Hola a todos :D

Aquí vengo trayendo un nuevo trabajo dedicado a Damae, nuestra queridísima embajadora Mimato. Espero que sea de tu agrado, querida, al igual que para todos los lectores que gustan de ésta maravillosa pareja :D

Quisiera expresar cuanto me ha costado hilar los sucesos, siguiendo las especificaciones dadas por Damae, pero es allí donde todo tiene gracia, ¿no? En los retos, en superarse con cosas nuevas. Me he divertido mucho investigando sobre París, su sociedad, sus costumbres, su movimiento... (Hasta comencé un curso de francés on-line xD). Espero poder plasmar su esencia con buenos resultados.

Ojalá tenga una buena aceptación *cruza los dedos*

Y como siempre, no puedo llevarme todo el mérito, siendo que es un trabajo en conjunto con mis adoradas Betas: Kai-chan y Patti-chan. ¡Gracias por el tiempo, mis niñas!


Disclaimer: Digimon ni sus personajes me pertenecen.

Summary: ¿Cuánto estás dispuesto a arriesgar por cumplir tus sueños? Era la pregunta de ambos. La respuesta era sencilla: "Porque, a diferencia de las demás personas, amamos lo que no puede verse... Sólo sentirse". / Para Damae: Espero te guste, querida :D


Aclaraciones:

Éste fanfic fue escrito para un intercambio de obras surgido del Topic Mimato (Proyecto 1-8) bajo las siguientes especificaciones:

Pairing: Mimato.

Características: Yamato es un músico que no ha tenido suerte en su carrera, se encuentra en París Francia siendo ayudado por su abuelo y teniendo un empleo que detesta para reestablecerse y volver a Japón con su padre (con quién se ha peleado) viviendo en un departamento con vecinos que no le agradan tan sólo para no importunar más a Michel Takaishi; Mimi en cambio es una joven que se encuentra en el mejor momento de su vida: es una cantante y modelo exitosa, con un novio famoso, atractivo e importante (eso lo dejo a gusto de el/la ficker quién será el novio) y como siempre teniendo una relación con sus padres muy buena. La forma en que se conocerán será a que el abuelo de Yamato recomienda la agencia donde trabaja Mimi a Yamato y así ambos se conocerán (lo demás lo dejo a criterio de quién escriba (?)).

Género: Amor/amistad y algo de drama.


Espero disfruten de ésta creación, principalmente tú, Damae :D

Teniendo en cuenta la trama, estimo que será un long-fic. Así que a tenerme paciencia con las actualizaciónes (Perdónenme por Today you, tomorrow me TT^TT)


Guía Narrativa.

─Diálogo.

«Pensamientos.»

Flashback.


Capítulo 1:

"Amor y suerte".

Muchos describen que al enamorarse, sientes mariposas en el estómago. Nunca ameritó tal comparación, porque nunca creyó que eso fuese posible; sonaba ridículo, por Dios. Ya había visto personas enamoradas y precisamente esa descripción no sería la que él acotaría. Enfermos mentales, podría ser lo más acertado.

Pero se recordaba a sí mismo, a la edad de once años, plantado en aquella deteriorada tienda de discos, sujetando los grandes auriculares con sus manos a cada lado de su cabeza, como si su vida dependiera de ello, intentando comprender qué sucedía dentro de él. Porque, es cierto, no sintió mariposas en el estómago porque esa descripción quedaba corta a comparación de lo que dentro suyo comenzaba a nacer.

Era como si finos dedos acariciaran cada tramo de piel y le erizaran sus finos bellos. Era sentir que se hundía en las profundidades del mar, pero sin sentir miedo, sino la asfixiante emoción del asombro. Poder sentirse ligero y perder ese arraigo a la tierra firme.

Escuchar la melodía y la conjunción de instrumentos en un tiempo determinado y en una coordinación atrapante, estremeció su cuerpo y sintió que algo nuevo nacía en él.

Siempre que recordaba esa sensación, cerraba los ojos y la hacía suya. Se volcaba a aquel precioso recuerdo en el que conoció lo que significaba la palabra enamorarse y sólo podía evocar la diminuta sonrisa que su cuerpo expresó aquel día. Porque a diferencia de las demás personas, él podía amar lo que no podía verse… Sino sólo sentirse.

Entreabrió los ojos con pesadez y cansancio, recuperando la noción de lo que lo rodeaba, asimilando las formas que componían su entorno. La imagen de su habitación en una perspectiva diferente, comenzó a hacerse nítida. En primer plano, encontró su mesa nocturna oscurecida por la penumbra de su cuarto y de inmediato supo que el maldito aparato que descansaba sobre ésta, aún no sonaba. Maldijo internamente para volver a cerrar los ojos y fundirse todo lo que podía en su almohada, intentando volver a hacerse presa de la comodidad de su lecho. Pero sabía que no debía acostumbrarse, pues estaba a minutos de separarse de éste.

Sin que hubiesen transcurrido dos minutos, el estridente son de su despertador se hizo oír dentro de las cuatro paredes que implicaba su cuarto y maldijo en su interior por no poder descansar lo que su cuerpo necesitaba. «Y cómo hacerlo, ¿Yamato? ―Se dijo―, ¿si trabajas hasta las dos de la mañana y debes despertar a las seis?» Cuatro horas no son nada si entre regresar a su departamento y pegarse una ducha, ya sonaban las tres de la mañana.

Quiso ignorar a su despertador y hacerse el desentendido, intentando fingir que la que lo esperaba fuera de la cama no era su vida. Pero por supuesto, si viviese sólo eso sería un hecho.

