Sensaciones


Los recuerdos fluían como un río. Finalmente la recordaba, recordaba todo. Los juegos, las risas, la amistad… y el amor. El amor que sentía por Kagome, finalmente lo recordaba claramente.

Inuyasha se sentía en el cielo, sus labios eran tan suaves, tan cálidos. Sus manos mantenían firme el rostro de la joven, mientras sus ojos dorados se encontraban relajadamente cerrados, en pleno disfrute. Quería que ese momento durara para siempre, deseaba el tiempo se detuviera en ese instante.

Kagome se encontraba atónita, sus ojos chocolates abiertos de par en par, su cuerpo completamente inmóvil. Sentía las manos del muchacho en sus mejillas fuertes y cálidas, sus labios le provocaban una creciente calidez en el estómago, que la tenía en un trance del que no podía despertar.

Un suave golpe en la puerta la despertó y la hizo pestañear varias veces. Su cuerpo se envaró y sus manos cobraron vida, apartando de un empujón, que intentó ser más fuerte de lo que pudo lograr, al muchacho que al sentir la débil fuerza de la pelinegra la soltó mientras también abría sus ojos dorados con sorpresa.

— Qué… —dijo con vos ahogada Kagome mirándolo con incredulidad, mientras llevaba una de sus manos a su pecho y otra a sus labios.

La puerta de la habitación se abrió dejando ver a Ayame, quien venía a visitar a su amiga. La escena que tenía en frente la dejó extrañada. Sango y Miroku se hallaban al pie de la cama con los ojos como platos mirando a la pareja que tenía enfrente, mientras Kagome e Inuyasha se encontraban mirándose con la sorpresa marcada en sus rostros y un sonrojo furioso en las mejillas de la muchacha.

— ¿Se… encuentran todos bien? —Preguntó tímidamente a Sango—.

— N-no lo sé —musitó la castaña sin apartar la vista de la escena—.

— ¡¿Q-qué crees que haces?! —Exclamó Kagome, recuperando su voz, aunque la pregunta no saliera con el tono enfadado que deseaba sino más bien tembloroso. Podía sentir los latidos de su corazón fuertes y rápidos, casi dolorosos en su pecho.

— Te besé —respondió Inuyasha, mirándola intensamente y esbozando una pequeña sonrisa ladina—, y quiero volver a hacerlo.

Kagome abrió aún más sus ojos, creía que se saldrían de sus órbitas. Sus mejillas debían estar a punto de sacar humo y podía sentir el pulso en sus oídos. Quién se creía ese joven para… para besarla, y encima decir muy suelto de cuerpo que quería volver a hacerlo. ¿Acaso estaba loco?

— Fu-fuera de aquí —dijo la pelinegra, con ambas manos en su pecho, tratando de calmar sus latidos—. ¡Fuera!

— Inuyasha, mejor volvemos en otro momento —soltó Miroku, apartándose de la castaña y acercándose a su hermano, quien no parecía querer moverse de su sitio—, Inuyasha, vamos.

Aún con una sonrisa en el rostro, el muchacho de ojos dorados se dejó guiar por su hermano a la salida, mientras seguía mirando a una muy afectada Kagome que tampoco podía romper el contacto visual con él.

— Nos vemos —se despidió Inuyasha, dedicándole una gran sonrisa torcida y enmarcando cada sílaba—, Ka-go-me.

Cuando la puerta se cerró tras los hombres que salieron, las tres muchachas se encontraron sin decir palabras. Ayame que no entendía del todo la situación, Kagome que seguía con una mano fuertemente pegada al pecho y otra acunando una de sus calientes mejillas y Sango que de la sorpresa terminó pasando a la incredulidad.

— Oh vaya —dijo la castaña, acercándose a la cama—. Eso fue… inesperado.

Sango le contó lo que había pasado justo antes de que llegara a Ayame, que reaccionó con un pequeño, pero agudo, grito de emoción.

— ¡Kagome! —exclamó Ayame, mirando a la pelinegra—. ¿Qué sentiste?

Kagome seguía en las nubes, si bien sus latidos se habían calmado logrando que una de sus manos descansara laxa sobre su vientre, la otra seguía repasando sus labios distraídamente. No podía dejar de pensar en ese beso, la calidez que aún sentía en sus mejillas y en su estómago. No recordaba haberse sentido nunca en su vida tan llena de emociones, tan… vital. En su mente el nombre de Inuyasha no dejaba de resonar, sentía un pequeño tirón en su pecho, estaba segura de que ese joven era importante. Aunque todavía no podía recordar el por qué, estaba positivamente segura de que ningún otro hombre había podido generar tantas… sensaciones en ella.

