Aclaraciones iniciales:

Este fic no pretende ser un cambio de roles ni nada por el estilo, por cuestiones que se irán desenvolviendo a lo largo de la trama y que iré aclarando más específicamente conforme vaya avanzando.

Además, contendrá escenas y tocará temas que pueden afectar al público sensible, por lo que la clasificación es M, pues tiendo a pesarme con ciertas cuestiones, ya están advertidos.

¡El resto se cuenta solo!

¡Zelda no me pertenece!

Disfruten~


Destino decidido

Por: Egrett Williams

Prólogo:

El intercambio


...

Nadie hubiera supuesto siquiera en qué tipo de condiciones turbulentas nació la heredera al trono de Hyrule, pues solamente cuatro personas participaron en el evento; una de ellas era tan solo un recién nacido, mientras que el resto actualmente se encuentra muerto.

Níkolas sintió un escalofrío recorrerlo en cuanto escuchó por vigésima vez gritar a su mujer desde la otra sala.

El evento sucedió en aquella pequeña cabaña, residencia de una curandera de la zona. La anciana mujer les había dado comida y hospedaje durante algunos días a cambio de nada, pues según ella era todo un honor darles cobijo a ambos regentes del reino dentro de su humilde y destartalado hogar. El rey agradeció con la promesa de recompensárselo algún día; uno que jamás llegaría.

Los días de viaje desde la capital hasta el bosque de Farone habían sido duros, largos y agotadores. A finales de estación el clima resultaba impredecible, llovía sin aviso y las corrientes de aire trataban de derribarlos a cada paso escabulléndose entre sus ropas con cada suspiro, arrebatándolos de cualquier calidez que éstas pudieran impregnarles. Elena, su esposa, había insistido en querer viajar aún estando embarazada y a pocas semanas de dar a luz, muy pese a que su vientre abultado y sus pies hinchados le indicaban que en cualquier momento podría suceder. Níkolas, que durante esos tres años de matrimonio forzado había entendido que nada podía hacer contra la testarudez de su mujer, no intentó convencerla en lo absoluto, ni gastar saliva siquiera en un amago de hacerlo. Finalmente terminó decidiéndose porque acompañarla le garantizaba librarse del consejo por lo menos una semana como mínimo, mas si fuera por él lo extendería hasta un mes. Era una lástima que no pudiera darse ese lujo.

Afuera, las ráfagas de viento azotaban con fiereza las ventanas y hacían crujir las ramas de los árboles. El cielo parecía soltar su frustración en lo que parecía un diluvio interminable. El último día de invierno despedía a la estación representándolo con toda su gelidez y clima cruel, despiadado para aquellos que no conseguían refugio. Nikolas se frotó las palmas tratando de reunir algo de calor en éstas, pero nada obtuvo, seguía sintiéndolas igual de ásperas a causa del frío.

Suspiró profundamente. A tan solo unos metros de distancia, Elena daba a luz entre gritos y exclamaciones acongojadas a su primer heredero, prematuramente. Estaba nervioso sin lugar a dudas, pero no por lo que el acontecimiento representaba; él achacaba todos los síntomas al momento, lo culpaba del sudor frío que le bajaba por la frente y de la sensación de vacío que tenía en el estómago. Pues, al fin y al cabo, ese bebé lo único que representaba era el fruto de un amor que nunca se dio entre ambos, tan solo era la consecuencia de una unión interesada, un efecto colateral.

Dentro de la habitación, iluminada escasamente por las velas y la luz de la chimenea, la vieja curandera incentivaba a la mujer mientras la refrescaba con paños humedecidos en agua de la fuente del espíritu, cuyas propiedades curativas eran impresionantes. Ella solo ocupaba tales reservas para casos que realmente lo demandaban, como este caso, en el que el asunto no pintaba para nada bien. La joven reina estaba mortalmente pálida, bajo sus ojos se habían formado unas oscuras ojeras que ensombrecían su bello semblante y el cabello dorado desperdigado en las almohadas se le pegaba al rostro y su cuello perlado del sudor que transpiraba a mares; estaba deshidratándose rápidamente. El parto ya de por sí era de lo más complicado y doloroso, pero Elena no esperaba que su primera experiencia fuera tan mortificante y agotadora. A momentos la conciencia se le iba y el aire se la hacía escaso, las sienes le martilleaban con urgencia y la jaqueca de hace días se había intensificado atrozmente. Arrancarse la cabeza parecía ser la mejor solución en aquel momento. La mujer sentía que las fuerzas se le escapaban en cada exhalación que daban sus pulmones, deseosos del preciado oxígeno; sentía que se ahogaba. La energía que utilizaba para traer a su bebé al mundo era inmensa y ella juraba que, con cada esfuerzo que daba, algo de vida se le marchaba.

