Yo no soy la autora solo me dedico a la adaptación de las novelas que les traigo, si les cambio algunas cosas o les añado otras, para darle un mejor desarrollo, pero ni la historia ni los personajes me pertenecen, algunos de los personajes de esta historia son propiedad de Stephenie Meyer, el nombre de la historia original la publicaré al final de la misma.

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He venido a por ti

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Inglaterra, 1099

Pretendían matarlo.

El guerrero estaba de pie en el centro del patio desierto, con las manos atadas a la espalda y sujeto por una cuerda a un poste que había sido clavado en el suelo detrás de su espalda. Su expresión se hallaba desprovista de toda emoción mientras miraba hacia delante, sin hacer aparentemente caso de sus enemigos.

El cautivo no había ofrecido ninguna clase de resistencia, permitiendo que sus captores lo desnudaran hasta la cintura sin ni siquiera levantar un puño o pronunciar una sola palabra de protesta. Su magnífica capa para el invierno forrada de piel, su gruesa cota, su camisa de algodón, sus calzas y sus botas de cuero le habían sido arrancadas y arrojadas al suelo helado, delante de él. La intención que guiaba a sus enemigos no podía ser más clara. El guerrero moriría, pero sin que su muerte llegara a traer consigo ninguna nueva marca para añadirla a su cuerpo, ya señalado por las cicatrices de la batalla. Mientras su ávida audiencia miraba, el cautivo podía dedicarse a contemplar sus prendas en tanto iba congelándose poco a poco hasta morir.

Doce hombres lo rodeaban. Con los cuchillos desenvainados para darse valor, aquellos hombres andaban en círculos alrededor del cautivo, burlándose de él y gritándole insultos y obscenidades mientras sus pies calzados con botas pateaban el suelo en un esfuerzo por mantener a raya la gélida temperatura. Aun así, todos y cada uno de ellos se mantenían a una prudente distancia de él, por si llegase a darse el caso de que su, por el momento, dócil cautivo cambiara súbitamente de parecer y decidiera liberarse de sus ataduras y atacarlos. No les cabía ninguna duda de que era perfectamente capaz de tal hazaña, porque todos habían escuchado las historias que se contaban de su hercúlea fortaleza. Algunos incluso habían podido presenciar en una o dos ocasiones las tremendas proezas que era capaz de llevar acabo en el curso de la batalla. Y si el cautivo se liberaba de las cuerdas que lo sujetaban al poste, los hombres se verían obligados a utilizar sus cuchillos, pero no antes de que el guerrero hubiera enviado a tres, posiblemente incluso a cuatro de ellos, a la muerte.

El que mandaba aquel grupo de doce hombres no podía creer en su buena fortuna. Habían capturado al Lobo y no tardarían en presenciar su muerte.

¡Qué error tan terrible había cometido su cautivo al dejarse arrastrar por la temeridad! Sí, Edward, el poderoso barón de los feudos de Masen, había entrado en la fortaleza de su enemigo cabalgando completamente solo, y sin llevar consigo ni una sola arma con la cual pudiera llegar a defenderse. Había cometido la insensatez de creer que James, un barón que era igual a él en el título, haría honor a la tregua temporal que había entre ellos.

Tiene que estar muy pagado de su propia reputación, pensó el hombre que los mandaba. Realmente debe de tenerse por tan invencible como aseguraban que era aquellas historias de grandes batallas que tanto habían llegado a exagerar su figura. Sin duda esa era la razón de que el barón de Masen pareciera sentirse tan poco preocupado por las terribles circunstancias en las que se encontraba ahora.

