The Happiness Story Contest

Nombre del One-Shot: A la atención de Isabella Swan
Nombre del Autor: bars-9
Pareja: EdwardxBella
Summary: Un admirador psicótico. La presentación de un nuevo libro. Y un publicista enervante. La vida de Bella Swan es complicada, pero en tan solo veinticuatro horas puede convertirse en un auténtico caos.
Rating: T

Nota de la Autora: Un two-shot algo loco e histérico para dejar a un lado el "drama" de alguno de mis fics (ejemCTHCUA). Me pareció interesante la idea del concurso y la trama para esta historia surgió con facilidad, aunque creo que se me ha ido un poco de las manos XD. Espero que os guste, ¡a leer!

Disclaimer: no soy Meyer, por lo que ni los personajes ni el universo Twlight son míos.

A LA ATENCIÓN DE ISABELLA SWAN.

[Two-Shot]: Un admirador psicótico. La presentación de un nuevo libro. Y un publicista enervante. La vida de Bella Swan es complicada, pero en tan solo veinticuatro horas puede convertirse en un auténtico caos. EXB, Todos Humanos. Para The Happiness Story Contest.


CAPÍTULO 1. EL ADMIRADOR PSICÓTICO.

"A la atención de Isabella Swan, la mejor pluma de todos los tiempos".

Releí la carta por enésima vez, pero tan solo por encima. Salté de línea en línea, de párrafo en párrafo, pero, de forma incorregible, mis ojos regresaban una y otra vez a aquel encabezado que había comenzado a odiar y temer a partes iguales.

Aquel tipo era un psicótico.

Las cartas semanales, las palabras halagadoras, le enfermiza obsesión con la que parecía seguir cada detalle de mi vida eran señales de ello. Pero el hecho de que se dirigiera a mí, Bella Swan, como la mejor pluma de todos los tiempos, era la prueba definitiva de que aquel tipo anónimo era un completo psicótico. Con muy mal ojo para los talentos literarios, por cierto.

Dejé la carta a un lado, estirando el brazo para alcanzar la carpeta que Rosalie Hale, mi despiadada representante, se había encargado de dejar sobre mi escritorio, en un lugar bien visible. La palabra "Críticas", escrita con rotulador rojo y subrayada un par de veces, como si no llamara la atención por sí sola, me observaba desde el plástico, tan amenazadora e intimidante como siempre. Abrí la carpeta con cautela, meditando unos segundos mi próximo movimiento, antes de tomar aire profundamente y sacar el primero de los folios.

"La revelación literaria de las pasadas Navidades vuelve con más fuerza que nunca, con una novela hilarante y desternillante que…".

Blah, blah, blah. Las críticas destructivas conseguían quitarme el sueño, pero las críticas peloteras y redundantes, esas en las que los periodistas colocaban palabras comodín que bien podrían describir tanto el pavor que despertaba la última novela de Stephen King como la mezcla de risas y lágrimas del nuevo best-seller de Marian Keyes, eran simplemente soporíferas.

Eché la hoja al montón de papeles inservibles, tomando una nueva entre mis manos.

"Isabella Swan es uno de esos inauditos talentos que consiguen aunar éxito y calidad en una misma obra. Con su nueva novela…"

Blah, blah, blah. De nuevo. ¿Dónde estaban esas críticas estremecedoras que provocaban sudores fríos y noches enteras en vela? Quería algo que mereciera la pena, algo que justificara el temor con el que había abierto la carpeta.

La segunda crítica desapareció igualmente bajo la pila de los documentos inútiles, sustituida rápidamente por una nueva.

"Pocos nuevos talentos son capaces de alcanzar lo que Isabella Swan ha logrado en apenas un año. Un rotundo best-seller, tres millones de ejemplares vendidos, y la más absoluta expectación ante la publicación de su segunda novela, una nueva entrega de humor, personajes reales…"

Blah, blah y más BLAH. Me estaba comportando como una auténtica desagradecida, conociendo las horas que Rosalie había invertido para conseguir todas aquellas críticas favorables, pero no podía evitarlo. Tan solo había una cosa que odiara más que los admiradores psicóticos y con un gusto literario lamentable: los críticos lameculos, dispuestos a venderse por una jugosa cantidad de dinero, que escribían reseñas fabulosas sobre tu último libro cuando, en realidad, pensaban que era una auténtica mierda. Una entrega infumable que no servía ni para calzar la mesa coja de su fastuoso comedor.

La puerta de mi despacho se abrió de improviso, dejando paso a la imponente figura de Rosalie. Piernas interminables, larga melena rubia y rostro perfecto de modelo de la portada de septiembre de Vogue. A veces me recreaba siendo una malpensada y llegaba a la conclusión de que a mi representante ni siquiera le resultaba necesario sobornar a los críticos con un suculento cheque. Un rápido vistazo a su escote, y estaba convencida de que los muy idiotas estarían dispuestos incluso a escribir maravillas de la próxima novela de Dan Brown.

—Para qué llamar, ¿verdad, Rosalie? —inquirí, enarcando una ceja— Al fin y al cabo, las puertas cerradas tan solo están para que las abras a tu antojo.

