Capítulo 2


Mikasa recibió el vaso de agua que su madre le había extendido.

Sus padres conversaban con Jean a toda velocidad, algo decían, pero ella no prestaba atención sino a los dibujos de la alfombra bajo sus pies. Estaba en su casa al fin. Jean había decidido que llevarla de vuelta a su hogar cuanto antes era lo correcto, y no se había equivocado.

La señora Ackerman tenía las manos acunadas contra el pecho y un rostro de espanto tremendo, todo eso mientras oía a Jean relatar lo ocurrido.

―Debemos agradecer que no pasó a mayores, que Mikasa está bien y que ya está en casa ―el señor Ackerman había intervenido tras notar la profunda preocupación de su mujer.

―No puedo creerlo. Mi pobre hija ―negaba la mujer, incrédula aún.

A Mikasa le habían robado el collar más caro que tenía en su posesión, aquel que Jean le había regalado como muestra de su afecto. Tantos números en una sola cifra atemorizaban a cualquiera excepto a Mikasa, quien sentía un ligero alivio tras haberse quitado tanto peso de encima. Era una joya tosca, a su parecer.

―Quiero descansar, Jean ―habló Mikasa, de pronto―. ¿Puedes retirarte?

Jean la contempló con grandes ojos de sorpresa.

―Oh, Mikasa ―gruñó la madre―, cuida tus modales.

―Creo que nuestra hija tiene motivos más que suficientes para exigir su espacio y un merecido descanso ―demandó el señor Ackerman, regañando de forma implícita a su mujer, quien aceptó con un pequeño gesto solemne de su cabeza.

―Claro ―cedió Jean, relajando la postura y dándole en el gusto a la joven, como siempre solía hacer ―, entiendo tu agotamiento, amada mía. ¿Existe algo más que pueda hacer para ayudarte?

Vacilante sobre su respuesta, sabiendo que su madre estaba pendiente de cualquier mínimo error, Mikasa negó suavemente. Prefirió fingir antes que explicar, por lo que terminó acompañando a Jean hasta la puerta con el objetivo de parecer más empática.

Una vez allí, le dio las gracias, sin saber por qué realmente.

―No me agradezcas ―negó Jean con una sonrisa―. No hice nada, es más, yo…

―Sí, lo sé ―asintió Mikasa, con la misma expresión abatida que solía tener siempre, aquella que Jean buscaba borrar y no podía―. Ahora, vete.

El rostro animoso de Jean se disolvió en cosa de segundos. Se dio cuenta de que ella anhelaba, con todo su ser, estar sola. Luego de eso, guardó la calma tras comprender que debía sentirse fatal luego de la infausta situación a la que se había visto enfrentada. Que él estuviese a su lado diciendo múltiples sandeces no la ayudaba en nada. Es más, la agobiaba. Por ello, decidió partir y darle tiempo de recuperarse.

Mientras Mikasa se preguntaba si aquello era posible.

Su madre aguardó por ella en la sala de estar donde habían estado antes. La chimenea estaba encendida, y la mujer había tomado asiento en el sillón ubicado frente a esta. Allí, se dedicó a estirar algunos pliegues que habían aparecido en la tela de su vestido mientras esperaba.

Mikasa la contempló desde el pasillo que guiaba a la antesala. Sabía que, como era evidente, la mujer querría conversar con ella, pero no se encontraba de ánimo para consentir ese deseo. La miró durante por un instante, y al cabo de unos segundos, se desplazó hacia su habitación de forma silenciosa, para evitar ser atrapada.

No obstante, su madre percibió el haz de su sombra trasladarse de forma minuciosa. Al ser consciente de ello, la mujer liberó un largo suspiro y la siguió, absteniéndose de ser invasiva (o eso pretendía).

Una vez en su cuarto, Mikasa tomó asiento frente a su tocador. Allí, se alzaba un espejo grande donde se admiraba cada noche para cepillar su larga cabellera negra. Y eso planeaba hacer, hasta que su madre se coló en su habitación, escurridiza, y cerró la puerta tras ella, para luego tomar el cepillo y seguir con la tarea que la joven había comenzado.

―Madre, por favor…

―Está bien, solo quiero asegurarme de que todo esté orden.

―Lo está ―Mikasa bajó la mirada, renuente de observar su propia expresión de hastío.

La madre acabó de cepillarla en silencio, y al final repasó el cabello con las manos para ordenarlo tras su espalda y dejar el rostro de la joven al total descubierto.

―¿Has intentado mejorar tu relación con Jean? ―indagó―. ¿Cómo estuvo el paseo de hoy, aparte de la tragedia que ya sabemos?

―¿Tragedia, madre? Solo era un collar, no es como que hubiese muerto alguien ―gruñó Mikasa―. Jean sigue igual que siempre.

Ofendida, la mujer tomó distancia y observó a su hija con desdén.

―¿Cómo puedes ser así? ―susurró, casi conmovida―. Es un excelente partido para ti, pero tú insistes en ser tan…

―Madre ―Mikasa tomó aire para luego soltar un largo suspiro―, vete a descansar, por favor. Necesito estar sola.

La señora Ackerman abandonó la habitación bajo la densa mirada de su hija. Cuando la puerta se cerró, Mikasa volvió a liberar más aire, esta vez, de forma pesada. Estaba cansada de los paseos sin sentido de Jean, de su madre fingiendo todo el tiempo que las cosas andaban a la perfección, cansada de sí misma y de su farsa diaria, de fingir ser la encantadora prometida de Kirschtein.

Se puso de pie y caminó hasta el balcón.

La luna se mostró inmensa esa noche, pulcra, radiante y bella. Las estrellas resplandecían y el cielo estaba completamente despejado. El aire se sentía fresco, pero agradable. ¡Cómo adoraba ensoñarse mirando al cielo! Le gustaba imaginar que flotaba y que se iba lejos, rumbo a aquella inmensidad azulina y oscura, y que se perdía entre criaturas místicas y parajes desconocidos. Mirar al cielo la hacía sentirse libre y no enjaulada como cuando bajaba la vista y se topaba con su típica habitación, allí donde las cuatro paredes la asfixiaban.

Espabiló cuando la brisa sopló para acariciarle el rostro, quitándole las presiones. Le removió el cabello, haciendo sus mechones flamear, y el reflejo de uno de ellos la engañó, llevándola a creer que había visto algo por el rabillo del ojo, como si alguien hubiese cruzado saltando de un tejado a otro.

Negó para sí, cerrando los ojos con fuerza. Debía estar extenuada.

Porque… ¿cómo podía ser? No lo creía.

Aquel forajido que había conocido hacía años atrás no podía ser el mismo que le había atacado durante el ocaso. Cubierto en su traje negro y envuelto en las sombras de la noche podía ser tan confundible como la aguja en el pajar.

Y aunque Jean había hablado toda la tarde del collar y de lo terrible que había sido aquel asalto, en la mente de la joven no cupo otra cosa que el recuerdo de los ojos agitados que la habían escrutado por largos segundos; la mirada que acusaba algo más, como si su atracador la recordase de algo.

Entonces, ¿cómo podía negarlo? ¿Quién podría ser si no él? ¿Quién más podría tener aquellos preciosos ojos azules que la habían mantenido embrujada por cinco años?

Sí, habían sido los mismos ojos azules.

Nunca se había olvidado de él.

Y aunque a veces temía que su rostro se borrase de su memoria ―porque había pasado tiempo y sus recuerdos se tornaban cada vez más difusos―, se aferraba cuanto podía a la imagen que tenía en su registro y esperaba no perderla jamás.

«Tal vez, era un ladrón muy parecido», siguió engañándose, porque si creía lo contrario, temía desesperarse al saber que había vuelto, temía perderse en la necesidad de verle de nuevo, de buscar la manera de llegar a él, y no quería volverse loca. No cuando ya tenía bastante peso que cargar sobre los hombros.

Era lo mejor que podía hacer. Olvidar el suceso.

Y tras contentarse con eso, retornó a su habitación para irse a descansar.

Ignorante de que, desde las sombras, alguien estaba observándola…

Levi descendió del tejado al cabo de unos minutos, cuando estuvo seguro de que Mikasa no le oiría. No le importó tomar más tiempo del habitual para llegar hasta el balcón, si con eso conseguía emitir el menor sonido posible. Si ella le había percibido durante el reencuentro, entonces seguía haciendo uso de sus especiales dotes sensibles.

Una vez abajo, se sentó en la baranda como siempre solía hacer. Una de las puertas francesas estaba descubierta de cortinaje, por lo que permitía un espacio para atisbar hacia el interior de la habitación. Desde su lugar, podía ver a Mikasa sentada en el borde de la cama mientras se peinaba el cabello con los dedos de una mano y con la otra hojeaba un libro.

¿Cuándo fue que ella…?

Habían pasado cinco años. Y Levi nunca pensó que el paso del tiempo pudiese transmutar en un sentimiento agridulce que podía estremecerlo de tal forma. Una emoción trémula e indescifrable le atacaba cuando se concentraba en la imagen de la niña de trece años que ya no era tal. Era complejo… porque seguía teniendo la mirada perdida, la expresión abatida y un tanto de mocosa aún, un tinte escondido en su piel lozana. Sin embargo, ella ahora era…

Era…

Levi negó para sí, intentando contener el sentimiento. Era bonito, en cierta forma. Era bonito saber que ella había crecido, que seguía allí, que no se había perdido en el tiempo, y ahora era toda una señorita. Pero era triste también, porque lo había visto antes de saber que era ella y atacarla: ella estaba con Jean. El compromiso no se había llevado a cabo, y eso lo sabía porque ella aún vivía con sus padres, mas sabía que tarde o temprano ocurriría, porque había sido testigo de aquel paseo que habían dado juntos. El plan seguía en pie, y él no se quedaría para verlo.

Su visita aquella noche no había sido para otra cosa excepto que para corroborar que realmente había tratado de ella, que aquella jovencita de ojos grises era la misma niñita imprudente que él había conocido alguna vez.

Lo era. Y tenía que contentarse con eso.

Así que se puso de pie y alzó la vista al cielo nocturno, sondeando los tejados para escoger la mejor viga. Tenía que desaparecer de ese lugar, porque, como se lo había planteado a sí mismo hacia años atrás, él no tenía cabida allí.


Pero los días postreros no hicieron más que tergiversar sus convicciones.

Levi se percató de su flaqueo después de haberle mentido a Farlan, aun sabiendo cuán difícil era la situación para ellos.

―¿Has pillado algo bueno? Yo solo unas cuantas cosas, pero servirán de algo.

―No… no he podido dar con algo bueno… ―Levi nunca le había ocultado información, pero ahora los motivos eran más fuertes que su determinación.

Habían pasado noches, y llevaba todo ese tiempo planteando y replanteándoselo incontables veces: él nunca le había robado a Mikasa. Y tener aquel collar en su posesión no lo hacía sentir más que sucio y miserable. Durante las noches, se quedaba viendo la joya que reposaba en su vitrina de colecciones (su refugio seguía intacto y había vuelto a colocar sus preciados hallazgos en las vitrinas); la contemplaba y pensaba que no podía tenerla allí sin evocar el recuerdo de la joven.

Por eso, aún no le decía a Farlan la verdad. Porque había creído correcto devolverle el objeto a Mikasa.

―¿Tú? ¿Nada? ―Farlan no podía creerlo, puesto que Levi jamás, nunca, llegaba con las manos vacías.

―Sí, ha sido complejo… la gente en esta ciudad parece más atenta que antes.

―La gente en esta ciudad sigue siendo igualmente torpe y rica, Levi. Ponte a trabajar en ello. Lo que yo recolecte no será suficiente. Tenemos que ser los dos.

―Lo sé ―tomó aire y se dedicó a terminar lo que estaba haciendo.

Se encontraba en la Torre del Reloj, y había pasado la tarde limpiando sus armas y revisando su abastecimiento. Farlan había llegado, como siempre, de improviso. En aquel momento, Levi dio las gracias porque él nunca se hubiese interesado en la colección de sus objetos. Lo respetaba.

Por ende, no había reparado en la novedad allí.

Se retiró al cabo de unos minutos. Debía visitar al encargado del gremio para blanquear los robos que había hecho y así conseguir reposición de enseres. Tenía muchas cosas pendientes y había arduo trabajo por hacer, mas parecía que Levi tenía la mente inmersa en otro lugar del planeta.

Erwin Smith había hecho crecer a la Guardia, cada día se volvía más fuerte, cada día se rodeaba de más guardias y la seguridad de su mansión era impenetrable. La misión que tenían desde el día en que habían perdido a Isabel parecía cada vez más lejana ante esas condiciones, y requerían de bastante dinero para armarse e igualarse, aunque fuese en una mínima cuota, a la capacidad de batalla de Smith.

De momento, un par de flechas y dagas no eran más que una ridiculez.

―Espero que estés usando la cabeza, Levi ―fue lo último que dijo antes de partir.

Farlan sabía leerle bien y eso lo irritaba.

Soltó la daga que estaba limpiando, la arrojó con desdén sobre la superficie de la mesa y clavó sus ojos en dirección a las vitrinas que contenían sus valiosos tesoros.

Sabía que allí estaba el collar, que su valor era tan importante como vital… pero no quería usarlo.

Cuando recordaba a Mikasa, pensaba en la niña encantadora que le había salvado la vida y que solía ser todo un caso cuando de sus exigencias trataba. Rememoraba las noches del mes completo que pasó junto a ella, escuchándola, apoyándola y sacándola de sus casillas con el fin de robarle una escueta sonrisa. Y si bien era ladrón, no era desleal. Se había encariñado con la niña y, tras reencontrarla años más tarde, no podía hacerle eso. Era un obsequio que su prometido le había hecho.

Negó para sí, sabiendo que no era correcto.

No era correcto tener el collar, pero tampoco era correcto visitarla y devolvérselo, porque era probable que ella no lo recordase. Y, en aquel entonces, cuando ella era una señorita y no una niñita arrebatada, no le parecería tan mágico ―como lo era a los trece― que un bandido apareciera en su balcón.

Levi recordó la noche del asalto una vez más… rememoró los ojos grandes y grises, la piel lozana, los labios rosados, el cuello fino, las clavículas prominentes… Era preciosa… se había convertido en una mujer preciosa.

Tuvo que sacudir la cabeza, sacándose el pensamiento con dientes y garras. Ni siquiera le dio cabida al análisis. Lo alejó de su mente, arrancándolo de raíz como quien retira la maleza que nada bueno trae consigo.

Abrió la vitrina y cogió la joya.

Tenía que sacarla de allí.


Tomó la decisión de regresar.

Ágil y cauteloso como un arácnido, buscó el acomodo para pender en posición inversa de uno de los ventanales del primer piso de aquella casona que recordaba tan bien. Una vez logrado su cometido, atisbó hacia el interior para dar con la panorámica del comedor, y constató que la familia disfrutaba de una cuantiosa cena. Allí, se encontraba la joven junto a sus padres y con Jean sumado en la mesa.

Debía ser sencillo. Tenía tiempo suficiente para escalar hasta el balcón y dejar la joya en algún rincón de la habitación de Mikasa, para así partir y no volver jamás.

No obstante, no lo hizo.

Porque no era eso lo que quería…

Era un capricho tonto el querer saber qué pasaría si ella lo volvía a ver. Tal vez, ni siquiera lo recordaba (y eso le haría las cosas más fáciles); pero si lo hacía, si ella aun lo tenía en su memoria… si ella, por algún alocado milagro, no lo había olvidado…

De pronto, se le antojó que era una idea tonta. ¿Qué esperaba que ocurriese? Podía intentarlo y aun así aquello no era garantía de nada. ¿Garantía de qué? ¿Por qué pensaba en garantías?...