Los sonidos de pisadas resonantes con exageración, haciéndose oír caminando por el pasillo, que avecinaba a su cuarto, para luego bajar las escaleras como si de alguna estampida de caballos se tratara. Maldijo internamente a su querido roommate, y sus –para nada– contributivos métodos de ayuda; porque sabía que el hombre que estaba haciendo todo un alboroto en la cocina, lo hacía sólo para asegurarse que no volviese a dormir. Para el viejo se trataba de "una manera de ayudar"; para él, era una manera de joderle la vida.

Y también sabía que si su queridísimo abuelo, Michael Takaishi, no escuchaba la ducha en unos cuantos minutos, alegando que ya se había levantado y estaba camino a prepararse para otro gran día, vendría a utilizar métodos menos ortodoxos para despertarle a modo de asegurar que su nieto ya se pusiera de pie.

A regañadientes y con el cuerpo pesándole más de lo que recordaba, se enderezó sobre la cama, encontrándose con el reflejo que el espejo de su ropero le enseñaba junto al deplorable aspecto que traía encima. Ya se había acostumbrado a verse a sí mismo hecho polvo, así que sólo sacó las piernas fuera de la cama y sintió el frío piso contra las palmas de sus pies, surtiendo su efecto de despertador.

Las pisadas exageradas de la Señora Dautun se hacían oír en compañía de sus acostumbradas palabrotas dirigidas a su marido aún dormido, llegándole desde el piso de arriba, obligándole a lanzar una maldición por lo bajo y rascarse la cabeza. Era agobiante escucharla con sus rabietas matutinas, sirviendo de despertador a todo el bloque de departamento; aunque claro, prefería eso antes de sus descomunales gemidos por la noche, impidiéndole dormir al vecindario entero, anunciando las reconciliaciones entre ella y su esposo. Aún no entendía por qué, sabiendo lo delgados límites que existía entre pisos y pisos o habitación con habitación, ella siguiese insistiendo con sus gritos. Y no sólo ella.

Tenía entre cuarenta a cincuenta vecinos y cada uno de ellos hacía recordar su presencia de muchas maneras. Llanto de niños, palabras mal sonantes, música a todo volumen y la lista podía alargarse.

Se levantó de la cama encendiendo la radio y elevando su volumen para ignorar las desagradables costumbres que sus vecinos tenían, entrando así al cuarto de baño y deshacerse de su playera de dormir junto con los boxers que cubrían su zona baja, una vez cerrada la puerta. Caminó al desnudo hasta los grifos de la ducha y metiéndose bajo la presión del agua templada, permitió que el contacto de ésta limpiase su mal humor. No siempre le resultaba, pero ayudaba a aminorarlo.

Desde su habitación, la melodiosa voz de Adele llegó hasta sus oídos con Skyfall, llenando el cuarto de baño con la sensual y triste melodía al son del piano, calmando la irascibilidad inicial para transportarlo a aquel sitio que sólo él conocía y en donde disfrutaba habitar cada vez que la música llenaba su interior.

Sin darse cuenta ya estaba cantando a su par, conociéndose de memoria la letra y pudiéndola sentir tan suya a la hora de hacerle dúo a la británica. Era una canción hermosa y cargada de emoción, donde el deseo por el fin y el inicio de algo nuevo envolvía. Y era esa misma emoción la que ella expresaba, sabía hacerlo y sabía transmitirla. Era donde, para él, recaía la verdadera belleza de la música.

Tras haberse enjabonado el cuerpo entero, dejó que el agua lo cubriera nuevamente y erradicara todo de él, delineando por su figura los incontrolables dedos del agua, abriéndose paso por donde quisiera hasta toparse contra el suelo y seguir corriendo a su propio ritmo y dirección. Bajó la mirada hasta donde su pies se plantaban firmes y vio al agua perderse hasta la rejilla de piso, llevada por su propio ritmo hasta lo desconocido, mientras la voz de Adele hallaba el último puente musical e iba camino a su final. Con sus dedos entre sus hebras rubias, limpió y peinó del rastro de shampoo con el agua abriéndose paso. La voz de la británica cantante subió un tono y él se permitió oírla con ojos cerrados, embebiéndose en ella hasta que no quedara nada de sí mismo.

Así era como él sentía la música. Dejaba que hiciese de él lo que ella quisiera y se dejaba llevar como si de corriente de agua se tratara, hasta que se sintiese vacío de sí mismo y llena de ella misma.

Y estaba tan metido en aquel lugar donde sólo él sabía, que olvidó un pequeño detalle que hacía de su vida especial: Vivía con su abuelo.

El agua que había iniciado fría, ayudándolo a erradicar todo mal humor inicial en compañía con la exquisita voz de Adele, se había vuelto fuego líquido que lo hizo abrir los ojos y pegado un grito de sorpresa y dolor al sentir su piel arder bajo ésta. Su inicial cántico acabó por convertirse en un bramido desesperado a causa de la quemazón.

Como pudo, dirigió la mano hasta el comando del grifo, apagando la corriente de agua mientras sólo un nombre, un único culpable, surgía en su mente. Jaló la cortina del baño con rabia para comprobar, una vez más, que eso de ser hijo único no le sentó para nada bien a su abuelo.

—¡Viejo! —Bramó iracundo y con la piel picándole a causa de la ligera quemazón que lo envolvía, aunque la rabia sólo aumentó al reconocer la sonrisa de oreja a oreja en el hombre, quien tenía la mano aún sobre la cisterna del inodoro.

—Con qué palabrotas te diriges a tu querido abuelo, puberto. ―Respondió Michael intentando mantener calma su voz y no reír en el acto.

—Eres un… ¡¿Qué necesidad tienes de estirar la cadena cuando me estoy bañando?! —Bufó tomando la toalla que descansaba en el perchero de la pared para cubrirse su cintura y salir de la ducha, cruzando junto al mayor a zancadas bien acentuadas.