—Tan solo resista un poco más, mi señora —dijo la anciana junto a ella—, ya falta poco.

Elena dio un último grito que acompañó su monumental esfuerzo. Y brevemente más tarde, los quejidos de la reina fueron sustituidos por el llanto del recién nacido, que chillaba con fuerza teniendo sus manitos apretadas en un puño cerrado.

La anciana mujer tomó a la criatura en una manta y procedió a lavarla para quitar los restos de sangre y vérnix, y tras eso, cortar cuidadosamente el cordón umbilical; un mal corte podía traer serias complicaciones. Era una niña de mechones castaños muy claros que apenas se asomaban en su calva cabecita, y con la marca de una maldición en el dorso de su mano derecha: el símbolo de la Trifuerza asomaba al igual que un manchón oscuro en la enrojecida piel de la pequeña.

—Es una niña. Hyrule tiene a una princesa.

La ahora madre escuchó la voz de la anciana muy bajito, al igual que un murmullo, como si ésta viniera desde muy lejos. Elena pensó entonces lo que tendría que pasar su pobre hija como primogénita y heredera al trono: las presiones, el estrés, la constante presencia del consejo atosigándola. Ella sin serlo alguna vez, había tenido que pasar por todo aquello. La pequeña Zelda —como dictaba la tradición— tendría una vida muy pesada por delante siendo princesa, y ella hubiera dado lo que fuera por evitarle aquel sufrimiento. Pero la ley y las costumbres en Hyrule regían con mano dura y no perdonaban ni a los miembros de la misma realeza.

Elena respiraba con energía, con los ojos entrecerrados mientras intentaba recuperar las fuerzas, mas le era inútil, se sentía tan o más agotada que antes. Su cuerpo había sido débil toda la vida y conocía los riegos de su embarazo, incluso el no poder salir viva del parto. Los médicos del castillo se lo repetían constantemente, pero la reina siempre había hecho oídos sordos a la advertencia, porque el amor que sentía hacia la criatura que se gestaba en sus entrañas era mucho más inmenso. E incluso ahora que veía de forma clara como aquella posibilidad se hacía realidad sin que ni las mismas Diosas pudieran ayudarle, no se arrepentía de nada, porque su cariño era más grande que su temor por perder la vida.

Sintió como la anciana se colocaba junto a ella y repetía palabras que ya no escuchaba, luego una cálida presencia junto a su pecho. La niña respiraba a ronquidos lentos y calmados junto a su madre. Elena tenía inmensas ganas de sollozar por la felicidad que sentía al tenerla, tan así, que incluso el sentimiento de estar desvaneciéndose lentamente había menguado poco a poco, conforme la tenía a su lado. Aquel pequeño bulto de piel suave, cabecita blanda, diminutas orejas puntiagudas —símbolo de su raza—, de ojos cerrados y color misterioso; pues aún no los había revelado. Esa niña de manitos diminutas y apariencia frágil e indefensa, fue por la que tanto amor sintió en aquellos últimos instantes, tan infinito e inmenso.

—Lamento tanto tener que dejarte, mi hijita…—susurró, tan raídamente, que la señora no la escuchó.

Níkolas que aún permanecía fuera de la sala se estaba planteando entrar y ver cómo iban las cosas, pues hace algunos minutos los gritos de Elena habían sido sustituidos por el llanto del recién nacido. Justo en ese momento apareció la anciana indicándole que ya podía pasar a ver a su hija, a lo que el rey no tardó en levantarse de su asiento y caminar a paso perezoso hasta la habitación, no estaba muy entusiasmado realmente, pero sí bien cohibido.

