Epílogo

Algún momento después de que todo vuelva a la normalidad.

"La barca en que me iré

lleva una cruz de olvido.

Lleva una cruz de amor.

Y en esa cruz sin ti,

me moriré de hastío"

"Cruz de olvido"

Autor: Juan Záizar

Interpretada por Chavela Vargas


- ¿Cómo está? -se interesó Alonso.

Pacino, a su lado en la enfermería del Ministerio, se encendió un cigarrillo.

- Está tocado -contestó-, pero los matasanos dicen que vivirá.

Por lo que sabía en los hospitales no se podía fumar, pero Alonso decidió pasar por alto el gesto de su compañero. En verdad, no veía peligro en su apestoso tabaco más allá de la molestia de olerlo, y Pacino, vendaje en la cabeza y después de todo lo que el Señor les había traído por culpa del condenado Roa, se había ganado indulgencias por un tiempo.

Frente a ellos, en la cama, Julio Alvarado seguía inconsciente. Se estaba recuperando de un golpe en la cabeza por haber embestido a un Panzer Tiger VI y haberlo vencido en combate con sólo cuatro proyectiles. Alonso le dejó en la mesita una miniatura del Patton en metal que, pardiez, no era el de verdad pero al menos le daría un buen recuerdo cuando despertara.

- ¿Sabemos algo de Julián?

- Me temo que no -contestó Alonso-. No sabemos si sigue vivo o muerto. O si por ventura viajó atrás para deshacer lo hecho por el otro.

- Aun lo recordamos -suspiró Pacino.

- Aun lo recordamos -confirmó Alonso-. Quiero pensar que aun sigue por ahí. Y que le acabaremos hallando.

Salieron de la habitación, en silencio, para dejar descansar a Alvarado.

- ¿Y Amelia?

- Con el informe, ya la conoces -sonrió Pacino-. No sé si va a volver o no, así que no me des la brasa... ¿Y esos... Sabios? ¿Salvador los va a mandar a Loarre?

Alonso negó con la cabeza.

- El dibujante y el abogado se recuperan de sus heridas aun -explicó-. Acabo de acompañar al escritor a su tiempo. Por los servicios prestados, Salvador bien satisfecho parece. Cree que se merecen el perdón y que son, cito, "de los buenos". Es curioso -recordó Alonso-. El escritor parecía sorprendido.

- ¿Y eso?

- Antes de volver a su año me confesó que no se consideraba un hombre bueno -recordó Alonso-. Por cómo se batió con el sable, para sólo haber cogido plumas en su vida, le dije que le consideraba un hombre valiente. Pareció impresionado. Casi... Inspirado.

Pacino asintió, sin mucho interés, y se decidieron a ir a la cafetería del Ministerio dejando la enfermería y a los heridos detrás.

Aunque todo había acabado bien para la Historia, Alonso no encontraba alegría en haber perdido a Lola y a Ernesto. Tras el asalto final, miserias y penurias pasadas en cien misiones contra Roa, todo parecía arreglado pero, y este era un pensamiento en verdad desagradable, no creía que alguien supiera, a Fe cierta, cuál había sido el destino de aquel bellaco hideputa.

- Vamos a tomarnos unos tercios, anda -sonrió Pacino.

- Velázquez nos está esperando -informó Alonso.


Irene vio pasar a una muchacha morena por la recepción del hospital y durante unos instantes que se le hicieron eternos, creyó ver a Lola.

Sonriendo.

Hablando.

Luego parpadeó, recordándose que no podía ser, que era imposible, y volvió a ver a una mujer que no era Lola reuniéndose con su marido. No estaba segura de cuándo le había dado tan fuerte con ella. Quizás había sido en Irlanda...

Quizás...

Antes...

Apretó los dientes y logró controlar lo que le subía del pecho; dentro de ella, en algún lugar, algo le decía que Lola Mendieta no había muerto. No aun. Todo lo que había hecho y deshecho, años atrás, años adelante, seguía en su memoria. Ella existía todavía.

Nada podría hacerle cambiar de opinión.

Suspiró y se ajustó la cofia de enfermera, porque tocaba ser profesional; tras varias plantas y pasillos, entró a la habitación del pesao del dibujante.

Boca abajo y sobre su cama, Piñol seguía recuperándose del balazo en el culo. Le quedaba todavía media semana para poder ponerse en pie.

- Bon día, Larra. Déjelos por ahí. ¿Cómo le va al David? ¿Que está mejor?

