Capítulo 40

*Nota: Por alguna razón que no comprendo, FFnet no me dejó insertar los típicos asteriscos para separar las distintas secciones del capítulo, así que tuve que usar líneas. Se ve horrible... pero no hay otra solución. Lamento las molestias :-(
PCR

- No puedo creerlo – dijo sorprendida Annie – George… pero usted es parte de la familia, no puede irse.

- Señora Cornwell…

- Ay, por favor, George, le he pedido mil veces que sólo me llame Annie.

- Déjalo, Annie, es tan terco como su jefe – dijo con tristeza Archie – Llevo horas tratando de convencerlo, pero no hay caso.

- Archie, tú sabes por qué lo hago.

- Es por Albert, ¿cierto, George?

- Lamentablemente, sí.

- Esto es inaudito – dijo Archie – ¡Después de todo lo que has hecho por él! ¡Tú, más que nadie! Lo cuidaste desde que quedó huérfano, lo protegiste, le diste en el gusto en todos sus caprichos, cubriste todas sus locuras y lo guiaste en cada paso. ¿Cómo, cómo?

- Pues en algún punto me equivoqué – dijo triste George – debo confesar que Albert me ha decepcionado. La forma en que trató a la señorita Candy terminó por convencerme.

- Pues yo me alegro de que Candy le haya dado una lección – dijo Annie – ¿Han visto los diarios?

- Sí, mi amor, pero eso sólo hace las cosas peores. Ya has visto cómo me ha presionado a mí después del "bochorno", como él lo llama.

- Mi madre estuvo en una de las clínicas de Candy, la de Lakewood. Quedó fascinada. Su idea es excelente y me alegra que le vaya tan bien en los negocios.

- A mí también – dijo George – ¿Y saben qué fue lo mejor de todo? La cara de Albert cuando Candy le dijo lo mismo que él le había dicho a ella antes: "Sin resentimientos". ¡Fue magistral!

Los tres rieron de buena gana por un rato, hasta que Archie tomó nuevamente la palabra.

- George… no importa lo que pase con Albert, yo sé que en el fondo él te quiere. Adora a su padre, pero tú eres lo más cercano que él ha tenido a un padre. ¿Estás seguro de que no hay marcha atrás? Todos te necesitamos, George.

- Estoy seguro, Archie.

- Pues qué mal momento eliges, amigo… ¡justo cuando yo también quería renunciar! – se lamentó Archie.

- ¡Archie! – dijo sorprendida Annie.

- Es broma, es broma… aunque reconozco que ganas no me faltan.

- Lamento ponerte en un aprieto, Archie.

- El que estará en un aprieto es mi tío, el abuelo. ¡Porque se ha convertido en un abuelo cascarrabias!

- Nunca pensé decirlo – comentó George –, pero parece que el mito del tío abuelo William finalmente ha cobrado vida.

- No puedo creer que todo esto sea por esa tonta rivalidad que tiene con Lefevre. Albert lo va a lamentar, George… lo va a lamentar de verdad.

- No lo creo…

- Vamos, George, no sea modesto – dijo Annie – ¡Usted ha sido fundamental en su vida!

- Bueno… si ya estás decidido – dijo Archie.

- Lo estoy.

- Entonces, hagamos un brindis – dijo Archie con voz triste – por los buenos tiempos que la familia Andrew te debe, George, y por lo mucho que te debo yo. Pase lo que pase con mi tío, esta es tu casa. No necesitas invitación para visitarnos, amigo.

- Así es – dijo Annie también levantando su copa y chocándola suavemente con la de George y Archie – usted es parte de nuestra familia, George.

- Gracias… muchas gracias – dijo un emocionado George.

Eso era suficiente para Archie. Sin más, se puso de pie y le dio un fuerte abrazo, cuya calidez sorprendió a George. Tal vez tenían razón. Estaba dolido con Albert, pero su labor había ido mucho más allá. Había hecho amigos y esos lazos no dependían de un contrato.

- Sólo quiero pedirles un último favor – dijo George.

- Claro, dinos – le contestó Archie.

- Por favor, no dejen de visitar a la señora Elroy.

