A quienes aún quieran leer esto, aquí les dejo la otra parte de la historia. Gracias por todo.


Soñar con Kyoko le mantenía cuerdo.

Le hacía olvidar el silencio, el escandaloso silencio, cuando la hélice principal falló. Y luego, la caída, el silbido del viento, cantando una canción de espanto y muerte, y el helicóptero girando sobre sí mismo… Mayday, escuchó un par de veces, o tres o cuatro, da igual… Pero era el silencio el que le hacía enloquecer, la tensa y muda espera en caída libre hasta el impacto. Los ojos cerrados, las manos apretadas en torno a las correas de seguridad y el corazón encomendado a cualquier dios que mostrase piedad… Sí, soñar con Kyoko le hacía olvidar la sangre, los muertos. Le hacía olvidar las vísceras que tuvieron que volver a meterle en el cuerpo a Fujita para poder enterrarlo.

—Volveré a ti… —le susurra a la luna.


Kuon había sido un niño feliz. Su padre, piloto del ejército, y su madre, enfermera militar, lo amaban. Se crió lleno de cariño, entre uniformes verdes y batas blancas. Por las noches, se levantaba de su cama, recorría a oscuras el familiar pasillo y escuchaba a escondidas las historias de monstruos enormes que salían del mar y destruían ciudades…

Siempre lejos, más lejos de lo que un niño podía imaginar, Kuon pensaba que su pequeño mundo estaba a salvo. Que nada podía dañarlos, porque su padre, Kuu Hizuri, el mejor piloto de la Fuerza Aérea de los Estados Unidos —y del universo entero—, los mataría y los mantendría a salvo.

Kuon tenía diez años el día que los kaijus destrozaron el mundo que le vio crecer…


Y ahora con el maldito viento en contra…

La embarcación avanzaba afanosamente orzando el viento, las velas orientadas a babor para luego virar a estribor, reorientando el velamen, y así, en un eterno y desesperante zigzagueo, avanzar con el viento en contra.

Y para colmo, ninguno de los pescadores hablaba otra cosa que no fuera tagalo. Así que entre gestos y ademanes tuvieron que hacerse entender.

No sería él quien se quejara a los cielos por haberlos puesto en su camino, eso no… Ni por que hubieran visto la hoguera, la que llevaba cinco meses preparada, y que encendieron a toda prisa en cuanto avistaron las velas triangulares del paraw.

Filipinas es un archipiélago inmenso, de más de siete mil islas, de las cuales hay cientos deshabitadas. Con la falta de combustible y otros suministros —por no hablar de los kaijus—, los pocos valientes que aún se atrevían a vivir del mar, surcaban las aguas en estas pequeñas embarcaciones llamadas paraws o paraos, de esas que llevan patines estabilizadores (o batangas) en una o ambas bordas.

Apenas cabían en la embarcación… Los hombres estuvieron dudando en si arrojar su carga para hacerles sitio, o directamente dejarlos atrás… Por suerte, el lenguaje del oro y de los relojes caros sigue siendo universal…


El sol brillaba como un insulto sobre los gritos de la ciudad. El kaiju, un clase 3, no encontró ningún obstáculo. No había murallas, ni muros de contención, ni sirenas de alerta… Ni siquiera habían desplegado un sistema de radares por la costa… Pura arrogancia y soberbia que le costó a los americanos una ciudad entera antes de que los cazas con base en Edwards y en El Toro abatieran al kaiju.

Nunca pudo darse un número oficial de víctimas.


Los llevaron a su aldea, en otra islita a día y medio de navegación. Allí, otros pescadores los llevaron a una isla mayor, y de allí a otra. Tardaron dos semanas más en llegar a la isla de Luzón. Y en el español entremezclado con inglés chapurreado de la monja que llevaba la escuela del primer pueblo de la isla grande al que llegaron, supieron por fin de la victoria sobre los kaijus. Dos meses, dos largos meses en que no había vuelto a haber ningún avistamiento más ni ningún ataque. Dos meses en que el mundo empezó a recomponerse a sí mismo y a lamerse las heridas de casi veinte años de guerra. La gente había vuelto a salir al mar.