— ¡Kagome!

— ¡Lo siento! —Exclamó parpadeando sorprendida, mientras un tenue sonrojo se hacía presente—. Me… me distraje.

Las tres cruzaron miradas y rompieron en risas. Hablaron toda la tarde, de Miroku, de Kouga y sobre todo, de Inuyasha. Tanto Ayame como Sango, le contaron muchas cosas a Kagome que no recordaba, pero cada vez que ese joven de ojos dorados era el protagonista de la historia, la agradable calidez se hacía presente en su estómago nuevamente y su corazón saltaba algunos latidos ante la sola mención de su nombre.

Inuyasha seguía sonriendo de oreja a oreja, totalmente inmune a las palabras de su hermano, y al mundo en general. Sus labios seguían hormigueando levemente, su pecho seguía hinchado en orgullo y nuevamente la energía lo recorría casi desbordante, ya se estaba acostumbrando a esa sensación, la sentía… normal. Caminaba con la vista al frente, pero sin ver, distraído en sus pensamientos, pensando en ella, en sus ojos chocolate abiertos de par en par y luego brillantes de furia, perturbados ante él. Volvió a soltar una carcajada.

— ¡Inuyasha! ¿Acaso piensas ignorarme toda la vida? —increpó Miroku, plantándose frente a su hermano y tomándolo por los hombros—. ¡Tú, desvergonzado!

Inuyasha finalmente posó sus ojos en Miroku y también lo tomó por los hombros.

— Creo… creo que ahora te respeto un poco más Miroku —respondió sonriendo tanto que hasta sus ojos lo hicieron.

Miroku, lo miró perplejo. Nunca había visto así a su hermano, ni antes del accidente ni después, nunca. Finalmente bajó sus brazos, los dejó colgando a sus costados y suspiró.

— ¿Qué piensas hacer ahora? —preguntó con una pequeña sonrisa en las comisuras—. Porque la señorita parecía muy molesta con ese arrebato tuyo.

— ¡Ah! —exclamó sonriendo Inuyasha, mientras abría sus brazos como si fuera a dar un abrazo—. Quiero que me conozca, que me vea. No tenía pensado besarla cuando la vi —dijo bajando sus brazos, metiendo ambas manos en sus bolsillos y arrugando levemente el ceño—, pero su sonrisa me tomó por sorpresa y antes de pensarlo…

Miroku, sonrió y le desordenó el flequillo con suavidad.

— Veo que ahora comprendes que los encantos de las mujeres son muy peligrosos —expresó solemne con sus ojos cerrados y uno de sus dedos levantados a modo de observación—, somos simples mortales indefensos.

Inuyasha lo miró con desagrado antes de continuar caminando.

— No me compares contigo, libidinoso. Yo estoy enamorado de ella desde que éramos niños, tú por otro lado, utilizas esa excusa para propasarte con cualquier mujer —dijo mirándolo de soslayo—. Kagome es especial, y no era mi intención besarla sin su consentimiento, pero… no voy a disculparme. A partir de mañana volveré a verla cada día, hasta que me conozca. Hasta que me recuerde.

Miroku lo seguía de cerca hacia el estacionamiento.

— ¿A partir de mañana? —preguntó extrañado—. ¿Por qué no hoy?

Inuyasha que ya había llegado al auto y abierto la puerta del lado del conductor, se detuvo y lo miró.

— No sé si podré contenerme —respondió serio—. Por ahora… voy a ir a correr hasta descargar la energía que tengo extra y… mejor vuelvo mañana —agregó mientras entraba al auto—. Espero poder.

— Si todo sigue así, mañana te daré el alta. Solo debes descansar bien. ¿Si? —dijo el doctor Sanada, mientras terminaba de escribir en su carpeta y se dirigía hacia la salida luego de dedicarles a todos una pequeña sonrisa.

— Gracias doctor, así lo haré —respondió Kagome, asintiendo levemente.

— ¡Qué bueno amiga! —exclamó Sango, tomando la mano de Kagome y sentándose a su lado en la cama—. Ya mañana podrás descansar en tu casa, con tu familia. Tu mamá se ve cansada de tanto ir y venir.