- Claro que no – contestó con una sonrisa Annie – Sabes que siempre lo hacemos.

- Cierto. De hecho, viajaremos a Chicago la próxima semana para verla de nuevo.

- Me alegro – dijo George.

- ¿Por qué tan preocupado?

- Por nada – le contestó George – Por nada.

Pero George sabía muy bien que les mentía.


- Camille, esta situación ya es insostenible. Debes asumir tu papel en las empresas. El consejo te respeta y está más que satisfecho con el rumbo de las inversiones, pero necesitan un líder y sabes que yo no puedo serlo.

- Lo sé, lo sé, Gustav – dijo cansada la chica.

- ¿Qué más quieres, Camille? Siempre pensé que viniendo a este país dejarías atrás tus fantasmas. Hace ya tantos años de todo eso…

- No puedo olvidar, Gustav, no puedo – dijo la joven con voz entrecortada.

- Camille, mírame – le dijo levantando suavemente la barbilla de la chica – Eres una mujer joven, extremadamente inteligente, buena y hermosa. No sigas escondiéndote. Mientras lo hagas, él seguirá teniendo poder sobre ti, incluso a miles de kilómetros de Francia.

- No puedo, Gustav – lloraba Camille.

- Claro que puedes. Tú sabes que puedes. Al menos debes intentarlo.

- Es que… si asumo mi puesto… tendré que…

- Así es, Camille. Sabías que esto ocurriría tarde o temprano. No puedes seguir ocultando para siempre tu nombre y tu rostro. Tu padre creó este imperio para ti, pequeña. Él te amaba…

- Y yo a él, pero le fallé – lloró con más fuerza Camille.

- No, no, querida – Gustav la abrazó – deja ya de culparte por lo que ocurrió, Camille. No fue tu culpa, entiéndelo de una vez.

- Si yo no hubiese confiado en ese hombre… si no lo hubiese llevado a nuestra casa…

- Nadie sabe qué habría pasado si hubiésemos tomado otras decisiones en la vida, Camille. Tú creíste en su palabra. Todos creímos en él.

- ¿Por qué tuvo que pasar todo esto, Gustav, por qué, por qué?

- Deja de preguntártelo, Camille, porque sabes que para eso no hay respuesta. Ya han pasado muchos años. Demasiados. Deja el pasado atrás. Acepta ser quien eres. Tú eres Camille Lefevre. No puedo seguir cubriendo tus espaldas para siempre.

- Lo sé.

- Si el Consejo descubre lo que estás haciendo estaremos en serios problemas, Camille.

- ¿Pero qué más puedo hacer?

- La única forma de que decidas tu propia vida es aceptando ante todos quién eres. Deja de esconderte, Camille. Mientras más tiempo sigas con esta mentira, más perderás y a más gente dañarás. Sabes muy bien a qué me refiero – le dijo preocupado Gustav.

- Lo sé… lo sé…

- ¿Vas a pensarlo?

- Sí, Gustav.

- Bien. Confío en ti, Camille. Igual que tu padre. Igual que tu madre. Lo que pasó no fue tu culpa. No puedes esconderte para siempre.

Esa noche, Camille tuvo otra vez la misma pesadilla que hacía años la perseguía. Tenía casi diez años menos y vivía en Francia con sus padres. Era feliz y estaba enamorada. Por primera vez alguien se fijaba en ella y eso le parecía increíble. Nunca había sido una joven linda, pero él la hacía sentirse como una princesa. Aunque el mundo estuviera en guerra, ella se sentía en paz. Entonces llegaba la noche en que lo invitaba a su casa. Él desaparecía y ella lo buscaba por la casa. El despacho de su padre. La sorpresa al verlo abriendo la caja fuerte. El arma apuntándola, el grito de su padre al defenderla y su cuerpo inerte tras el primer disparo. "¡No lo hagas, no lo hagas!" gritaba desesperada en el sueño, pero las palabras no lograban salir de su boca. "¡No lo hagas!". El joven corría por el pasillo y tropezaba con su madre. Su madre, su madre no, "¡No lo hagas!", intentaba gritar. Pero era demasiado tarde. También ella. También por su culpa. Todo era su culpa. "Nunca más", lloraba entre oscuras imágenes de funerales, velas, ropa negra y sonidos de guerra. "Nunca más nadie, nunca más nadie". No, nunca más dejaría que nadie se le acercara, nunca más podría volver a mirar a nadie a la cara, no después de haber sido ella quien llevara la muerte a su casa.