A diferencia del lugar en donde se encontraba segundos antes, allí había una calidez agradable deprendiéndose de todas partes. La pequeña chimenea ubicada en uno de los laterales hacía bien su trabajo a la hora de mantener el calor avivado. Níkolas dirigió su mirada inmediatamente al montón de frazadas y almohadas de colores surtidos desparramadas en el piso, lecho en donde Elena reposaba junto a la niña apoyada entre su pecho y brazo, como durmiendo, iluminada por la anaranjada luz de las llamas. Se agachó junto ambas, la niña dormía tranquilamente junto a su madre, con su rosada mejilla apretujada contra su pecho.

—Tiene la misma cara de ratón que tú tenías de niña, Elena —dijo Níkolas en broma, medio sonriendo, pero la reina no le contestó—. ¿Elena?

Fue entonces que se percató de la palidez extrema de ella, de las oscuras ojeras bajo sus párpados cerrados, de la frialdad de su piel y el sudor helado que la cubría. La falta de viveza en su rostro lo golpeó en ese instante, incluso los labios rosados que tanto le tentaron en algún momento habían perdido su tonalidad.

Asustado, llamó la anciana para que le dijera qué había pasado con su mujer, y ella, con la templanza que los años le habían dado para este tipo de situaciones, se acercó lentamente hasta la reina y comprobó sus signos vitales: Elena ya no respiraba y su ritmo cardíaco se había extinguido completamente.

—La reina está muerta, señor —dijo ella, con el tono más neutral que pudo, aunque profundamente afectada.

Níkolas no supo cómo sentirse en aquel momento, la muerte de Elena había sido tan repentina para él que realmente no sabía cómo asimilarlo. Él no la amaba, ni ella a él, eso estaba más que claro, pero en todo ese tiempo ella había sido la única que estuvo con él en eso tres años de reinado juntos. Elena era la mujer más dulce y seria a la vez, y aquella que, sin siquiera quererlo, le dio los mejores consejos cuando más lo necesitaba. Su pérdida, aunque no fue devastadora para el rey, sin duda causó cierto vacío en él que nada ni nadie podría llenar.

—¿Y la niña, cómo está ella? —preguntó, asustado de haberla perdido así como a su madre.

La anciana tomó en brazos a la recién nacida, que protestó levemente al ser arrastrada lejos de su madre. Tampoco se veía muy bien precisamente.

—La reina ya estaba enferma a la hora de dar a luz, el parto tuvo que haberla debilitado lo suficiente para matarla. La niña tampoco se ve muy estable, probablemente corra el mismo destino que la madre.

El rey sabía que aquello era cierto. Su mujer había tenido un embarazo en extremo complicado, pasaba la mayor parte del tiempo en cama debido a las enfermedades que tendían a atacarla y las graves faltas de energía que se presentaban conforme el embarazo avanzaba más y más. A momentos se desmayaba o se sentía mareada, sufría de náuseas y vómitos constantes, por lo que nunca logró tener una alimentación óptima. Era en momentos como ese en los cuales los miembros del consejo le reprochaban el haberse casado con una mujer tan enfermiza, que seguramente no sería capaz de engendrar un heredero en las mejores condiciones, pero Níkolas siempre había hecho oídos sordos y se encargaba de otorgarle a Elena la mejor atención que pudiera prodigarle, junto a los mejores expertos en la materia y los últimos descubrimientos de la ciencia. Se había encargado de que nunca le faltara nada.

Los meses de embarazo transcurrieron en un encierro constante entre las paredes del castillo, lejos del aire fresco, de la luz del sol, de la compañía en los paseos por los jardines y los bailes a los que ella tanto le gustaba asistir, por lo que el deseo de escabullirse allí en cuanto los médicos dieron el victo bueno no se le escapó. Así fue como terminaron en los Bosques de Farone, y más tarde, en la cabaña de la anciana que residía sola en el corazón de éste.

Níkolas no quería estar ahí para cuando tuviera que perder lo último que le quedaba de Elena, no quería ver como aquel retoño por el que poco apego tenía terminaba por extinguirse sin haber florecido siquiera.

Un segundo llanto fue lo que terminó con aquel incomodo silencio. La anciana dejó a la niña en brazos de su padre y se dirigió a la pequeña cesta de mimbre ubicada en unos de los rincones de la sala. Níkolas inmediatamente prestó atención al otro bulto que la anciana cargaba entre sus brazos.