— Sí, lo sé —suspiró la pelinegra cerrando sus ojos—, por eso, lo mejor es que me quede en mi departamento, para que no tenga que cargar conmigo también.

— ¿Estás loca? —espetó Sango, frunciendo el ceño—. ¿Cómo vas a quedarte sola en tu departamento recién salida del hospital?

Kagome abrió los ojos sorprendida.

— El templo queda muy lejos del hospital, me costará mucho mas venir a trabajar cada día desde allá, en mi edificio no estaré sola, tengo a Kouga que puede ayudarme y-

— ¿Trabajar? Tú definitivamente te volviste loca —resopló la castaña—. El doctor Sasaki ya computó un mes de descanso a partir de tu alta, para que te recuperes completamente —explicó, y viendo como su amiga ya se preparaba para refutar su argumento, continuó—. Kagome, tienes el tobillo con una bota y varias costillas rotas, estás tomando fuertes calmantes, o de otra forma te costaría hasta respirar. Salir del hospital, solo significa que hagas reposo y sigas descansando en tu casa, y lo mejor es que sea donde tu familia.

— Pero-

— Sin peros —sentenció—, no hay discusión aquí. Además… ¿Por qué quieres seguir trabajando con tanto ahínco? —Sango abrió los ojos, esbozó una sonrisa acusatoria y la señaló—. No será acaso que… ¿Quieres seguir viendo a Inuyasha? Y tienes miedo de que al irte al templo no tengas oportunidad de volver a verlo…

Kagome abrió sus ojos chocolate de par en par y se sonrojó furiosamente, atinando solo a bajar la vista tratando de esconderla bajo su renegrido flequillo, ante la afirmación de su amiga.

Sango tuvo que cubrir su boca para no reír con sonido ante la reacción tan tierna e infantil de su amiga.

— Kagome —llamó logrando que la aludida levantara la vista hacia ella, aún con las mejillas sonrosadas—, a ti… ¿Te gusta Inuyasha?

— No puedo creer que otra vez te me pegaras como una mosca —resopló molesto Inuyasha, plantado en la entrada del hospital con su hermano colgado en un abrazo—. Realmente Miroku… ¿Acaso eres mi guardaespaldas?

— Bueno, están tramitando el alta ahora así que… debíamos apurarnos si querías verla antes de que se vaya a su casa —respondió soltándose y arreglando su chaqueta—, además ya te lo dije antes. No vengo por ti, vengo por mi preciosa Sango.

— Sí claro —masculló mientras caminaban por los pasillos hasta llegar a la habitación 405—, pero al menos podrías venir en tu propio auto, así no tengo que cargar contigo todo el día.

— Pero qué desagradecido eres —dijo Miroku, mientras plantaba una de sus manos en el pecho dramáticamente—, y con tu querido hermano…

Inuyasha giró sus ojos ante el comentario, y se detuvo antes de llegar a la habitación al percatarse de que, saliendo de esta, se encontraba Kagome con su madre y Sango, quien sostenía un pequeño bolso que parecía ser de la joven convaleciente. Podía ver claramente que ella se encontraba adolorida, porque tenía una de sus manos firmemente alrededor de su tórax y a medida que se movía su rostro se arrugaba expresando pequeñas muecas de dolor. Al terminar de alcanzarlas, las tres mujeres fijaron la vista en ellos con alegría, salvo por Kagome que no pudo evitar sonrojarse y mirar atentamente su bota como si buscara algún detalle oculto.

— Inuyasha, querido. ¿Cómo estás? —saludo la madre de Kagome, mientras el sonreía amablemente—. ¿Qué hacen por aquí?

Mientras Miroku, se acercaba a Sango y en silencio se ofrecía a cargar el pequeño bolso entre sus manos, Inuyasha se removió el cabello nervioso.

— Bueno… venía a verte Kagome —dijo mirándola tímidamente—. ¿Cómo te sientes?

Kagome tomó una gran bocanada de aire y levantó la vista, sabiendo que seguía levemente sonrojada.

— Mucho mejor —respondió suavemente, esquivando la mirada que esos ojos dorados tan intensos—, gracias.

— Cariño. ¿Podrás caminar bien hasta la salida? —preguntó su madre, mientras tomaba el brazo de su hija con firmeza—. Cuando salgamos solo será un momento hasta que consiga un taxi.

— Estoy bien mamá, no te preocupes —respondió Kagome, sonriendo suavemente.