—Exacto —coincidió Rosalie, dedicándome una mirada desafiante. La muy maldita parecía olvidar demasiado a menudo quién pagaba su sueldo—. Sobre todo cuando traigo noticias importantes.

Puse los ojos en blanco.

—Ilumíname, por favor.

Rosalie dejó una gigantesca pila de papeles sobre mi escritorio.

—Primer punto —comenzó, alzando su dedo índice, con esa crispante manía suya de enumerar absolutamente todo—, el Plaza ha aceptado cedernos uno de sus salones para la presentación del libro.

—¡Pero solo quedan veinticuatro horas! Es imposible reorganizar todo el evento de nuevo. Además, el Plaza es un lugar ostentoso y de pijos revenidos. Me niego.

Rosalie resopló, posiblemente haciendo acopio de la paciencia que no tenía.

—Bella, francamente, me importa una mierda lo que pienses del Plaza. Tan solo organiza presentaciones para los Auster y demás miembros del selecto club de escritores respetables, así que considéralo como un honor —sugirió, aunque sus palabras salieron de su boca bajo la apariencia de orden—. Segundo punto, los del suplemento cultural del New York Times van a estar presentes. Después de tres horas en su despacho, no fui capaz de arrancarles una mísera crítica. Tuve que conformarme con la promesa de que asistirían a la presentación y se reservarían para entonces su opinión. ¿Sabes lo que eso significa?

—¿Que en tres largas horas no fuiste capaz de embaucarles con tu escote?

Contemplé a Rosalie en silencio durante un par de segundos. Apostada al otro lado del gran escritorio de madera caoba, me lanzaba una mirada severa por encima de sus gafas de montura cuadrada, negra y brillante. Pensándolo detenidamente, puede que además de en la portada de Vogue, encajara en uno de aquellos catálogos de secretarias cachondas. Daría el pego por completo.

—¿Ese es el tipo de humor con el que vendes tantos libros?

Alcé las cejas, sorprendida por su pregunta.

—¿Es necesario que responda? Creía que los habías leído.

Una risotada burlona se escapó de sus labios.

—Evidentemente, no —negó ella, sin piedad—. Me interesas como producto a vender, no como talento literario.

—Me siento enormemente halagada —correspondí con fingida modestia.

Sus perfectos dientes blancos flashearon una amplia sonrisa, que desapareció rápidamente tras su máscara de femme fatale, de mujer de negocios despiadada.

—Me alegra ver que has recuperado tu autoestima. Y ahora, si eres tan amable de dejar que continúe ganándome mi sueldo… —exigió, dejando su petición en el aire, mientras rebuscaba entre la enorme pila de papeles que había depositado sobre mi escritorio— Tercer y último punto. Acabo de preparar el contrato de tu nuevo publicista.

Deslizó una nueva carpeta a través del escritorio, haciéndola llegar hasta mis manos. No me resultó necesario abrirla para descubrir su contenido: currículum, contrato de trabajo, documento de confidencialidad y demás papeleo legal del que Rosalie siempre se encargaba y que a mí no me interesaba lo más mínimo.

Pero lo que sí me interesaba era descubrir porqué mi representante había decidido gastarse mi dinero en algo totalmente prescindible.

—¿Puedes explicarme para qué necesito un publicista? —pedí, utilizando un engañoso tono servicial— Aparte de para dejarme la cuenta corriente en blanco, quiero decir.

—Déjame pensar —comenzó Rosalie, tomándose unos cuantos segundos de falsa pausa reflexiva—. ¿Para reorganizar en apenas veinticuatro horas el evento de presentación de tu nuevo libro, quizás? ¿Para idear en tiempo récord una campaña publicitaria, puede ser? Y, lo que es más importante, ¿para conseguir que tu nueva novela sea un superventas?

Fruncí el ceño. Vale. Puede que necesitara a alguien eficiente, capaz de organizar un buen evento de presentación en el breve lapso de un día, después de que la empresa que contratamos para ello nos abandonara, dejándonos con el culo al aire y con unas pocas horas para recuperarnos. Y está bien. Es posible que, a una semana del lanzamiento comercial del libro, precisara también a alguien igualmente eficiente, dispuesto a idear una campaña publicitaria competitiva con los nuevos lanzamientos de septiembre.

Pero había algo que no era cierto en absoluto.

—Mi primera novela fue un superventas. Y, que yo recuerde, de aquella no contábamos con ningún publicista.

Rosalie suspiró, recostando su espalda sobre la butaca de cuero.

—Porque de aquella no teníamos dinero, Bella. Y porque los golpes de suerte, de vez en cuando, suceden —me recordó—. Pero no esperes que en esta ocasión ocurra lo mismo. Después del pelotazo que obtuviste con tu debut, la expectación por leer tu nueva novela es enorme. Y a pesar de ese par de buenas reseñas que he conseguido arrancar, los críticos tienen sus plumas preparadas para, en el caso de que fracases en las listas de ventas, escribir que, tal y como predijeron las Navidades pasadas, no eras más que un producto manufacturado. Un one-hit-wonder sin el menor talento literario.

Arrugué ligeramente la frente, reflexionando sobre lo que acababa de decir. Era consciente de todo aquello. En el fondo de mi subconsciente, estaba segura de ser una auténtica megalómana de modo que, durante mis noches en vela, encendía mi portátil y pasaba horas muertas navegando por los foros de literatura. Por supuesto, aquello era mi pequeño gran secreto. Pero me había permitido hacerme una idea muy aproximada de la expectación que estaba generando el lanzamiento de mi segunda novela.

