Recuerdos de un pasado doloroso:

Ese día fue tan inusual para Severus Snape como el resto del año. Un año cargado de cambios cuando volvió a Hogwarts por una promesa hecha a su actual directora, la profesora McGonagall, para seguir impartiendo pociones, dando clases a tantos niños como siempre lo había hecho en el pasado. No quería hacerlo. Las razones del profesor eran muchas, todas mentiras y excusas, porque el motivo real por el cual no quería volver era tan absurdo como privado y doloroso. De todos modos ese año no había podido evitar los continuos llamados y cartas de la directora; y acabó por aceptar el puesto. Necesitaba el dinero y necesitaba volver para enfrentar sus miedos.

La guerra oscura, en donde Lord Voldemort fue derrocado, había terminado hacía tres años. Tiempo pasado también desde que le dieron el alta en el hospital San Mungo de enfermedades mágicas. Se había salvado del ataque de la serpiente por un milagro o, como le gustaba decir a él, por pura maldad divina. Estaba cansado, se sentía solo, viejo y acabado. En otras palabras: pensaba en la muerte con cariño.

Ese día estaba distraído y fue descuidado. Se encontraba poniendo orden en un cajón lleno de viejos pergaminos, trabajos de antiguos alumnos, plumas rotas, viejos tinteros secos. Cuando al poner todo el contenido en el escritorio de su despacho para tirar todo al tacho de la basura, se esparcieron por el suelo. Lanzando una exclamación de enojo se agachó para recogerlos e hizo un descubrimiento. Encima de todo el contenido, posado en su cúspide, estaba un antiguo trabajo de pociones escrito con una bella y estructurada caligrafía femenina. La reconoció al instante. Era el trabajo de una antigua alumna, la señorita Granger.

Un escalofrío recorrió su cuerpo al observar la caligrafía. Tanto esfuerzo había invertido en luchar por olvidarla y ahora la mala casualidad la ponía frente a él. Era una prueba de valor. Dejó el pergamino en el escritorio como si este estuviera maldito y retrocedió unos pasos sin que sus ojos oscuros pudieran despegarse de él. Y como si en realidad la maldición existiera, envenenó su mente el recuerdo del sabor de sus labios, la suavidad de su espalda desnuda, el compás de sus gemidos en su oído.

"No pare, por favor profesor, no pare". Recordó su voz dulce, incitante.

"No, no, no". Pensó suplicante ante tanta malicia de su mente.

Salió en estampida del despacho. Como si alejándose de un sucio pergamino fuera un combate eficaz contra los pensamientos indebidos, tan sucios como el papel mismo. Un sentimiento distinto de los que había experimentado, de culpa, lo invadía y no deseaba pensar más en ello. No quería hurgar en las profundidades de su alma, removiendo el dolor, la culpa, el abandono. Estaba en el fondo, casi enterrado, y allí deseaba que se quedara. Lo que pasó no debería haber ocurrido, era un secreto más de un pasado oscuro. Ahora todo era diferente pero, ¿lo era?

En el vestíbulo dio con la presencia de la mismísima directora.

-Severus, gracias a Merlín que te hallo aquí-dijo la mujer al verlo pero se detuvo. Al observarlo mejor le preocupó su aspecto aterrorizado-. ¿Ha ocurrido algo?

-No. ¿Por qué?- se atrevió a preguntar el adulto.

-Te ves algo extraño.

Como el profesor no respondió y tomó la actitud altiva e insondable que solía emplear cuando recibía una pregunta indiscreta, la profesora McGonagall dejó pasar aquello, atribuyéndolo a un problema personal, y siguió con su discurso.

-Iba a bajar a buscarte, madame Pomfrey me dijo que hablara contigo por las pociones para los catarros. Ella dijo que…

-¡Le dije que las subiría esta tarde!

-¡Ah! Seguramente se ha confundido, porque me comentó que te negabas a hacerlas. Algo extraño a mi entender.

El profesor Snape se ruborizó. Realmente no las había hecho. La enfermera se había pasado la semana pidiendo pociones y él ya no tenía tiempo de hacer más. No comprendía cómo la mujer no las preparaba ella misma y la epidemia de catarro no le parecía una excusa plausible para que los demás profesores tuvieran que cargar con sus obligaciones.

Se excusó como pudo ante la directora, culpando a madame Pomfrey de inatención y sordera, y dando a entender que él no tenía la culpa de estar cargado de obligaciones abrumantes. La profesora McGonagall se sorprendió ante el comentario porque creía, estaba segura, que el profesor Snape era el profesor que menos obligaciones tenía en ese colegio. No luego de haberse negado a ayudar en la pequeña fiesta de bienvenida que organizó para los alumnos.

-Estaba por bajar a buscar un té-dijo el hombre con la evidente intención de deshacerse de la directora.

No tuvo éxito en lo que se proponía al recibir esta respuesta:

-Te acompaño. A mí me apetecería uno también.