Una vaga sensación de inquietud fue infiltrándose poco a poco en la mente del que mandaba a aquellos hombres mientras contemplaba a su cautivo. Lo habían despojado de toda su valía, haciendo jirones el emblema que proclamaba su título y su dignidad, y asegurándose de que no le quedara ni un solo vestigio del noble civilizado. El barón James quería que su cautivo muriera sin ninguna dignidad u honor. Y sin embargo, el guerrero casi desnudo que tan orgullosamente se alzaba ante ellos no estaba respondiendo en lo más mínimo a los deseos de James. El barón de Masen no se estaba comportando como habría podido esperarse de un hombre que va a morir. No, el cautivo no suplicaba por su vida o gimoteaba pidiendo un rápido final. Tampoco tenía el aspecto de un agonizante. No se le había puesto la carne de gallina y su piel no había palidecido, sino que seguía estando bronceada por el sol y curtida por la exposición a la intemperie. ¡Maldición, pero si ni siquiera temblaba! Sí, ellos habían desnudado al noble, y sin embargo debajo de todas las capas de refinamiento seguía hallándose presente el orgulloso señor de la guerra, mostrándose tan primitivo y carente de miedo como aireaban todas aquellas historias que corrían acerca de él. El Lobo había quedado súbitamente revelado ante sus ojos.

Las burlas de los primeros momentos ya habían cesado. Ahora solo se podía oír el estruendo del viento que aullaba a través del patio. El que mandaba dirigió su atención hacia sus hombres, los cuales permanecían inmóviles formando corro a escasa distancia de él. Todos mantenían los ojos clavados en el suelo. Él sabía que evitaban mirar a su cautivo. No podía culparlos por aquella exhibición de cobardía, a él también le estaba resultando muy ardua la labor de mirar directamente a los ojos del guerrero.

El barón Edward de las tierras de Masen era al menos una cabeza más alto que el más corpulento de los soldados que lo custodiaban. También era igual de inmenso en sus proporciones. Con sus gruesos y musculosos hombros y muslos, y con sus largas y robustas piernas bien separadas y firmemente plantadas en el suelo, su postura indicaba que era capaz de matarlos a todos... en el caso de que se sintiera inclinado a ello.

La oscuridad ya estaba empezando a descender sobre la tierra, y con ella llegó una ligera nevada. Entonces los soldados empezaron a quejarse del mal tiempo que estaba haciendo.

—No tenemos ninguna necesidad de morir de frío junto a él —musitó uno.

—Todavía tardará horas en morir —se quejó otro—. Ya hace más de una hora que se fue el barón. James nunca llegará a saber si nos hemos quedado fuera o no.

El que los otros se mostraran de acuerdo con vigorosos gruñidos y asentimientos de cabeza hizo vacilar al hombre que los mandaba. El frío también estaba empezando a irritarlo. Su inquietud había ido creciendo poco, porque al principio había estado firmemente convencido de que el barón de Masen no se diferenciaba en nada de los demás hombres. Había estado seguro de que a aquellas alturas ya se habría derrumbado, y ahora estaría gritando atormentadamente. La arrogancia de aquel hombre lo llenaba de furia. ¡Por Dios, pero si parecían aburrirlo con su presencia! Se vio obligado a admitir que había subestimado a su oponente. La admisión, que no le resultaba nada fácil, hizo que la rabia se adueñara de él. Sus propios pies, protegidos de aquel clima terrible por gruesas botas, aun así ya estaban aullando de agonía, y sin embargo el barón Edward se hallaba descalzo y no se había movido ni cambiado de postura desde que lo ataron al poste. Quizá sí que hubiese algo de verdad en los relatos.

Maldiciendo su supersticiosa naturaleza, ordenó a sus hombres que se retiraran al interior. Cuando el Último de ellos se hubo marchado, el vasallo de James comprobó que la cuerda estuviera bien tirante y luego fue hacia su cautivo para plantarse delante de él.

—Dicen que eres tan astuto como un lobo, pero no eres más que un hombre y no tardarás en morir como uno. James no quiere que haya heridas de cuchillo recientes sobre tu persona. Cuando llegue la mañana, llevaremos tu cuerpo a unos cuantos kilómetros de aquí. Nadie podrá demostrar que fue James quien estuvo detrás de esto. —El hombre pronunció aquellas palabras en un tono burlonamente despectivo, sintiéndose lleno de furia al ver que su cautivo ni siquiera se dignaba bajar la mirada hacia él, y luego añadió—: Si me fuera posible hacer las cosas a mi manera, te sacaría el corazón y terminaría antes —añadió, y luego acumuló saliva dentro de su boca para arrojarla a la cara del guerrero, esperando que aquel nuevo insulto por fin se ganaría alguna clase de reacción.