Su mente estaba dividida en dos polos: aquel que sugería la opción de forma tentadora y aquel que le exigía a gritos abandonar el lugar, vender el collar y acabar con todo eso.

Pero había querido tanto a la pequeña Mikasa en su momento, que ahora se le hacía un desafío enorme irse sin más. Quería darse la oportunidad de hablar con ella de nuevo, aunque fuese una sola vez.

Estuvo cavilando durante extensos minutos. Casi no reparó en el momento en que Mikasa se puso de pie y se excusó para dirigirse un momento a su habitación. Lo notó cuando ella ya había virado tras cruzar el medio punto que había allí en el comedor.

Exaltado, se removió de su posición y comenzó a ascender, anclándose a cada esquina sobresaliente, deslizándose por la superficie del muro hasta llegar al balcón donde estaban contenidos todos sus recuerdos.

Una vez arriba, reparó en que una de las puertas francesas se encontraba abierta, destinándolo a proseguir con su misión. Se agazapó en un rincón de estas, esperando que las sombras fuesen suficientes para encubrirlo, y así darse espacio para ingresar sin ser advertido.

A los pocos segundos, Mikasa ingresó a su cuarto, para luego acercarse a su armario y buscar algo en él. Levi no le quitó la mirada de encima ni un solo segundo, la divisó como una presa y se dispuso a esperar el momento propicio para abalanzarse sobre ella.

Mas supo que debía apresurarse cuando notó que ella estaba buscando un abrigo. Quizás, la familia saldría de paseo nocturno, quizás, la velada continuaría en la sala de estar del hogar; lo que fuese, la mantendría ocupada el resto de la noche, y él no tendría otra oportunidad.

Se desplazó sigiloso hacia el interior de la habitación, procurando amortiguar sus pasos en las zonas alfombradas.

Y Mikasa parecía tan concentrada escogiendo entre sus prendas que no advirtió su presencia. No hasta que él estuvo suficientemente cerca.

Entonces, como siempre hacía, así fuese un don o por instinto, volteó de forma salvaje y jadeante. Pero antes de que pudiese emitir sonido alguno, una mano enguantada apresaba sus labios y un pecho contra el suyo la presionaba contra el armario.

Levi siseó, siseó repetidas veces, tratando de silenciarla y calmarla. Sus ojos no abandonaron los de la joven que amenazaban con desbordarse. La respiración de ella era un carnaval estrepitoso, sus ojos brillaban, húmedos, y sus manos a los costados de sí misma mostraban su redención.

Estaba asustada, Levi podía verlo. Y un cierto temor lo atacó tras pensar que ella no recordase quién era él. Un poco tarde para arrepentirse.

―Mikasa ―enunció al fin, pero la mirada de extrañeza de la joven le dejó en claro que no lo había entendido del todo. La bandana le cubría el rostro, y encima él también se encontraba agitado. El nombre había sido soltado entre respiraciones temblorosas―. Soy yo…

Aun sabiendo cuánto riesgo corría al hacerlo, comenzó a soltarla lentamente. Primero, se apartó de ella, desapegándose de su cuerpo y sintiendo un peculiar escalofrío al hacerlo; lentamente, se retractó, dejando únicamente su mano sobre la boca de la joven.

Se paró erguido, y poco a poco deslizó la mano que la acallaba; sus dedos rozando los labios rosados y temerosos frente a él.

Finalmente, se quitó la bandana.

―Tú… ―musitó ella.

Su ceño estaba fruncido de forma incrédula. Las manos finas y delicadas aún se resguardaban a sus costados. Sus mejillas estaban rojas por la exaltación. Y Levi pensaba qué bonita se veía así, sobre todo, con su vestido color lavanda cremoso.

Una vez más, lo corroboraba: se había convertido en una joven preciosa. Y más con su cabello largo y liso.

―¿Me recuerdas? ―buscó el ansiado respiro.

Ella podía gritar y salir corriendo, Levi lo tenía muy presente. Sin embargo, todo su cuerpo se relajó cuando notó que aquellas no eran sus intenciones.

―¿Levi?

―Sí, yo…

Se retrajo para darle espacio, retrocediendo sin quitarle pestaña de encima. Mikasa aún respiraba agitada, pero más que asustada, estaba conmocionada.

Cinco años habían trascurrido, cinco…

Levi la distrajo de sus pensamientos cuando alzó frente a ella el colgante que le había quitado sin querer, sin saber a quién estaba robando. Deshacerse de él era quitarle los toneles que pendían de sus hombros. Así, podría partir tranquilo, y, ciertamente, tras saludarla aunque fuese un par de pobres minutos.

―Mi collar ―pestañeó la joven, confusa.

―Sí, lo siento mucho. No sabía que…

―Lo sabía, eras tú ―susurró ella, estrechando los párpados a medida que lo contemplaba incrédula―. ¿Cómo es posible? ―y tras oírle, Levi seguía pensando en el collar y en por qué ella no decía nada al respecto―. ¿Por qué lo estás devolviendo?

Levi abrió la boca y miró el objeto, dudando del verdadero motivo. Era un ladrón después de todo… ¿y cómo podría explicarle que, a pesar del paso de los años, aún la estimaba?

Sin embargo, ella no estaba protestando, ni tampoco tenía intenciones de huir. Estaba actuando tan extrañamente como él, mas Levi estaba seguro de que, para su caso, no había reacción alguna que se pudiera esperar. Todo era confuso y poco usual.

Aun así, Levi esperaba todo, excepto que ella lo recibiese con una pregunta como esa.

―¿Me recuerdas? ―quería esa respuesta de forma íntegra, y, además la expelió para no contestar lo que ella quería saber.

Mikasa se encogió ante sus palabras. ¿Qué decirle? Nunca se había olvidado de él, y podía decírselo, pero los años habían pasado, ya no era una pequeña niña cándida y carismática. Ahora su cariz era más sombrío, ahora era mucho más seria y dura consigo misma y con el mundo. No gustaba de jugar, ni de regalar galletitas, ni mucho menos de pedir cosas a cambio de su simpatía… Entonces, era una mujercita triste y silenciosa. Por lo tanto, confesar algo como aquello a un hombre que acababa de reencontrar luego de años, no estaba entre en sus opciones.

Porque eso la había mantenido viva. Eso mismo que había sido lo único que no había perdido: su orgullo.

―Sí, algo así ―musitó ella, soltando su cuerpo, mostrándose calmada―. ¿Por qué me lo devuelves? ¿No te preguntaste cómo voy a explicar que lo tengo de nuevo? ―ella tampoco ahondó en la respuesta a las inquisiciones de Levi.

Era un buen punto. Uno que él no había considerado antemano. ¿Cómo explicaba Mikasa que tenía el collar nuevamente en su poder? No obstante, el tema pasó a segundo plano, porque lo que realmente le atañía era la reacción de la joven, casi desinteresada y cortante.

Pero era algo que, en cierto modo, él entendía. Siempre había sido rápido y perspicaz, por eso, ella no podía mentirle con sus gestos escuetos y presuntuosos. En el fondo, la pequeña Mikasa seguía cautiva en su interior, y Levi sabía, así como recordaba, que él podía sacarla a flote.

―Deja de fingir tanta cortedad ―la regañó―. No finjas tampoco que no te alegras de verme, mocosa

Y antes de que pudiese seguir, la joven se lanzó a sus brazos y lo abrazó con abusiva fuerza. No solo se había vuelto grande y hermosa, sino también fuerte.

Mikasa apoyó su mentón en el hombro de Levi mientras lo rodeaba por la cintura y clavaba la mirada hacia las espaldas del hombre, en dirección al balcón. Sus ojos se anegaron de lágrimas frías que escaparon solitarias y parsimoniosas mientras ella respiraba por la boca, secándose el paladar con el aire gélido de la noche. La ansiedad y la angustia eran demasiadas para un cuerpo tan casino; sin más, ella descansó en él.

Levi, con las manos inquietas al no saber dónde reposarlas, decidió que apoyar sus palmas contra la fina espalda de la muchacha sería un gesto «no tan inapropiado». Aunque abrazarla ya lo fuese.

―No puedo creerlo ―su voz no era más que un hilo.

―Estás grande… ―dijo Levi, con torpeza, como si aquello no fuese evidente.

―Te alcancé… y un poco más ―la diferencia no era abusiva, pero Levi carraspeó incómodo―. Creí que no volvería a verte nunca otra vez…

―Aquí estoy ―susurró él, girando su rostro, rozando por casualidad sus labios en el perfumado y suave cabello negro―. Siento mucho lo del asalto… no quería asustarte.

―No importa ―y lo decía en serio―. No importa. Gracias por volver… ―lo apretó aún más.

Y Levi, quien siempre había creído que su muerte se debería a alguna lanza de los hombres de la guardia, ahora dudaba, creyendo posible que los brazos que lo envolvían serían culpables de su deceso. No por la falta de oxígeno, sino por el resultado directo que aquello tenía sobre su miserable corazón.

Lo sentía martillear en su garganta.

―Creí que no te importaba el collar ―por un momento, pensó que aquellas palabras de ella eran el alivio tras haber recuperado la joya.

―No me importa, en lo absoluto. Puedes quedarte con él. Solo me parece bien que te hayas dignado a aparecer para corroborar que eras tú, para no dejarme con la angustiante duda…

―Soy yo ―dijo él, mientras ella se retraía para observarlo.

―Ya veo…

Fue un instante de reconocimiento confuso, producto de la incredulidad que despertaba el escenario. Demasiada información siendo inserta en su mente, toda de golpe, sin previo aviso, sin nada al alcance con lo que enfrentarlo.

Quizás, sus manos fuesen mejores en la tarea de constatar la realidad, por lo que llevó una de ellas a palpar la mejilla del hombre, acercándose lentamente…

―¡Mikasa! ―los golpeteos en la puerta los sacaron de la ensoñación momentánea, y ella contuvo su gesto. Abrió los ojos con fuerza, y Levi se sintió desfallecer cuando lo oyó emitir un ligero quejido que sonaba como un frustrado «no» ―. Hija, ¿estás lista ya? Te estamos esperando…

Mikasa volteó a ver a Levi nuevamente, removiéndose inquieta, con una expresión tierna y de mocosa berrinchuda, una que le recordó tiempos pasados. Tenía el ceño fruncido, los ojos húmedos y se notaba nerviosa y frustrada.

―¡Hija!

―¡Ya voy, madre! ―vociferó iracunda―. ¡Solo unos segundos más!

―Está bien…

Mikasa oyó a su madre alejarse por el pasillo, dándole un respiro. Con esto, tenía unos segundos de ventaja para decirle algo más a Levi; pero cuando intentó dirigirse hacia su visitante, este comenzaba a acercarse al balcón. Se marcharía.

Levi sintió los pasitos atarantados tras sus espaldas, por lo que giró para toparse con Mikasa demasiado cerca de su rostro… demasiado cerca.

―¿Volverás? ―los ojos llenos de lágrimas de la joven, como jueces, lo culparon, recordándole cómo había sido la última vez.

―No ―musitó él, enseñándole el collar en el aire, para luego voltear y continuar con su camino.

Cuando pegó el brinco para subirse a la baranda, Mikasa insistió, asomándose hacia el balcón para hablarle una vez más.

―¿Estás seguro? ―probó una última vez.

El forajido la contempló por sobre su hombro, y no pudo evitar sonreír tras verla expectante, escrutándolo con su mirada inquisidora, caprichosa, de mocosa intrépida.

―Puedes responderte eso tú sola ―ella abrió los labios, confundida―. ¿Qué pasó todas las veces que dije que no volvería?

Y tras eso, se convirtió en la noche misma, desapareciendo, siendo uno con la oscuridad.

El corazón de Mikasa era una caldera al borde de causar ebullición.

De un momento a otro, su vida había despertado. Lo que había una línea fija y sin perturbaciones, se agitó violentamente, zarandeándola de pies a cabeza, dejándola con un suspiro ansioso en los labios y con una suerte de esperanza en el alma.

De todas formas, se sentía aturdida. Hasta donde recordaba, solo había ido a su habitación por un abrigo, ignorante de lo que aguardaba por ella allí, sin siquiera sospechar que, desde aquel momento, nada volvería a ser lo mismo.

La risa tonta que soltó terminó por sorprenderla. ¿Era ella así de quisquillosa? Todo aquello parecía tan nuevo, aun cuando lo había vivido ya alguna vez.

Respiró profundo, intentando calmar su ansiedad y guardó la calma para continuar con la velada. Estaba segura de que Levi volvería a visitarla y, para entonces, ella le estaría esperando.

Se abalanzó sobre su armario para tomar cualquier abrigo, porque ya ni siquiera importaba. Solo lo hacía Levi, y lo atractivo que se había vuelto luego de todos esos años. No sabía si era porque hacía tiempo que no lo veía, pero años sin verlo habían surtido efecto.

Al salir de la habitación, su madre aguardaba por ella y parecía molesta.

―¿Tanto tiempo para escoger un abrigo?

Mikasa dudó unos segundos mientras intentaba ocultar su repentina efusividad.

―Sí, lo siento, me sentía insegura ―comentó, acomodándose la prenda.

―¿Y tanta elección te llevó a escoger el abrigo que no combina para nada? ―negó para sí la mujer, notando aquel detalle.

Mikasa se miró a sí misma, reparando recién en la pésima elección que había hecho. Era un abrigo tosco y formal, oscuro y sin alegría que no acompasaba con su vestido cremoso y elegante.

No pudo evitar sonreír con travesura y dedicarle ese gesto a su madre, quien le contestó la alegría de vuelta sin saber por qué.


Aquel reencuentro fue el agente de cambio.

De un día a otro, Levi portaba una cuantiosa suma de dinero en su poder, y Farlan no conseguía entender cómo habían pasado de la más indigna pobreza a repletarse de abastecimiento. Un día daban lástima y no eran más que un intento de forajido; al siguiente, se habían equipado como si fuesen a enfrentarse a un cruento combate. No era que su realidad fuese diferente, pero era tanto así, que ocasionaba enormes dudas en Farlan, producto de lo inconsistente que resultaba todo.

Agradecía que la suerte comenzara a sonreírles. Lo que no agradecía era que Levi lo hiciera también todo el tiempo.

Sinceramente, no era una sonrisa del todo, pero algo curioso había en su rostro. Algo que no recordaba haber visto antes.

―Siento que desconecto de ti con una facilidad preocupante. No me malinterpretes, no es que te quiera cerca todo el tiempo. Pero, por algún motivo, cuando nos separamos, ya sea por un par de días, siento que por encima de ti han pasado años y yo no me he enterado de nada.

Se encontraban en la guarida de Farlan, la que no era más que un cuchitril roído y viejo, pero tan recóndito, que cumplía su rol a cabalidad. Allí escondían los suministros que necesitaban para subsistir y, además, habían creado una suerte de banco donde resguardaban el dinero que se comprometían a no gastar.

Nunca se robaban. Nunca entre amigos. Y confiaban plenamente el uno en el otro.

Levi se hallaba apilando un par de cajas cuando Farlan, apoyado con un hombro contra la pared, le habló.

―Y… ¿eso a qué viene? ―Levi continuó con su labor, tomando la conversación con ligereza.

―Te noto diferente. ¿Pasó algo?

Pasó algo, en efecto.

―Comienza a irnos mejor.

―No lo cuestiono. Robar una joya de esa magnitud nos llevó a una mejora considerable. Es lo que esperaba de ti, no menos… Sin embargo, hay algo más, ¿no es así?

Farlan había dado en el punto exacto. Lo supo al oír a Levi suspirar.

Por un momento, el aludido abandonó su labor y se mantuvo estático, mirando al frente. El refugio, dada su recóndita ubicación, era un lugar oscuro, y por ello Farlan solo pudo percibir las sombras del perfil de Levi: la capucha, su nariz y el flequillo.

