Prologo

Disclaimer:

Esta es una transcripción del libro "REUNIÓN TEMPESTUOSA" de Lynne Graham

Ninguno de los personajes de Naruto me pertenece, derechos reservados a Kishimoto

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-¿Casarme contigo? – repitió Naruto, mirándola con incredulidad mientras hacía a un lado el reporte financiero -. ¿Por qué querría casarme contigo?

La delgada mano de Hinata temblaba, por lo que dejó su taza de café y reunió el valor que se le escapaba de las manos a pasos agigantados.

-Sólo me preguntaba si alguna vez lo habías pensado – sus dedos inquietos ajustaron la tapa de la azucarera. Temía mirarlo a los ojos -: Se me ocurrió esa idea...

-Ajena, sin duda – le indicó el, sin levantar la voz -. Tú vives muy feliz así como estás.

No deseaba reflexionar en lo que Naruto la había convertido. Pero la felicidad rara vez formó parte de sus reacciones. Desde un principio lo amó con pasión, sin freno, con un toque de desesperación que le impidió considerarse su igual.

Durante los últimos dos años, se balanceó entre el éxtasis y la desesperación más veces de la que se hubiera creído capaz. Ese hermoso y lujoso apartamento era su prisión. No la de él. La trataba como un bonito pájaro cantor, que mantenía prisionero para su deleite. Pero no se quedaba allí por dinero, sino por amor.

Le lanzó una mirada nerviosa. El tono tranquilo de Naruto encerraba una trampa. Él hervía de rabia. Pero no contra ella. Su indignación la dirigía a un chivo expiatorio imaginario, que se atrevió a sugerirle ideas contaminadas, peligrosas a su condición de amante.

-Hinata – la urgió, impaciente.

Debajo de la mesa, la chica enterró las uñas en la palma húmeda.

No estaba acostumbrada a retar a Naruto.

-Fue idea mía y... apreciaría que me contestaras – osó mentir, pues realmente no quería escuchar una respuesta.

Si el imperio electrónico de los Uzumaki hubiera desaparecido de la noche a la mañana, Naruto no se habría visto más adusto que en ese momento, irritado por una esclava que casi nunca le daba problemas.

-No posees ni la educación ni las relaciones sociales que yo requiero en una esposa –

Ya estaba; lo dijo con la rapidez y la agresión que volvía temible su nombre en el mundo de los negocios

-. Ahora ya no tienes que seguir cavilando.

Hasta el último rastro de color desapareció de las mejillas de la joven. Retrocedió ante el candor brutal que provocó, avergonzada al descubrir que había, después de todo, alimentado una pequeña y frágil esperanza de que él sintiera algo diferente. Sus dulces ojos perla se clavaron en el suelo, mientras agachaba la cabeza.

-No, ya no tengo que seguir cavilando – musitó, sin aliento.

-No catalogo esto como una agradable charla para el desayuno – murmuró él con una dureza bromista que ella tradujo en un rechazo total por haberse atrevido a traer ese tema a colación -. ¿Por qué aspiras a una relación en la que no te sentirías a gusto... eh? Como amante, me imagino que soy mucho menos exigente que como esposo.

En medio de lo que le parecía el desenlace agónico de su vida, una risita histérica cosquilleó la garganta de Hinata. Un dedo bronceado por el sol jugueteó, lánguido, sobre los nudillos del puño que ella cerraba con fuerza. Aun consciente de que Naruto usaba sus métodos acostumbrados de distracción, la poderosa química sexual envió una descarga eléctrica a través de su piel, destruyendo el deseo de reír y convirtiéndolo en las cenizas de una dolorosa desilusión.

Con un leve suspiro, Naruto tiró de la manga de su camisa blanca para consultar su reloj Cartier, antes de fruncir el ceño.

-Llegarás tarde a tu cita – lo dijo por él antes de ponerse de pie, contenta, por vez primera, de que se aproximara la separación que por lo general la desgarraba.

-Estás muy nerviosa esta mañana – comentó Naruto, observándola con atención -.¿Te sucede algo malo?

Lo que le planteó, comprobó incrédula, ya lo había olvidado, catalogándolo como una muestra de superficialidad femenina. No se le ocurrió a Naruto que guardó esa pregunta hasta el momento en que casi se iba porque no quería echar a perder las pocas horas que pasarían juntos.