Estando en reposo, no se había percatado del dolor en las costillas, pero ahora que se encontraba parada y teniendo que caminar… era un tema distinto. No pudo evitar las pequeñas muecas de dolor, ni los pequeños suspiros que se le escaparon al incorporarse de la cama y tener que vestirse. Gracias al cielo, su madre le había traído un vestido bastante largo que resultó sencillo y cómodo de poner, a pesar de los vendajes en el pecho y la bota en su pierna.

Sabía que Inuyasha iría a verla, porque Sango se lo había dicho, pero no contó con que se vería tan horrenda en ese viejo y amplio vestido, ni tan despeinada, pálida y enfermiza. Debió haberle pedido a su madre alguna otra vestimenta menos fea, aunque a quién quería engañar, no había ropa en este mundo que la pudiera hacer ver mejor recién salida del hospital, luego de tremendo accidente. No quería mirar mucho sus ojos, porque tenía miedo de ver desagrado en ellos, pero cuando lo hizo solo vio preocupación y otra sensación que no pudo identificar con claridad.

— Pareces adolorida —dijo Inuyasha con clara preocupación en su voz—. ¿Quieres que consiga una silla para salir?

— Oh no, por favor —pidió Kagome, lo único que necesitaba era verse en una silla de ruedas para ser el cuadro de paciente perfecta—, además debo acostumbrarme a caminar un poco, luego de tanto reposo debo empezar a activar mis piernas y acostumbrarme a la molestia en mis costillas, porque va a acompañarme por varias semanas.

Inuyasha al ver los esfuerzos de la madre de Kagome al tratar de ayudarla, se acercó y con un pequeño gesto le pidió que cambiaran de lugar, ya que él era más fuerte para poder sostener su peso. Esta con una sonrisa lo dejó y se mantuvo atrás de ellos, mientras se acomodaban y comenzaban lentamente a avanzar hacia la salida.

Kagome ahogó un pequeño grito, cuando Inuyasha se acomodó pegado a ella para ayudarla a avanzar. Tomó uno de sus brazos pegándolo al suyo, y con el otro la envolvió en un suave abrazo a sus hombros, era como una gran jaula… una de la que no quería escapar. Estaba tan cerca que podía oler su perfume, olía a jabón y a colonia, no sabía cual era, pero sin dudas se trataba de un aroma celestial, la combinación de ambos tenía a su mente completamente confundida, y, sin saber de donde venía, una calidez casi palpitante se asentaba en su estómago.

No podía entender como ese joven podía generarle esas sensaciones, no recordaba haberse sentido tan acalorada en su vida, ni tampoco nunca había querido que alguien la abrazara tan fuerte, que no le importara el dolor en sus costillas ni si estas se terminaran por hacer trizas. ¿Sería ese beso? ¿Era eso lo que había despertado esa Kagome desconocida? ¿O era ese joven tan llamativo y exótico? Parpadeaba y respiraba con grandes bocanadas para intentar relajarse, pero nada tenía efecto. Sus mejillas se sentían calientes, al igual que todo su cuerpo.

Perdida en esos pensamientos y sin darse cuenta, habían llegado al estacionamiento. Más precisamente, se habían detenido ante un hermoso auto convertible que brillaba a la luz del sol.

— Deja que te ayude a subir —dijo Inuyasha, alejándose para abrirle la puerta del lado del acompañante y cortando la oleada de calor que venía recorriendo a la pelinegra.

— ¿Subir? —Kagome parpadeó confundida, mirando a todo el grupo en busca de respuestas—. ¿Por qué? ¿Dónde está el taxi?

— El joven Inuyasha se ofreció a llevarnos a casa, cielo —respondió su madre con una sonrisa—, el templo queda lejos e irás mucho más cómoda en este auto que en un taxi cualquiera.

Inuyasha extendió una de sus manos para ayudarla a subir y Kagome asintió dócil, parecía que mientras ella estaba envuelta en esos pensamientos acalorados, se había perdido una conversación. Entró al auto y se acomodó lenta y suavemente ante el latigazo de dolor que la atravesó ante todo ese movimiento, ese auto era no solo hermoso, sino muy, muy cómodo.

— Te dije que deberías venir en tu propio auto Miroku —dijo sonriendo con sorna Inuyasha, mientras entraba al auto—, vas a tener que volver a pié.

