RELIQUUS

LOS ARCHIVOS PERDIDOS


Folkmetal Alchemist


Relámpago Azul

Todos oyen las bocinas.

Estaban recogiendo sus animales o cosechando sus cultivos cuando los oyeron. Muy lejos, eso sí, y al principio pensaron que se trataba de una manada de maqaares pastando.

Se llaman a sí mismos los imesebelen. Son una tribu de cebras que había nacido y madurado en los costados del Bosque Everfree, a orillas del río Skai. Forman parte de los Pueblos del Carro, sociedades sedentarias ajenas al poder de las ciudades-estado. Ellos se instalaron allí, hicieron crecer sus aldeas protegiéndolas de los mutantes, los saqueadores y los violentos gral, y son uno de los Pueblos del Carro más poderosos del Yermo.

Por eso, cuando las bocinas resuenan, está vez a pocos metros de distancia, ellos hacen correr la voz de alarma. Alguna compañía de soldados de Cloudsdale, quizás una partida de asaltantes de los River Raiders, o alguna caballería procedente de las Legiones del Caos. Los soldados tomaron sus armas, largas picas con puntas de acero y cuchillos, o jabalinas y ballestas. Llamaron adentro a los aldeanos, ingresaron sus animales, cortaron las acequias y cerraron la puerta. Esperaron, vigilando atentamente sus murallas de bambú y junco.

Pueden ver una polvareda, humo proveniendo del oeste. Sí, una caballería, seguramente de algún clan del Límite, o de las propias Legiones, que quema el terreno a su paso. Los guerreros se prepararon para el combate.

Ella se asoma a mirar. Es una pequeña potra. Muy joven es, pero sus ojos ya han visto suficientes fases de luna como para interesarse de las cosas que ocurrían en el mundo.

Se aleja de su madre y de su hermana. Aunque está recibiendo educación de sacerdotisa, igualmente quiere aprender las habilidades marciales de los guerreros. Quiere aprender a disparar con la ballesta, y subir sobre uno de los colosales iyanrines carnívoros, que muerden a todo el mundo excepto a su amo.

Ella intenta subir las escaleras, pero los soldados no lo permiten. Entonces vuelven a oír las bocinas.

Y pueden ver a los jinetes. Sí, son saqueadores, cabalgando sobre iyanrines, aunque pueden ver algunos sobre vehículos de dos ruedas. Ellos los reconocen, y se mantienen firmes encima de sus muros. Se hacen llamar los Road Warriors, famosos por usar toda clase de chatarras. Algunas se las compraban a la Rueda, pero la gran mayoría las improvisaban intentando imitar los modelos originales.

Se abren en dos alas, cada una en sentido contrario, y disparan sus armas, rifles o pistolas saqueadas a cualquier ciudad estado. Los imesebelen disparan sus dardos, desmontando a varios de los jinetes, pero las balas también bajan de las murallas a una buena cantidad de guerreros.

Y dando un salto en el terreno, la bestia colosal, un relámpago azul arrasando la tierra, mancillando los cultivos. Más de ocho ruedas en total, un frente imposiblemente grande, capaz de embestir un maqaar, o una puerta.

Pero pasa limpiamente por el muro, derribándolo, arrojando a los infortunados guerreros hacia cualquier mortal dirección. La pequeña cae de espaldas, y contempla, fugazmente, al titán azul. Su grito es ahogado por un potente rugido, una bocina cruelmente alegre para llamar a la caza.

Si los iyanrines la sorprenden con su altura, el animal de acero cambia su vida totalmente: el azul más brillante que ha visto, apenas ensombrecido por el polvo o la suciedad, y la inmensa pieza rectangular estaba repleta de blasones y banderas roídas, añejas. Trofeos de tribus o regimientos destrozados. Y la máquina carga con el cráneo de una bestia colosal, un dragón o una Osa Menor, como si su esqueleto quisiera salir del contenedor.

Las ruedas se detienen. Y de la parte delantera descienden dos ponis terrestres de gran tamaño, y un pegaso azul. Ambos con rifles y espadas a sus espaldas.

Los jinetes regresan al punto desde donde se separaron, y entran como el agua tras abrirse una compuerta. Los guerreros intentan formar una falange, pero las máquinas de dos ruedas los embisten y destrozan, como una roca arrojada con una catapulta, como un cañonazo.

Quienes están sobre iyanrines desmontan, y cargan con sables y hachas. Ahí los bravos guerreros imesebelen toman ventaja, y atraviesan con desesperación los cuerpos protegidos por chaquetas de cuero negro.

La pequeña está escondida tras unos barriles, su rostro lleno de barro y lágrimas. Quiere hallar a su madre, esconderse en sus brazos, sentirse protegida por su padre y su hermana mayor. Pero el pánico la hace quedarse quieta, ver pasar una y otra vez las máquinas azules de dos ruedas, con minotauros o perros diamante haciendo girar cadenas o sables.

Se asoma apenas. Los tres ponis supervisan la batalla, y dan algunas órdenes. Pronto los saqueadores comenzaron a cargar cosas por la parte trasera del titán azul: sacos de semillas, objetos de bronce, plata y oro, carne seca, algunas cabezas vivas de ganado, utensilios de caza o pesca y otras cosas.

Y los imesebelen sobrevivientes forman un círculo, tras la casa de sus gobernantes, dispuestos a morir luchando. Pero los saqueadores dejan de cargar mercancías y suben las máquinas dañadas, por lanzas o por choque, y a los heridos. La pequeña cebra los ve desaparecer tras la puerta, y esta se cierra como emitiendo una sentencia. Ella puede ver que el pegaso carga con un tótem de madera: el que adorna la entrada del templo. Un nuevo trofeo para su leal bestia de acero.

Y se marchan, con la misma velocidad con la que llegan. No querían exterminar, claro que no, sólo querían mercancías. Y los dejan vivos para que puedan volver a producir, y trasquilarlos otra vez al cabo de unos años.

Otra vez sus bocinas infernales: la pequeña cubre sus orejas y grita. Nadie la oye, nadie puede oírla. Sigue gritando, y sus gritos se confunden con los de otros potros y cebras adultas.

Llora, acurrucándose en posición fetal tras los barriles. Oye gritos, movimientos: su pueblo intentando reponerse del ataque. Se pregunta si su familia está bien.

Oye a alguien correr, y se detiene frente a las ruinas del muro. Comienza a remover las piezas de bambú, sin decir nada, pero moviéndose frenéticamente, como si estuviese desesperado.

Ella lo mira. Tiene crin negra, alborotada, que casi le llega al suelo, protegido con una armadura de cuero debajo de una piel dorada de león kalasha. Cerca, tirado en el suelo, ve su casco adornado con plumas de aves negras. Está salpicado de sangre, pero ella está segura de que es la sangre de sus enemigos.

—¡Tío! —grita ella con fuerza, corriendo hacia él. Lo abraza.

Su tío la mira con su único ojo verde, el otro cubierto con un parche. Su rostro es de seriedad absoluta, pero ella nota una lágrima en su mejilla, y ve que su mandíbula tiembla un poco.

La abraza, y a ella no le importa su olor a sangre.

—¡Marudio! —grita el guerrero, llamando a su hermano— ¡Nyota está viva!