―Volví a verla ―confesó de una sola vez, sabiendo que ocultarlo podía significar un problema mayor en el futuro.

La voz de Levi se oyó aspirada, casi tímida, ocasionando que Farlan le preguntase con amabilidad:

―¿A quién? ―su amigo estaba un tanto aturdido, porque no tenía un mísero vestigio en su baúl de recuerdos. Además, en un comienzo creyó haberle oído mal, por lo que la pregunta salió de sus labios con el fin de hallar una verdadera respuesta así fuese distinta a la duda primordial.

―A Mikasa…

Los ojos de Farlan se ensancharon abruptamente tras haber escuchado las primeras dos sílabas.

Todo lo que necesitó fue un viaje breve al pasado, una chispa que sirviera para prender todos los rincones de su mente y lo contextualizara. Y fue breve, porque solo había una cosa que podía conectar a Levi con esa ciudad, aparte de su madre.

―La niñita de trece años, ¿la del balcón?

―Ya no es una niñita ―la voz de Levi se oyó oscura.

A Farlan no le agradó la idea de que su colega rectificara el concepto. No tenía intenciones de ser cizañero, pero usualmente él solía preocuparse más que Levi. Este último era reconocido por sus prodigiosas improvisaciones y los riesgos que tomaba apostando la vida por sus ideas.

―Eso, yo creo, nos traerá complicaciones ―bufó Farlan, removiéndose de su posición y alejándose de Levi mientras se sacudía el cabello.

―No es lo que estás pensando.

―Yo sé que estoy pensando y no es eso que tú crees. ¿Qué estás pensando tú?

Levi retomó su labor, acomodó la última caja y enderezó la espalda para tronarse las articulaciones. Luego, continuó su camino hacia la salida del refugio, tomando rumbo por el pasillo principal, el más oscuro y el más extenso. No tardó en oír las pisadas de Farlan chapotear contra la humedad del suelo. Venía tras él, ansiosamente.

―Levi, ¿qué piensas? ¿Cuánto tiempo había pasado ya? ¿Te reconoció siquiera?

―Lo hizo ―asintió, deteniéndose de golpe. Al cabo de largos segundos de silencio, retomó la palabra―. Tenemos un objetivo y lo cumpliremos cueste lo que cueste. No abandonaré la misión. Pero ―hizo una pausa y tomó aire, mientras se ajustaba la bandana sobre el rostro―… todo lo externo a ello, todo lo que me ataña de forma personal, queda fuera de esto. De todo eso, me responsabilizo yo.

―Entonces, volverás a verla ―Farlan rio y meneo la cabeza en desacuerdo―. Una y otra vez, una y otra vez como aquella vez. Y ya no es una niñita… han pasado cinco años. Tiene dieciocho. Y entonces las visitas tendrán otro motivo, y ya sé hacia dónde va esto, y luego…

―Farlan.

―Sí, ya sé qué estás pensando Levi ―espetó, molesto por comprender el obstáculo que imponía todo eso de pronto.

―Entonces, sí estábamos pensando lo mismo, Farlan ―le respondió, cortando su repiqueteo de palabras―. Es innecesario el sermón.

―No intento controlar tu vida, Levi, p…

―Por favor, no lo hagas.

Cuando alcanzaron la salida, Farlan lo vio soltar una de sus flechas para anclarse a un tejado lejano y así tomar impulso para elevarse en el aire con brío. A Levi no le contentaban sus opiniones, ni se obligaba a tomarlas como una medicina de mal gusto. Huía, porque no necesitaba habladuría. Porque de haber querido los sanos consejos de alguien alguna vez, probablemente, no habría sido un forajido ni estaría preparando una venganza.

La extraña brisa que sopló de pronto sacó a Farlan de sus cavilaciones. El invierno se aproximaba y amenazaba con ser despiadado. Los días parecían más opacos y los paisajes más sombríos; mas podía jurar que, en ese momento, Levi no tenía otra cosa en su cabeza que una florida primavera.

No podía ser de esa forma, no a su criterio. Tanto buscaba hacerle entender que su condición no les permitía emerger de las sombras, que estaban condenados a refugiarse en la oscuridad, que la vida allí fuera donde tocaba la luz no les pertenecía. Y no importaba si él creía lo contrario, los pecados cometidos con sus propias manos los habían excomulgado de la sociedad hacía tiempo. Y nada podría cambiarlo, el nombre lo llevaban grabado en la piel y resonaba contra cada pared y avenida cuando alguien advertía su presencia y era testigo de su huida: ¡forajido, forajido, forajido!


Levi no soportaba la idea de que alguien más controlara su vida. Se sentía autosuficiente y asertivo para tomar decisiones; nunca había permitido a nadie emitir juicios sobre los pasos que daba. Le resultaba irritante tener que oír a Farlan dando una opinión que él no recordaba haber exigido.

Y, asimismo como le ocurría con las personas, no toleraba que los pensamientos poco productivos tomaran los hilos por él. Así que olvidó las palabras de su amigo, y se aventuró por las calles silenciosas del anochecer, liberándose de todo cuestionamiento y dirigiéndose hacia donde sus ansias lo guiaban.

Aquella novedad que acaecía en su vida había invocado un ímpetu poco usual en él. Quizás, como el paso del tiempo y la crudeza de la vida le habían enseñado a perder, se regocijaba al descubrir que había cosas que no había perdido del todo, que una sola cosa al menos permanecía… que podía volverle a ver.

No reparó en su reacción acuciosa cuando casi se abalanzó sobre el balcón, por poco, ocasionando un estruendo. Tenía que serenar su euforia y reaccionar sigilosamente como era oportuno que ocurriese.

El anochecer había tomado protagonismo por completo sobre la ciudad, pero había luz suficiente, la que provenía de la inmensa luna. El cuerpo luminoso fue bendito en los pensamientos de Levi, quien se mantenía de pie sobre la baranda, siendo testigo de cómo aquel ser angelical apareció tras cruzar el cortinaje de las puertas francesas.

Mikasa lucía un sencillo vestido blanco de media manga con algunos botoncitos sobre el pecho. Su esbelta figura avanzó hasta él, y él mismo tuvo que agacharse para finalmente tomar asiento sobre la barra (o para postrarse frente a la escena que le parecía inverosímil).

El cabello de la muchacha ondeaba suavemente debido a la brisa y emulaba tener vida propia. A los trece, la cara de muñeca era más redondeada e inocente; a los dieciocho, mostraba un mentón elegante y más fino, y una mirada dura e indescifrable.

―Cinco años… ¿no? ―murmuró ella, con un tono un tanto incrédulo, dado que jamás sopesó la posibilidad de volver a tener a aquel forajido sentado en su baranda.

―Sí, no es tanto tiempo si lo piensas.

―Mírame ―sonrió Mikasa, mas fue una sonrisa fingida y seca―, ¿de verdad piensas eso?

Levi inhaló, pero contuvo la respiración un momento, manteniendo los labios entreabiertos. Dudaba sobre qué decirle. Tal vez, las mismas palabras que usó con ella años atrás no surtirían el mismo efecto.

Las cosas cambian con el tiempo.

―Preguntas capciosas para un reencuentro no resultan muy idóneas. Un «cómo estás» bastaba ―sin embargo, él aún conservaba su particular humor.

―¿Qué tiene eso de capcioso?

―Puedo contestar sí o no, y procurar no morir en el intento si la respuesta no te agrada.

Era tan surreal tenerlo allí, frente a ella. Mikasa no podía creerlo; parecía otro de sus tortuosos sueños. Dios santo, que el tiempo tenía una fijación con Levi, porque si alguna vez lo recordó apuesto, en ese instante, constató que sus memorias no fueron capaces de hacerle justicia.

A pesar de su asombro, algo en todo el escenario la mantenía tranquila. Sus manos no temblaban ni sus pasos trastabillaban, pero su corazón latía haciendo cosquillas en su garganta. Y algo bailoteaba en su estómago cada vez que lo miraba fijamente. No entendía cómo por fuera lucía tan parsimoniosa cuando por dentro se sentía destellar.

―Fue una pregunta atarantada. Debe ser que no sé cómo dirigirme a una persona que juró nunca volver ―ella reclinó el rostro hacia un costado mientras le clavaba una mirada penetrante que lo hizo sentir minúsculo.

Si antes Mikasa era imponente, aun con trece años, ahora se veía realmente intimidante. Tenía unos ojos cautivadores.

―Ah, qué simpática ―sus palabras fueron dichas con seriedad, no con la intención de ser severo, sino sarcástico―. Algunas cosas no salieron como las esperaba… Bueno, para estar de vuelta, todo no salió como lo esperaba.

Con eso, Mikasa comprendió que Levi no había conseguido su objetivo aún.

El hombre bajó la mirada. No llevaba puesta la capucha, y la bandana pendía de su cuello. La luna iluminaba su rostro, haciendo lucir sus ojos platinados.

Podían haber pasado cinco años, pero ella aún recordaba cuán importante era aquella misión para él, puesto que quería vengar a la amiga que perdió de forma tan injusta. Nunca se cansaría, no cesaría hasta saciar la hambruna que provocaba aquella venganza irresoluta. Y ella sentía una enorme tristeza al ratificar que aquello seguía siendo de ese modo.

―Lamento oírlo.

―Pero… según veo, la propuesta de Jean sigue en pie ―le contestó, tras recordar que el día del asalto les había visto juntos.

Fue el turno de Mikasa de agachar el rostro y esconder sus ojos cristalinos.

―Supongo que estamos en el mismo punto que hace cinco años atrás, forajido.

Y era tan triste asumirlo.

―¿Y eso incluye otras cosas involucradas hasta ese punto hace cinco años atrás?

Y, de pronto, se volvía torpe.

¿Qué estaba preguntando?

La conversación se había salido de tópico.

Cuando Mikasa tenía trece años, era una niña ilusa que había experimentado una especie de idealización hacia él. No era más que eso.

Entonces, ¿qué magna estupidez acababa de preguntar?

―¿Qué quieres decir? ―por suerte, ella no lo había pillado.

―Da igual ―él encogió los hombros. Luego levantó el rostro para mirarla―. Es bueno verte, mocosa. Solo que echo en falta las galletitas de animalitos tumorosos.

Mikasa abrió la boca, Levi no supo descifrar si con indignación o sorpresa, y se quedó así un par de segundos sin saber qué decir. Un leve sonrojo se posó sobre sus mejillas y la acusó de su repentino bochorno.

―Bueno… el tiempo ha hecho que me convierta en una persona que ya no cocina galletitas de animalitos.

―Entiendo…

Antes de que pudiese continuar, el gesto de Mikasa lo contuvo. Sintió como si su estremecimiento hubiese sido más repentino que la mano de la joven en su mejilla. Ella le sostuvo el rostro, acunándolo en su palma. Su piel no estaba fría, pero tampoco era cálida. Era suave y fresca como la brisa de la noche, ligera, asimismo.

―Si cumples tu objetivo esta vez, volverás a marcharte, ¿no es así?

Levi admiró embelesado a aquella muchacha que lo delineaba incansable, cuyo pulgar se movía casi imperceptiblemente sobre su piel, como si buscara esconder la caricia.

Era una pregunta un tanto dura, dura para alguien que llevaba años perdiendo el tiempo en lo mismo, y no sabía si «cumplir el objetivo» era realmente el nombre de lo que estaba haciendo. A veces, Levi se preguntaba en qué terminaría todo eso, y el futuro era tan incierto, que ver su venganza completa parecía más una ilusión que una realidad próxima.

―Sinceramente… si lo consigo, ya no sé qué haré con mi vida ―cerró la confesión con un suspiro―. Así que… ―encogió los hombros nuevamente.

Durante aquel tiempo hacía cinco años atrás, habían alcanzado a conocerse tan bien, tanto habían conversado, que para Mikasa no era difícil comprender a Levi, ni leer sus gestos. Todo era familiar, todo permanecía intacto en sus recuerdos.

Y por eso entendía cómo debía sentirse, con aquel sentimiento desorientado que estaba coartando la determinación que ella solía ver en él. Tanto tiempo batallando inútilmente debía estar arrebatándole toda confidencia.

Y si seguía intentando, ¿cuánto tiempo más estaría en aquella ciudad? ¿Días, semanas, meses, años? ¿Qué tanto provecho podía sacar de ello? Porque, por egoísta que fuese, ella pensaba en volver a verle tantas veces como pudiera. Lo había premeditado desde la noche en que le visitó tras el asalto, y también estuvo buscando la forma de planteárselo.

Parecía complejo, pero Mikasa recordó que nunca necesitó de nada excepto de su sinceridad para arreglárselas con Levi. Cuando era menor era más atrevida, no sopesaba, y él nunca había rechazado sus peticiones, no sin tener una buena razón de por medio.

¿Podía negarse ahora?

―Yo… ¿podría tener el atrevimiento de pedirte algo otra vez?

Sus ojos estaban llenos de lágrimas, su pecho, de pronto, podía percibirse más agitado, como si respirase con ansiedad. Él no tuvo la fortaleza suficiente para evitar reaccionar como hizo: la sostuvo de ambos brazos y la haló hacia sí.

La joven se permitió descansar sobre él, liberando una parte de toda su carga; parecía que al fin había llegado el rescate esperado a su perdición en aquella isla desolada que significaba su diario vivir.

Se abrazaron. Pero esta vez Mikasa echó a llorar, como si hubiese estado esperando a Levi por cinco años para poder hacerlo. Él la apretó con fuerza y Mikasa amó ese momento; no le molestaba si la aplastaba o la sofocaba, mientras fuese él quien lo hiciera. Nunca llegaría a comprender por qué solo Levi podía hacerla sentir así de segura.

―¿Y cuántas noches puedo venir? Jean ya no es un niño. Les visita más seguido, ¿no es así? ―no fue necesario que Mikasa hiciera su petición. Levi lo había comprendido perfectamente.

―Está trabajando con su padre en la empresa ―o eso pudo percibir, porque Mikasa tenía la boca escondida en su hombro―. No sube hasta mi habitación, no lo tiene permitido. Siempre tengo una excusa para encerrarme cerca de las diez.

―¿Cómo fue a terminar así…? Contigo, encerrada, Mikasa ―gruñó frustrado.

―Son las únicas salidas que he encontrado en todo esto, ¿recuerdas que prometí no echarme a morir? ―se separó de él para verlo a los ojos. Los de él brillaron intensamente. Claro que lo recordaba, era lo último que se le había pedido antes de partir―. Dime, ¿lo harás?

Por todos los cielos… Tenía que encerrarse para no tener que pasar tanto tiempo con el que era su futuro esposo, para huir de una despedida indeseada o algún intento de avance del joven. De pronto, a Levi le atacó una enorme tristeza. ¿Cómo podía ser así de injusto? Él, quien era el alter ego de la palabra libertad, se sintió en la extrema necesidad de hacer algo, aun cuando sabía que no podía, no mucho al menos.

La emoción del momento no le permitió mayor juicio para dilucidar las consecuencias que podían surtir tras involucrarse en todo aquello. Por ende, le entregó la única respuesta que tenía para darle:

―Sí. Tan solo dime, ¿cuándo quieres que vuelva?

Esa noche, se despidió con un asentimiento de cabeza, luego de que ella le diese la respuesta. Volvería la dinámica de antaño, visitarla cuantas noches pudiera, y si podía siempre, tanto mejor.

Partió sin certezas y repleto de inquietudes que atormentaron su sueño durante toda la noche.

Levi siempre había tenido el sueño ligero, y con el «trabajo» que había adquirido para sobrevivir, el buen dormir no era algo que pudiese permitirse. No obstante, esa noche lo atacó una crisis de ansiedad que no le dejó pegar pestaña, a pesar de haberse propuesto un breve descanso luego de mucho tiempo sin conseguirlo.