—No vivimos sobre una mina de oro, Matthew —habló su abuelo conteniendo la risa. —¿sabes cuánto viene la factura del agua? Dame un respiro, hijo.

—¡Vete a la...! ¡Agh! —Lo oyó gritar desde su cuarto, ocasionando que su abuelo riera con más fuerza.

―¡Oh, Matthew! Qué poco humor tienes. ―Habló con voz cantarina para bajar por las escaleras de regreso a la cocina, haciendo oír su risa conforme se marchaba.

El muchacho llegó a su cuarto y cerró la puerta con fuerza resonante, sacudiendo los cuadros que adornaban sus ajadas paredes, sin importarle demasiado. Se dirigió a su ropero y exhaló un suspiro sonoro, tratando de apaciguar la ira emergente y el palpitante ardor que aún sentía sobre su piel. Maldijo una vez más por lo bajo, buscando su uniforme para el trabajo, sacando una camisa blanca de su reducido perchero en compañía de sus, bien planchados, pantalones de vestir rojo borgoña y el chaleco negro que acostumbraba usar.

Se dirigió a la cama para depositar en ella sus prendas y tras deshacerse de la toalla que cubría su desnudez, halló su reflejo en el espejo. Maldijo nuevamente por lo bajo al comprobar lo que era ya sabido por él: las manchas rojizas que asaltaban su piel a causa del agua caliente se hacían notar y no habría que ser adivino para saber que eso sólo sería un motivo más de burla que tendría Taichi cuando lo encuentre en el trabajo.

—Apresúrate, que se enfría el café, Matthew. —Escuchó a su abuelo desde la cocina, aún con el tono lleno de gracia que lo hizo bufar y rodar los ojos.

Su querido abuelo tenía una irresistible necesidad por molestarlo, excusándose de que él le daba motivos. Quizá fuese cierto, pero le valía un pepino sus excusas, porque el viejete seguía siendo un adolescente por más que las hebras doradas se hayan ido aclarando hasta volverse blanquecinas.

Sonrió de costado mientras acomodaba el cuello de su camisa blanca frente al espejo, pensando que quizá lo tuviese merecido, porque había que ser sincero: tampoco podía decir que él fuese un santo que no buscara sacarle de quicio al sesentero. No desmeritaba el hecho de una venganza por parte de su abuelo ante la última hazaña tenida con él. «Valió la pena» pensó Yamato con una sonrisa ladina al recordar que se tenía bien merecido, al menos después de haberle hecho pasar una gran vergüenza en el mercado frente a una mujer.

Claro que podría decirse que el trato entre ambos era su forma de demostrar su buena relación. Entre todos los adultos que llegaron a formar parte de su vida, el único a quien guardaba un profundo cariño y respeto, a pesar de las tantas jugarretas echadas entre ambos, era su abuelo. El hombre que no dudó en tenderle la mano cuando más lo necesitaba.

Ajustó sus pantalones y tras guardar pulcramente la camisa dentro de éstos, se acomodó el chaleco negro que hacía lucir su buena presentación. Reencaminó sus pasos hacia la salida de su habitación, mientras se ajustaba el moño al cuello de su camisa, con intenciones de dirigirse a la cocina donde su desayuno lo aguardaba junto al sonriente rostro de su abuelo.

―Tardas más que tu abuela al prepararse, Matthew. ―Habló el anciano al levantar su rostro hacia él.

—Que no me llames así, viejo. —Respondió él bajando los escalones hasta la planta baja del departamento, topándose con la mesa desayunadora que contaba el pequeño lugar. ―Si la abuela estuviera aquí, te reclamaría por el comentario.

―Oh, pequeñajo. No te equivoques. ―Dijo con diversión su abuelo acercando a la mesa pequeña del lugar un platillo con tostadas francesas recién hechas. ―Tu abuela me hubiese desbaratado con su bolsón. Era un poco vengativa. ―Dijo y una sonrisa melancólica afloró en el anciano hombre. Un detalle que no pasó por alto su nieto.

―Sí. Era divertido ver cómo te regañaba como a un niño. ―Su abuelo rio ante el recuerdo y es que siempre era un buen motivo de plática el recordar a su difunta esposa.

—Como sea, toma el desayuno. —Habló su abuelo sentándose en una de las sillas, colocándose los lentes de lectura, comenzando a leer la portada de unas cartas que habían llegado de la recepción. —Cuentas… Cuentas… Tienes el cierre bajo. Cuentas… —Ante el aviso de su abuelo, maldijo por lo bajo el que el hombre jugase siempre al mismo truco desde que tenía 4 años, así que sólo se limitó a llevar una mano disimuladamente al cierre y comprobar que era una de sus tantas bromas. Escuchó una risita divertida por parte de su abuelo mientras barajaba los sobres con su característico disimulo. —Digas lo que digas, siempre caes, mires o no.

—Sólo cállate. —Espetó al tiempo en el que tomaba asiento y se llevaba su taza de café a los labios, degustando el cálido sabor amargo de su café cortado.

—Malditas cuentas… Oh, mira. Ésta carta es para ti. —Dijo tendiéndole el sobre que le iba dirigido sin mirarlo.

Yamato lo miró por encima de su taza con algo de mezquindad, aún con el orgullo herido. Mas no bastó mucho para que sus ojos descendieran hasta el sobre blanco y la curiosidad se leyó en sus orbes azules al reconocer la caligrafía que iba escrita sobre el papel. Frunció ligeramente el ceño y al levantar la vista, se encontró con el semblante serio de su abuelo, uno que no se acostumbraba a ver en él.

―¿Tú le has dicho algo? ―Preguntó su nieto con cierto reclamo en su voz, aunque la inexpresividad era lo que caracterizaba al rubio.