Y entonces el cautivo bajó lentamente la mirada hacia él. Los ojos del barón de Masen se encontraron con los de su enemigo. Lo que el hombre que mandaba a los soldados vio en ellos hizo que tragara saliva ruidosamente mientras se apresuraba a retroceder asustado. Hizo la señal de la cruz, en un insignificante esfuerzo por mantener alejada la oscura promesa que había leído en los verdes ojos del guerrero, y se musitó a sí mismo que él solo estaba cumpliendo con la voluntad de su señor. Y luego corrió hacia la protección del castillo.

Desde las sombras que se extendían junto al muro, Isabella miraba. Dejó que transcurrieran unos cuantos minutos más para estar segura de que ninguno de los soldados de su hermano iba a volver; empleó de la manera más apropiada ese tiempo para rezar pidiendo el valor necesario a fin de que pudiera llegar a ver cómo su plan terminaba felizmente.

Isabella lo estaba arriesgando todo con él. Sabía que no había ninguna otra elección. Ahora ella era la única persona que podía salvar al cautivo. Isabella aceptaba las responsabilidades y las consecuencias de sus actos, sabiendo muy bien que si su acción llegaba a ser descubierta, con toda seguridad significaría su propia muerte.

Le temblaban las manos, pero sus pasos fueron rápidos y decididos. Cuanto más pronto terminara, tanto mejor para la paz de su espíritu. Ya habría tiempo de sobra para empezar a preocuparse por sus acciones una vez que aquel cautivo tan insensato hubiera sido liberado.

Una larga capa negra cubría completamente a Isabella desde la cabeza hasta los pies, y el barón no se dio cuenta de su presencia hasta que la tuvo directamente delante de él. Una fuerte ráfaga de viento apartó la capucha de la cabeza de Isabella, y una gran mata de cabellos castaño oscuro con reflejos rojizos cayó hasta detenerse por debajo de los hombros de una esbelta figura. Isabella apartó un mechón de cabellos de su cara y alzó la mirada hacia el cautivo.

Por un instante él pensó que su mente le estaba gastando una mala pasada. Edward llegó a sacudir la cabeza en una rápida negativa. Entonces la voz de Isabella llegó hasta él, y Edward supo que lo que estaba viendo no era ningún fruto de su imaginación.

—Enseguida te habré desatado —le dijo Isabella—. Te ruego que no hagas ningún ruido hasta que nos encontremos lejos de aquí.

El cautivo no podía dar crédito a lo que estaba oyendo. La voz de su salvadora sonaba tan clara como la más pura de las arpas y era tan irresistiblemente atractiva como uno de los días cálidos del verano. Edward cerró los ojos, resistiendo el impulso de reír a carcajadas ante aquel extraño giro de los acontecimientos, mientras pensaba por un instante en lanzar el grito de batalla y poner punto final al engaño; inmediatamente rechazó aquella idea. Su curiosidad era demasiado fuerte. Resolvió que esperaría un poco más, por lo menos hasta que su salvadora hubiera revelado cuáles eran sus verdaderas intenciones.

La expresión del cautivo permaneció inescrutable. Guardó silencio mientras la veía sacar una pequeña daga de debajo de su capa. Se encontraba lo bastante cerca de él para que Edward pudiera capturarla con sus piernas, que se hallaban libres de ataduras; si las palabras que acababan de salir de sus labios finalmente demostraban ser falsas o su daga iba hacia el corazón del guerrero, entonces él se vería obligado a aplastarla.

Lady Isabella no tenía ninguna idea del peligro que estaba corriendo. Concentrada únicamente en liberar al guerrero de sus ataduras, se acercó un poco más a su costado y dio comienzo a la labor de atravesar la gruesa cuerda con el filo de su daga. Edward reparó en que le temblaban las manos y no pudo decidir si era debido al frío o al miedo que sentía.

El olor de las rosas llegó hasta él. Cuando inhaló aquella suave fragancia, Edward decidió que lo gélido de la temperatura sin duda le había nublado la mente. Una rosa a mediados del invierno, un ángel dentro de aquella fortaleza del purgatorio... Ninguna de las dos cosas tenía el más mínimo sentido para él, y sin embargo aquella joven olía a las flores de la primavera y parecía una visión llegada de los cielos.