Tras hallarse en la Torre del Reloj, se aventó de espaldas sobre el viejo colchón que utilizaba para dormir. Allí, observó el tejado de la torre, viejo y roído por los años, con una tabla de menos por aquí y un agujero prudente por allá, y pensó.

Mikasa.

«¿Y ahora qué?», se dijo en sus pensamientos.

Y dio vueltas y vueltas intentando dormir, mas cuando se lo proponía, ella aparecía de nuevo en su mente, atormentándole la consciencia. Quería, así como hacía tanto tiempo atrás, poder ayudarla, poder sacarla de su realidad. Pero sabía, como tenía presente que sus virtudes le precedían, que sus recursos eran limitados para tal objetivo.

Nunca había tenido nada para ofrecer, ni hacía cinco años atrás ni en el presente. A su alrededor no había más que vestigios de una guarida, no tenía cómo mantener su vida si no era robando, su intento de cama improvisada ni siquiera era cómoda. Y el invierno seguía avanzando, como manos cautelosas y gélidas que se estiraban para alcanzar algo frente a sí. Allí estaba aquella ciudad, siendo alcanzada por la yema de los dedos invernales.

Y el frío nunca había sido reconocido como buen amigo del sueño. Cerca de las cuatro de la madrugada, se dio por vencido y caminó hasta el gran ventanal que daba hacia la ciudad, para sentarse en el borde y distraer la mente con algo.

La había abrazado (eso no, precisamente).

Había sido invasivo con el tacto, eso creía. Pero, en su defensa, podía decir que había sido un impulso tras saberla viva, sana después de todo, real y existente. Algo que valoraba y que no se había desvanecido como todo lo demás, y el abrazo no había sido más que un desesperado intento por constatarla y retener su recuerdo, casi con el temor de que el destino le amenazara con quitarle eso también.

Aun quería a Mikasa, aún la tenía en su recuerdo, aún le tenía ese afecto que se había congelado en el tiempo. Sí, aún quería a la niña de ojos sombríos, su niña irreverente e insolente. Solo que verla mayor y con otro desplante, lo aturdía.

Solo lo aturdía.

Eso era todo, era todo…

Se refregó el rostro con ambas manos y suspiró resignado, sabiendo que aquella noche sería imposible dormir.


―…El general enemigo es un héroe igual a ninguno, en la gloria y en la victoria, y los hombres que le siguen son también guerreros que no temen a la muerte…

Mikasa Ackerman siempre había considerado que su mejor aliado, a lo largo de su corta vida, había sido su padre. Y lo extrañaba. No porque no pudiese estar con él, sino porque incluso su presencia le parecía vacía desde que él estaba inmerso en los asuntos del negocio. Sin embargo, era el único ―tajantemente el único― que la comprendía, que no la atiborraba de comentarios sobre Jean, que no la obligaba a amarlo, sino que le daba el tiempo de adaptarse a la situación. No como su madre, quien era un constante mosquito en el oído.

―¿Estabas cantando esa marcha que te enseñó tu padre? ―la mujer irrumpió el dulce canto de la muchacha―. Esa canción es demasiado bélica para ti. No deberías cantarla, no desde que llegamos a este país.

Era una tarde ventosa, una tarde fresca y envuelta por los sonidos sibilantes del viento, en la que Mikasa reposaba junto a su madre en los jardines de la casa de la abuela. Hacía ya un par de años que la anciana había cruzado el continente con ellos para acompañarles a vivir en la ciudad. Su edad no la acondicionaba para estar lejos de ellos, por lo que habían decidido ir a buscarle, y el padre de Mikasa pudo permitirse el gasto.

En aquel momento, se encontraban de visita y la merienda había sido de imperdonables proporciones. Así que sentarse bajo la sombra de un enorme manzano, dejándose peinar por la brisa y deleitándose con el trinar de las aves, había sido un panorama grato. Nada mejor que un relajante descanso antes de volver al enclaustro. O, al menos, hasta que la madre de la joven la hubiese interrumpido con sus palabras incisivas.

―Esa marcha me recuerda a papá, me trae bellos recuerdos.

―Bellos recuerdos de tu padre con el uniforme rojo por la sangre y el rostro desfigurado por las heridas.

―No, madre ―Mikasa fue tajante―. Bellos recuerdos de un padre que no postergaba el tiempo que pasaba con su hija.

La mujer mostró una expresión ofendida. Le molestaba que, tras haber cumplido los dieciocho, su sucesora hubiese desarrollado una postura tan altanera. No recordaba haberla educado así, sin embargo, su mismo esposo le había dicho que no era más que la consecuencia de haber sido tan hostigosa con la menor.

La señora Ackerman no siempre había sido así; aquella ciudad tenía un efecto curioso en las personas, uno que dependía de cada quién, pero algo era cierto: quién entraba en ella, no salía siendo el mismo.

Y Mikasa solía pensarlo siempre de sí misma. Nunca volvería a ser la de antes.

Aquel mismo día, durante el ocaso, cuando ya se encontraban de vuelta en casa, Jean les visitó y llevó obsequios para todos. Su madre había vuelto de un viaje a lejanas tierras y por poco acaba comprándolo todo. Cuando la cínica jornada con tintes de ser navideña se había acabado, Jean y Mikasa se quedaron a solas en la sala de estar. Y él tenía ganas de conversar.

―¿Algún día… abrirás tu corazón para mí? ―Mikasa, quien se encontraba derretida sobre el sillón, sin interés en su fría mirada, clavó sus pupilas en él, mostrándole en su expresión una señal de advertencia. Una mirada de extremo a extremo, puesto que él ocupaba el sillón frente a ella―. ¿Hay algo que he hecho mal?

―Todo estaba bien hace un momento. Guardabas silencio, ¿por qué decidiste hablar?

No era un comentario descortés. De cierta forma, la amabilidad de Jean la hería, porque sabía que él no merecía su desprecio. Pero no cambiaría de parecer, porque sabía que ella tampoco merecía aquel destino.

Cuando Jean hablaba, no reflejaba más que sus puros sentimientos; aquellos que Mikasa no conseguía corresponder.

―Si mi presencia aquí te es molesta, puedo retirarme. Solo tienes que pedírmelo.

―¿Qué quieres de mí, Jean? ―soltó ella de pronto, cansada de esas instancias de siempre, porque, en el largo plazo, las victimizaciones de Jean la sometían a actuar condescendiente de forma obligatoria.

―Que seas mi prometida.

―Lo soy ―ella encogió los hombros.

―Actúa como una ―la voz de Jean sonó pesada.

Mikasa volvió a mirarlo, con ira contenida en sus orbes. Rodó los ojos fastidiada y liberó un largo suspiro. Nada de lo que ella hiciera cambiaría su destino, debía dejar de jugar a ser una resentida, porque Jean era bienvenido en su casa y era parte de los planes a futuro. Su opinión no le importaba a nadie… era doloroso admitirlo, pero era la cruda verdad.

―Lo siento, Jean ―sonrió la joven, tragándose el orgullo, ahogándose con él, y el gesto era tan apretado como hipócrita―. Hay días en que… las mujeres nos sentimos más alicaídas que de costumbre.

Él meneó la cabeza en negación y se puso de pie para acercarse a ella. A medida que el joven avanzaba, Mikasa se hundía más y más en el sillón, porque no quería tenerlo cerca, porque una tristeza enorme la atacaba cuando era así, porque cuando él ya estaba ahí, frente a ella, con sus ojos marrones inquisidores, unos azules e infinitos se cruzaron por su mente.

Jean se inclinó, buscando besar sus labios, pero Mikasa no se lo permitió. Le quitó el rostro, por lo que él alcanzó a besarle una comisura. Luego, besó su frente y se inclinó, afirmándose en los mangos del sillón para pender sobre ella.

―Es la primera vez que hago esto ―sonrió Jean, con sus mejillas sonrosadas―. Me hace feliz. No seas así de consentida; me haces sentir aislado, como si nada de esto te importara. Estoy cansado también, cansado de intentar hacerte sonreír. Es un trabajo arduo, pero aun así deseo tanto poder hacerte feliz ―antes de que la muchacha pudiese responder algo, él continuó―: Aun sí esa es la única mirada que tienes para mí, todo va a estar bien conmigo, voy a esperarte. Sabes que haría de todo por ti, lo que pidieras, lo que necesites, tú y tu familia. Siento como si tu padre fuese mi padre ―soltó una risilla nerviosa―, los admiro muchísimo. Son mi inspiración cada día. Sé que la vida en Japón fue dura, que tu padre fue contratado como un externo y por ello sacrificó muchas cosas, fue difícil, sí… pero no lo volverá a ser. Lo prometo.

―Jean… ―su voz tembló.

―Así que no me mientas, correspóndeme, sé mi prometida hoy y yo te daré todo mañana.

Su padre había sido un soldado, uno que tuvo una oportunidad maravillosa de convertirse en un hombre de negocios y darle un mejor porvenir a ella y a su madre. Y esa era toda la razón de aquella agria historia.

Por eso, era tan difícil dejar todo atrás, por eso, no podía permitirse rechazar a Jean. Su encierro mental estaba acabándola, pero por su padre, por el hombre que llegaba cubierto de rojo y con el rostro desfigurado, lo permitía.

Por eso, debía comprometerse con Jean. Aun cuando en sus pensamientos moraba otra persona… y siempre moraría.

―Solo necesito tiempo, Jean ―asintió finalmente―. Dame tiempo.

Entonces, el joven sonrió ampliamente y, satisfecho con la respuesta, la dejó descansar.

Esa noche, Mikasa se guareció en su habitación y no bajó a cenar.

Tenía el estómago constreñido, porque dos sentimientos muy fuertes la atormentaban: el horror de corresponder a Jean y el error de seguir viendo a Levi. Ambas cosas la tenían sumida en su magín, sin energías ni ánimos para alimentarse.

No se sentía capaz de dilucidar cómo podía agradarle tanto Levi y tan poco Jean. Mas cuando la palabra «Levi» surcó su mente, los pensamientos quedaron detenidos allí, allí donde realmente correspondían. Volvería a verle dentro de poco, volvería a estar con él, y se regocijaría con ello. La última cuota de alegría que le quedaba a su vida, por muy iluso que sonara.

Ansiosa, buscando qué hacer, se puso de pie para avanzar hasta su cómoda y tomó de entre los cajones un trozo de tela y su costurero, y comenzó a bordar. Era algo que tenía pendiente en el tintero hacía tiempo ya, y consideraba que era el momento indicado para hacerlo, sobre todo, si buscaba distraerse.

Era una tradición familiar muy íntima y personal: bordar una imagen a gusto en un pañuelo que luego sería regalado a aquel afortunado que les acompañaría de por vida. Se le entregaba al primero, al que se esperaba fuese el único, al eterno compañero.

Al cabo de una hora, Mikasa bordó el contorno de una imagen preciosa: una rosa, una sola rosa que tomaba significado por sí misma. Una flor.

En aquel momento, se sentía tranquila. Solo cantaba una melancólica canción y bordaba como una acción que buscaba distender sus ansiedades.

Había avanzado suficiente ya cuando su madre entró a su cuarto con una bandeja entre las manos. Le había llevado algo de comer. Sin embargo, astuta y curiosa como era, la mujer no pasó por alto la situación en la que se encontraba su hija y no pudo evitar soltar un chillido de asombro.

―Oh, Mikasa, el pañuelo ―le dijo, casi orgullosa, mientras dejaba la bandeja sobre la superficie de la mesa auxiliar―. ¡Te propusiste hacerlo! Es muy bello.

―Gracias ―le contestó su hija, con voz ligera y media sonrisa.

―Te veo más contenta, eso es bueno ―se alegró la madre―. ¿Se debe a Jean?

―Madre, ¿hay alguna cosa, en mi vida, que no la atribuyas a Jean? ―buscó usar el tono de voz adecuado y lo consiguió―. Jean, Jean, Jean… ―recitó en un susurro burlesco.

―Lo siento, hija ―sonrió con pudor―. Entiendo, entiendo. Te he hostigado mucho, lo sé.

―¿Quién? ¿Tú? ―Mikasa siguió bordando.

La mujer soltó un suspiró y ocupó un lugar en el borde de la cama, intentando no importunar a Mikasa.

―Sé que he sido exigente con esto, pero no sabes cuánto se esmera tu padre día y noche por nosotras. ¿O crees que es mero gusto no pasar tiempo contigo? Sabes que tu padre te ama.

Por un momento, la muchacha dejó de prestar atención a lo que estaba haciendo y alzó el rostro hacia su madre. No quería discutir, entendía infinitamente todo lo dicho.

―¿Es que acaso he pedido algo más que espacio? No sabes cuánto me apena saber que mi padre está dejando su vida de lado por nosotras; que está sonriéndole y haciéndole gracias a gente desagradable para mantenerse en su, por ahora, respetada situación. Sufro por él y no puedo decírselo, porque no puedo poner más cargas sobre sus hombros. Y, pese a todo, consigo cargar con las mías. ¿Podrías simplemente empatizar con nosotros y no hacerlo todo más imposible?

El rostro de la señora Ackerman se repletó de lágrimas, puesto que sabía que sus intentos por hacer parecer todo como una novela romántica eran ridículos. Aquello no era más que una fachada; al remover la cortina y descubrir el interior, se hallaban su esposo y su hija, resistiendo para que la mentira no se viniese abajo.

Y ella no hacía más que alimentar esa mentira. Se sintió tan miserable, porque aquella hija que creyó rebelde e irrespetuosa parecía ser más madura que ella misma. No pudo sostener aquella conversación, porque no tenía herramientas suficientes para enfrentarla.

Le quedaba claro que Mikasa entendía el plan y que lo aceptaba a pesar de todas cosas que perdía por ello, que no cesaba de pensar en su padre, y que solo deseaba ser dejada en paz, porque ya mucho tenía con ser un peón en aquel penoso tablero.

La señora Ackerman se puso de pie, y tras besar la frente de su hija, la dejó descansar sin decir nada, ni siquiera adiós.


La primera vez que Levi vio a Mikasa envuelta en su yukata contuvo la respiración. Fue la noche que la joven había propuesto para la nueva visita, una noche de luna repleta y ventisca, una noche tan ansiada y, aun así, recelosa.

Sin perder la costumbre, el forajido no tardó en escabullirse en el balcón, y tal fue su sorpresa que debió detenerse un segundo tras reparar en el peculiar estilo que llevaba su anfitriona: un peinado que reunía todo su cabello, dejando libres algunos mechones y parte de su flequillo; tenía un adorno en la cabeza, unos aretes y tinta en los labios. Y él, quien siempre había sido prodigio del equilibrio, en ese momento, se sintió inestable como ninguna otra vez en toda su vida.

Para aquella ocasión, no se sentó en la baranda del balcón, sino que bajó hasta el suelo y acompañó a la joven hasta la habitación, sorprendiéndose con lo que ella había preparado. Había comida, o eso parecía, en unos platillos sobre una mesa dispuesta en la estancia. No comprendía a qué venía toda la parafernalia, pero guardó silencio esperando que fuese ella la primera en romper el silencio.

―Mi madre acompañó a mi padre a una reunión de negocios. Tuve que hacer un sobreesfuerzo para fingir malestar y que no me arrastrasen con ellos ―le contó, ambientando el encuentro con armonía.

―¿Y… todo esto…?

―Es parte de nuestras tradiciones ―le dijo, notando el escrutinio inquieto de Levi―. Hoy nos visitó la abuela y tuvimos un reencuentro familiar. Ella llegó hace menos de un año hasta aquí, ya que solía vivir en Japón… ―el nerviosismo de Mikasa estaba reflejado en sus manos enredosas.

―¿Y qué hizo a tus padres traerla hasta aquí? ―Levi se mostraba atento mientras ella ordenaba los cubiertos sobre la mesita destinada a recibirlos a los dos.