Su abuelo negó con la cabeza sin apartar sus ojos de los semejantes que lo aguardaban frente a él, mostrando su completa sinceridad ante el asunto. Yamato, apodado Matthew por su abuelo, volvió a observar la carta pero prefirió darle mayor atención a sus tostadas francesas y a su café.

―Matt―

―No lo leeré… ―Sentenció tras sorber su café negro, sin mirar a su abuelo. Depositó la taza sobre la mesa nuevamente y miró el líquido negro que contenía, enseñándole una versión distorsionada de sí mismo con la penumbra como lienzo. ―Al menos, no ahora…

―Podría ser algo urgente. ―Insistió el mayor, regresando a su labor de revisar los demás sobres.

―Si fuese urgente, llamaría ¿no crees? ―Acotó, tomando con su mano libre una tostada y llevándose a la boca, le dio una pequeña mordida.

―Es tu padre, Yamato. ―Volvió a hablar su abuelo y eso fue lo que colmó su paciencia. ―No puedes seguir huyendo por siempre. Tienes una vida allá. ―Suspiró. ―Tienes que entender que no estaré para siempre.

―Regresaré a Japón. ―Anunció para sorpresa de su abuelo. ―Pero no para darle el gusto a mi padre. He reunido lo suficiente con éstos años trabajando en el restaurante y en el bar de Jun. Sé que no puedo seguir siendo una carga para ti.

―No se trata del dinero, Yamato. Nunca te consideré una carga. ―Ya no lo llamaba "Matthew" con jovialidad. Había clara preocupación en su rostro. ―Sabes que tienes mi apoyo, hijo. Tu padre es―

―Se me hace tarde. ―Cortó sin importarle el faltarle el respeto, levantándose y dejando su desayuno a medias.

Michael lo vio alejarse hacia la puerta de salida. Ya no dijo nada más, sólo lo vio marcharse como siempre que se tocaba ese tema, la fibra sensible en su nieto. La puerta se cerró en un golpe seco y Yamato Ishida abandonó el departamento.

Michael suspiró negando con la cabeza. Siempre era lo mismo con él, prefería huir de lo que no quería ver y hacer de cuenta que no existía para él. Muchas veces también lo había hecho él mismo, pero acabó por toparse con lo que ignoró tanto tiempo. Dirigió sus azules ojos hasta la carta que quedó abandonada sobre la mesa y la recogió para observar un momento su superficie.

«A veces me pregunto si lo mejor fue que haya venido aquí…»


—Quisiera un spaghetti a la vinagreta. —Fue lo que dijo una mujer rubia de alargadas facciones y un aroma demasiado pesado. Ésta le tendió, casi tirando contra él, el menú sin miramiento alguno y con el mentón apuntando al techo.

Frente a ella se hallaba un menudo hombre con una calvicie prominente y unos anteojos cuales colas de botella podía concebir, sosteniéndose gracias a su ancha nariz. El hombre le tendió el menú casi con el mismo desprecio con el que su acompañante lo hizo minutos atrás y sin mirarlo, añadió.

—Estofado de cerdo con salpicado de verduras. —Y como si él no existiese, la pareja retomó su charla donde la habían dejado cuando el mesero apareció.

―¿Algo para beber? ―Preguntó y el hombre le hizo un gesto con la mano de que estaban bien sin nada.

Ishida Yamato asintió a las órdenes cuando las iba escribiendo en su nota y sin molestarse en añadir algo más, se dio media vuelta y echó a caminar hacia el interior de la cocina, donde el frenético movimiento de piernas, brazos, ollas y cucharones se alzaban. Caminó hacia el mostrador al cual todos los pedidos iban administrándose y lo añadió a la larga lista que lo precedía.

La mirada del jefe de cocineros, Dingo Moise, lo encontró y con su característica sonrisa fue junto a él. Le resultaba gracioso como el gorro de cocinero podía ocultar, en parte, el afro pelirrojo que adornaba la cabeza del australiano, aunque era consciencia de muchos que Dingo se las arreglaba con varias redecillas que aminoraban la grandiosidad de su aleonada cabellera.

—¿Qué traes ahí, Jaune? —Preguntó el hombre con su acento aún latente, pronunciando su forzado francés. Prefirió no decir nada sobre el sobrenombre que el propio australiano le propinó. Sólo le enseñó la orden. —Umh… —Dijo el australiano con aire pensativo, para después tomar la orden y clavarla con las demás. —¿Clientes abusivos?

—Encantadores. —Respondió Yamato con sarcasmo latente, libreta en mano buscando un lugar libre donde escribir su siguiente pedido.

—Veré que hago. —Y así se volvió sobre sus zapatillas deportivas rojas para continuar con su labor.

Yamato sonrió de costado por sus palabras, pues se trataba de un código utilizado para aquellos clientes insufribles a quienes podrían agregar cosas de más a sus platillos. Si bien, el cocinero era una persona muy amistosa, podría llegar a ser un verdadero canalla si se lo proponía. No lo justificaba, pero era algo normal y más conociendo el movimiento de gente que circundaba el restaurante Bon Appétit.

Así es. Para ver el nivel al que el restaurante se desplazaba, sólo tenía que leerse el triste nombre que se alzaba en alto del local. Deplorable. Mas no podía quejarse, pues con el trabajo realizado y las propinas asignadas, ayudaba a su abuelo a pagar las cuentas.

Volvió a caminar hacia la salida, aunque sus planes por regresar al comedor principal se vieron frustrados cuando la puerta que dividía la zona de clientes con la de la cocina, se abrió con tanta fuerza que, si no estuviese acostumbrado a ello, ahora estaría lamentándose con un tabique nasal desviado. Y como el conocimiento dictaba, esa tremenda y brutal fuerza sólo podía provenir de uno de los meseros y amigo suyo, Yagami Taichi.

