Bueno, omitiendo irresponsabilidades con otros fics.

¡Hola! Sólo quería decirles que este fic, de tres capítulos cortos, es más que nada una precuela a un fic más largo. Está aparte porque no es indispensable para el resto, pero sí muy complementaria. De cualquier manera, espero que disfruten leyendo esto.

Saben que Ao no Exorcist no me pertenece, sino hubiera sacado otra temporada antes del 2017.

¡Saludos!

Nota: lo que está en cursiva no son necesariamente poemas, no tienen necesariamente rima. En realidad, son textos demasiado cortos, y me gustaba cómo quedaban así. Aunque puede que haya algún 'poema' entre ellos.

Nota II: Muchas gracias Alo-chan. De ella es el dibujo de la portada, con su paciencia lo hizo a pedido. ¡Gracias enana!


Parte Primera.

Capítulo Primero.


Corre tu tiempo corre.

Corre hasta que deje de correr.

Y ahí estoy sentado,

esperando que sea hora,

de frenarlo con esta misma mano,

que vivo en algún momento lo mantuvo.


Había llegado al borde del final. Sabía que correr sería inútil, y que quedarse quieto sería peligroso. Había perdido el juego, no importa cómo se mirara. Había perdido desde que había decidido apostar. Quien fuera su actual perseguidor, lo atraparía y lo llevaría a donde él estaba. De ahí, lo que pasara, era una obviedad. Le pondrían la máscara, cambiarían su forma, lo torturarían hasta perder razón y memoria.

Giró en una inútil esquina, con su inútil intento de seguir vivo. La noche era irónicamente maravillosa, la luna llena brillando como pocas veces se la ha visto.

No podía terminar así.

No quería que terminara así.

Sintió el miedo que no había sentido en toda su vida. Sus nulas ganas de pelear algo desconocido para él. Podía ver, como quien ve el futuro, que él ya estaba muerto, pero que todavía no se daba cuenta. Sus piernas fallaron en algún momento, haciéndolo tropezar. Silencio, sólo eso se escuchaba. Una calma escalofriante, una nebulosa irreal de sueño y temor.

Y de pronto, con un solo ruido, un chillido agudo en su oído derecho, el mundo se volvió negro.

Y de ese color jamás salió.


Le irritaban las clases y el levantarse temprano. Los mejores momentos de su mañana eran sus desayunos. De ahí y hasta ya entrada la tarde, sus ojos caían pesadamente, sus profesores le gritaban que se despierte, y sus amigos se burlaban, no con malicia, de su falta de concentración.

¿Por qué no podía simplemente saber todo sin el esfuerzo que le pedía el estudio? Además, ¿de qué le servía estudiar todo eso? Él no aprendía con los libros, sino en la acción. Pero nadie parecía entender eso más que él.

Tarea, memorizaciones, exámenes, y más tarea, para repetir los otros dos pasos. No sabía si resistiría el tedio. A veces, muy pocas veces, le daban ganas de nunca llegar a ser exorcista. Después de todo, no sería mala una tranquila vida en el templo, con un tranquilo trabajo. Lástima que fuera imposible.

Rin nunca podría tener una vida normal, y él lo sabía muy bien.

Y, si acaso su vida no sería normal, no sería de aquéllas que se viven como un independiente; si acaso su vida sería ese vórtice que se presentaba ante él, iba a asegurarse de poder recorrerlo solo. Nadie se hundiría si llegara el momento de hacerlo. No por él.

Es por esto que se sintió aliviado cuando, esa tarde, declararon la suspensión de las clases de exorcista de ese día. Quería saber el porqué, pero nadie les dijo más que eso. Sólo sabían, y eso gracias al rápido comentario de Yukio, que tanto él como Shura y varios exorcistas más tenían una misión, y que no estarían disponibles para dar las clases normalmente.

Lejos de querer volver solo a su dormitorio, Rin decidió ofrecerles a todos algo de comer. Sabía que, si no fuera por eso, alguno diría que debía estudiar o que estaba demasiado ocupado. Nadie podía negarse a su habilidad culinaria, y eso le hacía sentirse orgulloso en cierta gran medida.

La manipulación no funcionó, y el medio demonio tuvo que conformarse con regresar solo. Sería divertido jugar con Kuro, hacía tiempo que no lo hacía.

No esperaba llegar al dormitorio para encontrar que el mismo no estaba vacío.

—Salir antes y disfrutar de la tarde. Apuesto a que te gustaría que todos los días fueran así, ¿me equivoco?

Rin de inmediato torció uno de sus ojos. Su voz delataba por completo a su persona. Entrar al comedor y verlo ahí, sentado cómodamente con Kuro comiendo una de sus tantas porciones de fideos instantáneos fue una sorpresa lejos de grata.

—¿Qué demonios haces aquí? —le preguntó Rin, algo alterado.

—¿Qué no puedo visitar a uno de mis hermanos menores cuando me place? —preguntó Mephisto con una media sonrisa burlona.

—De hecho no, teniendo en cuenta que siempre es para dar malas noticias.

—¿Cómo puedes decir eso? —replicó el mayor de los dos, haciéndose el ofendido—. Y yo que quería pasar un tiempo de calidad con mi hermanito.

