Disclaimer: el universo pertenece a Suzanne Collins, algunos personajes a Dani Valdez, una amiga mía (anunciaré cuando aparezcan), otros a Gato Rojo, otro amigo mío (que también anunciaré). No gano ningún beneficio.

Aclaro: fic centrado en unos juegos del hambre con una chica de distrito común. Si esperan superfuerza, supercarácter o belleza sin igual, o habilidades ocultas, este no es el lugar.

Aclaro (2): tendrá varios capítulos según lo que tengo pensado.

Advierto que: dosis gigantes de angst y luego violencia gráfica.


Extremos.

Capítulo 01: Mientras perdure el olor a libro nuevo.


El camino la llevaba a un lugar familiar, uno donde se sentía a salvo. No era su casa; allí, era difícil respirar y el acinamiento poco tenía que ver con el encierro y la desesperanza que entre las cuatro paredes sentía. El sitio donde se dirigía… no solo el aire libre le hacía sentir menos prisionera. La chica solo andaba, hasta que se detuvo en las tierras del alcalde, Ayno Rocheford. Era un señor obeso, de sonrisa gentil y cabeza un poco calva con algo de pelo rubio. En el año 30 después de los días oscuros, el distrito 10 apenas se conseguía levantar de las cenizas y aquellas ectáreas de tierra eran las del hombre más encumbrado. Había impulsado muchas mejoras desde que ostentaba el cargo, no obstante, verlo tan rico cuando más de la mitad del distrito languidecía no era del todo alentador.

Como cada domingo, Sunny Tyson se hallaba fuera de la finca Rocheford, esperando. Lucía igual que siempre, desde sus zapatos gastados, su ropa de segunda mano e incluso la desvaída hinchazón en la mejilla que comenzaba ya a tornarse amarillenta y desgastada por el tiempo. Había otras más recientes, si alguien le quitase la camiseta para otear en su morena y delgada espalda, o si se concentrasen en los verdugones de sus antebrazos, ocultos por unas amplias mangas, sin embargo la prenda se encargaba de mantenerlas en privado. La chica llevaba un libro en la pequeña mochila. Lo había tomado prestado de la única biblioteca del distrito y, si bien la lectura había sido para sí un placer solitario de la infancia, ahora a nada le encontraba mayor delicia que hacerlo en compañía.

No lo tuvo que esperar mucho. Caminando a buen paso, blanco de cabeza a los pies excepto por su negra corbata, el hijo menor del alcalde le dedicó un gesto con la cabeza mientras los enormes mastines ladraban a su paso. Thomas Rocheford ni se inmutó –eran pocas cosas las que sacaban de su rostro una expresión que no fuese la indiferencia, y unos chuchos miserables no eran una de ellas–, y atravesó la cerca para encontrársela con su paso enérgico a pesar de los casi 100 kilos de peso que tenía. No hubo beso en la mejilla, ni tan siquiera un "qué hay, amiga". Un seco "hola por parte de ambos. Sunny no podía decirle más, primero que nada no sabría qué decir, y segundo no lo necesitaba.

Juntos comenzaron a andar, en silencio.

–¿qué tal en tu casa? –Preguntó él de pronto. Sunny se fijó que le miraba el morado de la mejilla con sus grandes ojos azules, y sintió el deseo de apretar los puños, pero se contuvo.

–Bien –contestó, secamente. No era cierto, Thomas lo sabía, pero no era de los insistentes y no ahondó en el tema.

Caminando se fueron a su lugar de siempre, aún pertenecía a las tierras de los Rocheford, cerca de donde vivían sus peones; un prado tranquilo lleno de flores y con cómodos sitios para sentarse. Thomas nunca ensuciaría su impoluto traje blanco en el césped o el barro, lugares que frecuentaba la chica morena para leer. Aún recuerda la primera vez que fue llevada allí, hace años ya. Thomas era más pequeño y más antipático,, al menos con ella.

–Los plebeyos lo acondicionan para mí, así tengo lindas vistas mientras leo –dijo aquel chico de trece años, con semblante serio–: no suelo traer otros plebeyos aparte de los que limpian así que deberías sentirte afortunada.

Ella le miró seriamente, la habían observado con más desprecio en otras ocasiones, y gritaron en su infantil cara cosas mucho más horribles que aquella. Alzando la barbilla, espetó:

–Repetiste "plebeyos" dos veces en la misma frase –y su tono era conminatorio.