Despertó dando un grito en la soledad de su habitación. Estaba sola. Estaba sola como hacía tantos años. Su rostro estaba bañado de lágrimas y tiritaba. "Mientras más tiempo sigas con esta mentira, más perderás y a más gente dañarás", le había dicho Gustav. Decidió levantarse por un vaso de agua, para tratar de calmarse.

"A más gente dañarás", se repetía una y otra vez. El Consejo ya no aceptaría que siguiera escondiéndose. Tenía que tomar una decisión. Seguiría fiel a la promesa que les había hecho a sus padres el día que los despidió en el cementerio. No tiraría por la ventana el esfuerzo que ellos habían puesto en crear todo eso para ella… pero sobre todo, no volvería a entregarle el corazón a nadie. ¿Tal vez ya era demasiado tarde para evitarlo? Las lágrimas volvieron a nublarle los ojos.

Al día siguiente, Gustav recibió una nota de Camille. Aceptaba asumir su lugar en las empresas. Dentro de una semana volvería para participar personalmente en la negociación por la compra de un pequeño local en Nueva York. No era algo particularmente importante, pero sería suficiente. No era necesario hacer ningún tipo de anuncio. En cuanto apareciera, la noticia volaría como el viento. Y así no podría echar pie atrás.


Tal como George suponía, la conversación con Albert estaba resultando muy complicada. Mucho más de lo que él esperaba.

- ¡Pero no puedes irte, George! Acepto que me equivoqué y que fui injusto contigo, te pido disculpas, ¡ya lo he hecho mil veces! ¿Qué más quieres?

- No se trata de eso, Albert.

- ¿Qué es entonces? ¿Tu sueldo, tu puesto? ¿Qué? – le preguntó desesperado Albert.

- Eres tú, Albert.

- ¿Yo?

- Sí, tú, Albert. Tú y tu estúpida obsesión por Camille Lefevre. Tú y la forma en tratas a Archie. Tú y la forma en que me tratas a mí. Tú y la forma en que has olvidado a tu familia y a tus amigos.

- ¡Oh, vamos, George! No me vengas otra vez con esos reclamos de…

- Eres tú y ese estúpido orgullo que te ciega, Albert. ¿Qué te pasó? ¿Dónde quedó el joven que alguna vez fuiste?

- Bueno, tenía que crecer, ¿no? –dijo molesto Albert.

- Crecer sí, pero perderte no.

- ¡No estoy perdido!

- Sí lo estás, Albert. Y lo peor de todo es que no lo quieres ver.

- ¿Ver? ¡Yo no tengo nada más que ver, salvo que son todos unos malagradecidos! Trabajo de sol a sol para hacer de esta empresa algo mejor, por derrotar a nuestro principal enemigo, al que ustedes no quieren ver. ¡Es Lefevre! ¡Todo es culpa de esa mujer!

- No es culpa de ella… – trató de interrumpirlo George.

- ¡Sí lo es! ¡Sí lo es! – gritó furioso Albert – ¿Sabes por qué me dejó Camille? ¡Por culpa de Lefevre! ¿Sabes por qué peleo con Archie? ¡Por culpa de Lefevre! ¿Y por qué te vas tú? ¡Por culpa de Lefevre!

- ¡No, Albert! No me voy por culpa de ella. ¡Es todo por tu culpa y tú no lo quieres aceptar!

- ¡No tengo nada que aceptar! Lo que pasa es que tú no aceptas que yo tome mis propias decisiones, ¿cierto? ¡Pero ya no soy un niño!

- Claro que no. Por eso me voy, Albert, porque no me necesitas. Basta ya con esta conversación, no vine aquí a discutir esto contigo, sólo vine a avisarte que renuncio a partir de este momento.

- No puedo creer que hagas esto, George…

- No puedo creer que tú hagas esto, Albert. Hice todo lo que pude. Lamento haberle fallado a tu padre… lamento que seas exactamente lo que él no quería fueras.

