Lejos quedaba aquel luminoso día en la colina de Pony, el día en que Candice White Andrew cumplía 18 años y todos se reunían para celebrarlo. El día en que Candy descubrió finalmente quién era su Príncipe de la Colina: su querido Albert, William Albert Andrew, cabeza de la familia Andrew, el famoso bisabuelo William. Albert, su padre, su hermano, su gran amigo.

Sí, había pasado tiempo desde aquel día, sin duda. La joven rubia que se miraba en el gran espejo del tocador frunciendo el ceño, era toda una belleza. Insondables y luminosos ojos verde azulados, tez y rasgos perfectamente delineados y cincelados, enmarcados por una larga y brillante cabellera del color del sol entre los árboles en primavera, que quitaba el aliento a todos los jóvenes de Chicago que la miraban y admiraban desde lejos. Ella era Candice White Andrew, y había hecho honor a su nombre en aquellos años transcurridos.

La joven se levantó despacio del tocador recogiéndose la melena con un elegante gesto, y se ciñó el albornoz más firmemente a su estrecha cintura. Fuera era mayo. Un soleado y maravilloso día de mayo, pero hacía frío. Abrió el ventanal y salió a la terraza, la cual daba al bosque del extremo de la mansión. Observó la espesura del pequeño bosque privado de los Andrew, los frondosos árboles, las hermosas flores … y súbitamente, deseó estar en casa. El Hogar de Pony se dibujó en su cerebro arrancándole una dulce sonrisa. Sus queridas Srta. Pony y Hermana María ahora estarían preparándose para dar de cenar a una treintena de chiquillos. Pero había prometido a Albert que ese año celebraría su cumpleaños en el terreno de los Andrew, y debía cumplir su promesa.

Porque ahora, quisiera o no, era una Andrew. Desde que Albert había hecho público que era el cabeza de familia y que ella era su hija adoptiva, ya no había habido lugar para más dudas y discusiones. Incluso la tía Elroy había aceptado su condición como parte de la familia Andrew. El bueno de Albert, quien en aquellos años se había convertido en su mejor amigo, en su hermano del alma, conociendo el carácter independiente y voluntarioso de su pupila, jamás la había presionado en ninguna decisión, jamás la había coartado en ningún objetivo, en ningún sueño. Siempre allí, a su lado, ofreciéndole amor y consuelo. Así pues, todo había transcurrido con aparente naturalidad, aunque a veces Candy sospechaba si no había sido un meticuloso y estudiado plan orquestado por el propio Albert y George, su asistente personal y gran amigo, para introducirla paulatinamente en los asuntos de la familia. Candy no era muy dada a actos sociales y financieros, de los negocios se encargaban Albert y Archie principalmente, pero cada día podía negarse menos cuando Albert le pedía que lo acompañara a algún acto o acudiera a alguna institución. También era cierto que Albert no abusaba demasiado de ello, conociendo el carácter de Candy.

La joven se apoyó en la barandilla de piedra de la terraza mientras el viento revolvía sus cabellos. De todas formas, aquello redundaba en su beneficio, no en su beneficio personal, sino que moverse en aquellos círculos le permitía sondear posibles benefactores y donaciones sustanciosas para lo que en ese momento, eran los dos pilares de su vida: su amada Casa de Pony, convertida en un importante orfanato-colegio del condado de Indiana, y su hospital, creado de la nada con esfuerzo y trabajo, el Anthony & Alistear Hospital, que ya se estaba haciendo un hueco en la gran urbe de Chicago. Con 18 años y la cabeza repleta de sueños, había querido volver a su hogar, a su amada Casa de Pony, y encontrar trabajo en algún hospital de los alrededores. Pero finalmente, persuadida por Albert y sus amigos, había embaucado al Dr. Martin en aquella aventura de construir un hospital en la ciudad. Tanto trabajo en aquellos años … la Srta. Pony y la Hermana María no paraban de decirle que debía reducir el ritmo frenético que llevaba, que caería agotada … Annie por su parte, ya casada con el amor de su vida y convertida en una Cornwell por fin y a punto de ser madre, la instigaba para que se involucrara más en la sociedad de Chicago y así poder conocer al supuesto hombre de su vida.

Una triste sonrisa se dibujó en su hermoso rostro. Pero ella ya había conocido al hombre de su vida … hacía años, una noche de niebla en un barco …

- ¿Candy? – Albert la observaba desde el vano de la puerta de la terraza con gesto interrogante. - ¿Qué estás haciendo ahí? - Candy parpadeó varias veces para despejar los ojos que tenía llenos de lágrimas y se volvió a mirar a Albert con una brillante sonrisa. Albert se acercaba a ella con gesto preocupado. - ¿Estás bien, querida?

- Sí, sí, no te preocupes. – Él se inclinó depositando un suave beso en su frente.

- Vas a enfriarte. Y no querrás pasar tu vigesimotercer aniversario en la cama con fiebre, ¿verdad? – Estudió su rostro minuciosamente. Al cabo de un momento, Candy se echó a reír.

