su novia desde que eran muy jóvenes.
Pero Salvador Martí tenía razón: todo hubiera sido muy diferente.
- Les recuerdo que yo también estuve casado – se sinceró el subsecretario, llamando la atención de la patrulla: estaban acostumbrados a ver en él una figura de autoridad y mando que rara vez mostraba sus emociones u opiniones al margen de temas estrictamente ministeriales. Aquella declaración no tenía precedente alguno para ninguno de los tres. - No crean que la sensación del amor me es desconocida, por lo tanto sé que, aunque se crea estar enamorado otras veces, cuando conoces a la mujer definitiva lo sabes y jamás te arrepentirías de no haber contraído con ninguna de las anteriores... Gustavo Bécquer será padre en un futuro y les puedo asegurar que la madre de esos pequeños no es la señorita Julia Espín: si este matrimonio tiene lugar, estos niños así como los descendientes de la señorita Espín no existirán nunca...
Una vez más, el silencio se apoderó de la sala mientras la patrulla compuesta por Amelia, Julián y Alonso iban tomando conciencia de las palabras de Salvador. Comprendían todo lo que eso implicaba sentimentalmente hablando y también que su superior tenía razón, aunque hubieran preferido una misión que no tuviera tanto que ver con entrometerse en la vida más privada de una persona.
- Así que... - habló finalmente Amelia. - Lo que debemos de impedir es que Gustavo Adolfo Bécquer y Julia Espín se comprometan en matrimonio...
- Eso es – asintió Salvador volviéndose levemente hacia el retrato del joven escritor. - Viajarán al Madrid de 1858...
Dicho esto, el cuadro desapareció para dar paso a un mapa de la capital española en aquellos tiempos y unas cuantas fotografías en blanco y negro anexas en la misma diapositiva.
- Un agente del Ministerio les recibirá allí y les dará las últimas instrucciones... - prosiguió el subsecretario, dejando que su mirada gris se perdiera en las antiguas callejuelas de Madrid del siglo XIX. - Gustavo Adolfo, junto a su hermano mayor, Valeriano, se trasladó allí en 1854 en busca de un futuro más próspero desde su Sevilla natal...
- ¿Es sevillano? - se interesó Alonso, recuperando el tono vigoroso en la voz y el entusiasmo en la misma.
- Así es – contestó Salvador. - Pero le advierto que ese muchacho es casi tres siglos posterior a usted y es probable que hayan conocido dos ciudades totalmente diferentes... Bien, Bécquer conoció a la señorita Espín en el Círculo Filarmónico, una asociación de formación musical creada por el padre de la chica, de modo que su primera parada será precisamente ésa... En 1858 tenía tan sólo veintidós años y ya saben cómo son los jóvenes en estas edades...
- Mientras no sea como don Lope de Vega me conformo – murmuró Julián, más para sí mismo que para los demás.
Amelia guardó silencio, no porque le doliera el comentario de su compañero, sino porque no había esperado que el escritor fuera de una edad tan similar a la suya... Echó una leve mirada a Julián y sintió cómo un peso se depositaba encima de su corazón: ojalá existiera alguien que llegara del futuro para decirle que el amor de su vida no es verdaderamente Julián, sino otra persona maravillosa que la amará como ella a él... Pero las fotografías recibidas dejaban lugar a pocas dudas.
- Entonces, ¿aceptan ustedes la misión? - quiso saber el subsecretario del Ministerio, sin perder por ello el aura de autoridad: aquella fórmula no dejaba de ser una mera formalidad.
- Por supuesto que la aceptamos – asintió rotundamente Alonso, llevado por el sentido del deber tan inmenso que poseía, antes de darse cuenta de que era Amelia, la jefa de la patrulla, quien debía aceptar.
- Sí, la aceptamos – contestó Amelia, dedicando a Alonso una breve sonrisa: había sido difícil para Alonso acostumbrarse a recibir órdenes de una mujer y había habido momentos en los que no se habían entendido del todo, pero finalmente la relación de amistad que había nacido entre ellos había terminado por ser más fuerte que el machismo de la época del soldado. - ¿Julián?
El paramédico asintió con la cabeza, pero no añadió nada más, así que Salvador Martí dio una palmada y continuó hablando, dirigiéndose a su escritorio:
- No esperaba menos de ustedes... Me alegra ver que están de nuevo tan implicados en nuevas misiones, estoy seguro de que harán un buen trabajo – dicho esto, agarró el teléfono y marcó un número de teléfono. - ¿Cornejo? Sí, te envío a dos hombres y una mujer. Años 1850. Avisa también a Antoñita, de peluquería...
Amelia suspiró y sonrió tímidamente a sus compañeros de patrulla.
Se sentía emocionada al ver por fin un cambio en la lúgubre realidad que habían vivido tres su última misión, tenía fe en que aquella nueva aventura fuera suficiente como devolverles a los tres a su vida normal.
O al menos eso quería creer.
NdA: ¡Buenas! Este fic ya había empezado a subirlo a AO3, pero como me gusta muy poco esa página también lo subo aquí. Me encanta El Ministerio del Tiempo, hacía mucho que una serie española no me enganchaba tantísimo y creo que tiene un potencial enorme. Es también interesante poder conocer más a fondo a personajes ilustres de nuestra Historia más a fondo y a mí me encantaría que hubiera un capítulo en las siguientes temporadas con Gustavo Adolfo Bécquer. Pero, como soy muy impaciente y la idea estaba empezando a tomar forma en mi mente de una manera que me gustaba mucho, me he lanzado a escribirlo. Para la caracterización de los personajes y de la época me baso en la serie (obvio), en las obras completas de Bécquer (las cuales incluyen correspondencia privada que me permiten saber cómo era entre sus más allegados) y el documental "Bécquer Desconocido". Espero hacer honor a este poeta, ya que me encanta y lo considero uno de los grandes de nuestra literatura. ¡Besos ministéricos!