—No estorbes, Jaune. —Dijo el de tez morena con su amplia sonrisa, trayendo a su paso una bandeja cargada de platos, algunos vacíos y otros a medio comer, caminando —casi corriendo— hacia el trastero donde solían ir todos los platos y utensilios sucios.

Yamato vio a su amigo depositar los platos con toda la delicadeza que sus movimientos le permitían, siendo casi nula conociendo lo bruto que era su paisano. Oyó a uno de los lavaplatos quejarse de él y al Yagami dándole palmaditas en el hombro como si estuviese tratando con la rabieta de un niño, y aunque algunas palabrotas lanzadas le fueron conferidas, Tai avanzó hacia Yamato sin interesarle en lo más mínimo. Y es que para que algo le interesara a Taichi, más allá de lo que le interesaba la política, economía o la religión, era difícil.

—Te preguntaría si es que no tienes miedo a que te corran, pero luego recuerdo quién eres. —Comentó Yamato a su amigo y éste echó una carcajada sonora para luego caminar hacia el salón principal.

—Tú lo has dicho. —Secundó Taichi con una de sus sonrisas relajadas. —Aunque a la hora de la propina, créeme que es cuando más serio estoy.

Yamato enarcó una ceja con diversión al oír aquella afirmación, y ver su expresión hizo que Taichi se encogiese de hombros rendido.

—Ey, que llegar al mes cuesta.

—Lo sé. No será el mejor trabajo, pero al menos entra algo. Agradece, Brun. —Taichi rio por lo bajo ante el apodo otorgado el día en el que ambos habían sido contratados para trabajar en aquel restaurante, Dingo les otorgó una manera divertida de llamarlos por el tono de cabello: Jaune, rubio; Brun, moreno.

Unos nuevos clientes llegaron al sitio y con una mirada de desafío entre ambos y compartiendo con el resto de camareros, se dirigieron a los recién llegados, luchando por sacar la delantera aquel día.


―Cien, doscientos, trescientos… ―Taichi iba contando billete por billete, mientras su sonrisa se ampliaba a medida que aumentaba los números. ―Cuatrocientos, quinientos… Vaya, ¿quién diría que el holgazán del restaurante ganaría quinientos francos en media jornada?

Yamato rodó los ojos al tiempo en el que se llevaba a los labios la boca de su botella de agua y bebía de él, hidratándose todo lo que no pudo beber durante el trabajo.

―¿Ya terminaste de alardear, Brun? ―Preguntó el rubio, llamando la atención de su amigo.

Taichi amplió su sonrisa y caminó hasta la silla en la que se ubicaba Yamato, pero no precisamente para sentarse junto a él, sino para recostarse contra la pared y mirarlo con ambas cejas en alto y su sonrisa de oreja a oreja.

―Oh, ¿envidia, Yama?

Yamato esbozó una sonrisa ladina para ponerse de pie y retomar sus pasos hacia el pequeño casillero que le correspondía.

―Dudo que Matthew te tenga envidia. ―La voz de Dingo ingresando al vestidor del personal, los hizo voltear la mirada hacia él y a los otros empleados que lo precedían.

―Es el favorito del local, ¿no es así? ―Aportó un mesero, compañero de los otros dos.

―Muchas mujeres buscan que Matthew les atienda. ―Colaboró otro para indignación del Yagami.

Taichi se cruzó de brazos y miró a Yamato con el ceño fruncido, pues éste estaba tarareando una melodía, como si estuviese disfrutando del momento con falsa inocencia.

―¡Oh, suéltalo ya, idiota! ¿Cuánto ganaste hoy?

―¿De qué te sirve saberlo? ―Preguntó Yamato sin mirarlo, sólo enfocado en guardar sus pertenencias dentro del bloque que le correspondía, siendo imitado por el resto de empleados. ―Sólo perderás ese buen humor.

―Como sea, te venceré en éste mes. ―Acabó diciendo Taichi para caminar hacia Yamato y abrir el casillero vecino al suyo.

Las conversaciones con el resto de compañeros de trabajo no se hicieron esperar, algunos riendo de ciertos sucesos del día con algunos clientes insoportables. Dingo no se quedaba atrás con sus travesuras a la hora de preparar los pedidos para dichos clientes, asegurándoles que se encargó de darles su merecido.

Luego de cada jornada finalizada y cuando los turnos acababan, cada miembro de la mañana iba a asearse a los vestidores, compartiendo uno de los pocos momentos de relajación entre compañeros que durante el trabajo no podían experimentar, conociendo la exigencia de los dueños del local y el propio excentricismo de algunos clientes.

―Sólo espero que no te corran por vengativo, Din. ―Espetó Taichi divertido, a lo que el australiano rio.

―Mientras mis estofados, pastas y carnes sean los mejores de la ciudad, lo dudo.

―No te muerdas la lengua, Moise. No seas como Tai y hables de más. ―Apremió Yamato divertido.

―Muy gracioso, Jaune. ―Respondió Taichi, empujándolo con el hombro como siempre hacían, desde pequeños.

Tanto Yamato como Taichi se despidieron de sus demás compañeros para dirigirse a la salida trasera del restaurante. Yamato enfocó su atención en su reloj de muñeca y constató que iban a buena hora. Estaba dentro de sus principales manías la puntualidad y cumplimiento de la misma. Algo que diferían completamente con su mejor amigo.

―Tranquilo, llegaremos a tiempo. ―Habló Taichi junto a él, conociendo sus manías con respecto a la puntualidad y al horario. ―Además es un bar, Yama. No te estás dirigiendo a ninguna oficina.

―Trabajo es trabajo, haragán. ―Apremió sin prestarle demasiada atención y así emprender los pasos hasta la estación de bus que tenían a una cuadra de allí.

