Nota: Los diálogos en los dos primeros capítulos están extraídos literalmente de la serie.

Está cansado y triste; y las palabras salen todas juntas empujadas por la ira que siente hacia sí mismo, pero que no puede evitar volcar en ella.

—¿Sí? ¿Por qué es comprensible? ¿Por qué todo debe serlo? —Una risa amarga le rompe la voz—. ¿Por qué algunas cosas no pueden ser inaceptables y decirlo?

La conversación se extiende hacia ninguna parte y él cree que está manejándola bastante bien hasta que ella fija su verde mirada en sus ojos para analizarlo mientras pregunta:

—¿Hay algo que no me cuenta?

—No. —Miente—.

Y miente porque hay cosas a las que no quiere renunciar todavía y cosas que simplemente no sabe cómo manejar. Porque sabe que la muerte tiene sus reglas, y el duelo. Que todo está establecido, por etapas, por tiempo. Pero también sabe que hay una sutil diferencia y que no debería pensarlo, pero lo piensa.

Piensa en una de esas noches en las que se despierta sudando, con el pulso acelerado y el corazón encogido. Una de esas noches en las que se despierta sintiendo las manos manchadas de sangre y el nombre de su mejor amigo abandonando sus labios, en un grito desesperado al principio y sorprendido después.

Y, algunas veces, en esas noches, se sorprende comparando la intensidad del dolor; de la rabia, valorando los daños desde fuera, poniendo en perspectiva sus emociones y sintiéndose reconfortado con la experiencia. Y entonces llega la vergüenza y la culpa. La necesidad de desenmarañar las palabras que se enredaron alguna vez en su garganta y que son demasiado amargas ahora.

Aprieta los labios y se mantiene firme; a pesar de que hay algo inquietantemente familiar en esos ojos.

La imagen de Sherlock se forma en su cabeza y está tratando de alejarla cuando un coche derrapa en la calle mientras se acerca el sonido de un helicóptero y de las sirenas de las patrullas y, entonces, la imagen se deforma ante él. Drogado, desaliñado, perdido y casi indefenso, el detective vomita un montón de incoherencias mientras se bebe el agua sucia de un florero y salpica de deducciones brillantes sus fantasías paranoides.

Y el juego comienza de nuevo.

Sherlock lo arrastra por media ciudad involucrándolo en sus delirios, casi consiguiendo que se los crea. Llevándolo a un estado de alerta en el que la adrenalina sustituye la rabia, el dolor y la culpa por un profundo sentido del deber y una anhelada sensación de peligro.

Y esta es otra de esas cosas que no dirá. Es otra de esas cosas que contendrá contra sus labios apretados y que negará estar ocultando aunque quien pregunte tenga los ojos verdes y lo esté analizando con una inquietante familiaridad. No lo dirá. No reconocerá que ha vuelto a sentirse vivo, porque que Sherlock tenga ese poder, el de salvarlo de sí mismo, es otra de esas cosas que todavía no sabe cómo manejar.