Pero son cinco —si no se equivoca, si la desesperación no le hace llevar mal la cuenta de los días perdidos—, casi seis, los meses que llevaba lejos de Kyoko. Sin verla, sin tocarla, sin oír su voz… Tan solo soñándola, añorando volver a sentir el calor de su cuerpo bajo sus manos…

Kuon tiene aún una promesa que cumplir. Y no piensa romperla…


—Quédate aquí y no salgas, Kuon —le dijo su madre. Él no hubiera podido moverse aunque hubiera querido, los ojos llenos de lágrimas y la garganta repleta de gritos. Vio a su madre sortear escombros, corriendo agazapada para rescatar a un niño, más pequeño que él, que tenía la pierna doblada en un ángulo absurdo y horrible. Vio a su madre tomarlo en sus brazos y empezar el camino de vuelta hacia él.

Pero luego vinieron la lluvia de cristales, la nube de polvo, los edificios cayendo a su alrededor y los coches volando como juguetes despreciados, los gritos, los terribles gritos… Y el rugido ensordecedor del monstruo…

Él también gritaba.

Y luego el silencio.

Cuando el suelo dejó de temblar y el terror le dejó abrir los ojos, su madre ya no estaba.


Tardaron otra semana más en llegar a una base militar. Hicieron el camino a pie, viviendo de la caridad de gentes que apenas tenían para ellos mismos. Las cosechas seguían siendo escasas y el hambre, grande. Pero en sus ojos brillaba una chispa, un destello, que Kuon no veía desde niño. Esperanza… Aunque la esperanza no llena los estómagos vacíos ni te devuelve las pérdidas, pero te ayuda a seguir un día más, a aguantar un día más… La esperanza te da un futuro y te mantiene en pie.

Y Kyoko siempre ha sido su esperanza y su futuro…

Los soldados que están de guardia, apostados en la entrada, contemplan con cierta suspicacia a los tres hombres frente a ellos. Uniformes sucios y raídos más allá de todo remiendo, como si hubieran sido pobres náufragos sometidos al capricho del destino. Lo cual era una absoluta verdad.

Pero uno de ellos se acerca, con el fusil en las manos, y examina los distintivos, ennegrecidos y estropeados, que lucen cosidos en las mangas.

—¿Rangers? —pregunta con acento gutural.

Kuon vacía el pecho, en un suspiro audible, y con él sus dos compañeros, sintiendo el alivio recorrer su carne y pintarla de esperanza, y se atreve a esbozar una sonrisa sincera por primera vez en meses.

—Sí, somos rangers.

Ya estoy más cerca, Kyoko…


A Kuu le llevó seis meses encontrarlo.

Malvivía en uno de los tantos campamentos improvisados, tierra adentro, que se crearon después de la caída de Los Ángeles, infestados de ratas, caos y desesperación.

La luz había huido de sus ojos y a Kuu se le partió el alma cuando Kuon se arrancó de su abrazo, y lo miró con ojos muertos.

Solo el amor y la paciencia de su padre lograron hacer de él algo parecido a un niño, y poco a poco, lentamente, recuperó al hijo que perdió aquel día. Pero Kuon no sanó del todo. Una parte de él siempre quedó rota, incompleta, y él fingía que todo iba bien. Se ponía una máscara amable, tras la que escondía el vacío y las heridas del alma que no sanaron nunca, mientras Kuu también fingía que no se daba cuenta.

Creció entre cuarteles, allí donde destinaran a su padre, la estrella más brillante del cuerpo de élite de los Rangers. Siempre cambiando unas caras por otras, sin tiempo ni ganas para aprenderse nombres y vidas. ¿Para qué? La mitad de ellos estarían muertos en tres años.

No hay futuro para los rangers.

Pero el día en que enterró el ataúd vacío de su padre, Kuon se hizo piloto.


—¡NO PUEDO CREERLO! ¡ESTÁS VIVO, MUCHACHO!

Kuon alejaba de sí el teléfono, pero los gritos de Lory podían oírse perfectamente a todo un brazo de distancia.

—Baje el entusiasmo, general —le dijo en cuanto tuvo oportunidad—. Va a dejarme sordo…

—Lo siento, chico —disminuyendo un tanto el volumen de su voz, pero sin sentirse ni un poquito arrepentido—, pero tú comprenderás que noticias como esta no se dan todos los días.

—General… —le interrumpe Kuon con mal disimulada urgencia—. Ella… ¿Ella está bien? —Kuon no dice su nombre. No hace falta.

—Ha llevado su tiempo —le responde Takarada, con un suspiro suave y triste, que a Kuon le supo amargo—, pero sí, lo está…

—¿Está…? —Kuon no termina la frase porque no se atreve a ponerla en palabras—. ¿Ella no…?