―Te preocupas demasiado, ¿sabías? ―Yamato rodó los ojos. Si le pagaran por cada vez que Taichi le decía la misma frase, sería millonario. ―Además, estamos hablando de Jun. Ella te ama.

―Entonces, estás diciendo que me relaje porque simplemente se trata de Jun. ―Formuló sonriendo de costado, observando sólo su camino.

―¡Ey, no distorsiones mis palabras! Ella tiene los ganchos más temibles que alguna vez conocí por parte de una mujer. ―El sólo recordar las ocasiones en las que su amiga, Motomiya Jun, tomó justicia por puños propios le dolía el cuerpo entero. ―Además estoy diciendo que, al menos con ella, no tienes que preocuparte del horario. Es un trabajo de medio tiempo encargándonos de su bar. A todo esto, ¿por qué un bar, eh? Es decir, ya venimos de servir en un restaurante y también debemos de servir en un bar.

―¿Por qué es el único trabajo que dos no universitarios pueden conseguir en París? No te hagas demasiadas ilusiones, Taichi. ―Ambos jóvenes tomaron asiento en la banquina de hierro que contaba la parada de bus, viendo como los alumbrados públicos cumplían el rol del sol en dar luz a las calles de París.

Estaba agotado y eso no era sólo en sí mismo, sino también podía notarse en su acompañante. Por supuesto, la diferencia que existía entre él y su amigo, era que Taichi tenía un generador de repuesto escondido en alguna parte de su cuerpo que lo hacía encontrar forma de rendir con el humor que siempre le caracterizó. Al contrario suyo, Yamato no necesitaba un generador porque se encargaba de ahorrar sus fuerzas en permanecer en silencio y hacer sólo los movimientos necesarios para realizar obra alguna.

Y es que como había dicho hace un momento, ninguno de los dos tiene estudios universitarios, así que para los no profesionales, el mundo era mucho más crudo. Los trabajos eran escasos y las personas no los tomaban con la debida seriedad que necesitaban, razón por la cual se encontraban en camino a su segundo laburo del día: el bar Rouge Aube, que pertenece a una muy buena amiga suya, Motomiya Jun.

El bus de la línea seis que los conducía al siguiente barrio de París, el lugar donde quedaba su trabajo nocturno, había llegado y así ambos se pusieron de pie para subir a su interior. Eran las siete de la noche, hora en el que muchos trabajadores salen de sus oficinas para dirigirse a sus respectivos hogares, no era de extrañarse que la cabina estuviese a tope. Ya estaban acostumbrados; Japón no era muy distinto.

Continuaron el trayecto entre empujones y aromas desagradables, propios de una jornada entera de trabajo. Era sencillo cruzar palabras mal sonantes con las personas por un simple empujón cuando los nervios están crispados y las condiciones exteriores -como el espacio, el ambiente que les rodeaba y todo el peso del día entero-, se juntaban.

Algunas personas iban descendiendo del móvil cuando llegaban a sus paradas respectivas, otras tantas subían y compensaban la ausencia de los primeros. Pero a pesar de los empujones y malas palabras que uno rescataba al estar dentro, había algo que aminoraba su mal humor.

Las luces de la ciudad delineando las calles y mitigando el paso de la penumbrosa noche, llenando de vigor y congregándola en plazas y jardines, en las aceras y las paradas de buses. Le fascinaba ver a la ciudad pasar delante de sus ojos, iluminada por las noches, y ver cuanta vida podría rescatar de sus esquinas. La noche agitada, pero con una belleza calma, era lo que muchas veces actuaba de bálsamo para sus nervios, para su pesar, para sus tristezas.

Sin darse cuenta, ya habían llegado a su destino: el barrio Butte Aux Cailles. Hicieron sonar el timbre del autobús y la línea seis se detuvo en su parada habitual, permitiendo que tanto los dos orientales como alguna que otras personas más, bajaran las escaleras metálicas hasta la acera de la calle.

Taichi se estiró un poco como hacía siempre que bajaba de un bus, porque –como toda persona normal– acababa acumulando nervios dentro suyo. Yamato comenzó a caminar seguido de su mejor amigo, mientras éste le seguía hablando sobre un extraño sujeto dentro del micro que no apartaba su mirada de él. El rubio lanzaba ciertos comentarios al moreno, comentarios que lo hacían fácilmente rabiar, y continuaban con sus acostumbradas discusiones hasta llegar a la zona nocturna del barrio, identificando su puesto de trabajo.

Mucho antes de llegar, ambos jóvenes pudieron identificar a la pelirroja plantada frente a su bar discutiendo enérgicamente con otro cantinero. Era sencillo darse cuenta que la mujer era Jun y no sólo era reconocida por su cabellera corta y vanguardista, sino por la potente voz que se hacía oír con fuerza.

―¿A cuánto que el hombre es inocente? ―Atinó Taichi con gracia de ver a su amiga echa una fiera, mientras discutía con el hombre.

―No apostaré a lo que es obvio. ―Respondió encogiéndose de hombros rendido. Era sencillo sacar ese tipo de conclusiones conociendo el carácter explosivo de Motomiya.

Iban acercándose hasta el bar cuando Jun notó su presencia y su ceño fruncido se deshizo para levantar la mano hacia los dos japoneses, en forma de saludo.

―¿Otra vez creando alboroto, Jun? ―Preguntó divertido Taichi.

―¡Ey, ¿de qué lado estás, Taichi?! ―La pelirroja miró a Yamato entonces. ―Yama-tan me defenderá, ¿no es así?

―No creo que necesites de un hombre para defenderte, Jun. ―Opinó con una sonrisa que fue correspondida con una carcajada por parte suya.

―Por eso eres mi favorito. ―Apremió.

―Entonces, ¿cuál es el problema? ―Preguntó Yamato mirando al hombre que estaba con Jun.