—¿Qué tiene ahí?

—Este pequeño al igual que su hija nació hoy, horas antes de que usted y su esposa llegaran a mi cabaña. Su madre luego de dar a luz lo abandonó conmigo diciendo que no estaba preparada para cargar con un bebé con tan grandioso destino —respondió la anciana calmando al infante, para luego voltearse hacia el rey y caminar hasta donde se encontraba.

—¿Qué tipo de destino podría tener tan solo un bebé? —preguntó él con sorna. Esa mujer seguramente estaba loca.

—El mismo que su hija tiene —volvió a responder ella. Nikolas abrió los ojos como platos al ir entendiendo a donde se dirigía tal afirmación —. Tanto él como la niña tienen la marca de las Diosas.

El joven rey reaccionó instantes después. Desenvolvió con urgencia a la pequeña de su manta para fijarse inmediatamente en el dorso de su mano y confirmar el hecho: era tal cual la mujer le había dicho, su bebé estaba dotada por las Diosas y en ella residía la Trifuerza de la Sabiduría, traspasada de generación en generación por los miembros de la familia real. Níkolas volvió a cubrir a la pequeña Zelda con la tela, quien protestaba por el repentino frío que sentía en su cuerpecito, y su llanto fue seguido por el del varón. El hombre solo se limitó a seguir observando a la pequeña y luego pasó una mano entre sus cabellos castaños —los mismos que su hija había heredado—, en señal de estrés.

Había dos criaturas en las que el poder dorado se albergaba y una de ella probablemente moriría.

—¿Puedo ver al pequeño? —preguntó el hombre, movido por un presentimiento. La anciana, que lo miraba con expresión indescifrable, accedió tras unos segundos de duda, pasándole al niño no sin antes sostener a la princesa.

Níkolas le echó un largo y minucioso vistazo. Se trataba de un bebé hyliano que tenía el mismo tono de piel que Elena había lucido en sus mejores días, unos mechones rubios, tan claros, que difícil era distinguirlos en la blanda cabeza redondeada, y una mirada azulina que continuó recordándole a ella. Efectivamente, la marca de la Trifuerza se encontraba grabada en su manita, como la anciana había aseverado. Entonces… ¿y si él…?

El rey tomó una decisión en ese instante: Hyrule no necesitaba de una heredera con el mismo fatal destino que su madre, no necesitaba una mujer que correría la misma suerte, sus pesares, cargas y conflictos. En cambio, con aquel niño sobre sus brazos, las cosas podrían ser distintas, muy distintas, y nadie nunca podría siquiera sospechar que realmente no se trataba del legítimo heredero al trono. El muchacho tenía los rasgos de Elena sin compartir la misma sangre y estaba marcado igualmente con el poder divino de su hija, el cual pasaba por su familia. ¿Qué importaba si no era la sabiduría que se albergaba dentro del chiquillo?

Nada. Absolutamente nada.

Níkolas que no creía en las leyendas, ni en ninguna de las palabras que había escritas en éstas, no se detuvo en lo absoluto para meditar aquella certeza con la paciencia que debía y merecía una decisión como ésa, ni en lo que la presencia de dos fragmentos de la Trifuerza avecinaba para su reino.

Por otra parte, ¿qué tipo de padre descorazonado era como para abandonar a su hija de esa forma? Pero ni el nulo amor paternal logró intervenir en el hecho. No. La niña moriría. Lo último que Elena había dejado para ese mundo iría tras su madre. No tenía razón alguna para echarse atrás, se quitaría un peso de encima.

—Me quedaré con el niño —afirmó el rey. La anciana, quien hace poco se había sentado en una silla cercana al hombre agradeció estar firmemente apegada a ésta, sino, seguramente se habría ido de espaldas con la bebé y todo; la había tomado muy por sorpresa.

—¿Cómo dijo, mi señor? —preguntó ella, estupefacta.

—Me quedaré con el niño. Quiero que él sea mi heredero. ¿La niña morirá, no? Me quedaré sin nadie entonces, y él, al igual que ella, está marcado de la misma forma, nadie podrá refutar nada, es un miembro de la familia real. Te la quedarás hasta que eso pase —ordenó firmemente, parándose finalmente y dirigiéndose hasta ella—, y no le dirás nunca a nadie lo que pasó. Éste es mi hijo, a partir de ahora.