- Pero cómo te…

- Sólo te pido una cosa, Albert: abre los ojos. Ábrelos antes de que sea demasiado tarde. Hay muchos que te necesitan. No olvides a tu tía. No olvides a tu familia.

- ¡Sé muy bien cómo cuidar de mi familia! – reclamó Albert indignado.

- Claro… – comentó con amargura George – Adiós, señor Andrew.

George hizo una respetuosa reverencia y dando media vuelta, lentamente dejó la oficina de Albert. Mientras caminaba hacia la puerta, mil imágenes pasaban por su cabeza. El primer encuentro con William Andrew en Francia, la alegre belleza de Rosemary, el dolor por su matrimonio, el nacimiento de Albert, la partida de sus padres, la alegría por Anthony, la llegada de Candy a sus vidas, la vida de Anthony apagada en ese estúpido accidente, Albert estudiando en Londres, sus aventuras por África, su desaparición, el día que Candy le había rogado que la llevara hasta el tío abuelo… los viajes por Sudamérica… tantas aventuras, tantas penas y alegrías, su vida entera… ya casi llegaba a la puerta. Pensaba que Albert lo detendría, rogaba en su corazón que Albert lo detuviera… pero no lo hizo. "Lamento haberle fallado, señor Andrew", pensó George al cerrar la puerta tras de sí.

Una vida junto a los Andrew terminaba. Ahora tendría que pensar qué haría con el resto de su propia vida.


- Tom, tenemos que hablar – dijo Lorraine mirando a su novio con ojos tristes.

- Claro, mi amor. Dime – le contestó alegremente Tom – ¿Por qué esa cara?

- Tom, yo… – sus ojos se llenaron de lágrimas.

- ¿Qué pasa? Me estás asustando…

- Lo nuestro, no…

- Oh, ya sé, ya sé. Tienes razón, lo nuestro ya lleva mucho tiempo.

- Lo sé y por…

- Y quiero que siga por aún muchos, muchos años más. Quiero estar contigo para siempre, Lorraine – la besó en los labios con infinita dulzura – No puedo imaginar la vida sin ti.

- Tom, por favor, escúchame…

- No, no, por una vez, escúchame tú a mí – Tom la tomó de la mano al tiempo que se arrodillaba a sus pies – Lorraine, te amo. Por favor, no sigamos perdiendo el tiempo. Quiero formar una familia y vivir para siempre contigo. No podría compartir mi vida con nadie más que contigo – lentamente, Tom sacó una cajita de terciopelo negro de su bolsillo y la abrió – ¿Quieres casarte conmigo?

- Oh, Dios mío, Tom…

- Dime, Lorraine… ¿quieres casarte conmigo?

- Tom – dijo Lorraine con los ojos llenos de lágrimas – Te amo… ¡Te amo!

- ¿Puedo interpretar eso como un sí? – preguntó Tom mirándola a los ojos.

- Yo…

- Me duele la rodilla, Lorraine… – bromeó Tom.

- ¡Tú nunca cambiarás! – rió Lorraine.

- ¿Acaso quieres que cambie? – le preguntó Tom. Sin más, se puso de pie y deslizó el anillo por el dedo de su novia, junto con depositar un beso en su mano – Ahora es oficial.

- Tom…

- Vamos, dime que sí – le susurró Tom al oído – sabes que muero por ti y tú también sabes que mueres por mí. Imagina qué podríamos hacer juntos…

- Tom… – Lorraine trató de escapar de sus brazos.

- No, no, no… no vas a escaparte – le dijo apretándola contra su cuerpo – sabes que estoy loco por ti. Lo sabes desde el primer día. Sólo quiero ser tuyo, Lorraine. ¿Te casarás conmigo?

- Tom… no puedo…

- ¿Qué? – dijo Tom aflojando el abrazo – ¿Por qué no puedes?

- No puedo… Tom, no puedo… – Lorraine lloraba.

- ¿Pero de qué hablas, Lorraine? Acabas de decirme que me amas.

- Por favor, perdóname, Tom – dijo sacándose el anillo y devolviéndoselo a Tom, que la miraba con la boca abierta – Lo nuestro no puede ser.