—¿Qué demonios haces aquí? —volvió a preguntar Rin, con su paciencia ya casi desvanecida.

Mephisto no contestó. En cambio, sólo se levantó de su asiento y caminó lentamente a su hermano. Cuando estuvo frente a él, sacó de su bolsillo un pequeño reloj de arena, y, tomando una de las manos de Rin, lo depositó en la palma. El chico quedó algo confundido, mirando cómo la arena corría hacia abajo, en un flujo lento pero constante. Ya llevaba la mitad del otro lado.

—¿Qué es esto? —preguntó, la ira, aunque aún dentro de él, invisible en su voz.

—Es obvio, es un reloj —respondió el demonio, siguiendo su comentario de una suave risa.

—Sabes a lo que me refiero.

Y ambos sabían que esa premisa era cierta. No sería un reloj como cualquiera, mucho menos un regalo que sirviera sólo de decoración.

—Cuando la arena termine de caer, sabrás qué es.

La respuesta de Mephisto fue seca, dicha con un semblante serio, a pesar de que la sonrisa no se hubiera borrado de sus facciones. Dicho eso, caminó hacia la salida, dando a entender sus obvias intenciones de irse.

—¿Y qué si no dejo que eso ocurra?

Esa pregunta desafiante causó la risa del extravagante demonio.

—No creas que soy tan idiota como para saber que eso es imposible —respondió cuando pudo controlarse.

Y, con eso y un chasquido de dedos, ahorrándose como pocas veces su conteo hasta tres, desapareció del dormitorio.

—Maldito idiota —murmuró para sí, y quiso probar qué tan cierto era el hecho de que fuera imposible impedir que la arena dejara de caer.

Tomándolo con fuerza dentro de su mano, Rin lanzó el pequeño regalo contra la pared más lejana, donde se escuchó un ruido seco. No había sido tan difícil. Después de todo, Mephisto sí era tan idiota como él creía. Queriendo superar su momentáneo enojo, fue hasta la cocina, Kuro pegado a sus talones, a preparar algo. Lo que fuera, cualquier cosa estaría bien.

Agarró una sartén y la puso sobre la mesada, prendiendo el gas. Fue hasta la heladera para agarrar dos huevos. Un omelette sería suficiente, a pesar de que el almuerzo ya hubiera pasado tiempo atrás. Tomó la sartén para ponerla sobre el fuego.

Y entonces notó el pequeño reloj sobre el teflón.

Se quedó congelado, sus extremidades petrificadas. Con la mano que tenía libre, habiendo dejado los huevos sobre la mesada de la cocina, tomó el pequeño artefacto, y lo sostuvo entre su pulgar y su índice. La arena microscópica seguía bajando a un ritmo constante, sin dejarse amedrentar por nada más que por sí misma. Era casi hipnótico.

Con su enojo floreciendo nuevamente, Rin dejó el reloj sobre la sartén y puso ésta al fuego. Y esperó.

Y siguió esperando.

Porque nada le ocurría al regalo de Mephisto.

Sacando el utensilio del fuego, tomó otra vez el reloj con su mano izquierda, sólo para comprobar que su temperatura apenas había variado en lo más mínimo. Al igual que la arena de su interior apenas había caído.

¿Qué significaba ese tiempo?


—No apuesto con demonios.

—Todo el mundo lo hace, tarde o temprano, ¿por qué crees que nos ha ido tan bien?

—Porque han convencido a la gente de hacerlo.

—Sólo estás dándome la razón con eso.

Él no dijo nada. Se quedó mirando al vació durante un tiempo indeterminado. El tiempo siempre era indeterminado cuando se hablaba con Samael.

—Además, ¿qué ganaría yo de ganar la apuesta?

—¡Bingo! Ahora es que estamos hablando en serio.

Nada bueno podría salir de eso, y ambos lo sabían. Nada bueno para el que apostaba con demonios. Una de las primeras lecciones de un exorcista, una de las primeras lecciones de los demonios. Samael observó con sus ojos calculadores y su confiada sonrisa al hombre frente a él. Sin saberlo, ya había aceptado. Todos aceptaban en cuanto preguntaban algo como eso.

Después de un rato de tenso silencio, Samael dijo:

—Lo que más quieres es lo que ganas.

—¿Y eso es?

—La cabeza de Rin Okumura.

—¿Y si pierdo?

—Uno de mis familiares te perseguirá y te convertirá en sirviente mío.

Tras ese comentario, Samael comenzó a carcajearse divertido, como si todo fuera nada más que un juego. Y para él en eso consistía todo, un juego donde sus piezas siempre cumplían sus órdenes.

—Está bien, acepto tu apuesta.

Ante esto, Samael se levantó de su asiento, y se acercó al hombre para estrecharle la mano, en señal de cierre del pacto.

—La mejor de las suertes, Igor Neuhaus.


Y cuando sus piernas se cansen,

y se canse él de correr.

Cuando supliques que siga andando

pero ya no haya más que andar.

Reiré ante tu miseria.

Porque tu tiempo habrá llegado.

Y mi mano la vida te habrá quitado.


Espero les haya gustado, ¡hasta el próximo capítulo!