- ¿Estás buscando alguna arruga nueva? Hasta mañana aun tengo tiempo. Veintitrés años … sí, ya soy una pequeña anciana. – Albert rió con ella y le rodeó los hombros con el brazo, observando el bosque que se extendía a sus pies. - ¿Y bien? ¿Voy a tener que rogarte para que me des mi regalo especial de cumpleaños? ¿O voy a tener que esperar hasta mañana en la fiesta?

Albert se giró para sentarse en la barandilla y poder observar su rostro.

- Tengo una especie de regalo, es cierto … pero no sé cómo lo vas a recibir. – Candy frunció el ceño intrigada.

- ¿A qué te refieres? – Albert suspiró y su habitual rostro jovial se puso serio, mientras sacaba algo del bolsillo de su chaqueta y se lo entregaba.

Cuando Candy descubrió qué era lo que Albert le entregaba, su rostro palideció mortalmente, tanto, que Albert se incorporó preocupado, tomándola por el codo.

- Pero … esto … esto es … - Albert asintió.

- Lo son, querida.

- Pero, ¿cómo es posible?

Lo que Candy sujetaba en sus temblorosas manos, eran un par de entradas preferentes para una obra de teatro que se estrenaba esa misma noche en Chicago. Lo más perturbador e inquietante era que el actor protagonista de dicha obra era el mismísimo Terrence Grandchester.

- Ante todo, debo pedirte disculpas, querida. – Albert continuaba hablando, mientras Candy intentaba controlar el atronador latido de su corazón y los miles de pensamientos y sentimientos que azotaban su cuerpo desde todos los ángulos posibles. – Omití contarte algo que me ocurrió hará unos tres meses, cuando viajé a Inglaterra.

- ¿Viste a Terry? – Susurró ella en un hilo de voz. Él asintió.

- Al regresar, pensé en relatarte todo … pero entonces estabas ocupada y preocupada y … - Meneó la cabeza con tristeza, mirándola compungido. – Lo lamento, actué como el típico hermano protector … y callé. Después el tiempo pasaba, y cada vez era más complicado sacar el tema. - Candy alzó una mano.

- Está bien … no te preocupes. ¿Hablaste con él? ¿Cómo estaba? – Albert percibió el nerviosismo y el anhelo en la voz de Candy, a pesar de que ella intentara disimularlo de la mejor manera posible.

- Nos tropezamos en la calle, de la manera más casual … o tal vez fuera el destino, ¿quién sabe? El caso es que ambos nos quedamos parados, uno frente al otro, casi como en una película. – Rió Albert nervioso. – Y entonces, yo le sonreí y él me correspondió con esa media sonrisa suya tan característica. Ahí comenzó todo. Acabamos cenando juntos. – Candy inconscientemente comenzaba a retorcer las entradas en sus manos y Albert se las cogió, mientras ella se sentaba a su lado en la barandilla de piedra.

- ¿De qué hablasteis?

- Hablamos de muchas cosas … hablamos de ti. – Candy decidió omitir ese último detalle intentando que el rubor no coloreara sus mejillas.

- ¿Estaba … está bien?

- Estaba muy bien, dadas las circunstancias. – Albert volvió a pasar un brazo por sus hombros y la apretó contra él con afecto. – Me comunicó que por fin volvía a Estados Unidos esta temporada, con una nueva obra. Aun no tenía ningún plan preconcebido, salvo que estaría unos meses de gira en el país. Entonces me dijo muy claramente que se sentiría muy honrado de que fuéramos a ver su obra cuando estrenara aquí, en Chicago. Ayer recibí las entradas, y esta nota. – Le entregó una hoja de papel que Candy tomó intentando enfocar la vista para poder leer coherentemente.

Chicago, 5 de mayo de 1921

Albert,

Espero no hayas olvidado la promesa que me hiciste de venir a ver mi obra cuando estrenara en Chicago. Pues bien, el estreno es mañana y aquí te envío las entradas, tal como te dije.

Estaría muy honrado de que aceptárais cenar conmigo después de la función.

Transmite a Candy mis más sinceros saludos, y espero y confío en que podamos vernos pronto, aunque sea para retomar una vieja amistad y pasar una agradable velada juntos.

Atentamente,

Terrence G.

Las manos de Candy temblaban tanto que devolvió rápidamente la nota a Albert y se levantó, volviéndose de nuevo a observar el bosque, ante la atenta mirada de Albert. Él le puso una mano en el hombro.

- Sé que todo esto ha sido una gran sorpresa, querida. – Susurró Albert. – Y que en este momento, estás nerviosa y confundida, y voy a dejarte a solas para que puedas digerir este asunto tranquilamente. Solo decirte que tal vez sea momento de espantar viejos demonios y dejar que sople el viento. Pero por supuesto, está en tu mano la decisión. Si no quieres considerar lo del teatro, tengo preparado un plan b para tu regalo especial. – Albert la miró con infinita dulzura y volvió a apretarle el hombro.

- Él … ¿él quería verme, Albert? - Los ojos azules de Albert la observaron con ternura.

- Sí, decididamente. – Candy se volvió para mirarlo a los ojos. ¿Cómo interpretar aquello?