―No lo sé ―Mikasa encogió un solo hombro―. A esta familia se le hizo costumbre la crueldad de arrastrar a la gente a vivir a esta grotesca ciudad. Aunque no había otra opción para ella; está de cuidados.

Levi no le contestó, no era algo sobre lo que pudiese emitir juicio, mas en su silencio se escondía una suerte de empatía y respeto hacia las vivencias que ella le comentaba.

Se removió la capucha y la bandana, y arregló su cabello, peinándolo hacia atrás. Tomó asiento frente a la mesita sin dejar de contemplar a Mikasa, quien acababa de ordenar los platos dispuestos allí.

Algo lo mantenía en constante expectativa. No había diálogos incómodos, ni sensaciones ajenas; todo era demasiado familiar, como si él nunca hubiese partido por cinco años y como si ella aún tuviese trece. No le perturbaba en lo absoluto, por ello se mantenía silente, dejándose dar la bienvenida por aquella instancia que le recordaba a todas las noches que había compartido con la pequeña Mikasa.

Tal parecía como si hubiesen retomado su extraña amistad desde el mismo punto en que había quedado aquella noche en que él se despidió de ella.

Aquella noche en que ella lo besó.

Levi alzó la vista reparando en aquel detalle que se vino a su mente de forma espontánea. Mas cuando quiso ahondar en el pensamiento, Mikasa estaba acercando hasta su posición unos extraños palitos que carecían de todo sentido para él.

―¿Qué es esto? ―preguntó con voz atacada.

Ella alzó ambas cejas con asombro.

―Señor forajido, esto es sushi ―contestó, sirviéndole una porción―. Nuestro último encuentro fue descortés de mi parte, puesto que no le ofrecí nada, ni siquiera de beber. Y dado que reclamó por mis galletas tumorosas, decidí, en esta ocasión, esperarle con una grata cena. Algo más innovador como este platillo tradicional de mi país. Espero sea de su agrado.

Siempre tan mocosa insolente. Todo lo había dicho cínica y petulante.

Levi contempló los bocados con entusiasmo y curiosidad. La vida como forajido era bastante famélica; la alimentación era algo que no podía permitirse o, al menos, no bajo los cánones del concepto «saludable». Una comida al día era suficiente y no siempre era de la mejor categoría. Las veces en las que podía alimentarse de buena forma eran aquellas en las que visitaba a su madre y abusaba de su privilegio de hijo para asaltar la cocina de la taberna.

Solo que aquello distó bastante de los almuerzos que solía tener con su madre, porque nunca, en su vida, pensó que intentar sujetar un bocadito con un par de palitos fuese tan complejo.

Más que complejo, humillante. Porque Mikasa reía cada vez que el trocito de comida se caía, se desenrollaba o acababa totalmente destruido. Era delicioso, pero imposible de comer.

―Pásame un jodido tenedor ―protestó, indignado por no poder acabarse su porción de forma cómoda.

―Me ofendes ―fingió ella.

―Estoy tan preocupado ―siguió él.

Entonces, ella cogió un bocado con los palillos, con tanta destreza y elegancia, y lo hizo llegar hasta él, pretendiendo que él abriese la boca.

―Ni en tus sueños ―bufó mosqueado.

―Entonces, en la vida real ―pidió ella, empujando el trozo de sushi contra la boca de Levi.

Maldita mocosa.

Se vio obligado a comer tras verla entreabrir los labios, efecto de estar concentrada en lo que hacía. En ese momento, surgió un silencio inquietante, tanto, que Mikasa tuvo que levantar la vista de la boca de Levi para mirarlo a los ojos. Como si algo se hubiese conectado entre ellos, mantuvieron la mirada fija en el otro por varios segundos, hasta que Levi tragó lentamente, sin saber qué decir.

Pero ella habló, porque, a pesar de su irreverencia, parecía ser más oportuna que él.

―Bienvenido de nuevo ―hizo una pequeña reverencia con su cabeza.

―Gracias ―ella le había preparado una comida, ¿qué podía darle él? ―. Pero has dejado las expectativas demasiado altas. ¿Cómo se supone que yo pueda equiparar esto?

Mikasa sonrió con sutileza (Levi sentía un ligero peso al verla sonreír tan parcamente). La muchacha se quitó el adorno de la cabeza y se soltó el cabello, liberándolo de la tensa atadura. Tras hacerlo, respiró y finalmente dijo:

―Algo se te deberá ocurrir. Yo pensé en esto sola, sé creativo.

―No lo soy…

No le molestaba admitirlo, era más bien una advertencia. Le abrumaba que ella esperase más de lo que él podía entregar.

Sin embargo, para su tranquilidad, no ocurrió.

Durante la comida, Mikasa le contó lo que había acontecido en su vida tras todos esos años: nada era diferente, excepto porque, en aquel entonces, su compromiso con Jean era más operativo que antes. Les obligaban a salir juntos, a pasar tiempo juntos, todo juntos. Y si bien Jean ya no tenía un rostro tan ecuestre y se había vuelto un joven bien parecido, no había nada en él que llamara su atención. Era bondadoso, preocupado ―un tanto obsesivo― y cortés; pero a Mikasa no dejaba de preocuparle que toda aquella atención no fuese más que el capricho tras contentarse porque ella le parecía atractiva o por un deje de superioridad al saber que tarde o temprano heredaría la fortuna de su padre y, por consecuencia, a ella como esposa.

Todo era demasiado sintético para su gusto.

Jean ni siquiera la conocía del todo. Se la pasaba regalándole alhajas y demás, cuando ella prefería un libro, utensilios de pintura para replicar los preciosos cuadros en acuarela que solían ser tradición en su familia, tal vez, retazos de tela para crear vestidos. Incluso, una grata charla era mejor que todo. Pero Jean solo gastaba el tiempo elogiando su belleza y su cabello sinigual, cuando ella prefería contarle de las grandes hazañas de su tatarabuelo, un importante samurái.

Ella no tenía amigos en aquella ciudad, no había nadie que pensara como ella. Y aunque había intentado que, en último caso, Jean representase eso, una amistad, un apoyo, no había sido posible, porque no eran compatibles en ninguna medida, ni un solo pasatiempo similar.

Así que de eso constaba su rutina. De la incansable misión de saber cómo abordarlo sin enloquecer en el intento. En ello se habían ido sus energías y sus ganas de vivir. Odiaba su realidad, odiaba que la vida fuese de esa forma, que tuviese que asegurar su futuro de una forma tan vacua.

―¿Qué hay de ti? ―preguntó Mikasa cuando notó que había hablado demasiado de sí misma.

―Erwin Smith es más escurridizo de lo que imaginaba, es todo lo que tengo para decir ―comentó, sin dejar de escrutarla con su mirada profunda y azulada.

Mikasa no sabía si buscaba inquietarla, juzgarla o absorberla con sus ojos cristalinos.

―¿Es todo? ―quiso saber ella―. Solo eso ha pasado en cinco años, ¿sigues persiguiendo a Smith? ―Levi asintió sin siquiera dudar. No le afectaba admitirlo. Tras la muerte de Isabel, era lo único que gobernaba sus movimientos―. ¿Nadie ha intervenido en tus planes? ¿Alguien que pudiese ablandar tu maltrecho corazón?

Mikasa se percató de que lo había arrinconado hacia una encrucijada con su pregunta. Se le hizo gracioso cómo el forajido intentó esconder la mueca casi involuntaria producto de la sorpresa. Pero era algo que le interesaba saber. Él no podía ser de piedra, no podía ser tan rígido todo el tiempo… con ella no lo había sido, al menos, alguna vez.

―No he tenido tiempo para eso ―respondió―. Tampoco hay alguien por sobre mis decisiones, así que no hay nadie a quien tenga que desposar por obligación.

A Mikasa le ofendió el comentario. Sabía que él no lo había dicho con malas intenciones, no obstante, era su realidad verbalizada casi con recelo. No era necesario destacar lo despreciable que podía ser aquel destino; ella lo sabía más que bien.

―Vaya suerte la tuya ―dijo cortante.

Por un momento, Mikasa pensó que la velada se había roto, que las palabras habían acabado estropeándolo, que, quizás, hubiese sido mejor no preguntar. Tenía la mirada gacha, las pupilas fijas en la nada y la mente dispersa en todo lo que se pudiese imaginar. Por ello, no reparó en Levi acercándose a ella, no reparó en el momento en que él la tomó de las manos para hacerla ponerse de pie y arrastrarla consigo.

Espabiló cuando fue necesario comenzar a mover los pies. En ese momento, sacudió la cabeza, confusa, sin llegar a comprender las intenciones del hombre. Para cuando quiso preguntar, ya estaban en el balcón y él, como el gato que era, estaba sobre la baranda. Y estaba extendiéndole una mano.

―No tengo ninguna suerte, Mikasa ―le dijo, viéndola desde arriba, con ojos sombríos, pero sin una expresión dura, sino más bien dolida―. No cuando vas a casarte de todos modos…

¿Y eso qué quería decir? Mikasa no entendía. Aquello no venía a cuento ni tenía relación con lo que estaban hablando. Algo faltaba para que las ideas se conectaran en su cabeza, pero de pronto todo parecía confuso. Levi estaba aturdiéndola con sus reacciones y sus palabras. No le dio tiempo de comprender.

―¿Por qué dices…

―Vamos, anda. Ven conmigo. Tus padres no están. Volveremos cuando tú digas.

Desde que lo había visto nuevamente, su corazón no dejaba de palpitar con fuerzas. Y, en ese instante, de nuevo la atacaba aquel tamborileo agitante. Él no se cansaba de atarantarla de aquella despiadada manera.

―Pero es que…

―¿Aún con vértigo? ―jugueteó con ella, haciéndola enfadar.

Cinco años más tarde, la mocosa seguía siendo una cascarrabias.

―Desde hace un tiempo, lo último que me preocupan son las alturas, Levi ―rezongó.

Se acomodó la yukata, recogiéndola para poder subirse a la baranda.

Una vez arriba, frente al forajido, creyó estar soñando. Desde la partida del que en su niñez había sido su mejor amigo, no dejó de soñar con aquel momento, sobre todo, los primeros meses. Imaginaba que él volvía y que repetía aquel paseo que habían dado por los tejados el día de su despedida. Pero ahora no era un ensueño.

Y aún estaba tan adormecida por su falta de energías, que no terminaba de creer que aquello estuviese ocurriendo realmente. Podía despertar repentinamente…

Pero dudó, más cuando él tomó sus manos para guiarla y llevarla a rodearle los hombros. Todo eso, sin desconectar las miradas en ningún momento.

―¿Recuerdas cómo hacer esto? ―quiso saber él, buscando la ansiada libertad para moverse sin miedos.

―Algo, supongo. Pero antes yo era más pequeña y liviana que tú…

―No es como seas gigante, Mikasa ―gruñó él―. Además, sigues siendo esbelta ―añadió, haciéndola sonrojar.

La flecha fue lanzada a la viga más gruesa del tejado y la cuerda cayó sobre ellos, invitándolos a continuar. Levi se aseguró de constatar que estuviese suficientemente firme, y lo estaba. Sin permitirle un pensamiento demás a la joven, prosiguió con su labor, tomando el impulso que necesitaba para comenzar a escalar, solo que algo lo detuvo antes de que fuese posible.

Mikasa no había emitido chillido alguno al encontrarse pendiendo de su cuello; el vértigo ya no era un conflicto. Solo los sostenía la cuerda, pero a ella eso ya no le preocupaba. Y, al parecer, nada lo hacía excepto mirar al ladrón frente a ella fijamente, con una intención tan difícil de descifrar y con una intensidad abismante.

El balanceo de la cuerda los mantuvo girando suavemente unos segundos, como la brisa ligera que menea la última hoja solitaria de un vetusto árbol. El movimiento se convirtió en un vaivén relajante, como un arrullo, un tambaleo suave e íntimo en el que ambas figuras se encontraban alineadas a la perfección: cada recoveco, cada curva, cada relieve, todo preciso.

Levi podía sentir cómo ella lo sostenía con fuerza y la respiración ajena en el rostro vibrar; estaban a escasos centímetros. Entonces, de pronto era él quien se preguntaba si aquello era real o un sueño. No obstante, una indiscreta sensación escalofriante lo sacó de sus pensamientos: ella acomodó una mano tras su nuca, rozando con sus yemas parte de su cabello.

―Escala ―demandó la joven, sin perder la expresión curiosa en su rostro.

En efecto. Él no estaba escalando, seguían pendiendo sobre la nada, a vista y paciencia de ―probablemente― la Guardia, que seguía dando sus rondas nocturnas. No podían continuar más tiempo allí y no tenía sentido alguno hacerlo.

―Lo siento ―titubeó.

Levi podía ser un forajido, pero, en general, era una persona sensata. Por tal razón, consideraba atrayente el poder de Mikasa de sacarlo de su sano juicio. Nunca nadie había arrebatado su presencia de ánimo tan grotescamente, tal como el zarpazo de un oso iracundo, que arrastra todo a su paso.

Pese a todo, no era mucho lo que podía hacer contra ello excepto ceder, como había hecho desde el primer día que la conoció.

Aquella noche, corrieron sobre los tejados, brincaron de casona en casona, yendo más lejos que en la noche de la despedida de hacía cinco años atrás. Se atrevieron a llegar a las casonas más adineradas que disfrutaban de la vista al mar. Y Mikasa nunca estuvo tan poco preocupada de volver a casa; si esa noche algo ocurría y no volvía jamás, no le preocupaba.

Desde los tejados de aquellas casonas costeras, podía verse el océano infinito, cubierto de estrellas y estampado por la luz de la luna. Parecía quieto de no ser por los reflejos que eran descubiertos por el tintinear de la luz sobre el agua.

Mikasa se mordía el labio cuando la brisa marina soplaba fresca sobre su rostro y la inundaba del aroma salado.

El mar de noche era alucinante.

Así que se tomó el privilegio de quedarse en uno de los tejados más bendecidos para la observación de la panorámica. Aguardó allí de pie, obligando a Levi a detener la carrera para volver hacia ella y escrutarla en silencio, a la espera de los motivos que los detenían allí.

―Quisiera pintar esta escena, algún día ―comentó ella con melancolía sin dejar de mirar al horizonte―. Es una de las cosas que más me gusta, quiero decir, pintar. Solía hacerlo en Japón, cuando era una niña. Mi habitación estaba repleta de dibujos de animales, de paisajes, de samuráis, de los personajes de las historias que solía leer, de las flores que plantaba mamá, de la colección de tazas de mi abuela. Levi… quisiera volver a pintar… ―confesó tras un apenado suspiro.

―Solo necesitas papel y pintura ―dijo Levi con obviedad.

―No es eso ―rio suavemente ella―. He dejado muchas cosas de lado. Si de mí dependiese, me pondría a trabajar en ello, sería una nueva artista en el mundo de la pintura. No una esposa… ―susurró lo último.

―Si de ti dependiese… ¿de quién más depende?

Mikasa volteó rápidamente para verlo con sus enormes ojos brillosos.

―Y, aún si así fuese, no creo ser tan buena. De seguro, he perdido la práctica.

―Inténtalo cuantas veces sea necesario. No todo sale siempre bien en la primera oportunidad.

―La voz de la experiencia ha hablado.

Si instantes antes él la había ofendido con su comentario sobre el compromiso, ella lo había conseguido con su alusión a la misión que él aún no concretaba. Por ello, Levi no respondió. Estaban a mano. Y, en cierta forma, estaba de acuerdo con ello: lo que no lo había llevado al éxito, por lo menos, le había enseñado.