Y también era consciente de la opinión general de la crítica. Sus reseñas plagadas de falsos halagos no me engañaban. Estaban resentidos conmigo. En realidad, me los imaginaba como un gran club de viejos decrépitos que se reunían las tardes de los domingos en el sótano de alguna de sus mansiones para despellejar mi nuevo libro. Vale. Posiblemente aquella recreación era exagerada y en absoluto coincidente con la realidad. Pero me odiaban, de eso estaba completamente segura. Me odiaban por ser una niñata, recién salida de la universidad, que apenas hacía un año se había merendado todos los lanzamientos de la campaña navideña, sin apenas publicidad y con un libro escrito exclusivamente para mujeres.

Eso era lo que más les jodía. Los libros escritos para mujeres, en su opinión, no merecían la etiqueta de literatura.

Panda de cabr…

—¡Bella! —exclamó Rosalie, despertándome de mi monólogo interno— Necesito que revises el contrato.

—¿Me das permiso para echar un vistazo a su currículum? Ya que me vas a obligar a pagarle una cantidad exorbitante, me gustaría saber qué ha hecho.

Rosalie se encogió de hombros. Le traía sin cuidado porque tenía la certeza de que, al final, acabaría accediendo a sus peticiones.

Alcancé la carpeta que descansaba sobre el escritorio. Extraje la hoja que recogía su currículum y mis ojos se deslizaron rápidamente hacia el cuerpo del texto. Licenciado en Publicidad y Relaciones Públicas por la universidad de Yale. Un bufido se escapó de mis labios. Lo que me faltaba, un pijo de la Ivy League. Máster en creación de campañas publicitarias por la Sorbona, París. Peor todavía. Un pijo de la Ivy League que había vivido durante un año en Europa. Aquellos eran los más insoportables.

—Todos estos títulos quedan muy bonitos, enmarcados y colgados en el salón de mamá —murmuré entre dientes—. Pero, ¿qué ha hecho exactamente? ¿Quién me asegura que no es un empollón, incapaz de desenvolverse en la vida real?

—Más abajo, Bella —indicó Rosalie—. Tras las palabras "trayectoria profesional".

Ah, sí. Una lista de méritos que parecía no tener punto final se extendía tras las palabras indicadas por Rosalie. Ayudante en el equipo de marketing del lanzamiento de Windows Siete. Hmm, aquello era sorprendente. Loable, incluso. Después del fracaso de Vista, conseguir que el señor Gates vendiera un nuevo sistema operativo debió de ser una labor de titanes. Continué leyendo. Miembro del equipo de marketing de Rumor Has It, la primera película protagonizada por Jennifer Aniston después del fiasco Pitt. Eso estaba mucho mejor. Creo que aquella fue la primera vez en la que conseguí dejar de sentir lástima por Rachel… quiero decir, Jennifer, durante noventa y seis minutos.

Seguí navegando a través del interminable apartado que resumía su trayectoria profesional. Campañas publicitarias para grandes firmas de moda, películas, productos electrónicos, lanzamientos literarios. Todo muy bonito. Impresionante, incluso. Pero faltaba algo.

Fue entonces cuando mis ojos se toparon con lo que buscaba.

Director de la campaña publicitaria de Confessions on a Dance Floor.

Una frase. Unas cuantas palabras. Y la revelación de que aquel publicista era un auténtico genio. Si había sido capaz de devolver a Madonna a la primera línea, con 47 años y los brazos musculados de un culturista atiborrado de anfetaminas, ese tipo solo se merecía el calificativo de genio.

Le quería en mi equipo. Y le quería ya.

Pero el ego de Rosalie tampoco necesitaba estar al corriente de mi entusiasmo por su gran descubrimiento.

Levanté los ojos del papel, fijándolos sobre mi representante. Tomé aire, seguido de una larga pausa dramática, antes de dar mi veredicto final:

—No está mal.

Rosalie abrió los ojos desmesuradamente y, por unas décimas de segundo, su calculada fachada de fría mujer de negocios se crispó en una expresión frustrada.

—¿No está mal? —repitió con desdén, levantándose de su butaca para inclinarse sobre la gran mesa caoba y arrebatarme los papeles de la mano—. Estamos hablando de Edward Cullen. Por supuesto que no está mal.


Mis tacones repiqueteaban contra el suelo de mármol, creando una cadencia que, de forma ilógica, me obligaba a mover las piernas con más fuerza, con más velocidad. Rosalie, que además de mi representante parecía haberse auto-asignado competencias en materia de estilista personal, me obligaba a utilizarlos para las reuniones importantes, alegando argumentos estúpidos sobre cómo diez centímetros más te hacen parecer mucho más profesional. O, en mi caso, profesional. A secas.

Pero yo odiaba los tacones. Es más, los detestaba con todas mis fuerzas. En mi particular lista negra, se colocaban en cabeza, por encima de los admiradores psicóticos y de los críticos decrépitos e hipócritas. Si Rosalie me lo permitiera, limpiaría todo mi armario de esas pequeñas armas de destrucción masiva y prendería una hoguera con ellas. Una gran hoguera. La hoguera de la liberación femenina.