- Bravo sigue recuperándose en Almería. Los médicos dicen que podrá mover el brazo después de la rehabilitación.

- Guay. ¿Y Reverte?

- Escribiendo el Alatriste con su hija -resumió Irene-. Como debe ser.

- Chachi. Al menos de algo ha servido el dolor de culo.

Irene suspiró. Cada par de días le tocaba pasarse por Barcelona para llevarle a Piñol tebeos nuevos. Eso y material de dibujo. Habían tenido que hospitalizarle en los años ochenta, como a David Bravo, porque heridas de bala más adelante en el tiempo hubiesen levantado demasiadas suspicacias sin los contactos adecuados. Además de la estancia en hospital privado, y como pago por sus desvelos a pesar de técnicamente haber ayudado a Roa en un principio, Salvador había aceptado llenar algunos huecos en sus colecciones de tebeos vintage. Las normas del Ministerio técnicamente no lo permitían, pero estaba claro que Piñol no lo hacía para traficar con arte, sino por puro coleccionismo friki.

Y además eran comics, no cuadros de Velázquez.

- No he encontrado un número de los que me pidió del Capitán Trueno -murmuró-. Los del Guerrero del Antifaz sí que tenían.

Piñol levantó la vista del tablero de dibujo y aceptó la pega con aire tranquilo.

- Gracias de todos modos -murmuró.

Irene iba a informarle de que le quedaban un par de días más de convalecencia cuando vio un boceto de lo que parecía la armería del Ministerio.

- Piñol... ¿Qué está dibujando? -gruñó Irene, más que molesta-. El trato era que no podría divulgar nada de lo sucedido.

- Y también quedamos que el Ministerio iba a poner en libertad a los presos políticos -sonrió Piñol, socarrón-. ¿Cómo va eso?

- ¡No quedamos en nada de eso! Y con respecto a los políticos presos -puntualizó Irene de nuevo-, el Ministerio no se mete ni en temas judiciales ni en política, ya lo sabe.

- Ya -respondió seco desde la cama.

- Aunque hace un par de días en 2018 ha habido un cambio de gobierno -recordó Irene-. Igual por ahí, la cosa tira...

Se quedó entonces mirando los bocetos del dibujante y creyó reconocerse al ver un monigote vestido de señora goyesca. El escote no estaba mal, sin embargo...

- Piñol... Yo no tengo esta nariz.


Isabel echó un trago de tequila de su nueva petaca.

No le gustaba. Dejaba un regusto metálico. La diosa Mari la habría sacado de algún bazar barato. Pinche diosa Mari hija de la chingada.

José, el amigo bajito de Flores, le aceptó un trago a su lado; ya tenía mala cara de antes, pero el tequila como que no le ayudó.

Al lado de ambos, Salvador siguió tranquilo en el banco, a la sombra de los sicomoros.

Allá adelante, Flores y De Las Heras salían juntas del hospital a principios del año 70. Pañuelos en la cabeza, grandes gafas de sol para que nadie las reconociese. Salvador les había explicado que habían tenido que fingir el accidente; por fingir, habían tenido que fingir hasta que habían tapado el acontecimiento a la prensa.

En su memoria, no quedaba rastro alguno del Ministerio.

Volvían a ser quienes eran.

Y por supuesto, no recordarían a Isabel.

A José sí, pero como había aclarado con voz bien tristona el pobre, de antes de que Flores hubiera enredado con el Ministerio la Flores que conocía era muy diferente. Isabel casi sintió pena por él. A ella no le agradaba que no la recordaran, pero desde luego no pensaba volver a ver a aquellas dos en su vida, así que, qué chingada la daba. Al güey bajito a su lado, con más ojeras y peor afeitado, tener que esconder de ella buenos y malos momentos, supuso que le iba a costar más.

¡Pinche güila Mari!

Isabel cerró la petaca y sintió el gusto del tequila bajándole la garganta. Suspiró. El trato lo había hecho Flores. Allá ella con el olvido. En ese trato y por algún motivo, no había incluído a Isabel ni a su amigo José. Al preguntar a Salvador por el detalle, por qué aun seguían recordando a diferencia de las otras dos, él se había encogido de hombros.

Quizás la dama de Amboto no tenía poder para alguien fuera de España, había aventurado; quizás Flores quería que quedara alguien que recordara todo aquello.

- Como un elefante en una cacharrería... -repitió Salvador, pinche enojado.