- Espera un momento, esto es ridículo. Si esto es una broma, no tiene gracia y si piensas decirme que no ahora, sabiendo que me dirás que sí después de que te ruegue, pues entonces tiene menos gracia. ¿Qué es todo esto?

- Tom, te mentí.

- ¿Cómo que me mentiste?

- No soy libre… no puedo asumir este compromiso.

- ¿Cómo que no eres libre? ¿Estás casada? – preguntó Tom asustado.

- No… Tom, por favor, te dije que tenía algo que decirte, es eso. No podemos seguir juntos.

- ¿Pero por qué? ¿Te volviste loca? ¿No te das cuenta de que me estás haciendo daño? ¡Termina de una vez con todo esto, Lorraine, por favor!

- Lo siento, Tom… lo siento… no puedo…

Sin que pudiera evitarlo, Lorraine salió corriendo. Quiso seguirla, pero su sorpresa era mayor. No podía seguirla. No podía estar toda la vida corriendo tras de ella… Le había dicho que lo amaba, le había permitido besarla, ¿para luego no aceptarlo y decirle que no era libre? Pero… ¿qué era todo eso? Tom dio un pesado suspiro. Se había enamorado de la mujer más inestable del mundo… no había duda al respecto. Pero la amaba y sabía que tras cada uno de sus arrebatos de terror, con un poco de cariño, ella cedía. Después de todo, ella lo amaba, se lo había dicho. Mañana volvería a verla y sabía que todo estaría bien. Era el loco estilo de Lorraine. ¡Bien lo sabía él!

Pero al día siguiente, cuando Tom pasó a buscarla a la oficina de Candy, descubrió que la chica no había ido a trabajar. De pronto, tuvo un mal presentimiento. Corrió hasta la casa de Lorraine y la encontró vacía. "Dios mío" dijo Tom, "no puede ser… no puede ser".

Lorraine se había ido.


Cuando Archie visitó a la tía abuela, quedó sorprendido por la amarga noticia. Tenía cáncer… y ya no había más que hacer. El diagnóstico ya había sido confirmado por tres médicos distintos. Archie lloró junto a Annie, pero la tía lo consoló con ternura. "Vamos, hijo, yo también tengo derecho a descansar".

La tía, sin embargo, se negaba a que le informaran a Albert. Quería ser ella misma quien le diera la noticia y quería hacerlo el día que él viniera a verla. Pero Albert nunca venía. Annie se mudó a la casa de la tía para cuidarla y Archie sufría en Boston, tratando de cumplir las exigencias de Albert y recordándole una y otra vez que fuera a ver la tía abuela. Pero Albert no tenía tiempo, menos ahora que George los había abandonado, como él decía. Archie quería gritarle que era un idiota, que su tía estaba muriendo, que tenía que verla, pero le había dado su palabra a la mujer. No podía fallarle.

Al cabo de unas semanas la salud de Elroy empeoró con mayor rapidez. Fue entonces que pidió volver a la mansión de Lakewood, su querida mansión de Lakewood. Sabía muy bien qué ocurriría y no quería estar en la fría ciudad para ese momento. Quería volver a los salones que la habían conocido en sus tiempos de juventud, a los pasillos que habían sido testigos de las carreras de sus sobrinos, a los jardines que habían visto crecer y partir a Anthony, a los muros que habían sufrido las consecuencias de las locas invenciones de Stear. Todo en Lakewood guardaba recuerdos para ella. Todo.

Albert, entre tanto, apenas se permitía descansar. Lefevre había aparecido. Hacía un par de semanas, se había presentado personalmente junto a su asesor para cerrar la compra de una propiedad en Nueva York. Nadie daba crédito al principio y los rumores no se habían hecho esperar. Unos decían que era rubia. Otros decían que era morena. Alguien dijo que era gorda y pecosa. Todos tenían algo que decir. Todos querían verla. Cuando ya se pensaba que todo había sido sólo un rumor, Lefevre volvió a aparecer. Esta vez, para cerrar un trato en Irvine. Estaba recorriendo el país para asegurarse de que la noticia llegara a oído de todos.