— Nada de eso, mi Sanguito jamás me dejaría caminando solo en la ciudad—respondió, abrazando a una muy avergonzada Sango que comenzó a balbucear cosas ininteligibles—.

Kagome y su madre rieron suavemente ante la escena, mientras que la última ya se encontraba acomodada en el asiento trasero con el bolso de su hija.

El camino al templo fue relajado y alegre, gracias a la esporádica charla que daba la madre de Kagome. Sin embargo, ambos jóvenes se encontraban con sus pensamientos en otro lado. Inuyasha, había sido arrastrado por una oleada de preocupación al ver a Kagome tan adolorida, por lo que se había acercado a ella sin pensarlo demasiado, solo cuando se encontró caminando lentamente con el cálido y femenino cuerpo de ella entre sus brazos, y su dulce aroma envolviéndolo, se dio cuenta del error que había cometido y de todo el esfuerzo que debía hacer para no ceder a sus impulsos por hundir la nariz en su cabello o abrazarla a pesar de los huesos rotos; soltó un gran suspiro, no estaba seguro si era parte de la relajación post contacto o por extrañar tenerla entre sus brazos. Kagome, por su lado, libre de aquella sensación de calor que la había invadido al encontrarse abrazada por él, podía finalmente intentar racionalizar lo que sentía, o al menos tratar, era claro que ese hombre le gustaba, pero no entendía la intensidad, tenía que lograr tranquilizarse ante ese muchacho, tenía que poder, porque sino iba a terminar desmayada o peor… iba a ser ella quien lo terminara besando de improviso.

Inuyasha estacionó el auto justo al pie de las escaleras, y bajó rápidamente a ayudar a la pelinegra a salir del auto.

— Gracias por traernos Inuyasha —dijo la madre de Kagome, con el bolso colgado acercándose a las escalinatas—. ¿Podrías ayudar a Kagome con el tramo de escaleras?

— Por supuesto —respondió, mirando a la pelinegra que volvía a tener las mejillas coloradas, y extendiendo una de sus manos hacia ella—, ven.

La madre de Kagome dejó atrás a los jóvenes, y se apresuró a llegar a la casa para advertirles, tanto a su padre como a su hijo, que permanecieran en el comedor hasta nuevo aviso. Volvió hacia la puerta luego, con una sonrisa para indicarles el camino.

— La habitación de Kagome está arriba, frente a las escaleras —dijo, al tiempo que Inuyasha y Kagome se acercaban lentamente a la entrada—, gracias, querido. Suban, suban, yo prepararé un poco de té para convidarte por la ayuda.

Lentamente llegaron hasta la cama de la pelinegra, donde Inuyasha con sumo cuidado la depositó para que se sentara, mientras él se sentaba en la silla que estaba frente al pequeño escritorio de Kagome. Se dedicó a observar la habitación, era pequeña pero bonita, como ella, tenía su perfume por todas partes, eso lo hizo sonreír.

Kagome, creía que en cualquier momento colapsaría de los nervios. Todo el tiempo que dedicó en el auto a autoconvencerse de que no debía dejar que él la afectara tanto, se habían ido por un caño al volver a verse abrazada por sus fuertes brazos. Realmente no podía entender cómo de la noche a la mañana todas esas sensaciones nuevas las recorrían de pies a cabeza, en algún lugar de su mente sentía una clara burla hacia ella misma, por comportarse como una adolescente hormonal. Negó ante esos pensamientos y se ubicó en el presente, levantando la vista al verlo en su pequeña habitación, sonriendo suavemente.

— Gra-gracias —espetó entrecortado—, no tenías por qué hacerlo.

— Sí tenía —refutó Inuyasha, mirándola con intensidad—, te debía una disculpa por el beso de ayer.

Kagome lo miró sorprendida, al tiempo que una molestia en su pecho la llevaba a poner una de sus manos sobre el.

— ¿Te… te arrepientes? —preguntó sin pensarlo, aunque no estaba segura de querer saber la respuesta—.

Inuyasha abrió aún más sus ojos dorados y frunció levemente el ceño. No entendía de dónde podía asumir eso, aunque para ella él fuera un completo desconocido, ningún hombre en sus cabales podría arrepentirse de besarla a ella, mucho menos él, y se lo iba a dejar claro.

— Nunca —respondió firme, trabando su mirada dorada en los chocolates que lo miraban con un dejo de tristeza—, si fuera por mí, pasaría el resto de mi vida besándote Kagome.

Continuará…