- Eso dijo Flores que le dijo. Pues si quiere platicar con la dama y pedirle explicación, sólo tiene que volver a la sala y buscar el umbral -murmuró Isabel-. Ajústele cuentas de mi parte, porque echaré de menos a esas dos chavas.

Salvador asintió.

- Esa sala va a volver a cerrarse para no abrirse jamás -aclaró seco-. Además, la dama de Amboto ya está bastante liada negociando con la reina Isabel. Puede que esto haya terminado, pero aun tenemos gente perdida que sólo ella puede hacer volver. Mejor no cabrearla.

- ¿Lo dice por Casper? -intervino José.

- Por Casper y por otras. Hay muertes que no se pueden arreglar -murmuró Salvador-, pero Roa ha jodido tantas líneas temporales que los de la dama de Amboto puede que no tengan demasiados inconvenientes en saltarse las normas -explicó.

Isabel vio pasar entonces a las dos chavas dentro de un coche y evitó levantar la mano como despedida. No era el peor de los finales, se repitió, tras otro trago de tequila.

- ¡Bueno! ¡Hora de cumplir su parte del trato, Salvador! -sonrió Isabel-. Porque nuestro trato sigue en pie, ¿verdad?

Salvador se levantó del banco e Isabel le imitó.

José tardó un poco más, la vista perdida en el coche que se iba.

- El doble de tiempo del que le prometí por la misión de Maslama -asintió Salvador-, y un poco más por las molestias con... Romasanta y... Todo lo demás.

- Lamento lo del lobo -murmuró Isabel-. No nos dejó otra que matarlo.

- No lo mataron, no se crea -explicó Salvador-. Probamos a sacarle el tapón de su petaca de los sesos y volvió a su forma normal. ¡Menos mal! Tenía que volver a su tiempo para cumplir condena. Roa al parecer le sacó cuando creía que iba a ser ajusticiado. Con Delgado y los otros, más de lo mismo. Poco a poco todo va volviendo a su cauce -añadió. Luego sacó el pasaje y se lo entregó-. Tenga. Su vuelo sale mañana... Hace cinco años.

Isabel recibió el pasaje de avión; tenía que volver al Ministerio y entrar por la puerta 4523, para aparecerse en los años sesenta. De allí avión a México y a correrse la última parranda con José Alfredo.

- Siempre mencionó que yo había estado en la parranda de Puebla -sonrió Isabel-. Yo pues que creí que se había mamado tanto que me creyó ver, cuando no estuve. Supongo que él tenía razón todo este tiempo.

Salvador se quedó mirando a José.

- Me queda usted. ¿Está seguro de que no quiere nada?

José se puso las gafas de sol y se encogió de hombros.

- Ya se me ocurrirá algo -sonrió, sin alegría.

- Mientras no sea otro barco -murmuró, molesto Salvador-, algo se podrá hacer. El Ministerio está en deuda con usted, señor Jiménez.

- Yo sólo le hice el favor a Pepa.

Fueron entonces al aparcamiento, donde les esperaba el Ford Falcon. Salvador le abrió a Isabel la puerta del coche, con media sonrisa.

- Páselo bien, Chavela. Se lo merece.

Le cerró la puerta, pero Isabel le agarró el brazo por la ventanilla, antes de que se fuera con José.

- ¡Espere! ¡Pues me lo tiene que decir! ¿Cómo quedó nuestra parejita en Eurovisión?

El gesto de Salvador se agrió tras las gafas amarillas.

- El idiota de Alfred bajó el volumen para darle más protagonismo a Amaia -comentó-... Sin avisar al del sonido. Durante la actuación, pareció que no sabía cantar. Quedamos los cuartos... Por la cola.

- Hubiese venido bien que alguien les hubiese ayudado -sonrió Isabel.

- No me lo recuerde.

- ¿Quién ganó?

Salvador gruñó, pues como exasperado.

- La israelí. Y ni siquiera lo hizo bien. No se movió del sitio y se ahogaba al cantar. ¡Mierda de concurso! ¡Uno no sabe cómo acertar!

Isabel sonrió, mientras arrancaba el coche que la llevaría al Ministerio.

Había pensado que la judía no iba a ganar por tónel y al final resultó que había ganado precisamente por eso. ¡Pinche y raro futuro!

Miró el pasaje de avión en sus manos, mientras se encontraba sonriendo, sin quererlo, al recordar a José Alfredo.

El primer brindis, iría por Flores y De Las Heras.

Allá donde estuvieran.