Mikasa se sentó sobre el tejado, recogiendo las piernas para abrazárselas y apoyar su mejilla sobre sus rodillas. Todo su cabello negro se desplegaba sobre su espalda, combinando perfectamente con su yukata. En esa posición, se veía tan niña; parecía una muñeca de porcelana dispuesta en alguna sala de estar con el fin de decorar. Esa postura encogida le daba un aire vulnerable, como si no solo estuviese abrazándose a sí misma sino también a la posibilidad de permanecer lejos del encierro, un abrazo al aire, a la brisa marina, a la vida en el exterior.

Levi creía, en una remota posibilidad, que su destino podía ser diferente. Hacía cinco años, lo creía imposible, pero en aquel entonces en que había madurado más, comprendía que la vida era corta, que el tiempo transcurría rápido, que el tiempo cambia, las leyes cambian, todo cambia. Y ella no podía mantenerse en ese presunto equilibrio por siempre. Tarde o temprano, aquel sistema se rompería, alcanzaría un punto muerto y no resistiría. Para ese día, ella no estaría cuerda, o quizás ni siquiera tendría las energías para enfrentar la caída, no importaba qué, si no lo detenía a tiempo, para un futuro sería demasiado tarde. Mas era algo que ella debía decidir… pero, si él había aparecido en su vida, ¿podía darle un consejo?

―No deberías descartar la posibilidad ―soltó tras acercarse a ella para sentarse a su lado―. No te conformes. Quizás, exista remotamente una probabilidad a tu favor. Y si es una mínima esperanza, un porcentaje minúsculo y único, aun así, deberías aferrarte a ello.

Ella apoyó su cabeza en el hombro de Levi, y él no pudo profundizar en aquel gesto, porque estaba preocupado de que ella le prestase atención.

―El océano de noche, iluminado por la luna, tiene el color de tus ojos.

―Oye, mocosa, préstame atención.

Ella escondió una sonrisa, acomodando su cabeza en el hombro ajeno.

―Perdón. Fue un consejo que no esperaría de alguien como tú.

¿Estaba sonrojada? Levi se lo preguntó en sus pensamientos y no pudo responderse. La noche no ayudaba.

―Gracias ―espetó ofendido.

―No quería decir eso. Quiero decir… no sé qué quiero decir.

―¿Y si te callas? ―rezongó Levi, fastidiándola como tanto gustaba.

Mikasa guardó silencio por varios minutos, tiempo en el que estuvieron disfrutando del siseo de las olas y el paisaje onírico.

―Levi.

―¿Qué? ― «Siempre tan amable», pensó Mikasa.

―Te atrapé ―le dijo―. Te dije que eras el peor forajido del que había oído jamás.

―¿Qué quieres decir…?

―El día del asalto… te atrapé de nuevo ―rio burlesca―. Aún recuerdo tu cara de espanto o lo que podía ver de ella.

―Seguramente, la tuya era muy compuesta… ―refunfuñó, avergonzado por la broma.

―¿Por qué huiste? Hubiese sido cómico si, luego de eso, me saludabas ― ¿por qué de pronto sentía tanta confianza para hablar de aquello con él? Le agradaba el giro de las cosas.

Levi soltó una risilla en forma de aire. Le ganó lo cómico de la situación.

―Estabas junto a Jean.

―Ah, es cierto. Qué terrible. ¿Qué iba a decirle? Te presento al señor Levi, un comerciante de productos de segunda mano que conocí en mi balcón hace cinco años atrás.

―Mikasa… ―protestó, tras sentir que era inevitable reír.

―O el dueño de mi primer beso estaba mejor. ¿Imaginas el escandalo? ―dijo, y en ese instante, la conversación se detuvo.

Levi giró el rostro para mirarla. Aún estaba apoyada en su hombro, con sus ojos fijos sobre el mar, perdida entre las olas, sin sonrisa ya en sus mejillas. Desde entonces, guardó silencio y se quedó viendo al horizonte mientras Levi la miraba a ella, esperando que, en algún segundo, ella alzara la mirada hacia él, con el fin de tomar el hilo de la conversación, de decirle que, si le molestaba aquel recuerdo, él podía marcharse para no inquietarla. Mas ella no se dirigió a él en ningún momento.

―Lo siento mucho. Aquella vez, no debí hacer eso.

―No estoy arrepentida ―afirmó tajantemente―. ¿Tú sí?

―Pensé que… no, no sé. No sé qué decir.

―¿Y si te callas? ―replicó ella, dándole de su propia medicina.

Y Levi esbozó una sonrisa ladina, aceptando el regaño, y volviendo la mirada al frente.


Desde esa noche en particular, Levi comenzó a frecuentar el balcón de Mikasa más seguido. Y ya no se debía a que fuese la consecuencia tras las peticiones caprichosas de una niñita de trece años. Se debía a su más puro y sincero deseo: él quería acompañarla, estar más tiempo con ella; si no había podido ayudarla antes, entonces, podía hacerlo ahora. Podía ayudarla a comprender, a buscar una salida, a valerse por sí misma y no dejarse llevar por una imposición. Porque aquel acuerdo que su padre quería realizar no tenía por qué incumbirla a ella. Negocios eran negocios, pero su hija no tenía por qué involucrarse en ello.

Por otro lado, las salidas se tornaron más atrevidas. No se reducían a los encuentros en el balcón. Mikasa aprovechaba los días en que sus padres no estaban para darle un paseo a Levi por los rincones de la casa, enseñándole cada adorno u objeto que tuviese algún significado familiar o tradición. Y Levi guardaba un respeto único por ello; jamás le robó, siempre escuchó atentamente y aprendió todo cuanto ella le explicó.

Cuando las reuniones no ocurrían en casa de la joven, salían, aprovechando la madrugada para saltar de tejado en tejado y perderse en las alturas, lejos del frío y húmedo suelo de la ciudad. Desde lo alto, todo era más alucinante, porque no había sombras, pero sí lejanía, luz lunar y el inmenso cielo sobre ellos. Y a Mikasa le gustaba jugar a las ilusiones vertiginosas cuando imaginaba que el cielo no estaba arriba, sino que lo observaba desde abajo, y su estómago se retorcía tras pensar que podía caer hacia el infinito.

Poco a poco, Levi se percató de que no tenía que guiarla, sino que tenía que perseguirla, porque ella se le adelantaba, dando brincos, corriendo, lanzándose hacia el mundo con una confidencia amedrentadora. Era un pájaro enjaulado. Él se había dado cuenta, le había abierto la puerta y ella había echado a volar. Solo que no sabía cómo sentirse por ello. Bien, de cierto modo, pero también otros sentimientos de incertidumbre aguardaban por él en las sombras.

Increíblemente, trascurrió el tiempo, y Levi perdió la cuenta de cuántas semanas estuvo jugando con ella a la libertad. Conversaban durante horas, noche tras noche, ella le contaba todo y él también relataba sobre todas las cosas que había conocido en el mundo allí fuera: personas de toda clase, paisajes desde los más secos a los más fríos, culturas extrañas y otras cosas que escapaban a su entendimiento. Escabullirse en los barcos de carga lo había convertido en un experimentado viajero. En cambio, ella le hablaba de tradiciones y recuerdos familiares, de la cálida vida dentro de un hogar, de la importancia del honor y la lealtad según sus raíces. Así, intercambiaban experiencias, provocando ilusiones en el otro: ella quería conocer el mundo y él añoraba poder disfrutar de la calidez de un hogar.

No obstante, Levi pretendía demasiado. Y no solo por el sueño de tener una familia en algún punto del futuro. Algo más en todo lo que estaba ocurriendo mantenía sus expectativas demasiado altas, algo escapaba a todas las probabilidades, algo que su necia cabeza se negaba a cuestionar, algo que le robaba el aire cada vez que la miraba más de lo que el tiempo permitía.

Y la confesión silenciosa ocurrió una de aquellas noches. Hacía días que los encuentros ya no eran tan amigables, que los silencios se habían tornado incómodos, que las miradas se escapaban producto de los nervios y que Mikasa evitaba tocarlo demás, como si él la quemara. Nadie lo había puesto en palabras, no había manera de que las verdades encontrasen un espacio entre ellos, por lo que Levi decidió manifestarse a su manera, tal vez sin un discurso preparado, tal vez, sin siquiera un discurso, en efecto, pero sí con un gesto que a ella le haría feliz.

―…entonces, es una técnica de bordado un poco más compleja. Mi abuela sabe hacerlo tan bien, pero me frustra, porque yo no puedo. Y lo intento tanto, todo el tiempo me hago un espacio para retomar la práctica, pero algún nudito engorroso se atraviese en mi cami…

―Mikasa ―la interrumpió―, cierra los ojos.

No era que no quisiera escucharla. Le encantaba que ella le contara todo, adoraba ser su confidente. Pero de momento necesitaba demostrarle lo que sentía por ella. Porque el tiempo apremiaba, tendría que marcharse una vez más.

Las cosas comenzaban a irle mejor y poco faltaba para dar el gran golpe contra el comandante Erwin. Y esta vez no quería marcharse en un barco para no volver a verla. Esta vez, quería ser sincero con ella y consigo mismo.

Ella estaba sentada en uno de los sillones acomodados en su balcón. Levi estaba, como siempre, sobre la baranda.

Mikasa se quedó viéndolo con un gesto temeroso. Una enorme incertidumbre la atacó de pronto y se sintió desnuda, desprovista de ideas y de entendimiento sobre las intenciones ajenas. ¿Por qué él estaba pidiéndole aquello? No era una forma de hacerla callar precisamente, entonces, ¿qué pretendía?

Asintió con suavidad, viendo cómo el bajaba para llegar hasta ella. Se posicionó a escasos centímetros de su rostro, y ella sintió el mundo completo vibrar.

―Cierra los ojos ―repitió él en un susurro carrasposo.

Pero la ponía tan nerviosa que ella no sabía si obedecer o golpearlo. Finalmente, se serenó tras contestarse en su interior que no tenía motivos para desconfiar de él.

Cerró los ojos, expectante por alguna súbita cercanía, pero en cambio sintió que él se alejaba. No supo qué tanto. No tardó en sentir algo entre las manos mientras su mente luchaba por reconocer los movimientos que podía oír. Lo que él había depositado ahí, ante su tacto, tenía la forma de una caja, una un tanto liviana. La confusión fue más de la que pudo tolerar, por lo que acabó abriendo los ojos antes de que él dijera algo.

―Ah, sí. Olvidé decirte que abrieras los ojos ―le dijo, y ella lo miró con un gesto desaprobatorio.

―Gracias por hacerme ver como una estúpida.

―Anda, ábrelo. Fueron solo unos segundos, mocosa llorona.

Mikasa bufó, pero pasó por alto la burla para centrar toda su atención en la caja frente a ella. Era una cajita sencilla, sin nada grabado ni pintura. Tenía un pestillo chiquito que hacía las veces de cerradura y eso era todo.

Más curiosa aún, abrió la tapa casi con temor, y creyó sentir las alas crecer en su corazón que amenazaba con salir volando de su boca.

―¿Esto es… pintura? ―su rostro de ilusión fue un regalo que Levi no esperó de vuelta; un rostro precioso, una mirada encantadora, lucía tan inocente y conmovida―. ¡Son pinturas! ¡Levi! ―exclamó de pronto, dejando la caja a un lado, para ponerse de pie y lanzarse sobre él.

Él la abrazó de vuelta.

―Para que pintes esos paisajes que querías retratar, las cosas que te gusta imaginar y todo lo que quieras. La caja tiene carboncillos también. Y papel especial para pintura ―se mordió el labio cuando la oyó suspirar, consciente de lo que aquello había causado en ella―. Sería bueno que empieces pronto, mientras eres joven. Cuanto más antes, más luego podremos verte en las mejores galerías de arte.

―Levi ―su voz se quebró, su nombre fue un susurro tembloroso en sus labios mientras ella lo estrujaba, porque tal parecía que no conocía otra manera de abrazar―. ¿Qué te puedo decir?

―Te gusta la pintura, ¿no es así? Un «gracias» basta, deja de ahogarme.

―Es que… ¡nadie nunca me había regalado pintura! Mi madre cree que es una pérdida de tiempo… Yo ―y, de pronto, ella lo sostuvo del rostro, lo tomó impulsivamente y se lo acercó sin controlar su fuerza. Levi sintió como si lo hubiesen empujado desde el balcón hacia abajo, mas sosegó el sentimiento cuando notó que ella se detuvo a medio camino. Lo miró unos segundos, con una expresión frustrada, como si no tuviera la valentía de hacer algo que él desconocía. Simplemente, volvió a abrazarlo, mientras intentaba recuperar su respiración―. Muchas gracias, Levi.

―Y, por si te cabe la duda, las compré. No las robé.

―¿Me compraste un regalo? ―ella volvió a tomarlo de las mejillas mientras sonreía ampliamente.

La respuesta sabía a dudas en su boca, porque no lo había visto de ese modo. Sí, le había comprado un regalo. No había sido una joya ni algo ostentoso. Y sin embargo la había hecho tan feliz como jamás nadie había podido.

Por primera vez, en mucho tiempo, Levi volvía a verla sonreír y contrarrestar la expresión de abatimiento que había echado raíces en su piel. Sentía que había cruzado la frontera, que había traspasado un límite enorme, y aún crecía la incertidumbre, aquella que cuestionaba si eso era bueno o no del todo. Por lo menos, en el largo plazo.

Porque, tras verla sonreír de nuevo, parte de sus cuestionamientos se perdieron en la luz de su mirada.


Un paisaje nocturno con un amplio cielo estrellado, un mar de suaves olas y la sombra de una pareja de amantes, tomados de la mano, caminando por la orilla; eso fue lo primero que pintó Mikasa. Y quien fuese que mirase esa pintura, podía sentirse dentro de la misma, como si aquella fuese una puerta a un mundo nuevo, como si la imagen fuese tal real que pudiese palparse la brisa al acercar la mano a la hoja.

Cuando Mikasa terminó su obra, tuvo algunas dudas. Sin embargo, no era más que su timidez y falta de confidencia haciendo estragos con ella. El cuadro era hermoso, no había otra cosa que decir.

Risueña, contempló sus manos cubiertas de pintura como las de un infante. Meneó la cabeza sin poder creer aquel sentimiento de satisfacción que la inundaba, mientras intentaba refregarse las zonas manchadas.

Fue cuando sintió que la puerta de su habitación se abría. Volteó rápidamente creyendo que se encontraría con su madre, como era costumbre. No obstante, allí se encontraba otra persona, una que no esperaba y que no tenía por qué estar ahí.

―¿Jean? ―se extrañó y no intentó ocultar su fastidio. Él no tenía permisos para subir a su habitación.

―Tu madre salió por algunas cosas para la merienda. Va siendo hora ―comentó con una sonrisa en el rostro―. ¿Qué pasó contigo? Tu rostro está manchado.

Mikasa volteó para mirarse en el espejo de su tocador y sí, había manchas de pintura en sus mejillas. Llevó una mano a limpiarse, sabiendo que la pintura seca no saldría, pero había sido un gesto involuntario e impensado puesto que su mente seguía preocupada por la presencia no deseada de Jean en su habitación.

―Baja. No deberías estar aquí ―lo regañó, y cogió un paño cualquiera para limpiarse las manos―. Estaré abajo en unos minutos, en lo que me cambie.

―Pensé que podríamos tener mejor confianza ―su mirada triste no la conmovía.

―Pensaste mal, baja ―insistió con más rudeza―. Ah, y por si aún tienes la duda: si vamos a hacer esto, será bajo las normas que los mismos propiciadores de esta unión han impuesto, es decir, nuestros padres. Soy tu prometida y tú, mi prometido. Espero que, si valoras tanto este arreglo forzoso, respetes todo lo que eso implica. Y mientras no sea tu esposa, esta es mi habitación. Baja las escaleras, Jean.

Él dudó unos segundos antes de obedecer. Finalmente, cerró la puerta con suavidad, dejándola sola.