-No... ¿Qué podía sucederme? – volviéndose, se sonrojó. Pero fue Naruto el que le enseñó el arte de mentir y evadirse y tendría que culparse a él mismo cuando se diera cuenta del monstruo que creó.

-No dormiste bien anoche – la chica se quedó helada ante ese dictamen.

Naruto caminó hasta ella para rodear su frágil figura con sus brazos y obligarla a verlo -. Quizá te preocupa tu seguridad.

La dura musculatura de ese cuerpo soberbio la derritió, inyectándole una languidez contra la que no podía luchar. Y, conociendo esos temblores incontrolables, el arrogante Naruto se sintió satisfecho. Con un largo dedo recorrió el trémulo labio inferior de la joven.

-Algún día nuestros caminos se separarán – pronosticó -. Pero ese día todavía está muy lejos de mi mente.

¡Dios bendito! ¿Sabía cuánto la hería al decirle cosas como esa? Aunque no parecía importarle.

Acaso de la misma manera restallaba al látigo para mantener alerta a sus ejecutivos. Ahora murmuraba algo sobre acciones de la bolsa que la joven se negó a escuchar. No puedes comprar amor, Naruto. Tampoco puedes pagarlo. ¿Cuándo vas a entenderlo?

Mientras su hambre por ella continuara latente, comprendía que estaba a salvo. Pero no la halagaba ese deseo que un día mal interpretó como cariño. Varios días al mes, que Naruto dedicaba a las diversiones frívolas, los consagraba a cubrirla de atenciones. Sin embargo, Naruto ni siquiera adivinó en las últimas semanas que su amante vivió un infierno y esa indiferencia probaba la fragilidad del lazo que los unía. Hinata al fin emergió de la fantasía en rosa que construyó en contra de la realidad dos años antes. No la amaba. Y nunca lo haría.

-Llegarás tarde – susurró, tensa, desconcertada por el escrutinio de que era objeto. Cuando Naruto decidía irse, por lo general no se tardaba.

Los sutiles dedos que descansaban sobre la espalda la apretaron todavía más y con la otra mano le acarició, con un signo de posesión, los mechones azulados que caían sobre sus hombros.

-Bella mía – entonó en sonoro italiano, inclinando su cabeza rubia para saborear la humedad de los labios entreabiertos con la inherente sensualidad y la atormentada experiencia que causaron la caída de la chica.

Aguijoneada por una conciencia intranquila, se apartó antes de que él detectara el frío que la invadía.

-No me siento bien – musitó como excusa, aterrada ante la posibilidad de descubrirse.

-¿Por qué no me lo dijiste antes? Debes acostarte – la cargó en sus brazos y se tomó el tiempo necesario para llevarla al dormitorio y acomodarla sobre la cama. Estudió sus mejillas pálidas y la frágil estructura ósea y exhaló el aliento, con súbito desprecio -. Si este es el resultado de otra de tus tontas dietas, perderé la paciencia. ¿Cuándo se te meterá en la cabeza que me gustas como eres? ¿Quieres enfermarte? No toleraré tus niñerías, Hinata.

-No – aceptó ella, sin captar el rastro de humor en la preocupación de Naruto.

-Consulta a un médico hoy mismo – le ordenó -. Si no me obedeces, lo sabré. Se lo mencionaré a Stevens antes de salir.

Al oír mencionar al guardia de seguridad, empleado para protegerla, aunque ella sospechaba que para vigilar cada uno de sus movimientos, escondió la mejilla en la almohada. No le simpatizaba Stevens.

Su cara de piedra y su rigidez la intimidaban.

-A propósito, ¿cómo te llevas con él?

-Me dijiste que no debía hablar con tus guardias de seguridad. ¿No fue por esa razón que transferiste a Kiba Inuzuka? – refunfuñó, agradecida por ese cambio de tema, sin importar lo irritante que fuera.

-Coqueteaba demasiado contigo para trabajar con eficiencia – contraatacó Naruto, con helado énfasis.

-Mentira. Sólo me trataba con amabilidad – protestó.

-No lo contraté para mostrarse amable. Si lo hubieras tratado como a un empleado, todavía estaría aquí – subrayó Naruto -. Y ahora, tengo que irme. Te llamaré desde Milán.

Parecía que le dispensaba un favor especial. De hecho, la llamaba cada día, no importaba en qué parte del mundo se hallara. Y ahora se había ido.