Caminaba hacia mi despacho. Ese mismo que Rosalie había colonizado, argumentando que el suyo resultaba demasiado pequeño y sombrío para recibir a Edward Cullen. Vale que el tipo fuera un genio —supuestamente—, pero, ¿había que alimentar su ego con un fastuoso recibimiento?

—Buenos días —saludé tras empujar la puerta, sin ni siquiera golpearla un par de veces por aquello de la cortesía. Al fin y al cabo, seguía tratándose de mi despacho. Invadido, pero mi despacho.

Desde una de las butacas de cuero, Rosalie me lanzó una mirada sombría, reprochándome con palabras mudas mi falta de modales. Esbocé una rápida sonrisa inocente, antes de dejar que mis ojos se deslizaran hacia el ocupante de la segunda butaca. Un par de ojos de un verde intenso me observaban tras unas gafas de montura cuadrada. Por un momento, fui incapaz de fijar mi atención en algo más que no fueran esos dos insistentes puntos verdes. La intensidad de su color era hipnótica. Cuando por fin fui capaz de liberarme de su presión, me di cuenta de que había algo más allá del verde. Concretamente, una espesa mata de pelo, ingobernable y de un extraño color, entre bronce y castaño. Mandíbula cuadrada y fuerte, nariz recta, pómulos marcados y traje de firma.

Entrecerré los ojos ligeramente, sin ser consciente de que mi nada disimulado análisis no era demasiado aceptable según el código de la buena educación. Sonreí, tendiéndole una mano para presentarme.

—Bella Swan.

Rosalie gruñó por lo bajo. Según sus estrictas reglas de conducta, introducirme en el ámbito profesional como Bella, y no como Isabella, era restar muchos puntos a mi profesionalidad. Puntos que ni siquiera un par de tacones de diez centímetros podían recuperar. Entonces, ¿me los podía quitar ya?

—Edward Cullen —correspondió él, tomando mi mano y estrechándola con un apretón firme. Su voz era fuerte, directa y profesional, pero tenía un matiz oculto, una nota exótica que pasaba prácticamente desapercibida bajo su imagen de publicista competitivo—. Encantado, señorita Swan.

Asentí con la cabeza brevemente, antes de rodear la gran mesa caoba para tomar asiento en mi butaca. Le lancé a Rosalie una rápida mirada interrogante. En seguida ella se hizo cargo de la situación, echando mano de la constante pila de carpetas de la que parecía no deshacerse nunca y colocando unas cuantas hojas sobre la superficie de la mesa.

—El contrato —anunció, tendiéndome un bolígrafo—. Firma. Abajo, a la derecha.

La miré unas décimas de segundo. Sería cortesía que me permitiera formular unas cuantas preguntas, comprobar si, además de ser un tipo brillante sobre el papel de su currículum, me iba a sentir cómoda trabajando con él. Pero, evidentemente, aquello era mucho pedir. Rosalie Hale no entendía de cortesía, su mente tan solo se encontraba entrenada para trabajar, trabajar, firmar contratos, dar órdenes, seguir trabajando y firmar más contratos.

Tomé el bolígrafo que me ofrecía, estampando mi firma sobre el papel, sin ni siquiera atreverme a echarle un rápido vistazo a las cifras que parecían brillar con más intensidad de la debida. Un escalofrío recorrió mi espalda al imaginarme la cantidad de dinero que debería desembolsarme para pagar los honorarios de Edward Cullen.

—De acuerdo —hablé, devolviéndole los papeles a Rosalie y soltando el aire en un suspiro cansado—. Ahora que ya está todo el papeleo hecho, ¿alguien sería tan amable de explicarme cómo conseguir que mi segunda novela sea un auténtico éxito?

Rosalie abrió la boca, pero Edward tomó rápidamente la delantera.

—Es sencillo. Muy sencillo —aseguró.

Sentí una rápida punzada en el estómago, tan breve que, por un momento, creí habérmela imaginado. Escudriñé el rostro de mi nuevo subordinado, cuyos labios se movían a gran velocidad, y una idea me atacó de forma súbita. Una conclusión. Esa voz, tan profesional y dura, resultaba extrañamente… excitante.

—Tenemos que aprovechar el tirón de su nombre. Con todo el respeto, el valor literario de su novela no es algo en lo que debamos centrarnos. Queremos que la novela sea un éxito comercial, así que utilizaremos su valor comercial como reclamo, señorita Swan.

Asentí con la cabeza distraídamente. Una nube extraña de palabras relacionadas con técnicas y tácticas comerciales, campañas agresivas, valor comercial y lanzamientos mundiales nublaba mi cerebro, pero no lograba conectar de forma lógica las frases que se escapaban de los labios de Edward. Tampoco es que estuviera haciendo un verdadero intento por prestar atención. Tan solo me veía capaz de concentrarme en el sonido de su voz, en la cadencia de sus palabras y en ese matiz semiescondido que parecía pelear con el tono profesional, en un intento por salir a la superficie y hacerse con el control de la voz de Edward.