- Quisiera hacerte una pregunta, Albert, algo que no te he preguntado en todos estos años. – Él la observó, intrigado.

- Tú dirás.

- Fue a propósito el que me enviaras aquel regalo desde Rockstown, ¿verdad? Querías que viera a Terry … - Albert parpadeó rápidamente un par de veces con sus claros ojos azules y desvió la mirada un segundo.

- Sí. Terry sufría … y en aquel momento creí que tal vez si os encontrabais … tal vez … encontrarías el camino de regreso. – Candy sintió que los ojos se le humedecían. Albert se encogió de hombros y sonrió con tristeza. – Puede que me equivocara, Candy, no lo sé … puede que me equivoque ahora … - Le apretó la mano y la miró con afecto. – Te dejaré sola para que puedas recapacitar. Nos vemos en un par de horas en la biblioteca, ¿de acuerdo?

Se quedó sola. Aspiró profundamente y llenó de aire sus pulmones, intentando calmarse. Hacía frío. Se apretujó más en su albornoz y decidió volver a su habitación. Al sentarse de nuevo en su tocador y mirarse en el espejo, observó que su rostro había cambiado. Sus ojos verdes estaban vidriosos, llenos de sentimientos reprimidos. Los recuerdos atenazaban su garganta. ¿Realmente iba a poder verlo esa noche?

¿Cuándo fue la última vez que lo vio? Lo recordaba bien. En Rockstown, hacía tiempo …. le destrozó el corazón verlo en aquel estado. Hubiera corrido a sus brazos sin dudar, pero no pudo … afortunadamente, había logrado vencer sus demonios. También recordaba bien aquella fría noche neoyorkina de hacía unos seis años. La dura separación … cuando renunció a él en favor de Susannah Marlowe … Terry llorando … el dolor desgarrador que sintió en el pecho … de pronto notó que lágrimas calientes quemaban sus mejillas y se las tocó confundida. "Mi Terry … el chico que me amaba …". Cómo dolía, aun dolía tanto… se le escapó un sollozo e intentó calmarse.

Aquellos años había seguido un proceso de curación y auto-convencimiento. Externamente, no demostraba sus verdaderos sentimientos respecto a dicho tema, y tal vez sus familiares hubieran podido pensar que era tema zanjado. Pero la realidad era bien distinta. Su naturaleza amable y generosa la impulsaba a desear la felicidad de Terry de corazón. Deseaba que aquellos años él hubiera sido feliz al lado de Susannah. Al menos hasta hacía un par de años, cuando desgraciadamente Susannah perdió la vida en trágicas circunstancias. Por lo que había leído en los periódicos, parecía ser que la joven actriz se había quitado la vida tras una larga enfermedad que la estaba consumiendo. No se daban más detalles, y a Candy le dolió el alma por Terry y por todo el sufrimiento que estaría padeciendo. Hubiera corrido a consolarlo si hubiera podido, pero ni siquiera se atrevió a enviarle unas palabras de pésame. Tal vez Terry la había olvidado … tal vez no necesitara de su consuelo … tal vez aquel chico que ella recordaba había cambiado. Bueno, ella también había cambiado. Aunque no sus sentimientos. A pesar de los años transcurridos, su amor por Terry seguía imperturbable.

Después de la muerte de Susannah, Terry se había marchado a Inglaterra a actuar con una compañía británica y había dejado Broadway. El tema había sido muy comentado en la prensa. Pero Candy suponía que Terry había tenido importantes razones para hacerlo. El suicidio de Susannah había suscitado polémica, y Candy comprendía que Terry se hubiera marchado a un lugar donde pudiera respirar y curar sus heridas.

Abrió uno de los cajones de su tocador y sacó una caja de madera. La caja estaba llena de recortes de prensa, y todos hablaban de la misma persona. Sacó algunos de ellos y los esparció por la mesa. Y allí estaba él … más alto, sus rasgos más marcados, el pelo más corto … un hombre ahora. Un hombre arrolladoramente atractivo. No había sonrisas en ninguna fotografía. Candy sabía que las sonrisas de Terry eran preciados tesoros que él sólo dedicaba a personas queridas y en muy contadas ocasiones. Y sus ojos … no se apreciaban en las fotografías en blanco y negro, pero Candy solo tenía que cerrar los suyos para poder admirarlos en todo su esplendor: aquellos ojos azules, del color del zafiro, que tan pronto ardían de pasión, como se llenaban de la dulzura más profunda o hacían estallar el hielo en llamas. Nadie más en el mundo poseía aquellos ojos …

Un suspiro entrecortado brotó de los rosados labios de Candy. Sentía que su cuerpo respondía ante el simple recuerdo de Terry. ¿Cómo sería cuando lo viera en persona? Se secó las lágrimas de las mejillas y observó su rostro en el espejo. ¿Qué pensaría él de ella ahora? Recordó las palabras de la nota … retomar una vieja amistad …. Candy frunció el ceño. Tal vez solo era eso lo que deseaba Terry … y ella no iba a fallarle, no esta vez, aunque se estuviera muriendo por dentro. Esperaba poder controlar sus sentimientos …