–Tse… –un gesto de desprecio deformó el rostro de Thomas–: Fue una técnica para darle énfasis a mis aseveraciones.

–Pues está mal empleada –ella se cruzó de brazos.

Thomas abrió la boca por un segundo, pensando en qué replicar, hasta que por fin había dicho:

–Tse… ¿vas a sentarte conmigo o no?

Podría haberse marchado entonces, piensa la Sunny de dieciocho años, con el orgullo herido o quizá intacto, y hubiese conservado una adolescencia solitaria y una juventud de la misma manera, pero no tan accidentada. No obstante, estaba ávida de un poco de afecto, seguro los mastines de los Rocheford se sintieron como ella, cuando se sentó a su vera para leer sus libros. Odia sentirse así, inferior. Porque podrían rivalizar en inteligencia y hasta ella podría salir vencedora de la contienda, no obstante la chica solo es Tyson, el apellido de nadie, una hija de nadie, mientras que él tiene la sangre de no sabe cuántos parientes ricos detrás.

Vuelven a sentarse juntos, ella con su libro y él con el suyo, uno nuevo, traído desde el Capitolio. Los alcaldes pueden darse esos lujos. El libro está tan limpio, nuevo y hermoso… ella no contiene una mirada de anhelo.

–Madara Greyarm, distrito 1. Vida y juegos –dice, orgulloso.

–Yo tengo este… está viejo, se llama Hamlet –Sunny le muestra el maltratado ejemplar–: la bibliotecaria dijo que nadie lo quería. Es una obra de teatro, como las que hacen en el Capitolio. Está interesante.

Ella tomó el mamotreto sobre Madara Greyarm, en lugar de ser o parecer una novela se trataba de una biografía extensísima, donde durante varias páginas se hablaba sobre los terribles días oscuros y lo que significaron. Mientras leía, Sunny se saltó la propaganda gratuita, ya tendría de sobra con el discurso de Ayno Rocheford después de unas horas.

Leyeron en silencio, Sunny comenzaba a disfrutar del libro y Thomas, también. Así, solo leyendo, sintiéndose respirar (en todo caso, ella sintiéndole, su aroma a jabón, menta y perfume, su respiración pesada, todo), pasaron alrededor de hora y media.

–Este tipo está en lo correcto… –musita Thomas–: esa maldita traidora… pero es un dramático.

Sunny alza la vista, Thomas leía con concentración pero una mueca de furia se dibujaba en su rostro. Bien parecía que imaginaba a Ayno Rocheford muerto y a su esposa, engañándole con el tío. Era lo más probable, aunque lógico que no pasaría. La chica conocía al matrimonio Rocheford y no parecían de esos. Así que se rió flojito, haciendo que él alzara sus ojos hacia ella.

–¿disculpa? –Preguntó con aspereza al oírla reír.

–Hamlet sufre mucho, no te pido que lo entiendas –simplemente dijo ella–: pierde a su padre, a su amor…

–Todavía no veo cuando pierde a su amor –él bufó–: y Sunny, no seas condescendiente. Quienes se regodean en la autocompasión y la piedad, son como cerdos refocilándose en el barro o perros comiendo de su vómito. Hamlet no me parece más que eso, un pobre insensato autocomplaciente.

–Lo dices porque nunca has perdido… ni has sufrido –ella hablaba con seriedad.

–Tse… no involucres resentimientos fatuos –Thomas cruzó sus manos–: He conocido gente que sufre y no se va lamentando por las esquinas. Quizá se lamenten en su habitación, pero no hacen de su vida un lamento viviente. Es por eso que nunca empatizaré con Hamlet.

–Así y todo, lo leerás –ella no pudo disimular una sonrisa burlona.

–Lo leeré –él cerró el libro–: pero ahora no. He de retirarme, la cosecha empezará en breve.

Ambos se levantaron a la vez, se entregaron sus respectivos libros y sonrieron. La sonrisa de Thomas se desvaneció primero, pero allí estuvo, innegable como sus abismales diferencias.

–Nos vemos en la plaza –dijo ella.

–Así será –respondió él.

Sunny, acomodándose la trenza negra hacia un lado, se encaminó rumbo a su casa. El enorme chico rubio, de piel pálida y corpachón enorme siguió también su camino. Pronto se separarían aún más.