Edward volvió a sacudir la cabeza. La parte más lógica de su mente sabía con toda exactitud quién era aquella joven. La descripción que le habían dado de ella se correspondía con la realidad en cada uno de sus detalles, pero al mismo tiempo también resultaba engañosa. Se le había dicho que la hermana de James era de estatura mediana y que tenía el cabello castaño oscuro y los ojos marrones y que era muy agradable a la vista, recordó que se le había informado también. Ah, decidió entonces, allí radicaba la falsedad. La hermana del diablo no era ni agradable ni bonita, puesto que era realmente magnífica.

Finalmente la cuerda cedió bajo la daga, y las manos de Edward quedaron liberadas. Permaneció donde estaba, con su expresión bien oculta. La joven volvió a detenerse delante de él y lo obsequió con una pequeña sonrisa antes de dar media vuelta y arrodillarse sobre el suelo para empezar a recoger las posesiones de Edward.

El miedo volvió bastante difícil aquella tarea tan sencilla. La joven se tambaleó apenas volvió a incorporarse, después de lo cual recobró el equilibrio para terminar volviéndose nuevamente hacia él.

—Sígueme, por favor —le dijo a modo de instrucciones.

Él no se movió, sino que siguió donde estaba, observando y esperando.

Isabella frunció el ceño ante el titubeo del guerrero, pensando para sus adentros que sin duda el frío había paralizado su capacidad de pensar. Apretó las prendas de él contra su pecho con una mano, dejando que sus pesadas botas colgaran de las puntas de sus dedos, y luego le pasó el otro brazo por la cintura.

—Apóyate en mí —susurró—. Te ayudaré, lo prometo. Pero por favor, ahora tenemos que darnos mucha prisa. Su mirada estaba vuelta hacia las puertas del castillo y el miedo resonaba en su voz.

Edward respondió a la desesperación de la joven. Quiso decirle que no necesitaban esconderse, ya que sus hombres estaban escalando los muros en aquel mismo instante, pero enseguida cambió de parecer. Cuanto menos supiera ella, tanto mejor para él cuando llegara el momento.

La joven apenas si le llegaba al hombro a Edward, pero aun así trató valientemente de aceptar la carga de una parte de su peso, cogiéndolo del brazo y apresurándose a pasárselo por encima de los hombros.

—Iremos a los alojamientos del sacerdote visitante detrás de la capilla —le dijo en un suave murmullo—. Es el único sitio en el que nunca se les ocurrirá mirar.

El guerrero no prestó demasiada atención a lo que ella le estaba diciendo. Su mirada se hallaba dirigida hacia la parte superior del muro norte. La media luna confería un fantasmagórico resplandor a la débil nevada que estaba cayendo y mostraba a sus soldados mientras estos iban escalando el muro. No se podía escuchar ni un solo sonido mientras sushombres iban creciendo rápidamente en número a lo largo del camino de madera que discurría por lo alto del muro.

El guerrero asintió con satisfacción. Los soldados de James realmente eran tan estúpidos como su señor. Los rigores del tiempo habían hecho que los guardias de la puerta se retiraran al interior de la fortaleza, con lo cual habían dejado el muro desprotegido y vulnerable. El enemigo había demostrado su debilidad y ahora todos morirían a causa de ella.

Edward transfirió un poco más de su peso a la joven para frenar su progreso con aquella nueva carga mientras flexionaba las manos, una y otra vez, intentando disipar el entumecimiento de sus dedos. Apenas si sentía nada en los pies, algo que Edward sabía era una mala señal aunque aceptase la realidad de que ahora no se podía hacer nada al respecto.

Entonces oyó un tenue silbido y levantó rápidamente la mano en el aire, dando así la señal de esperar. Bajó la mirada hacia la joven para ver si ella se había apercibido de su acción, manteniendo su otra mano lista para cerrarse rápidamente sobre su boca en el caso de que ella diera la menor indicación de que sabía lo que estaba sucediendo. Pero la joven estaba muy ocupada luchando con el peso de él, y no parecía haberse dado cuenta del hecho de que se estuviese irrumpiendo en su hogar.