Mikasa frunció el ceño con indignación, la atosigaba tanta sinvergüencería. Pero sabía que era inevitable, que no importaba cuánto tiempo ella lo evitase, tarde o temprano ocurriría. Tendría que besarlo, fingir que lo amaba, dormir con él… darle hijos. Y el futuro estaría más que asegurado, nadaría en dinero, pero se ahogaría sin amor.

Intentó contener los suspiros incesantes que comenzaban a arrastrarla a un nuevo llanto. Con los hombros caídos por el abatimiento, giró y vio la pintura frente a sí… en una mesa, había dejado las pinturas y la cajita. Entonces, fue ineludible que las lágrimas cayesen por sus mejillas, frías y dolorosas.

Porque ella nunca sería feliz.

Nunca caminaría por esa playa, junto a Levi, ambos de la mano. No podría estar con él jamás.

Y, a veces, odiaba al destino por haberlo puesto en su balcón hacía cinco años atrás, porque no era justo mostrarle la más magnifica alegría, para luego decirle en la cara, sin ningún tapujo: «¿Ves todo esto? Jamás te pertenecerá». No era justo mostrarle cómo era la vida allí fuera si ella no podría vivirla. No era justo haberse enamorado de él, cuando él estaba afuera de las rejas que la enclaustraban.

Durante un largo lapso, observó el obsequio que Levi le había dado y el resultado de lo que ella había hecho con todo eso. Era perfecto. Pero era limitado.

¿A qué estaba jugando? ¡Ya no tenía trece años! Ya no tenía tiempo. No había espacio para su ensueño, porque se iba a casar. Tenía que dejar de hacer el ridículo, pretendiendo ser la moza de un forajido que se escabulle por su ventana, tal cual la historia de una novela de aquellas que las esposas leían a escondidas.

La vida era más cruel, más cruda, más tajante.

Ella jamás sería feliz. Y tenía que aprender a aceptarlo.

Soltó un largo suspiro y se sentó en su cama. Allí, haló de la manga de su atuendo y se miró la muñeca, aquella donde reposaba aquel recuerdo que durante años se negaba a perder: aquella pulsera que Levi le había dado en la noche de su despedida. Día tras día, la cuidó.

Sí, por cinco años. Y aun la tenía, no la perdería, aunque fuese la esposa de Kirschtein y diez potrillos ―sus hijos― revolotearan por la casa.

Estaba enamorada de Levi, pero nunca podría estar con él. Tenía que dejar de ser una ilusa. Y tenía que aprender a aceptarlo.


El tiempo pasó…

Pero el sentimiento, lejos de ser bonito, se convirtió en algo que Levi no pudo resistir.

Visitar a su madre siempre había sido un escape. Y desde su regreso a la ciudad, le había visitado muy pocas veces. Sabía que a Kuchel comenzaba a irle mejor con su taberna, incluso, tenía una ayudante de medio tiempo que podía permitirse. Y él no quería colgarse de aquel éxito que no le competía.

Pero se sentía solo.

El sentimiento de Mikasa en su vida había hecho estragos en él, y parecía que la ira que Farlan se encargaba de alimentar diariamente, él la había dejado morir de hambre. Aún quería venganza, aun quería el cuerpo de Smith sin vida, pero sin embargo también quería pasar tiempo con Mikasa y disfrutar gota a gota la sensación que le provocaba pensar en algo más que en odio. La sensación de bienestar era demasiado atractiva y adictiva, más cuando era tan intensa en compañía de la joven.

Y experimentar aquello, algo que parecía olvidado, estaba consiguiendo que Farlan y él perdiesen la sincronía.

«Levi, tengo información sobre el ultimo paradero de Erwin». «Levi, ¿qué te parecen estas armas?» «Levi, necesitamos más material, ¡a trabajar!». «Levi, vamos, debemos insistir». «Levi, si pudiera, lo haría a mano limpia».

¿Y qué tenía Levi para decir?

«Sí. Entiendo. Bien. Claro. Como sea».

Entró a la taberna de su madre casi a tropezones y se escabulló hacia el interior de la cocina, donde Kuchel debía estar, y lo estaba.

Primero, la admiró por un momento: la mujer tenía el cabello más corto de lo que él recordaba y se había hecho una pequeña coleta, mas seguía siendo tan hermosa como siempre. Llevaba puesto un delantal y estaba lavando un par de platos. No importaba cuántos años tuviese, siempre lucía tan joven y bonita.

Cuando Kuchel se percató de su presencia, lo vio con grandes ojos desconcertados, y la sorpresa fue mayor aun cuando él se acercó a ella lentamente, buscando su apoyo.

―Si hay algo que tengas que decirme, más te vale que lo hagas ―lo regañó, porque él nunca hablaba, se aislaba y se auto confinaba a aquel destino despreciable que ella tanto buscaba cambiar.

―¿Tienes un momento? ―pidió, sintiéndose avergonzado por su petición, pero estaba demasiado cansado como para demostrarlo.

El viaje hasta aquel lugar era extenso y Levi ya no tenía veinticuatro años. Estaba próximo a cumplir los treinta.

―Para ti, tengo todo el tiempo del mundo.

Su madre lo llevó al dormitorio que ella solía utilizar. La joven ayudante estaba a cargo de la taberna, por lo que podía permitirse unos minutos. Así que invitó a Levi a pasar, y a medida que avanzaban camino al cuarto, él miraba todo a su alrededor, detallando en cada cosa puesta allí.

Fue cuando reparó en un adorno de aquellos que se utilizaban en los festivales de cambio de estación. Frunció el ceño desconcertado, perdido en el tiempo tras darse cuenta de aquel detalle. La vida que llevaba nunca le había permitido ser consciente del medio, por ende, rara vez sabía de fechas y festividades. Se acercaba el invierno, su madre se estaba preparando para cambiar la decoración de la taberna, el tiempo había pasado… ¿tanto llevaba visitando a Mikasa?

Cuando Levi hubo contado todo a Kuchel ―desde su reencuentro con Mikasa hasta ese mismo momento― la mujer liberó un largo suspiro.

―Mucho tiempo ha pasado. Pensaba que me contarías algo como esto cuando eras más joven. Qué más da. Así son las cosas.

―¿Contarte qué? Te he dicho que estoy visitando a Mikasa nuevamente y que…

―Que estás enamorándote, paulatina y voluntariamente, de ella.

―Yo no dije…

―No, pero lo sé. A mí jamás podrás mentirme, ¡jamás! Mírame, mírame ―le dijo, apuntándose el ojo mientras le clavaba una mirada que hizo a Levi encogerse en su posición―. Jamás.

―No tenía intenciones…

Tenía.

―Quiero decir, yo no pretendía…

Pretendía.

―¡Reina! ―gruñó Levi, molesto tras las burlas de la mujer que lo dejaban en evidencia.

―Yo sé que la quieres. La quisiste tanto cuando tan solo tenía trece años. Pero ya no es una niñita. Se ha convertido en una señorita. ¿Sigues teniendo aquel sentimiento de sobreprotección?

―Sigue atrapada en ese mundo. Y quiero creer que puedo hacer algo para ayudarla ―confesó, bajando la mirada, mirando sus guantes recortados, pensando en lo patético que aquello se oía, viniendo de un forajido que no tenía nada para ofrecer. Y si quisiera ser diferente, ¿cómo lo haría? No tenía experiencia en otra cosa excepto en el arte de despojar a la gente de sus efectos personales sin ser notado.

―¿Por qué no cambias tu estilo de vida, Levi? ―reclamó Kuchel―. Vente conmigo, consigue un trabajo, abandona esa estúpida venganza. ¡Isabel no regresará!

Levi la vio con grandes ojos de sorpresa. Nunca pensó que su madre fuese a decirle algo así. Ella no solía coartar su libertad, pero tal parecía que buscaba remediar la consecuencia de abrirle las puertas a hacer lo que quisiera. Tenían una vida difícil, pero ella intentaba enmendar sus errores, salir adelante con esfuerzo y no quitándole a otros. Eso era lo que ella quería que él entendiera.

―¿Qué tiene que ver eso con todo? ―se sintió atacado.

―¡Todo, cariño! Todo… ¿no lo ves? Si tuvieses un trabajo, si tuvieses algo que ofrecer, algo con lo que luchar, que no fuesen armas, podrías salvar a Mikasa. Desde las sombras, con esta apariencia y esos resentimientos en tu corazón, jamás podrás hacer algo. Fue mi culpa, porque yo pertenecía al gremio, pero me di cuenta de que yo buscaba salir de mi miseria y con esos medios nunca iba a conseguirlo. Y ahora, con un trabajo noble y transparente, lo estoy logrando. ¿Por qué no haces tú lo mismo? Entraste allí por mi culpa. Entonces, quiero que salgas de ahí también por esa razón.

―Pero…

―Piénsalo. Jean no puede ser el único tonto útil con un par de monedas extras para hacer un negocio. Tal vez, nunca seamos millonarios, Levi. Pero sí podemos ser mejores de lo que somos ahora ―Kuchel había pasado de su imagen cándida y dulce a la de una mujer fuerte y decidida en segundos, tragándose a Levi como un león a su presa.

―Tomaría más tiempo del que necesito. La boda será en unos meses más. Queda poco para eso.

―Algunos meses aún.

―¿Y quieres que me convierta en un empresario en un par de meses para proponer una mejor oferta de la ofrece Jean? ¿Esa es tu idea?

Era Kuchel quien parecía ofendida ahora.

―¡No! Pero ella tendría más ventaja al defender sus sentimientos que al decirle a su madre que quiere estar con un forajido. ¡Usa la cabeza!

Levi calló, manteniéndose serio, con la expresión rígida y los ojos húmedos. Hablaban del asunto como si Mikasa y él tuviesen ya una relación, y no tenían nada, nada excepto un acuerdo de encontrarse cada noche en su balcón.

―Ella ni siquiera sabe… ―Levi no supo cómo continuar.

―¿Qué? ―Kuchel estaba molesta. No podía concebir que su vástago se hubiese involucrado en una historia tan engorrosa. Pero si así había hecho, entonces, debía enfrentarlo, como el hombre adulto que era.

―Todo lo que hemos hablado… no lo sabe.

―Entonces, más te vale empezar por algo…

―¿Y cómo se lo digo?

Su madre ensanchó la mirada, incrédula y burlesca por la pregunta tan tonta. Se inclinó hacia él, inspirando y relajándose, para darle su último consejo. Sin embargo, para Levi tenía más el aspecto de una depredadora.

―Del mismo modo en que me lo has contado todo a mí… con palabras.


No sabía si arrepentirse de lo que había hecho, porque Kuchel había sido más nociva que sus propios pensamientos. Había sido como su consciencia en forma humana, con un tono de voz alto y una determinación avasalladora. Estaba acostumbrado a sus regaños, toda su vida se los había ganado, sin embargo, aquello había sido diferente. Kuchel le había restregado las más crudas verdades en el rostro, lo había arrancado de su encasillamiento donde solía sentirse cómodo y dueño de sí mismo.

Ya iban a ser treinta años consumiendo oxígeno y no tenía nada por lo que vivir ni por lo que morir. Y las ganas que tenía Erwin de matarlo no contaban; se refería a sus propias motivaciones, aquello por lo que lucharía hasta perder el aliento. La venganza no era más que un capricho, aquel de tener la potestad para decir: gané, nadie obra por sobre mí. Y eso era tan iluso como inmaduro.

Isabel no volvería jamás. Era cierto. ¿La venganza le dejaría tranquilo? Comenzaba a dudar. Y lo que más le incomodaba era pensar en planteárselo a Farlan, quien no hacía más que ansiarlo a cada momento.

Todo el mundo se volvió una bola de confusiones, una avalancha que crecía a cada paso y que amenazaba con aplastarlo. Quizás, por eso no visitaba a Kuchel tan seguido a pesar de amarla con su vida. Ella tenía la palabra de la sabiduría, y siempre le ganaría por años y experiencia.

Más allá de todo eso, estaba la idea de conversar con Mikasa, de decirle la verdad, pero ¿qué conseguía con eso sino espantarla? Él sabía lo que sentía, y probablemente ella no sintiera lo mismo. Se recordó que sus reacciones pasadas no habían sido más que las ilusiones de una niña hormonal y arrebatada, que ya no era eso, que podía haberse aferrado a él por la sencilla razón de buscar refugio en alguien. No significaba que sintiera algo por él, no más que el aprecio y la gratitud.

Bajó la mirada y se mordió el labio inferior. Se encontraba a los pies de la casona, sin saber si subir o no al balcón, si merecía la pena decirle a Mikasa lo que estaba pasándole. No quería cargar otro peso más sobre los hombros de ella, y pensaba que soportar todo aquello en silencio sería un acto de amor puro. Si con eso no interrumpía las cosas, entonces, lo prefería. No obstante, las palabras de Kuchel aparecían en su mente de nuevo para clavetearle el sermón y no darle descanso.

Era algo pendiente que recordaba a cada momento. De esa forma, se hacía posible continuar como si nada ocurriese. Si tan solo hubiese guardado silencio, si tan solo hubiese sido menos ansioso respecto al tema. Pero todo se debía a que nunca antes se había sentido así, nunca antes había experimentado tales sensaciones, no tenía idea cómo reaccionar a ellas, no sabía qué pensar, qué decir, mucho menos cómo actuar.

Había buscado apoyo en Kuchel, pero ello no había escogido nada mejor que zarandearlo con dolorosas verdades.

La respuesta llegó por sí sola, finalmente. Callarlo nunca revelaría la verdad, esconderlo nunca lo guiaría a las respuestas. Por eso intentarlo se volvía algo valioso; o perdía el tiempo o seguía adelante. Y cualquiera de las opciones liberaba el camino para que pudiese continuar con el siguiente paso. Si no lo sabía, viviría en la incertidumbre, condenándose a preguntarse qué habría ocurrido en cambio, y aquello no haría más que atarlo al pasado, así pasasen años y Mikasa estuviese casada con Jean.

Por tales motivos, escaló hasta el balcón, y tal fue su sorpresa al encontrar a la muchacha apoyada en la baranda mientras miraba hacia la luna. Llevaba puesto un abrigo un tanto grande para ella, de mangas anchas y un pseudo color borgoña, que podía ser más claro, pero que engañaba en la oscuridad de la noche. Mikasa ya no se exaltaba al verlo allí, en cambio, la embargaba un sentimiento familiar, un alivio enorme que la bañaba de la cabeza a los pies.

Levi no quiso quedarse en la baranda como era costumbre. Bajó al suelo y se paró erguido, firme, y observó a la joven con detenimiento, haciéndole creer que estaba molesto, cuando en el fondo lo que hacía no era más que armarse de valor para decirle todo lo que pensaba.

―¿Levi?

―Debo decirte algo ―soltó, sin siquiera saludarla, sin siquiera crear un preámbulo.

Mikasa pestañeó, confundida, y sin poder ocultarlo, asustada, porque hacía años atrás aquella misma postura no había anunciado nada bueno. Siempre anunciaba una despedida, una partida, un «tú y yo no estaremos juntos de nuevo», y eso la aterraba. Aun cuando ella lo había sopesado tantas veces ya, no se atrevía a aceptarlo.

―Si vas a irte, no quiero oírlo. Si vas a decir algo que va a dolerme, no quiero oírte ―se puso a la defensiva, cruzándose de brazos y retrocediendo, alejándose de él.

―No sé si vaya a dolerte. Pero, si no te lo digo, nunca voy a saberlo… así que, aún si es así, ¿podrías escucharme?