No podía creer que una simple voz pudiera resultar tan atractiva. En fin, había locutores de radio con un tono penetrante y grave, que lograban que escucharas su programa incluso a las tres de la madrugada. Había incluso actores, cuyo rostro era uno más del montón, pero que te arrastraban al cine solo por su voz. Y luego estaba la voz de Edward Cullen.

Su voz y el modo en que me trataba de usted. Me hacía sentir extrañamente fuera de lugar.

Edward continuaba hablando, en una cascada incesante de palabras. Asentí un par de veces más, colocando un "ahm" y un "uhm" en los cortos espacios de silencio que dejaba su voz, tratando de fingirme interesada en la exposición. En lugar de prestar la atención que debía, entrecerré los ojos, analizando su rostro con más atención. Era masculino, agresivo, cortante. Pero las gafas de montura cuadrada, negra y brillante bajo las luces de mi despacho, contrarrestaban los rasgos masculinos y cuadrados de su rostro. Le daban un aire inocente, una especie de halo Clark Kent, de chico empollón recién salido de la biblioteca de su campus.

—Y ese es, en líneas generales, mi plan de actuación —finalizó Edward.

Se suponía que en ese momento debería de dejar de recrearme en su voz y soltar algún comentario inteligente, ¿verdad?

—Hmm… interesante.

Vale. Puede que no fuera inteligente. Pero al menos era un comentario.

—Hemos programado una primera reunión a las siete de la tarde —anunció Rosalie, tras consultar su agenda forrada en cuero—. Tenemos menos de veinticuatro horas para volver a preparar un evento de presentación decente. No te duermas, Bella.

Tras invertir la jerarquía de nuestras posiciones y darme órdenes como si fuera ella la encargada de asegurarse de que llegara a fin de mes —algo que le encantaba hacer. O que, tenía tan asumido, que lo hacía de forma involuntaria—, Rosalie se levantó de la butaca. Recogió todas sus carpetas y documentos y, con un fluido movimiento, dejó un taco de sobres sobre la mesa.

—Tu correo personal. Y recuerda, a la siete.

Con esa última advertencia, se dio la vuelta con una agilidad pasmosa teniendo en cuenta la pila inhumana de papeles que cargaba entre sus brazos.

Alargué la mano para alcanzar los sobres que descansaban sobre la mesa con aspecto inocente. Recibos del banco. Mi madre. Factura de teléfono. Mi madre, otra vez. Publicidad para hacerme la tarjeta de clienta habitual de unos grandes almacenes. Anónimo.

Contuve la respiración en cuanto mis ojos se toparon con aquella caligrafía que me resultaba ya tan familiar. Abrí el sobre sin remitente, aunque aquello era del todo innecesario. Conocía de sobra las palabras que me iba a encontrar en la primera línea de esa carta anónima.

"A la atención de Isabella Swan, la mejor pluma de todos los tiempos".

Ese tipo era un psicótico. Además de un verdadero peligro para mi salud mental. Y, lo que es peor, estaba convencida de que también era un riesgo para mi integridad física. La idea llevaba rondando mi cabeza un par de semanas, aunque había logrado empujarla a un rincón poco frecuentado de mi subconsciente. Sin embargo, recibir una carta más de aquel admirador psicótico, menos de veinticuatro horas antes de la presentación del libro, no había hecho más que confirmar mis sospechas. De una forma tan ilógica como mística, tenía la certeza de que aquel tipo aprovecharía el evento de presentación para traspasar la delgada línea que separa la adoración absurda de la obsesión enfermiza, y atacarme.

No sabía cómo. Pero lo sabía.

Mis dedos se ceñían con fuerza alrededor del papel, a pesar de que ni siquiera había avanzado en la lectura más allá de la frase del encabezado. Levanté la vista y me sorprendí al caer en la cuenta de que Edward continuaba en mi despacho. Ladeó la cabeza levemente, entrecerrando los ojos, como queriendo escrutar mi rostro con más atención.

—¿Ocurre algo, señorita Swan? —su voz, tan controlada y profesional como siempre, dejó traslucir un leve matiz de preocupación.

Negué rápidamente con la cabeza.

—No —aseguré, mientras murmuraba el nombre de mi representante una y otra vez para mis adentros—. Vuelvo en un minuto, Edward.

Sin dar más explicaciones, me precipité hacia la puerta del despacho, con la carta aún firmemente sujeta en mi mano. Asomé la cabeza hacia el pasillo y vislumbré la rubia cabellera de Rosalie al fondo, esperando delante de los ascensores.

—¡Rosalie! —exclamé, sin importarme las cabezas curiosas que se volvieron hacia mí.

Dejé la puerta entreabierta del despacho y me lancé en una carrera desesperada e histérica por el largo pasillo. A medida que acortaba la distancia entre Rosalie y yo, pude vislumbrar con más claridad su expresión horrorizada. Estaba segura de que mi pequeño momento de mujer al borde de un ataque de nervios no era en absoluto de su agrado.

—Rosalie —repetí en cuanto la alcancé, prácticamente sin voz y con la respiración entrecortada— Lee esto.

Le tendí la carta. Rosalie arrugó ligeramente el ceño mientras la tomaba entre sus manos. Sin embargo, en cuanto sus ojos reconocieron la caligrafía y las primeras palabras, su rostro se crispó en una mueca exasperada.

—¿Otra vez, Bella?