La discusión entonces se prolongó hasta las escaleras del sótano y luego en la cocina. El profesor Snape estaba impaciente, quería tomar la taza de té y largarse a su despacho para estar solo con sus problemas. Todavía no comprendía por qué se había permitido salir de él. No le agradaba mucho hablar con la directora y menos discutir, siempre de un modo u otro salía perdiendo. Si no, ¿cómo se explicaba su presencia en el colegio? Había sido una batalla perdida.

Un elfo doméstico le estaba pasando una taza de té cuando la mujer se la quitó de las manos, dejándolo perplejo.

-No, ponga las dos en una bandeja-dijo dirigiéndose al elfo. Luego miró a su colega_ ¿No pensarás tomarla solo, Severus? Mejor será que vayamos a la sala de profesores.

Estuvo a punto de quejarse, pero apretó los labios y no emitió ni un sonido más. No le gustaba pelearse con esa estricta mujer.

Unos minutos más tarde se dirigían al cuarto piso, todavía discutiendo, aunque en realidad era la profesora la que hablaba, el hombre se había sumergido en la mudez. Transportaba la bandeja con cuidado, concentrando sus pensamientos en ello, porque cuando su mente volaba se dirigía a donde no debía: al pergamino viejo y desde allí a recuerdos de su pasado.

-¡Severus, ten cuidado!-dijo de repente McGonagall devolviéndolo a asuntos más terrenales.

Había estado a punto de tropezar con un escalón, en lo alto de la escalera. Las tazas habían tintineado al chocar una con otra, pero el té no se había derramado. Tampoco los bollos que lo acompañaban.

-Cómo te decía-continuó la mujer mientras caminaban por el largo corredor- la profesora Granger llegará en tren mañana a las diez y no he conseguido quien vaya a buscarla.

Un ruido de estruendoso quiebre se desató a su espalda y se dio la vuelta sorprendida. La bandeja y las tazas estaban rotas en el piso, el profesor Snape las había dejado caer, mojándose toda la túnica. En un incomprensible descuido, a modo de ver de la mujer.

-¿Qué?-balbuceó blanco como el papel.

-¡Por Merlín! ¡Se rompieron!-exclamó McGonagall más atenta al accidente que al profesor.

-¿Qué decías, Minerva? ¿Qué profesora?-dijo impaciente, ignorando el comentario y la loza rota esparcida a sus pies.

-La profesora Granger. Hermione Granger. He conseguido que venga a hacer la suplencia de Encantamientos hasta que el profesor Flitwick se mejore y pueda salir de la enfermería sin gritar incoherencias. Ha sido realmente muy difícil. Pero al fin aceptó y llega mañana.

-¿Hermione Granger?- dijo el hombre por si no había escuchado bien.

-Sí, ¿la recuerdas? Era amiga de Harry Potter-dijo sorprendida McGonagall.

-Por supuesto-susurró Snape y un inoportuno rubor cubrió sus hundidas mejillas.

Hubo un incómodo y desconcertante silencio.

-¿Estás bien?-dijo al fin la directora. El profesor se veía realmente trastornado.

-Sí, claro que sí-dijo dando un a traer más té.

La excusa se le ocurrió de golpe y le permitió salir disparado escaleras debajo de nuevo. Lejos de la directora, que lo observaba de manera extraña. Estaba asustado de verla otra vez, aunque lo negara, aunque se clavara las uñas en la palma de la mano para ignorar el temblor que había aparecido de súbito por todo su cuerpo. Ella vendría al colegio, ¿y ahora qué iba a hacer? Nunca debió aceptar ese puesto. Había huido de su recuerdo y ahora la vida había querido que se vieran otra vez.

Llegó a su despacho, olvidándose del té, de la directora que lo esperaba en la sala de profesores, de todo el mundo. Tomó los trabajos que aún estaban esparcidos en el suelo y el de la señorita Granger que estaba en el escritorio y, con furia, los arrojó a la papelera. No podía creer lo que ocurría. Volvería a verla de nuevo. Iba a pasar lo que había estado evitando todos esos años desde que el accidente de las escaleras ocurrió, y las consecuencias que había traído le cambiaron la vida.

Fue directamente hacia una estantería y retiró tres gordos libros que ocultaban un compartimiento secreto, de dónde sacó una botella de whisky de fuego. La dejó en su escritorio y se sentó frente a él, observándola. El contenido estaba casi por encima de la mitad. No era un hombre de disfrutar con los alcoholes. No le gustaba. Pero ese día necesitaba un trago fuerte para digerir la desagradable noticia que acababa de recibir.

"¿Desagradable?" se preguntó pasados unos instantes. Luego que aceptó su inevitable encuentro había tenido una sensación de curiosidad.

Se sirvió en un vaso repleto de bebida y lo ingirió de golpe. La bebida quemó su garganta y encendió fuego en su sangre que se esparció a su corazón cuando recordó sus delicadas facciones de adolescente, su abierta sonrisa, su cabello castaño. Fue entonces cuando su rostro estuvo libre de malos pensamientos y Severus se permitió, por primera vez en años, recordarla. Por un instante admitió a sí mismo que la había amado.

"¿La había amado?" "No." "Aún la amaba."