Si esa mujer pensaba que podría opacarlo con su aparición, estaba muy equivocada. Ambos estaban tratando de adquirir un importante complejo de oficinas en Boston. Esa sería la oportunidad. Albert había trabajado incansablemente en la propuesta y había seleccionado a uno de sus mejores ejecutivos para presentarla. Archie había pedido vacaciones. ¡Vacaciones! Justo en el momento que más lo necesitaba. Pues bien, actuaría solo. No necesitaba a Archie, ni a George, ni a nadie. Daría su golpe maestro contra Lefevre solo. Y se daría el gusto de mirarla a la cara cuando le ganara. Porque iba a ganar. Costara lo que costara.


- Candy, sé que en el pasado la tía abuela no fue... bueno… no fue precisamente amable contigo…

- Archie, por favor, no tienes nada que explicarme. Desde luego que puedo hacer un lugar para ella en la clínica. Había otra persona en la lista de espera, pero entiendo que es una emergencia. ¿Tan mal está?

- El cáncer está muy avanzado – dijo Archie bajando la vista. Annie apretó su mano.

- No te preocupes, Archie. Haré todo lo que pueda para que se sienta cómoda. Tenemos que coordinar a los médicos de la clínica con los que la atienden… pero… ¿están seguros de que ella querrá internarse?

- No creo que tenga fuerzas para oponerse – dijo con tristeza Annie.

- Comprendo. Bueno… manos a la obra, Archie. Si el tiempo está en nuestra contra, tenemos que aprovechar cada minuto. Hagamos de estos días los mejores posibles.

- Gracias, Candy – dijo Archie con los ojos llenos de lágrimas.

- Archie, no hay nada que agradecer – le contestó Candy abrazándolo tiernamente – Sólo espero no hacer que la tía se enfade con alguna de mis travesuras – rió Candy.

- Sólo asegúrate de levantar el dedo meñique mientras tomes el té. Sabes que le causabas un gran disgusto cuando no lo hacías – bromeó Archie aliviado.

Un par de días tras la conversación, una debilitada Elroy Andrew ingresó a la clínica de Lakewood. La madre de Annie les había recomendado el lugar y confiaban en que estando tan cerca de la mansión, la mujer se sentiría cómoda y, sobre todo, podrían mantener todo en estricto secreto, pues no querían que todo el mundo se enterara. Necesitaba atención médica especializada las veinticuatro horas del día y ya no bastaba con los médicos que la atendían en casa. Annie y Archie estaban en la mansión de Lakewood y compartían con ella todo el día. Candy se les unía cada vez que podía. Al principio lo había hecho con timidez, pero al ver que Elroy la recibió bien, se animó a pasar más tiempo con ellos.

En cierta forma, estar así, los cuatro, era como volver a vivir el pasado. Pasaron dulces tardes en el jardín de la clínica recordando las travesuras de Candy, el día que apareció de debajo de la mesa, sus torpes modales de señorita. Archie, por su parte, disfrutaba haciendo reír a la tía al contarle historias de Stear y Anthony. Juntos se habían emocionado recordando a los hermosos muchachos que la vida les había arrebatado. Juntos se sinceraron y se pidieron perdón. Candy, por haberlos dejado de lado durante algún tiempo de su vida, persiguiendo un amor equivocado. Archie, por haberla juzgado. Annie, por no haber sido más decidida para reunirlos antes. Y Elroy… Elroy lamentó haber juzgado a Candy. Lamentó no haberla conocido más. Lamentó que Anthony ya no estuviera a su lado y lloró lamentando haber fallado con Albert. Los tres trataban de animarla, pero ella no podía dejar de reprochárselo.

George también había acudido a la clínica varias veces. Archie y Annie lo invitaron a quedarse en la mansión de Lakewood. El fin no podía estar muy lejos y "Albert no está en la mansión", le había dicho Archie. Algunos días después llegaron más parientes. Los Leagan, en especial, pues Elroy era la madrastra de Janice, la madre de Neil y Elisa. La mansión de Lakewood se llenó de gente, pero no de vida. Era una espera larga y dolorosa. La vida de Elroy se apagaba lentamente.