—Va a atacarme —anuncié, yendo directamente al grano.

Rosalie alzó las cejas, sorprendida.

—¿Eso dice la carta?

—No. Pero lo sé —aseguré con vehemencia— Va a aprovechar el evento de presentación del libro para atacarme, Rosalie. No me preguntes cómo, pero lo sé. La intuición de célebre escritora acosada por un ferviente admirador me lo dice.

Un suspiro se escapó de los labios de Rosalie. Me contempló en silencio durante un par de segundos antes de dar su veredicto.

—Ya hemos hablado de esto, Bella. Tan solo se trata de un admirador un poco más insistente de lo normal, pero nada de qué preocuparse. He leído alguna de sus cartas, es completamente inofensivo —habló con convicción—. En lugar de ocupar tu tiempo con historias paranoicas, deberías concentrarte en la presentación de mañana. Tenemos mucho trabajo todavía por hacer.

—¡No puedo! Es difícil concentrarse cuando tu integridad física pende de un hilo —dije, consciente de que quizás, y solo quizás, estaba dramatizando un poco—. Necesito que contrates más seguridad para el evento.

Rosalie ni siquiera consideró mi petición.

—Ni hablar —rechazó inmediatamente—. Tenemos suficiente seguridad. He contratado justo lo que necesitabas, un publicista como Edward Cullen. Y recuerda, a las siete.

Sin darme tiempo a replicar, Rosalie se escabulló entre las puertas del ascensor. Maldita traidora. Me di la vuelta, derrotada tras mi inútil intento. Si Rosalie Hale consideraba que la seguridad contratada para el evento era suficiente, ni siquiera el hecho de que el criminal más buscado del país se infiltrara como periodista en la rueda de prensa iba a hacer que cambiara de opinión.

Me encaminé de nuevo hacia mi despacho, consciente de que Edward aún se encontraba allí. Desdoblé la carta que aún sujetaba en mi mano, deslizando mis ojos con rapidez a través de los párrafos escritos a mano con pulcra caligrafía. Lo cierto es que aquella no se asemejaba a la letra de un asesino psicótico. Y el contenido tampoco era alarmante. Pero tras la interminable retahíla de halagos, críticas amables a mi primer libro y deseos de leer mi segunda novela, había algo que me gritaba que aquel tipo era peligroso. Al fin y al cabo, yo no era más que Isabella Swan. ¿Qué hombre podía encontrar tan interesante un libro escrito exclusivamente para mujeres?

Absorta en la lectura de la carta, ni siquiera me percaté de hacia dónde me llevaban mis pies. Para cuando fui consciente de que aún continuaba moviéndome, mi torpeza congénita me había obligado a tropezar con el pequeño escalón que había a la entrada de mi despacho. Pero antes de que pudiera reencontrarme con el suelo, ese viejo amigo, un par de brazos firmes sujetaron mi cuerpo, evitando que perdiera la verticalidad.

—¿Se encuentra bien, señorita Swan?

Un par de intensos ojos verdes escrutaron mi rostro. De nuevo, tras sus gafas de montura cuadrada y su halo de profesionalidad, Edward dejó entrever una nota de preocupación.

—Sí —aseguré rápidamente, reincorporándome con movimientos lentos—. Simplemente suelo tener problemas para mantener la verticalidad mientras camino. Gracias, Edward.

Edward no pareció ni entender mi pequeña broma, ni darse por aludido por mi agradecimiento. Se limitó a asentir una única vez con la cabeza, con un gesto seco, y sin borrar en ningún momento su expresión adusta. Recogió su maletín, que aún descansaba sobre la mesa, y se dirigió hacia la puerta.

—Nos vemos a las siete, señorita Swan. Y tenga cuidado con el escalón.

Asentí sin decir nada, observando cómo desaparecía tras la puerta del despacho, al tiempo que una idea comenzaba a tomar forma en mi cabeza.

Sería imposible penetrar el duro corazón de mujer de negocios de Rosalie Hale. Pero Edward Cullen era un hombre. Un hombre dispuesto a acudir en ayuda de una damisela en apuros, por lo visto. Puede que él encontrara sobrecogedora la historia de mi admirador psicótico y comprendiera que era vital reforzar la seguridad para el evento de presentación. Mi integridad física y mi seguridad dependían de ello. Estaba convencida de que Edward lo comprendería.

Una pequeña sonrisa involuntaria se dibujó en mis labios. Por un instante, sentí lástima por mi nuevo publicista. En cuando jugara la carta de damisela en apuros, no había nada que pudiera hacer para defenderse.


Día V—barra—M. V de "voy-a-ser-atacada-por-un-admirador-psicótico". M de "mi-presentación-va-a-ser-un-absoluto-desastre".

Hora: 14.15.

Estaba a punto de volverme loca.

Aquella noche, apenas había pegado ojo. Sumergida en una interminable pesadilla sobre críticos despiadados, periodistas conspiradores y cartas escritas a mano asesinas, me había resultado imposible disfrutar de unas cuantas horas de merecido descanso.