Finalmente llegaron a una estrecha entrada e Isabella, creyendo que el cautivo se encontraba en un estado peligrosamente debilitado, trató de mantenerlo apoyado en el muro de piedra sujetándolo con una mano mientras se esforzaba por abrir la puerta con la otra.

Comprendiendo cuál era su intención, el barón de Masen se apoyó de buena gana en el muro y la vio hacer equilibrios con sus prendas mientras luchaba con la cadena helada.

Una vez que hubo conseguido abrir la puerta, la joven cogió de la mano a Edward y lo guió apresuradamente a través de la oscuridad. Una corriente de aire helado se arremolinó alrededor de ellos mientras se dirigían hacia una segunda puerta que había al final de un largo y húmedo pasillo. Isabella la abrió sin perder un instante y le hizo señas a Edward de que pasara dentro.

La estancia en la que acababan de entrar carecía de ventanas, pero varias velas encendidas dentro de ella proyectaban una cálida claridad sobre el santuario. El aire se hallaba bastante cargado. Una capa de polvo cubría el suelo de madera y gruesas telarañas colgaban del bajo techo, meciéndose lentamente desde las vigas. Varias vestimentas de vivos colores que eran utilizadas por los sacerdotes de visita colgaban de unos cuantos ganchos, y un lecho de paja había sido colocado en el centro de la pequeña área, con dos gruesas mantas dobladas junto a él.

Isabella pasó el pestillo de la puerta y suspiró con alivio. Por el momento estaban a salvo. Le señaló el lecho a Edward para que tomara asiento en él.

—Cuando vi lo que te estaban haciendo, preparé esta habitación —explicó mientras le entregaba su ropa—. Me llamo Isabella y soy... —Se dispuso a explicar la relación que la unía con su hermano, James, y luego se lo pensó mejor—. Me quedaré contigo hasta que empiece a clarear y entonces te enseñaré cómo se puede salir de aquí a través de un pasadizo secreto. Ni siquiera James sabe que existe.

El barón de Masen se sentó y dobló las piernas ante él, poniéndose la camisa al tiempo que la escuchaba. Mientras pensaba que el acto de valentía de aquella joven ciertamente le complicaba mucho la vida, se encontró preguntándose cómo reaccionaría ella cuando se diese cuenta de cuál era su verdadero plan, y luego decidió que su curso de acción no podía ser alterado.

En cuanto la cota del guerrero volvió a estar cubriendo su enorme pecho, Isabella le envolvió los hombros con una de las mantas y luego se arrodilló ante él. Echándose hacia atrás hasta quedar apoyada en los tacones de sus zapatos, le pidió con una seña que extendiera las piernas. Cuando él hubo satisfecho su deseo, Isabella estudió sus pies con el ceño fruncido por la preocupación. El guerrero alargó las manos hacia sus botas, pero Isabella se las detuvo.

—Primero debemos calentarte los pies —explicó.

Hizo una profunda inspiración de aire mientras reflexionaba sobre cuál sería la manera más rápida de devolver la vida a sus famélicos miembros. Su cabeza permanecía inclinada, escudando su rostro de la vigilante mirada del guerrero.

Isabella cogió la segunda manta y empezó a envolverle los pies con ella, y después sacudió la cabeza cambiando de parecer. Sin ofrecer una sola palabra de explicación, Isabella extendió la manta encima de las piernas de Edward, se quitó la capa y luego fue subiendo lentamente el vestido de color crema que llevaba hasta dejarlo por encima de sus rodillas. La cuerdecilla de cuero trenzado que utilizaba como cinturón de adorno y como vaina para su daga se enganchó en la media túnica verde oscuro que cubría su vestido e Isabella dedicó unos momentos a quitársela, después de lo cual la dejó junto al guerrero.

Su extraña conducta despertó la curiosidad de Edward y esperó a que ella le explicara sus acciones. Pero Isabella no dijo una palabra. Tragando aire con otra profunda inspiración, le cogió los pies y, rápidamente, antes de que pudiera pensárselo dos veces, se los metió debajo de la ropa dejándolos extendidos encima del calor de su estómago.