—¿Preguntas si tiene novio o pareja, muchacho? —Kuon escucha el inconfundible resoplido del general conteniendo la risa—. No, no lo tiene. Ella no te ha olvidado.

Solo entonces Kuon se permite un suspiro, pálido indicio de la inquietante posibilidad en la que no había querido ni pensar… En cualquier caso, él no podría reprocharle nada… Ella lo cree muerto…

—Sobre nuestro regreso, preferiría que nadie lo supiera de momento. Quiero que sea una sorpresa…

—La sorpresa te la llevarás tú, muchacho…

—¿Cómo dice?

—Nada, nada…


Kuon había pasado los últimos trece años de su vida tras los muros de una indiferente y educada cortesía. Por eso, en cuanto vio a Kyoko, reconoció las mismas actitudes, las mismas sonrisas de mentira y mecanismos de defensa, las mismas formas de dejar al mundo fuera de tus muros, porque si te permitías dejarlos entrar, solo traerían consigo sufrimiento y dolor.

Ella era igual que él.

Pero de alguna manera, de la forma más tonta y sin darse cuenta, sus muros se fueron llenando de grietas. Quizás era la forma en que ella surcaba los cielos, libre y apasionada, o su voz, que parecía acariciarle cuando volaban… Quizás eran los desafíos, las acaloradas discusiones que despertaban aquellos rincones de su alma muertos desde hace tiempo, o las bromas, el brillo de regocijo en sus ojos dorados, o las risas, cada vez más verdaderas, cada vez más reales, cuando estaba Kyoko a su lado.

Aunque lo más probable fuera por ser simplemente ella. Un corazón de cristal, delicado y frágil, pero valiente, decidida, pura miel tras sus espinas…

Kuon la ama.

Y una noche, compartiendo el sake caliente y rindiendo homenaje al compañero caído, Kuon vio en sus ojos el mismo desconsuelo y la misma soledad. Fingen, los dos fingen que están borrachos, y se lanzan a la boca y los brazos del otro, sin darse cuenta de que sus almas hace ya tiempo que están atadas por un hilo más rojo que la sangre, mucho más fuerte que el vacío y el miedo de dos vidas rotas. Se desnudan, dejan el alma al descubierto y confían —sí, confían— en que el otro no la quiebre. Se respiran, piel contra piel, enredando los alientos, llenando la noche con sus suspiros, mientras sus cuerpos entonan una melodía, antigua como el mundo, que habla de pasiones y de amor.

A solas, se susurran viejas historias de dolor y hambre. Pertenecen a la última generación de niños que nadó en el mar y que conoció la muerte y la destrucción. Todos con tristes historias, todos con heridas invisibles.

Y entre sus brazos, el vacío de su pecho se llenó de amor. Se llenó de Kyoko.


Kuon apenas presta atención al general Takarada.

Para él, el resto del mundo donde no está Kyoko es como un borrón, como información descartada y desechada por innecesaria. El general ríe, habla y sigue hablando, pero sus ojos solo buscan a Kyoko.

—Ya no vive en la base, muchacho… —le dice, y sus hombros se hunden de decepción.

Sus compañeros ríen y le dan palmadas en la espalda, instándole a irse, y a Kuon le falta el tiempo para salir del cuartel.

—Kyoko… Vuelvo a ti…


Kuon mira dos veces la dirección que le dio el general. Es un restaurante, de esos de tipo familiar, de colores suaves y ambiente cálido. Entra, buscándola sin hallarla, y atraviesa impaciente todo el local hasta llegar a la terraza.

Allí está Kyoko.

De espaldas, el cabello suelto, más largo que en su memoria, rozándole los hombros. Lleva un vestido de verano de flores pequeñitas, mecido por la brisa. Él se detiene, demorando solo un instante más el reencuentro para admirarla, porque, siempre con uniforme o desnuda entre sus brazos, nunca la había visto así, vestida de mujer…

Pero entonces ella se gira y él alza una mano para llamar su atención. La brisa de la tarde pega el vestido a sus curvas, a los pechos llenos y al abultado vientre de un embarazo avanzado.

Y su corazón se olvida de latir, y el aliento se le engancha en la garganta porque sus pulmones no recuerdan respirar, porque lo que ve es más de lo que jamás se atrevió a soñar.

Una familia con Kyoko…

No hay futuro para los rangers, solía decir él…

El futuro… ¿A quién le importa el futuro? Su futuro es ella…

Y por fin, el oro y la esmeralda se encuentran.