Apenas tres horas antes de la hora fatídica en la que tendría que apostarme detrás de una mesa y enfrentar las preguntas malintencionadas de periodistas y críticos ociosos, sin nada mejor que hacer que acercarse a uno de los hoteles más lujosos de la ciudad y hacerle pasar un mal rato a una pobre e inocente chica como yo, mi situación era alarmante. Delirante. Caminaba por los pasillos de la sede de mi editorial con movimientos paranoicos, mirando constantemente por encima de mi hombro, en busca de una cara extraña, de un brillo obsesivo en el rostro de un desconocido que le delatara como mi futuro atacante. Pero todo parecía recubierto de un halo de falsa normalidad, de calma tensa.

Rosalie había desaparecido misteriosamente para dedicarse a su tarea favorita: dar órdenes a diestro y siniestro. Mi despacho parecía más reducido y sombrío sin sus constantes idas y venidas, sin sus interminables pilas de carpetas y sin sus miradas calculadas y calculadoras. Por un instante, y aunque jamás lo admitiría en voz alta, eché en falta su presencia. Su expresión desdeñosa y su incapacidad para elaborar peticiones sin que se asemejaran a verdaderas órdenes serían una distracción perfecta en aquel momento.

A la falta de sueño y a mis temores psicóticos, se le añadía la farsa de mujer desvalida que llevaba interpretando desde la tarde anterior. Tras unas cuantas caiditas de ojos, miradas de cordero degollado y tropiezos intencionados, tan solo había conseguido arrancarle a Edward un par de preguntas teñidas de una leve nota de preocupación. Nada más.

Comprendía que era hora de pasar a la siguiente fase.

—¿Señorita Swan?

El rostro de Edward apareció tras la puerta entreabierta de mi despacho. Asentí con la cabeza, indicándole que pasara. Se adentró en la estancia con movimientos firmes y seguros.

—Ésta es la lista definitiva de asistentes —anunció, tendiéndome una hoja impresa—. Y ésta, la distribución final de los asientos para la rueda de prensa. Hemos colocado a los del suplemento cultural del Times en primera fila, sé por experiencia que les gusta recibir un trato preferencial.

Edward se enzarzó en una detallada explicación sobre los preparativos del evento y el motivo comercial que guiaba cada una de sus decisiones. Escuché por encima, captando la idea general de todo, pero el cincuenta por ciento de mi mente se encontraba ocupado en otra tarea muy diferente. La fase dos de mi plan estaba a punto de comenzar.

—Edward —hablé, aprovechando un momento de silencio en su discurso. Modelé mi voz de forma calculada, adaptando un tono profesional, pero dejando escapar al mismo tiempo un leve matiz de debilidad—. Hay algo que me gustaría comentarte.

Él me dirigió una educada mirada interrogante.

—Supongo que Rosalie no te ha comentado nada porque no lo considera un asunto relevante, pero llevo un par de meses recibiendo semanalmente cartas de un admirador anónimo —comencé a explicar—. No voy a mentir, estoy preocupada. Tengo la sospecha de que roza lo enfermizo, y es posible que aproveche el revuelo que se va a montar hoy para cometer una locura.

—Señorita Swan, ¿está usted diciendo que…?

—Creo que me va a atacar —confirmé.

Me observó en silencio. Su rostro continuaba impasible, ocultando sus verdaderas emociones bajo la apariencia de profesional frío. Edward Cullen era un misterio para mí. Apenas le conocía desde hacía veinticuatro horas, pero, de alguna manera sibilina, había logrado colarse en mis pensamientos. En el espacio libre que dejaban mis preocupaciones por los críticos hipócritas y los admiradores psicóticos, no paraba de cuestionarme quién era el verdadero Edward Cullen. Tan eficiente como esquivo, tan capaz para su trabajo como reservado y críptico. Parecía que su cerebro tan solo se encontraba programado para trabajar, pero, aún así, no podía evitar reparar en ese matiz oculto, en esa nota escondida que parecía decir que, tras su apariencia de publicista prodigio, se escondía un hombre interesante.

Sin contar, por supuesto, con su exasperante manía de tratarme de usted. Era enervante y me hacía sentir como una profesora que se aprovechaba de su alumno más brillante.

—¿Qué puedo hacer por usted? —quiso saber.

Me levanté de la butaca con movimientos lentos. Rodeé la gran mesa de madera caoba; el repiqueteo de mis zapatos quedaba amortiguado por la mullida alfombra que cubría el suelo. Me apoyé contra el escritorio, a pocos centímetros de Edward, cruzándome de brazos.

—Edward, no te pediría este favor si no tuviera otra opción —aseguré, mirándole fijamente. Él me devolvió la mirada, sin que su expresión adusta flaqueara lo más mínimo—. Necesito un extra de seguridad para la presentación.

—Estoy seguro de que la señorita Hale…

—A la señorita Hale —repliqué, pronunciando con desdén las dos últimas palabras— le importan una mierda mis preocupaciones vitales —suavicé el tono de mi voz, componiendo mi mejor expresión de damisela en apuros para dar la estocada final—. Edward, necesito que me eches una mano. Estoy segura de que tienes contactos, con un par de llamadas podrías conseguirme tres o cuatro guardias de seguridad más. Rosalie no tiene porqué enterarse. Y cuando lo haga, el evento ya habrá comenzado y será demasiado tarde.

Le concedí unos segundos de reflexión.