El sujeto era de cuna francesa, podía notarse por sus facciones y por su porte mismo. No tardaron mucho en reconocerlo como el dueño de un bar cercano al de Jun, no muy mayor a ellos, pero sí con un temperamento poco agradable.

―Ésta mujer ha estado tratando de robarse a mi barman. No puedo dejarle pasar otra ocasión, es el atractivo de mi bar. ―Se defendió el hombre cruzado de brazos, mirando despectivamente a Jun.

Yamato y Taichi compartieron una mirada unánime. Jun, por su parte, siguió ofendiendo al hombre hasta que sus dos amigos la tomaron por cada brazo y seguido de una disculpa ante éste, se metieron dentro del bar mientras Jun daba patadas al aire, intentando zafarse de sus dos amigos.

―¡No irán a creerle, ¿o sí?! ―Preguntó indignada.

Yamato soltó a Jun y se apretó el puente de la nariz como lo hacía siempre que la muchacha lograba sacarle de sus casillas.

―Creo fielmente en que te buscas problemas con facilidad. ―Respondió Yamato. ―¿Por qué un barman? Somos suficientes.

―¿O acaso ha bajado la clientela? ―Había preguntado Taichi con alarmante voz.

Jun se encogió un poco de hombros y su brillo característico, aquel que adornaba sus ojos con su ímpetu propio, comenzó a apagarse para sorpresa de ambos. Era extraño ver triste a Jun, siendo que la espontaneidad y la locura era lo que la movía y conseguía contagiar en todo aquel que la conocía. Yamato y Taichi habían conocido a Jun en tierra parisina hace algunos años atrás, pero no pasó mucho tiempo para que se convirtieran en amigos de la pelirroja.

En un principio, Yamato había sido el último en sentir plena empatía por la muchacha, a causa de su excesiva personalidad y su incontrolable efusividad, pero con el tiempo se había dado cuenta que así como podía llegar a ser molesta, también podía ser muy graciosa e inteligente. Tenía una percepción genuina que lo sorprendía constantemente, pero eso sólo eran algunos pocos detalles que componían su persona.

―No se trata del bar, específicamente. ―Había dicho Jun pasado un momento de silencio. Ella levantó los ojos hacía sus dos amigos y una sonrisa se dibujó en sus labios, intentando no preocuparlos más de la cuenta. ―Es sólo que su barman está de bueno y quiero llevármelo a casa. ¡Maldición!

Taichi rio ante las ocurrencias de Jun y despeinó su cabello, de por sí alborotado.

―Maldita sea, Jun. Por un momento creí que nos tendrías que dar de baja porque el bar estaba en banca rota. ―Jun negó y golpeó a Taichi en el pecho a modo de juego, como siempre lo hacía.

―¡¿Por quién me tomas?! ¡Soy la mejor administrando! ―Sentenció con confianza. ―Ya los entretuve bastante, muchachos. Vayan a sus puestos.

Taichi asintió y comenzó a caminar hacia la larga mesada de bebidas, sin darse cuenta que Yamato no lo seguía. Por su parte, el rubio miraba con los ojos entrecerrados a la pelirroja, incapaz de creer en sus palabras. Jun se percató de la forma en la que lo estaba observando su amigo y sudó frío.

―¿Q…Qué tienes?

―Taichi es un idiota. Es fácil engañarlo. ―Respondió Yamato, cruzándose de brazos, mostrándose reacio a tragarse las palabras de la mujer. Ella trató de mantener la compostura y su sonrisa despreocupada que de a poco iba cayendo, porque sabía que pasar de Yamato era difícil. ―¿Acaso aquel barman sabe algo sobre Daisuke?

El hombre, al ser tan reservado y callado, poseía una percepción atenta y le era fácil darse cuenta cuando alguien estaba mintiendo. Jun no era la excepción como en esos momentos, por lo que acabó suspirando rendida.

―¿Te han dicho que tienes un sexto sentido? ―La gracia de Jun parecía inestable, por más que una pequeña sonrisa se haya formulado en ella. ―El chico del bar conoce a Daisuke, pero cuando iba a preguntarle más al respecto, el dueño intervino creyendo que quería seducirlo. ―Nuevamente Jun entró en cólera al recordar lo acontecido hace un momento. El rubio sonrió de costado y acabó por posar su mano sobre los cabellos rojizos de la asiática, llamándole la atención.

―No quiero que te sientas obligada a contarnos lo que te sucede… ―Comenzó diciendo para así revolver sus hebras. ―Sólo quiero que confíes un poco en nosotros. Sabes que te ayudaremos sin pensarlo dos veces.

Jun se quedó un momento en silencio, observándolo atentamente para así evocar una pequeña sonrisita. Yamato retiró su mano con intenciones de marcharse y cuando le dio la espalda a Jun, ella se lanzó a por su espalda para amarrarse a él.

―¡Yama-tan trata de seducirme! ―Vociferaba a viva voz, riendo como siempre lo hacía, como una desquiciada, mientras Yamato la maldecía internamente e intentaba zafarse de ella sin lograr demasiado. Finalmente, siempre acababa rindiéndose a los "abusos" de Jun, como él los catalogaba.


Las dos de la mañana estaban por puntualizar y aún había algunas personas dentro del bar, unas más estables que otras. A esas horas, era difícil encontrar personas sobrias. Y por más que uno pensara que la clientela desciende en días laborales, es cuando hay más trabajo. Cuando comenzó a trabajar dentro del bar de Jun, había conocido con profundidad la esencia parisina.

Por supuesto, cuando inicio su labor dentro del restaurante y se topó con la otra cara de la ciudad de las luces, de la buena vida y de los renombres atribuidos a París. Había comenzado a tener que valerse por sí mismo, a trabajar para ganar lo suyo y no tener que depender más de alguien que velase por su cuidado y su alimentación. Conoció lo que implica la "independencia".