Mikasa frunció los labios, insegura y aun así curiosa. Estaba tan agradecida de Levi que quitarle el espacio para decir algo se le hacía injusto, pero tenía miedo. Sabía que no podía estar con él, ni podría jamás, que era un sueño iluso, nacido cuando era una niña, pero que había crecido con el paso de los años, y que, tras volver a verlo de nuevo, tomó fuerzas para erigirse frente a sus ojos. Estaba enamorada de él y no podía hacer nada para tenerlo consigo. Y tenerlo todas las noches en su balcón no era suficiente, porque lo quería de todas las formas posibles, en cuerpo, en alma.

Pero, aunque se fundiera en reiterados abrazos con él, siempre lo sentía lejano, caminando en el borde de su vida, porque si un día no lo mataban, entonces, él partiría, y ella no sería más que la señora de Kirschtein. Era una verdad irrefutable contra la que intentaba luchar y contra la que llevaba perdiendo hacía tiempo ya.

―Bueno, dime lo que sea, pero que no me duela ―musitó, trémula por los nervios, desesperanzada, predispuesta a todas las posibilidades.

Y a Levi se le hizo tan dulce verla de ese modo que, prendado de ella, no hizo más que confesar lo que había estado pensando desde que volvió a verla de nuevo.

―Eres tan bonita, Mikasa.

Ella alzó su rostro, recuperando algo de color, pero no cedió antes las palabras.

―Desde tu perspectiva ― frunció el ceño, inquieta.

―Bueno ―él hizo una pausa―, es el único lugar desde el que puedo hablar con total seguridad.

Ella volvió a fruncir los labios, esta vez, mostrando una expresión suave, tímida. Levi temía que fuese a romper la baranda contraria a la suya, porque se alejaba de él, apegándose más y más a esta. Sí, estaba siendo más que sincera: le aterraba que Levi dijese algo que la hiriese, pero él cuestionó en su fuero interno si lo que estaba a punto de decirle podía herirla de cierta forma.

―No es ningún secreto, Mikasa ―comentó él, dispuesto a seguir adelante―. Pensé que, a estas alturas, ya lo habrías notado.

Él comenzó a avanzar, cerrando la distancia, y ella no tuvo fuerzas para apartarse o huir. Sus sentimientos se postraron ante él y la forma en que él le hablaba. Creía entender el rumbo que tomarían las cosas, pero tenía miedo de equivocarse. Porque, hasta donde sabía, los sueños no se hacían realidad.

―Sé más claro, Levi ―espetó con torpeza, producto de su nerviosismo―, porque no estoy entendiendo nada.

Llegó su turno de tener la valentía de sostenerle el rostro como había hecho ella con él, de tocarla con la misma soltura que ella se permitía y que él evitaba. Una mano se acunó en su mejilla para atraer su atención y que lo mirase fijo durante su confesión, porque no quería que hubiese espacio para las dudas.

―Lamento mucho que esta sea la vida que te haya tocado vivir. Hace tiempo atrás, mi única misión fue hacer tus noches menos aburridas ―sonrió de medio lado―, sin embargo, sé que eso fue tan inútil como poco provechoso. No quería herirte con mi partida.

―Sí, pero sabes que siempre estuve agradecida…

Levi evitó la interrupción.

―No es eso lo que quiero ahora, no quiero que me agradezcas nada. No quiero ser una solución provisoria a tus tristezas. Quiero ayudarte, porque creo en la posibilidad de que puedas cancelar este matrimonio y hacer la vida que quieres.

Los ojos de Mikasa se llenaron de lágrimas, no porque las palabras de Levi doliesen ―lo hacían, mas no de forma negativa―, sino porque no podía creer lo que él estaba diciéndole. Por un momento, creyó que el forajido se había vuelto loco, porque no comprendía sus motivos para hablarle de ese modo, ni las ideas locas que podían haberse inmiscuido en su cabeza trastornada como para creer semejante imposibilidad.

―Levi ―en su rostro se dibujó una sonrisa triste―, eso no es posible. Hay cosas más serias de trasfondo; los negocios de mi padre mantienen a mi familia. Es una carga que debo llevar, así no sea lo que quiero.

―No tienes por qué soportar eso. No te obligues a cargar con esto, porque dejarás de sonreír para siempre, y yo no quiero.

Ella siempre ganaba con sus gestos. Su mano fue a sostener el mentón de Levi, haciéndolo estremecer por el tacto tan directo, pero no lo contuvo de tener las mejillas de la joven entre sus manos. Mirarse tan de cerca era un recuerdo que almacenaría por el resto de su vida.

―Vas a hacerme llorar, te pedí que no doliese ―sonrió ella aún más, derrumbando toda la cordura de Levi.

―Déjame ayudarte, buscaremos la solución.

Entonces, ella se puso seria.

―¿Buscaremos? Levi, no lo entiendes ―de pronto, le habló con un deje de ansiedad―. Yo nunca quise arrastrarte a esto. Cuando tenía trece años, no entendía el mundo. Era torpe e ingenua, pero no tienes que asumir esto como un deber. Es mi vida, tú lo has dicho, la vida que no quiero y que me resigno a aceptar porque no tengo más opciones. No las hay, ¿entiendes? En el mundo en que vivimos, las cosas son así. Lo único que podría hacer cambiar de parecer a mis padres es que Jean hiciera algo realmente malo…

Levi alzó ambas cejas en un gesto rápido, dándole una señal de apruebo. Mikasa abrió los ojos y la boca formando una «o» para luego soltar una risilla ligera.

Como si pudieran maquinar un plan para lograrlo.

―Piénsalo…

Mikasa suspiró.

Su insistente forajido… Quizás, por eso nunca se había marchado del todo.

―¿Crees que no lo he pensado un montón de veces, todos estos años, desde que me dijeron cómo sería? Levi, te recuerdo que mi vida no ha cambiado, en ni una mísera cantidad. Voy a casarme de todos modos y, tarde o temprano, nuestros caminos se separarán. Yo, en mi capricho, he intentado evitarlo, pero en el fondo sé que es imposible. Lo mejor que podrías hacer es desaparecer de la desastrosa vida de una futura mujer casada ―mientras ella hablaba, los ojos se Levi no dejaban de detallarla incansablemente, incrédulo ante las palabras que ella estaba liberando―. Después de todo, eres el bello recuerdo en la memoria de una niña de trece años.

¿Y eso era todo? ¿Eso era él? Nada más que el recuerdo de una niña.

Mikasa temió al silencio que precedió a sus palabras. Se preguntó si había sido descortés. No pretendía decirle que él no era importante, quería referirse a que aceptaba que él no correspondiese sus sentimientos, porque después de todo, ella siempre había sido la precursora de sus interacciones, buscando auxilio, luego compañía, luego libertad, y para cuando se había enamorado de él, era demasiado tarde.

Levi hizo ademán de soltarla, pero se contuvo cuando la sintió estremecerse.

―¿Qué ocurre? ―preguntó ella, sin saber qué esperar de respuesta.

―Dijimos que no dolería ―dijo Levi, mirándola con mayor intensidad si cabía.

Ella entreabrió los labios, dándose cuenta entonces de qué era aquello que Levi buscaba decirle con tanto afán, por qué esa noche no era como ninguna otra, la posición en la estaban, todo era tan evidente, y ella tan torpe y absurda.

―Lo que yo quería decir es que siempre te recordaré, pero no puedo cambiar mi destino, aunque me digas lo contrario, lo que sucede es que…

―Estoy enamorado de ti.

Si su corazón se detenía en ese mismo instante, daba lo mismo. Eso pensó Mikasa.

Si las palabras la mataban de dolor, ya no importaba. Porque el sueño estaba al alcance de sus manos y al mismo tiempo tan lejano. Amaba demasiado a sus padres como para abandonarles y dejarlos a la deriva, pero también amaba tanto a Levi que tampoco podía darle el mismo destino. Pero no podía unirlo todo en un mismo panorama.

―Y yo de ti ―admitió, dejando a las lágrimas partir hacia el vacío oscuro de la noche―. Pero no voy a permitir que te escondas en mi balcón viendo como me convierto en la mujer de alguien más.

A cada minuto trascurrido, Levi sentía que Mikasa era líquida y se escurría entre sus dedos, y él no podía retenerla.

―Solo necesito tiempo, dame tiempo, por favor ―le pidió Levi, casi estrujándole las mejillas―, por favor. No importa si estás casada, no me importa ser el miserable que nunca será tuyo, mientras pueda saber que estás bien, que puedo ayudarte a estarlo, mientras pueda tenerte cerca.

―¡Dijimos que no dolería! ―sollozó ella con fuerza, empujándolo para apartarlo de sí.

―No importa…

―¡Levi, entiéndelo! No voy a hacerte eso, déjame sola, déjame y sé libre, porque tú puedes…

Entonces, se retiró.

Mikasa entró a su habitación dando zancadas, pero era demasiado tarde para voltear y cerrar las puertas. Él estaba junto a ella intentando contenerla, intentando tomarla de los brazos para abrazarla, intentando llegar a ella, aun cuando ella luchaba por alejarse.

―Vete, ya no quiero verte. No quiero estar contigo, porque eres un forajido y nunca podremos ser nada ―le alzó la voz. Era tarde también para ser cruel, sobre todo, después de su confesión, pero lo intentó para ver si servía de algo―. ¿Entiendes eso? Tu mundo y el mío no se conectan en ningún punto. ¡Suéltame, déjame! ¡Porque llevo tiempo intentando olvidarte y lo estoy logrando!

Lo empujó una vez más, luego de haberse removido completa para zafarse de él. Pero, antes de que pudiese dar un paso largo para tomar distancia, él la había sujetado del brazo…

La extremidad quedó sostenida en el aire… la manga, demasiado suelta para su suerte, se resbaló de su antebrazo, yendo parar a su codo, revelando la pulsera que ella había pedido como obsequio el día de la despedida hacia cinco años atrás.

Al reparar en ella, el tiempo se detuvo para ambos. Mikasa cerró los labios con fuerza y miró a Levi con temor en los ojos, como un animalillo indefenso frente a su depredador, como un menor que es pillado por su madre en alguna travesura… culpable, con la evidencia en las manos, ante su juez.

Levi, agitado por la discusión, se quedó viendo la pulsera, recordando su significado. Fue un viaje, un breve escape al pasado. Sabía que había sido suya, pero era algo difuso… hasta que, por fin, recordó la noche de su despedida en la Torre del Reloj. Entonces, sus ojos se ensancharon ampliamente y su mandíbula cayó un par de centímetros, asombrado ante el hallazgo, liberando el aire que había contenido por la tensión.

Ella aún conservaba su pulsera.

«…llevo tiempo intentando olvidarte y lo estoy logrando».

Que la vida lo condenara mil veces, más de lo que ya había hecho, pero no abandonaría su convicción.

Era tarde para ser cruel, tarde para cerrar las puertas… era tarde para evitar que él la tomase de las mejillas nuevamente y se aventara contra ella para besarla con todas las ansias que se hallaban escondidas bajo su temple ecuánime.

El beso que había sido una invitación, una sugerencia, se había convertido en acción cinco años después. El beso que ella añoró tantas veces de él estaba en sus labios, haciéndola explotar en múltiples sensaciones caóticas. Nunca había besado a nadie de esa forma, y aunque en aquel momento era lo más intrascendental, no dejó de pensarlo.

Aquellos besos torpes, sin talento alguno que ella le había dado cuando tenía apenas trece, no podían compararse al incendio desatado que significaba lo que estaba sintiendo. Siempre había tenido el temor de que Jean la besara un día sin venir a cuento, y se había salvado increíblemente de ello. Ella lo evitaba, y en presencia de sus padres, Jean se comportaba como todo un caballero.

Y estaba loca y fervientemente agradecida por ello.

Loca, como en aquel momento, en que se dejaba seducir por la sensación nueva, por la suavidad, la humedad, el juego insistente entre ambos de repetir los movimientos que los arrastraban a la perdición. Era casi irrisorio que, instantes antes, hubiese reaccionado como una histérica, para luego sentirse dócil y suave como la seda. Solo Levi podía hacerla sentir de esa forma.

Y, asimismo, ella era la única que podía hacerlo reaccionar así a él. Se suponía que Levi era una persona sensata, pero por Mikasa se permitía perder el juicio incontable cantidad de veces. Mas si la recompensa seguía siendo aquella ambrosía que la muchacha solía expeler, no repararía en reacciones.

Besarla era grito y jubilo; no había alhaja, no había objeto, ni vida que pudiese pagar todo eso. Mikasa siempre sería la joya más valiosa de su colección, precisamente, porque no era coleccionable, no era retenible. Era libre, era mocosa, insolente y controversial; y la adoraba por todo eso.

Y, sobre todo, por hacerlo vibrar con tan solo un beso, como si fuese su primera vez en ello.

Fue un beso largo, comprometido, completo. Al finalizar, ella lo soltó, jadeante. Y él posó su frente sobre la de ella.

―Perdóname ―aún estaba agitado―, ni siquiera te pregunté.

―Me alegra que no lo hicieras o estaría sufriendo por mi estupidez…

Tal como lo había tomado del mentón con anterioridad, repitió, para darle un beso de nuevo, uno menos presuroso, menos desesperado y más consciente, como para succionar el labio superior del hombre frente a ella, y probar su reacción.

―Me gusta eso ―admitió él, respirando sobre los labios de ella.

Cuando lo intentó de nuevo, él continuó también, retomando el ritmo previo. Mikasa perdió la cuenta de la cantidad de veces que lo besó aquella noche, y olvidó porque completo los motivos de su injustificada discusión.

El miedo estaba vigente.

Ella no se equivocaba. Su vida no había cambiado y no lo haría en el corto plazo. Pero Levi había confesado, la había besado, motivado, todo en una agitada noche. Y ella no podía quedarse atrás, porque, si algo la había caracterizado antes de su nueva presencia de ánimo, era su porfía, su intrepidez y fortaleza.

Si Levi estaba con ella, todo era posible, así que quiso creer en ello.

―Entonces, ¿crees que algún día me libre de esto?

―Déjame hacer que sea posible… porque yo también quiero acabar con esta vida que tengo para empezar una nueva.

Asombrada, sin haber considerado eso de antemano, entendió muchas cosas. Levi no quería seguir siendo un forajido, tampoco deseaba confinarse a aquel desastroso destino, y tenía toda la voluntad de seguir adelante. ¡Qué vergüenza de sí misma con su dramatismo! Cuando él solo buscaba la forma de continuar, y encima la consideraba a ella en sus planes.

Mikasa nunca se sintió tan amada, tan llena de alegría y energía.

―Que así sea ―aceptó.

Y rodeó a Levi por la cintura, mientras él enterraba sus dedos en la cabellera que amaba, peinándola, sumergiéndose entre las hebras negras y suaves, a medida que volvía a besarla con apasionada lentitud.

No era una propuesta certera, no había garantías de por medio, excepto por el amor que Levi le profesaba infinitamente y que Mikasa correspondía. Era natural que ocurriese, porque el amor no podía atarse a un contrato comercial; era salvaje, y nacía en las más impensables situaciones.

Entre una moza y un forajido.

Entre un hombre de occidente y una mujer de lejanas tierras orientales.

Entre los rincones de una casona portentosa y las escapadas escurridizas del hijo de las sombras.

Entre la luz y la tenebra.


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N/A: Sí, aún vivo. ¡Hola! Primero que todo, NO, no queda aquí. Me extendí harto con esta historia, no sé por qué. Es un cliché, pero me encanta. Me saca de mi realidad y eso es lo que importa. Espero que hayan disfrutado el capítulo.

Quiero disculparme por haberme desaparecido tanto tiempo, pero es un momento difícil para mí. Entre el estallido social en mi país y el COVID, me he quedado sin amigos, tengo grandes preocupaciones familiares y laborales, y el estrés está a tope, cosa que no he tratado. Pero, en este caos, he encontrado el espacio para respirar y escribir. Y estoy muy feliz por ello.

Gracias por la comprensión y por la espera.

Seguiré con mis otras historias. Solo paciencia.

Matt