Isabella dejó escapar una exclamación ahogada cuando la piel fría como el hielo de él entró en contacto con el calor de su carne, y luego se puso bien el vestido y pasó los brazos por encima de él, estrechando los pies de Edward contra ella. Sus hombros empezaron a temblar, y el guerrero sintió como si Isabella estuviera extrayendo todo el frío de su cuerpo para introducirlo en el suyo.

Era el acto más desprovisto de egoísmo que él hubiera presenciado jamás.

La sensibilidad fue regresando rápidamente a sus pies. Edward sintió como si un millar de dagas se clavaran en las plantas de sus pies, ardiendo con una intensidad que encontró difícil dejar de lado. Trató de cambiar de postura, pero Isabella no lo permitió y aumentó la presión con una fuerza sorprendente.

—Si hay dolor, es buena señal —le dijo, hablando en un tono tan bajo que su voz solo era un murmullo apagado—. No tardará en pasar. Además, tienes mucha suerte por sentir algo —añadió.

La censura que había en su tono sorprendió a Edward, y su reacción consistió en alzar una ceja. Isabella estaba levantando la mirada en ese preciso instante y tuvo tiempo de entrever su expresión. Se apresuró a explicarse.

—Si no hubieras actuado de manera tan descuidada, ahora no te encontrarías en esta situación —le dijo—. Solo espero que hayas aprendido bien la lección. No seré capaz de salvarte una segunda vez.

Isabella había suavizado su tono. Incluso trató de sonreírle, pero fue un pobre esfuerzo en el mejor de los casos.

—Ya sé que creías que James actuaría con honor —siguió diciendo—. Ese fue tu gran error. James no sabe lo que es el honor. Acuérdate de eso en el futuro y quizá vivas para ver otroaño.

Luego bajó la vista y pensó en el elevado precio que pagaría por haber dejado libre al enemigo de su hermano. James no necesitaría mucho tiempo para comprender que era ella quien estaba detrás de la huida. Isabella agradeció con una oración que James hubiera salido de la fortaleza, porque su marcha le proporcionaba un tiempo añadido para llevar a cabo su propio plan de huida.

En primer lugar, había que ocuparse del barón de Masen. Una vez que él estuviera siguiendo su camino lejos de allí, Isabella podría preocuparse por las repercusiones de su osado acto. Estaba decidida a no pensar en ello ahora.

—Lo hecho, hecho está —susurró, permitiendo que toda la agonía y la desesperación que estaba sintiendo resonaran en su voz.

El barón de Masen no respondió a ninguna de las observaciones de Isabella, y ella no ofreció ninguna explicación adicional. El silencio fue prolongándose gradualmente entre ellos como un abismo que va creciendo poco a poco. Isabella deseó que él le dijera algo, cualquier cosa, para aliviar la incomodidad que sentía. Tener los pies del guerrero anidando junto a ella de una manera tan íntima resultaba bastante embarazoso, y entonces cayó en la cuenta de que bastaría con que él hiciera el menor movimiento con los dedos de los pies para que estos le rozaran la parte inferior de los senos. El pensarlo hizo que se sonrojara, y se arriesgó a lanzar otra rápida mirada hacia arriba para ver cómo estaba reaccionando el guerrero a su extraño método de tratamiento.

Él estaba esperando a que ella lo mirase, y capturó rápidamente la mirada de Isabella sin que necesitara hacer ningún esfuerzo para ello. Pensó que los ojos de aquella joven eran tan azules como el cielo en el más claro de los días, y también se dijo que no se parecía en nada a su hermano. Se advirtió a sí mismo de que las apariencias no significaban nada, en el mismo instante en que sentía cómo empezaba a quedar fascinado por la embrujadora inocencia de la mirada de Isabella. Luego tuvo que recordarse que ella era la hermana de su enemigo, nada más y nada menos que eso. Hermosa o no, aquella joven era su peón, la celada con la cual pretendía capturar al demonio.

Isabella lo miró a los ojos y pensó que eran tan verdes y fríos como una de sus dagas. El rostro del guerrero parecía haber sido tallado en piedra, porque no había absolutamente ninguna emoción o sentimiento en él.

