Al final, me he decidido por empezar esta semana el siguiente fanfic. No obstante, antes del prólogo, quiero aprovechar la ocasión para agradecer a todas las lectoras que, anteriormente, me han avisado de que se estaba plagiando un fanfic mío. No he podido contestarles personalmente en ocasiones porque no estaban registradas o eran reviews, pero quiero que sepan que estoy muy agradecida y que me gustaría que continuaran comentándomelo si dieran por casualidad con más casos. Muchas gracias.

Por otra parte, respecto a este fanfic, publicaré o intentaré al menos publicar todos los domingos, como siempre. Espero que os guste.


Prólogo:

Oscuridad. La oscuridad lo inundaba todo. Se sentía abrazada por esa oscuridad que lentamente la iba arrastrando, absorbiendo hasta lo más profundo, hasta el epicentro. Su cuerpo no respondía a su mandato. Permanecía quieta, laxa y voluble. Tenía los ojos cerrados y nada en el mundo la hubiera convencido de abrirlos. Sabía que ya no estaba en su cama durmiendo. Había sido transportada en sueños a una de sus terroríficas visiones y tenía la vana esperanza de que, si permanecía con los ojos cerrados, nada malo sucedería.

De repente, empezó a hacer frío, mucho frío. Recuperó el control de sus brazos y se abrazó a sí misma, frotándose los brazos para darse calor. Nada de eso funcionaba. Escuchó un grito lejano. Varias voces empezaron a acosarla, diciendo su nombre una y otra vez, persiguiéndola, tocándola e instándola a abrir los ojos. Sabía que si obedecía a esa voz tan convincente solo vería horror. Sus visiones siempre le mostraban cosas realmente malas. Es por eso que se resistió cuanto pudo, pero eso no fue suficiente. Tal y como había dicho antes, la voz era realmente convincente.

Abrió los ojos. Todo seguía oscuro, pero, el que ella hubiera abierto los ojos, activó algún resorte que hizo que su cuerpo se moviera y fuera arrastrado a increíble velocidad a través de la penumbra hacia una luz. Ante ella se alzó la terrible escena. El cielo era rojo como la sangre y no había ni sol, ni luna. Bajó la mirada para contemplar un campo de batalla en que el habían perecido muchos soldados. Un hombre enorme de cabello plateado luchaba con una armadura dorada que lanzaba suaves destellos. Ese hombre que parecía ser el líder de uno de los dos bandos captó toda su atención. Parecía un ángel vengador.

Un ruido parecido al de una estampida le hizo girar la cabeza y miró con horror las bestias negras de ojos rojos con un cuerpo deforme que corrían hacia el campo de batalla. Las bestias no tocaron a los demonios, fueron directas hacia los hombres de armaduras doradas: los humanos. La capa roja del líder de cabello plateado se agitó con el viento y lo vio luchar con desesperación, empuñando una fabulosa espada de tamaño descomunal. Entonces, cayó un rayo del cielo en mitad del campo de batalla y apareció un demonio, un terrible demonio. Jamás había visto algo semejante. Tembló de miedo ante su sola visión y le quedó muy claro que iba a por el hombre que iluminaba el campo.

Lucharon. El hombre del cabello plateado lo hacía realmente bien, pero sus estocadas no mataban al demonio, ya que siempre se regeneraba. Con el tiempo, empezaba a cansarse y los otros demonios, esbirros del grande, también le atacaban. Sus soldados morían a su alrededor y con ellos iba cayendo la esperanza. Él miró con horror a otro soldado suyo morir y, poco después, fue atravesado por el brazo del gran demonio.

¡No!

La visión empezó a desvanecerse. Vio al hombre escupir sangre y caer de rodillas antes de que todo se volviera oscuridad.

Despertó más cansada que cuando se había acostado. Como sus padres solían preocuparse muchísimo por sus visiones, había aprendido a controlarse para no preocuparles. Ya nunca les contaba nada sobre ese mundo oscuro que se alzaba ante ella en la mayor parte de las noches. Con tan solo siete años, había visto más horror del que cualquier niña debiera contemplar. Sabía que se avecinaba una gran guerra. Una guerra por la supervivencia de la humanidad.

Cuando bajó a desayunar, su madre entraba en la casa con un cubo de madera en el que llevaba la leche recién ordeñada de la vaca. Le sonrió con cariño al verla y se dirigió hacia el fuego para cocer la leche. Ella se sentó en la mesa y comió algo de fruta y de bizcocho casero de su madre mientras esperaba la leche. Pudo ver desde la ventana de la casa a su padre cortando leña sin camisa. Era verano y hacía mucho calor.

En el pueblo, las mujeres decían que su padre era el hombre más atractivo de toda la región y que su madre era realmente afortunada. Su madre siempre sonreía cuando le llegaban los rumores y aseguraba que en verdad era así de afortunada. Vivían los tres felices en su casita de campo, viviendo de su pequeño huerto y de los animales que criaban. No eran ricos y no tenían comodidades, pero eran felices y eso era mucho más de lo que podían afirmar algunos. Lamentablemente, a veces se oscurecía su vida.

Las mujeres que se acercaban por el camino hacia la casa eran su maldición y su castigo. Nada más verlas, su padre empuñó el hacha y se dirigió hacia ellas con claros signos de violencia contenida. En más de una ocasión las había echado de su casa de muy malas maneras. Su madre, al ver a las mujeres a través de la ventana, le puso delante la taza con leche caliente y salió tras su marido, cerrando la puerta a su espalda. Eso no evitaría que ella supiera lo que esas mujeres buscaban. Una vez más regresaban a por ella y seguirían haciéndolo durante años y años.