La anciana lo miró sorpredida, luego se fijó en la niña, y por último en el niño.

—¿Quién soy yo para cuestionar a mi rey? No, no le diré a nadie y mantendré el secreto, podrían pensar con nuestro generoso monarca es realmente cruel, después de todo.

Níkolas no se sintió ofendido ante la burla, pues, aunque no le gustaran, eran ciertas sus palabras. En otra situación, se hubiera ofendido severamente.

—Confío en ti, mujer, eres una sheikah. Tu tribu ha estado por largo tiempo sirviendo a mi familia —y se fijó en los ojos rojos de la anciana, brillando con ese tono carmesí que tanto le intimidaban desde que era un niño—. ¿El pequeño tiene nombre?

—Sí, la madre pese a abandonarlo se tomó el trabajo de nombrar el pequeño, parece que tenía tiempo de haberlo escogido —contestó mirando al niño quien volvía a dormir—. Su nombre es Link.

—Que se quede así entonces —dijo, luego miró a su hija— El nombre de la niña es Zelda y eso es algo que nadie puede cambiar.

—¿No cree usted que sería sospechoso tener una niña con los rasgos del rey, marcada por las Diosas y de nombre Zelda, mi señor?

—¿Y de qué te preocupas, morirá o no?

La anciana afirmó.

Efectivamente, moriría si nadie hacía nada por salvarla.

Níkolas entonces volvió a fijarse en el pequeño que había tomado como su hijo, convenciéndose de que aquello era lo mejor, para él y para su reino. La pequeña por la que Elena murió trayendo al mundo quedaría olvidada para él, en aquel inhóspito lugar entre los bosques, y aquel día no sería más que al amargo recuerdo de haberla perdido en aquella fatídica noche de tormenta.

—Desde ahora eres Link, príncipe de Hyrule y heredero al trono. Algún día gobernarás estas tierras y las llevarás a una próspera era —dijo el rey, sin saber que esas palabras se volverían realidad, tal cual él quiso.

Días después un carruaje real interceptó en los bosques de Farone para llevarse el cuerpo de la fallecida reina, embalsamado y cubierto en telas debido al efecto de la descomposición.

Llegando al castillo, Níkolas fue el encargado de anunciar a sus súbditos la triste noticia de la partida de la reina y de dar a conocer al heredero al trono ante los ojos de la población hyruleana: Link, príncipe de Hyrule. Mientras la verdadera heredera se encontraba a kilómetros de allí, en una desvencijada cabaña a cuidado de una anciana llamada Impa, que gracias a sus conocimientos mantuvo en la vida a la niña y no se trataba de nada menos que la misma sierva de la Diosa, quien velaba por ella como en antaño había sido.

...


Primero, quiero darme un momento para celebrarme a mí misma —viva el amor propio— por mi primer long-fic. OMG, realmente no creí que tendría la suficiente seguridad para publicar un proyecto así de extenso como lo será éste.

El prólogo es algo corto, pero de a poco la longitud de los capítulos se supone (debería) irá aumentando. Esto también es un reto para mí, pues acostumbro a escribir fragmentos mucho más breves que ésto y me cuesta extenderme sin irme a lo innecesario.

Creo que ahora se entiende un poco más lo que dije allá arriba, pero vuelvo a citar, esto no es ningún cambio de roles, por lo que no haré de Zelda ninguna heroína, ni a Link un sabio, además, ambos conservan sus respectivas virtudes, entonces, ¿qué hace esto tan distinto de la entrega original, umm? Pues tendrán que verlo.

No tengo idea de qué tipo de publicación manejaré (estoy entre dos y tres semanas, me demoro mucho en escribir), por lo que el primer capítulo puede estar perfectamente en dos lunes más como el próximo mes (espero que no). Las vacaciones se me acabaron, por lo que tengo menos tiempo para dedicarme a escribir, pero no por eso lo haré con menos ganas ni entregaré escritos a medias pintas.

En fin, espero que les haya gustado y por favor dejen sus comentarios, ¡que me motivan mucho! Las criticas constructivas también me ayudan un montón.

¡Nos leemos en el siguiente!