Sus cabellos ligeramente rizados eran de un cobrizo con reflejos bronce y los llevaba muy largos, pero eso no suavizaba sus facciones. Su boca transmitía una impresión de dureza y su mentón era demasiado firme; Isabella se fijó en que no había ninguna línea en las comisuras de sus labios. El barón de Masen no parecía la clase de hombre que reía o sonreía. No, admitió Isabella con un estremecimiento de aprensión, su aspecto era tan duro e impasible como exigía su posición. Era un guerrero en primer lugar y un barón en segundo, e Isabella supuso que no había lugar en su vida para la risa.

De pronto fue consciente de que no tenía ni la más remota idea de lo que le pasaba por la cabeza al barón. No saber lo que estaba pensando la preocupó. Tosió para ocultar su embarazosa situación, y pensó en volver a iniciar la conversación. Si él le hablaba, entonces quizá ella no se sentiría tan intimidada por su presencia.

—¿Pensabas enfrentarte a James solo? —preguntó. Esperó su réplica durante largo tiempo, y lo continuado de su silencio hizo que terminara suspirando con una súbita molestia. El guerrero estaba demostrando ser tan terco como estúpido, se dijo. Isabella acababa de salvarle la vida y él no le había dirigido ni una sola palabra de gratitud. Sus modales estaban resultando ser tan ásperos como su apariencia y su reputación.

La asustaba. Una vez que hubo admitido aquel hecho ante sí misma, Isabella empezó a irritarse. Se reprochó la manera en que había reaccionado ante el barón de Masen, pensando que ahora estaba comportándose de una manera tan estúpida como él. Aquel hombre no había dicho una sola palabra, y sin embargo ella temblaba igual que una niña.

Era su tamaño, decidió Isabella. Claro, pensó con un asentimiento de cabeza. En aquella pequeña estancia, el barón de Masen se alzaba sobre ella abrumándola con su corpulencia.

—Ni se te ocurra volver de nuevo a por James —le dijo—. Eso sería otro grave error y puedes estar seguro de que la próxima vez él te matará.

El guerrero no respondió. Luego se movió, apartando lentamente sus pies del calor que les proporcionaba Isabella. Se tomó tiempo para ello, haciendo que sus pies fueran bajando poco a poco y con deliberada provocación por la sensible piel de la parte superior de los muslos de ella.

Isabella siguió arrodillada delante de él, manteniendo los ojos bajos mientras él iba poniéndose las medias y se calzaba las botas.

Cuando el barón hubo concluido su tarea, alzó lentamente el cinturón trenzado que Isabella se había quitado y lo sostuvo delante de ella.

Isabella reaccionó extendiendo instintivamente ambas manos para aceptar su cinturón. Mientras lo hacía sonrió, pensando que aquella acción del guerrero representaba alguna clase de ofrenda de paz, y luego esperó a que él le expresara finalmente su gratitud.

Entonces fue cuando el guerrero actuó con la celeridad del rayo. Agarró la mano izquierda de Isabella y ató velozmente el cordoncillo alrededor de su muñeca. Antes de que Isabella tuviera tiempo de pensar en apartarse de él, el guerrero pasó rápidamente el cinturón alrededor de su otra muñeca y le ató una mano a la otra.

Isabella se miró las manos con asombro y luego levantó los ojos hacia él, con la confusión pintada en ellos.

La expresión que había en el rostro de él hizo que un escalofrío de temor descendiera súbitamente por la columna vertebral de Isabella. Sacudió la cabeza, negando lo que estaba sucediendo.

Y entonces el guerrero habló.

—No he venido a por James, Isabella —dijo—. He venido a por ti.

Pues estamos aquí con una nueva historia de época… no me puedo resistir, son mis favoritas, jejejeje…por fin tengo algo de tiempo, no mucho… pero lo suficiente para ir adaptando esta magnifica historia, espero que la disfruten tanto como las otras… un besazo enorme a todas aquellas que tienen un minuto para dejarme sus comentarios, siempre las tengo presentes y siempre están ahí… son estupendas, como se suele decir "va por todas ustedes" muakis.