Vestían largas túnicas negras de tejidos lujosos y se cubrían el cabello con un velo. Siempre vestían igual y siempre le producían escalofríos. Dijeron algo; su padre empuñó automáticamente el hacha con intenciones asesinas. Su mujer lo agarró e intentó convencerlo de que no era el camino. Ella siempre lograba calmarlo. Dejó su taza de lado y se acercó a la puerta que entre abrió para poder escucharlos.

— Sabéis lo importante que es ella. ¡No podéis seguir haciendo esto!

— ¡Es nuestra hija! — afirmó su padre con salvajismo — ¡No os la llevaréis!

— Sus visiones nos salvarán, ¿no podéis entenderlo? — insistió la mujer más mayor — No podéis seguir ocultando a una profetisa. Tenéis suerte de que seamos nosotras las únicas en haber venido hasta ahora.

Notó que su madre temblaba al escuchar aquello.

— ¿Qué queréis decir? — preguntó con voz temblorosa.

— Pronto, más seres sentirán su poder y vendrán en su busca. Ellos no serán tan amables como nosotras.

— Su lugar está aquí, — su padre dio un pisotón en el suelo de tierra con determinación — con su familia.

— Te equivocas. Su lugar está en el templo con las demás. Su poder es demasiado fantástico y demasiado peligroso. Apenas quedan profetisas en el mundo y ninguna tiene un poder como el suyo. ¡Es única!

Su padre volvió a sacudir la cabeza en una clara negativa.

— Debéis entender que no le deseamos ningún mal. — intervino otra más joven — Su don la destruirá si no aprende a controlarlo y es muy arriesgado permitir que otros seres la alcancen. ¿Sois consciente de lo que serían capaces de hacer con esa niña?

— Hace mucho que no tiene visiones. — en eso su padre se equivocaba — Tal vez se haya curado…

— El don de la profecía no tiene cura y te aseguro que estás equivocado. — contestó la mayor — Si creéis que no tiene visiones, es porque ella no os lo ha contado.

¿Por qué era ella tan especial para esas mujeres? Sabía que sus visiones no eran muy comunes entre el resto de personas, pero no lograba entender que ella fuera tan diferente. Quitando ese pequeño detalle, era igual que cualquier otro ser humano, ¿no?

— Si os la lleváis… — musitó su madre — no volveremos a verla…

— Es un precio muy pequeño a cambio de la salvación de la humanidad.

Su padre perdió el control en ese mismo instante. Ni Sonomi pudo impedir que alzara el hacha y asestara el primer golpe. Las mujeres se apartaron espantadas y lo miraron con horror. Ella misma se sintió horrorizada. No iba a consentir que su padre matara a nadie por su causa. Ya iba siendo hora de enfrentarse a su inminente destino.

— ¡Papá, no!

Se detuvo antes de asestar otro golpe y se volvió hacia ella horrorizado y avergonzado por sus propios actos ante la mirada de su hija.

— Kagome…

— Iré con ellas.

A continuación, sus padres le suplicaron de rodillas que no hiciera algo semejante. Repitieron una y otra vez que solo era una niña y que no sabía en absoluto dónde se estaba metiendo. La abrazaron, la besaron y le explicaron que si se iba, jamás podrían volver a estar juntos. Ella ya lo sabía, entendía los riesgos y la pérdida, pero también sabía que, si no se marchaba, alguien terminaría haciendo daño a sus padres para llegar hasta ella. Iba siendo hora de alejarse. Su partida los mantendría seguros.

— Kagome, por favor… — insistió su madre.

— Es mi deber, mamá.

Y ninguno de los dos se atrevió a cuestionar esa muestra de madurez en una niña de siete años. No necesitó hacer equipaje, pues las mujeres prometieron que en el templo tendría todo lo que pudiera necesitar. Lo único realmente difícil fue quitarle de encima las manos de su madre. Unas manos cálidas que la sujetaban con desesperación.

— Nunca te olvidaré, mamá. — se desasió de su agarre — Te lo prometo.

Alzó la vista hacia su padre, quien se estaba mostrando furioso por su decisión de "abandonarlos".

— Papá…

— Vete.

Su padre se mostró impasible, no le dio ni un beso, ni un abrazo de despedida y ella se marchó cogida de la mano de la mujer más mayor con la cabeza gacha y los ojos rojos por las dolorosas lágrimas. Su padre la debía estar odiando por marcharse después de todo lo que se esforzó en protegerla. No lograba entender que ella lo estaba haciendo por su seguridad. Además, esas mujeres aseguraban que ella podía hacer algo para equilibrar la balanza en la guerra por la supervivencia de la humanidad. Si así era, quería colaborar.

La mujer más joven, la que todavía no había hablado ni una sola vez, la alzó para subirla a la grupa de un precioso corcel. Era el cuarto animal. Generalmente, acudían a su casa con tres corceles para ellas. Ese día llevaron cuatro y en su mente supo que sabían el resultado. Sabían que ella las acompañaría. Sujetó las riendas que le dieron y alzó la vista hacia su casa. Su madre seguía de rodillas en mitad del camino con las manos cubriendo su rostro lloroso. Y su padre… su padre… su padre lloraba sin apartar la vista de ella. ¡Dios, no estaba enfadado!

— ¿Qué has visto?

Se volvió hacia la mujer más joven al escucharla, sin entender.

— ¿Qué viste en tu visión de esta noche? — aclaró al notar su desconcierto.

¿Cómo pudieron saberlo? Ella no se lo dijo a nadie. Miró una última vez a sus padres y se volvió hacia ellas con mirada sombría.

— Muerte.