Cuando el teléfono llamara, al día siguiente, sonaría en los cuartos vacíos. Durante unos minutos contempló el espacio donde él estuvo. Moreno y dinámico, era un azote diabólico para una mujer vulnerable. Durante toda su relación con Naruto, jamás habían discutido. Por las buenas o por las malas, él siempre se salía con la suya. Sus débiles intentos de afirmarse, terminaron en derrotas, ahogados por la fuerza de su personalidad.

Pertenecía al equipo de los diez hombres más ricos del mundo. A los veintinueve años había alcanzado metas impresionantes. Empezó con las manos vacías y una inteligencia formidable en las calles de la Pequeña Italia, de Nueva York. Y continuaría ascendiendo. Naruto siempre sería el número uno, sobre todo ante sí. Consideraba el poder como el más potente afrodisíaco y lo que deseaba lo tomaba, sin importarle un comino el daño que causaba, siempre y cuando no afectara su propia comodidad. Y, habiendo luchado a brazo partido por lo que tenía, lo que conseguía con facilidad, carecía de valor para él.

La revista times lo llamó "el lobo solitario" en un artículo reciente, intentando penetrar en la mística del rufián, entre el rebaño de aquellos que habían conquistado el éxito.

Un tiburón era una máquina asesina, la soberbia por su eficiencia en un campo restricto. Y los lobos se apareaban de por vida, no para divertirse. Pero Naruto actuaba como un animal terrestre, de sangre caliente. Y, como tal, representaba un peligro mayor para los inocentes.

Ella pudo decirle a ese reportero que Naruto Uzumaki se caracterizaba por su dureza, su cruel cinismo, su egoísmo y la ambición sin límites que se encontraba en la médula de sus huesos. Sólo un tonto se interpondría en el camino de Naruto... sólo una mujer absurda pudo entregarle su corazón para que lo guardara.

Cerró los ojos para apartar un súbito espasmo de angustia. Todo había terminado. Nunca más vería a Naruto.

Ningún milagro la salvaría en el último minuto. El matrimonio no era, ni sería jamás, una posibilidad. Su pequeña mano se extendió sobre su vientre, que empezaba a curvarse. Naruto empezó a perder el cien por ciento de su lealtad y devoción desde el instante en que ella sospechó que esperaba un hijo suyo.

El instinto le advirtió que la noticia se consideraría como una traición deliberada, sin duda por la convicción de que, de algún modo, se había embarazado por voluntad propia. Una y otra vez pospuso anunciárselo. Cuando se casara con una novia poseedora de un árbol genealógico, con una novia que habitara las alturas que él había conquistado, no querría que lo perturbaran los recuerdos del pasado.

Enferma y helada de aprensión, se pasó la mano por los ojos hinchados y se puso de pie.

Él nunca se enteraría y así tendría que ser. Gracias a Dios, persuadió a Kiba de que le mostrara cómo trabajaba el sistema de alarma. Saldría por la puerta posterior. De esa manera evitaría a Stevens. ¿La extrañaría Naruto? Se le escapó un sollozo ahogado de dolor. Se pondría furioso por su abandono, pues no había previsto ese acontecimiento. Ella no era una mujer especial, ni siquiera muy bonita. Jamás entendió cómo atrajo a Naruto. A menos que fuera la fría intuición del depredador oliendo un buen tapete para pisotearlo, concedió, avergonzada.

¿Cómo podía importarle dejar atrás esa clase de vida? Carecía de amigos. Cuando se exigía discreción, se descartaba a los amigos. Naruto la aisló con lentitud, pero sin cejar, hasta que su existencia giró alrededor de él. Algunas veces se sentía tan sola, que hablaba en voz alta consigo misma.

El amor era una emoción tenebrosa, pensó estremeciéndose. A los dieciocho años se portaba como una niña. Dos años después, no se consideraba mucho más sofisticada, pero ya no construía castillos en el aire.

-Arrivederci, Naruto, grazie tanto – garabateó sobre el espejo, con su lápiz labial. Un gesto teatral. Le ahorraría el orgullo de leer cinco hojas de páginas escritas con lágrimas, informándole que nadie lo amaría como ella.

Naruto, lo aprendió por grados destructivos, no evaluaba al amor muy alto. Pero se dignó a usar el amor que ella le profesaba como un arma para doblegarla, torciendo sus sentimientos con cruel maestría hasta convertirlos en los barrotes de su prisión.