—Con todos mis respetos, señorita Swan, pero su representante es una gran profesional. Si considera que no es necesario contratar más seguridad, deberíamos confiar en su criterio.

A duras penas resistí el impulso de poner los ojos en blanco. Aquel hombre era exasperante. ¿De dónde procedía aquel apego por el trabajo bien hecho, por obedecer escrupulosamente cada instrucción que recibía?

Vamos, Edward. El autocontrol está para deshacerse de él.

Descrucé los brazos, apoyando una mano sobre mi cadera y dejando que la otra descansara sobre la superficie de madera. Me incliné levemente hacia delante, dándole a Edward un interesante nuevo ángulo de visión. Tácticas sucias. Pero si a Rosalie le funcionaban con los críticos, ¿por qué a mí no?

—Voy a serte franca, Edward —volví de nuevo al ataque—. El asunto me trae de cabeza. Esta noche apenas he podido dormir y estoy segura de que durante la rueda de prensa voy a estar más pendiente de la puerta que de las preguntas que me formulen. Coincidirás conmigo en que eso sería un desastre, ¿verdad?

Edward asintió una única vez, sin dar muestras de debilidad. Su mirada no se había deslizado ni siquiera por una milésima de segundo hacia mi escote.

—Puede que mis temores sean ilógicos e infundados, pero mi petición es muy sencilla. Un extra de seguridad me haría sentir mucho más tranquila. Además —añadí—, al fin y al cabo, yo soy tu jefa, no Rosalie. Respondes ante mí. Y te aseguro que me encargaré de que Rosalie no tome represalias contra ti por la pequeña traición.

Me incliné unos centímetros más para reafirmar mis palabras. Por un fugaz instante, me pareció ver la sombra de la duda en sus ojos.

Tan solo tenía que apretarle las tuercas un poco más.

Sin ser plenamente consciente de lo que estaba haciendo, me descubrí a mí misma inclinándome aún más sobre la butaca que ocupaba Edward. Un par de centímetros más y comprendí con claridad lo que estaba a punto de hacer. Dudé por una décima de segundo, pero, al aproximarme aún más a sus labios y comprobar que Edward no había movido ni un solo músculo en un intento por apartarse de mí, todas las dudas se disiparon y me recordé a mí misma esa máxima que tanto me había ayudado en la vida.

Situaciones desesperadas requieren siempre medidas desesperadas.

Aunque eso supusiera seducir a uno de mis subordinados para conseguir tres o cuatro seguratas más.

Atrapé sus labios entre los míos, con cautela, dándole la opción de deshacer lo que estaba a punto de ocurrir. No encontré respuesta negativa, por lo que continué moviendo mis labios contra los suyos, con más intención. Él tan solo se dejaba llevar, adoptando una actitud tan exasperante como pasiva, por lo que mordí su labio inferior, en busca de una respuesta.

Por un instante, me arrepentí de mi movimiento.

El cuerpo de Edward pareció cobrar vida repentinamente. Sus manos se ciñeron con fuerza alrededor de mi cintura y sus labios tomaron pleno control sobre el beso. Sonreí internamente al comprobar que no me había imaginado ese matiz salvaje que ocultaba tras su voz fría y grave, tras sus movimientos calculados y tras su actitud de profesional impecable.

Por desgracia, su pequeño momento de descontrol remitió tan rápido como había aparecido. Se separó de mí, deshaciendo su agarre sobre mi cintura y recuperando su posición sobre la butaca. Se llevó una mano a la corbata, apretando el nudo que había logrado aflojar con mis manos, y me sorprendí al comprobar que su respiración continuaba a un ritmo normal.

—Veré lo que puedo hacer, señorita Swan —habló, utilizando el mismo tono impersonal.

Asentí con la cabeza, incapaz de decidir si había logrado mi objetivo. Había recuperado esa expresión en la que hasta el más mínimo detalle parecía perfectamente calculado, por lo que me resultaba imposible descifrar sus verdaderas intenciones.

Se levantó de la butaca, recogiendo la carpeta de documentos que había dejado sobre la mesa. Sin embargo, no se percató del pequeño detalle de que aún continuaba abierta, de modo que al recogerla, todos los papeles se desparramaron sobre la mesa. Se apresuró a recogerlos y yo misma extendí los brazos en un intento por echarle una mano, pero mi cuerpo se congeló en cuanto mis ojos se toparon con uno de los folios. Una cuartilla escrita a mano. Unos cuantos párrafos encabezados por mis palabras más temidas.

"A la atención de Isabella Swan, la mejor pluma de todos los tiempos".

Levanté los ojos hacia él.

Aquello tenía que ser una broma.


Más en el próximo y último capítulo. Como siempre, comentarios, críticas, peticiones para que deje de escribir estos intentos de historia y demás... en un review. Suelo ser un pelín pesada e insistente pidiendo reviews, pero en esta ocasión lo voy a ser más. Según las bases del concurso, además de la ortografía, trama y estructura del texto, se tendrá en cuenta también el número de reviews que tenga la historia. Así que si me echáis una mano en ese aspecto, estaría encantada. Además, claro, de que tengo mucha curiosidad por leer lo que os ha parecido.

El último capítulo lo subiré como muy tarde el viernes, que es la fecha tope para presentar los fics.

¡Nos leemos!

Bars.