Pero cuando el bar se había convertido en su segundo trabajo durante el día, pudo encontrarse a sí mismo conociendo mucho más que la dureza de la vida: porque conoció la dureza de la vida para otras personas. Porque la fama de los bares en ser el desahogo de las personas, era cierto y él lo pudo comprobar a primera mano.

Conoció las historias de muchas personas, de desilusiones, de derrotas, de amores imposibles o de desamores. Tantas lágrimas había visto caer y cuanta impotencia había visto en distintos ojos, brillando a causa del dolor.

No se decía ser un especialista en cuanto a sentimientos o comprensión de emociones, pero había comenzado a entender algo: no había mucha diferencia entre él y el resto de las personas. Y era aquel descubrimiento lo que lo llevó a poder reflexionar lo que implicaba la palabra "empatía".

Escuchó a Taichi suspirar junto a él, despertándole de sus propios pensamientos, percatándose que se había colgado mientras limpiaba unos vasos húmedos.

―El Señor Gautier se quedó dormido sobre la barra… Otra vez. ―Dijo Taichi, señalando a sus espaldas con su pulgar. Yamato siguió la dirección indicada y vio a un hombre de mediana edad con la cabeza recostada sobre la mesada, con una copa de vino a medio acabar.

―¿Qué copa fue la que lo venció?

―Creo que la vigésima cuarta… No la recuerdo bien. ―Opinó Taichi, también volteándose a ver al hombre deshecho. Enseguida, volvió a mirar a Yamato. ―¿Quién llama al taxi?

El rubio rodó los ojos y continuó secando los vasos.

―Fui el último quien llamó y pagó el taxi. ―Apremió sin ánimo alguno de discutirlo con su amigo.

―Ey, no seas así que es un pobre hombre desahuciado… ¿Lo dejarás a su suerte? ―Preguntó Taichi usando esa voz de chico maduro que tanto odiaba en él. Yamato terció los labios con molestia.

―No lo dejaré desahuciado. Ya pagué al taxi la otra vez. Te toca. ―Dijo sin ánimos de negociar. Taichi se encogió de hombros y cuando creyó que se dio por vencido en su intento de chantaje, Yamato lo vio mostrándole una moneda de un euro con una sonrisa triunfante.

―Cara, lo pagas tú; cruz, lo pago yo.

Yamato lo observó un momento y frunció el ceño sin fiarse en su mejor amigo. Así que dejó a un lado el vaso que estaba secando, para así sacar del bolsillo de su pantalón su billetera.

―¿Qué haces? ―Curioseó Taichi.

―No fiarme de ti. ―Dicho esto, sacó una moneda de un euro y se lo enseñó. ―¿Acaso piensas que dejaré que vuelvas a engañarme como anteriores veces con tu moneda falsa? ―Inquirió. Taichi se hizo el desentendido en un principio hasta que Yamato tomó su muñeca y corroboró lo que ya sabía: Una moneda con una misma cara.

Taichi rio nervioso, rascándose la nuca con la mano libre, ya sin argumentos válidos para su mejor amigo. Era fácil descubrir las artimañas de Tai cuando vienes siendo su amigo desde que tienes uso de memoria. Yamato prácticamente creció junto a Taichi, eran como hermanos y lo conocía perfectamente como para saberse de memoria sus trucos. Rodó los ojos y tomó su propia moneda para aventarla al aire.

―Cara, lo pago yo; cruz, lo haces tú. ―De esa manera, la moneda cayó contra su palma y girándola, acabó por hacerla reposar sobre el dorso de su zurda, hallando lo que buscaba. Taichi lo miraba expectante y con una sonrisa, lo miró. ―Buena suerte con el Señor Gautier, tramposo.

―¡Tienes que estar bromeando! ¡Hazlo de nuevo! ―Taichi insistió, pero Yamato tomó otro vaso húmedo para continuar con su labor inicial.

El moreno intentó convencer a su amigo, pero no había marcha atrás en la decisión del rubio. Fue cuando Jun notó el estado del señor Gautier y se acercó a la barra.

―Demonios, Gautier volvió a hacer de las suyas, ¿no? ―Inquirió señalando con su pulgar al hombre dormido. ―Taichi, llama a un taxi.

―¡Pero…!

―Ya oíste, Brun. ―Otorgó Yamato con una diminuta sonrisa en sus labios, enervando a su amigo. ―¿No habías ganado buena propina en el restaurante? Haz uso de ello y colabora con un desahuciado hombre.

―Sí serás… ―Lo maldijo por lo bajo para caminar hacia el lado contrario al que se hallaban, sacando su teléfono y marcar el número que cotidianamente acudían las noches que atendían el bar.

Yamato sonrió divertido mientras veía marchar a su mejor amigo, refunfuñando porque su ganancia en el restaurante debía salir volando para pagar el taxi de uno de los acostumbrados borrachos.

Depositó el vaso seco sobre la mesada, con el resto que hubo limpiado y cuando iba a tomar el siguiente, se percató que una persona se había acomodado contra la barra. No levantó la mirada.

―¿Qué podemos servirle? ―Preguntó secando otro vaso más.

―Vino tinto, por favor. ―La voz de una mujer lo recibió.

―¿Alguna marca en particular, señorita? ―Volvió a preguntar para levantar al fin los ojos hacia la mujer, aunque nunca esperó encontrar un rostro conocido de hace años delante suyo, mostrando una sonrisa en los finos y rojizos labios, mientras jugaba coquetamente con un mechón de cabello rubio, sin apartar sus orbes celestes del barman.

―Tú sabes lo que me gusta… Matthew. ―Finalizó la joven, ampliando su sonrisa al ver que él la había reconocido.


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