Archie decidió entonces que debía romper la palabra que le había dado a su tía. Albert tenía que enterarse de lo que estaba ocurriendo. Lo conversó con sus padres, que también estaban en Lakewood; todos estuvieron de acuerdo. Un jueves por la noche llamó a Albert a su casa, pero no lo encontró. El viernes a primera hora fue a verlo a su oficina, sólo para descubrir que no estaba. Albert había partido a Boston la noche anterior a cerrar un negocio en que competía con Lefevre. Estaba decidido a ganarlo y confiaba en que esta vez la mujer estaría presente.

- ¿Presente? – preguntó Archie a la secretaria de Albert.

- Así es, señor Andrew. La señorita Lefevre apareció hace algunas semanas y el señor Andrew confía en que esta vez podrá verla y ganarle el negocio… usted sabe que…

- Sí, lo sé – se lamentó Archie, agotado – Por favor, Debbie, necesito comunicarme con Albert en forma urgente.

- Le dejaré un mensaje en el hotel donde se alojará.

- Necesitamos hacer algo más que eso. Tiene que volver. ¿Cuándo es la reunión con Lefevre?

- Es el lunes a primera hora.

- Debbie… nuestra tía está muy grave… Albert tiene que volver cuanto antes… ¿me entiende? – le preguntó Archie, tratando de comunicarle sin palabras la gravedad de la situación.

- Señor Cornwell… – dijo la mujer sorprendida – no sabía… yo… lo siento, de verdad lo siento.

- No se disculpe, Debbie. Nuestra tía no quiere que nadie se entere, por lo que le ruego que por favor mantenga esta información en estricto secreto.

- Desde luego, señor.

- Por favor, deje un mensaje para Albert en su hotel. Dígale que me llame a la mansión de Lakewood a la hora que sea. Y por favor, deme también el número del hotel. Mientras antes lo contactemos, mejor.

Camino a Lakewood, Archie sentía el corazón pesado. Tendría que haberle avisado antes a Albert. Debería haberlo hecho. Pero él no había visitado a la tía en meses y meses. Todos se lo habían pedido mil veces y él seguía cegado en su lucha contra Lefevre. Y lo peor de todo es que la lucha era solitaria, porque Lefevre no estaba interesada en pelear contra Andrew. ¿Es que nunca lo entendería? Archie decidió acelerar el auto. Esperaba que Albert llegara a tiempo. Tenía que llegar.


- ¡Por fin! – gritó Archie al otro lado del teléfono.

- ¿Se puede saber qué es eso tan urgente que necesitas decirme, Archie? Mañana tengo la reunión con…

- Albert, tienes que volver inmediatamente a Chicago.

- ¿Volver a Chicago? ¿Te volviste loco? ¡Acabo de decirte que mañana…!

- ¡Por Dios, Albert, olvídate de tu estúpida pelea con Lefevre!

- Ah, bien, ya veo. Otra vez la misma cosa. ¿Has estado hablando con George, de casualidad? – le preguntó irónico Albert.

- Claro que sí, porque él también está aquí en Lakewood.

- ¿En Lakewood?

- Sí. Albert, toda la familia está en Lakewood, por favor, tienes que volver ahora mismo.

- ¿Y por qué están todos en Lakewood? ¿Qué pasó?

- Es la tía, Albert…

- ¿Qué le pasó a la tía? – su voz fría por fin denotó preocupación.

- Albert… la tía abuela está muriendo.

- ¿Cómo que está muriendo?

- Te dije mil veces que la visitaras, Albert, pero nunca me hiciste caso…

- Déjate de sermones, Archie, ¿qué le pasó a la tía? – demandó Albert.

- Hace tres meses le diagnosticaron cáncer…

- ¿Cáncer? – Albert sintió que se le hacía un nudo en la garganta – Pero… pero… ¿por qué nadie me lo dijo? ¿Por qué?

- Porque ella no quiso, Albert. Ya sabes cómo es ella. No quiso que nadie lo supiera por terceros, porque quería darnos la noticia en persona. Por eso pedí vacaciones, para estar con ella…

- … ¿y no pudiste avisarme? ¿Pero qué tipo de…?

- Albert, yo tampoco sabía que estaba tan grave. Hace unas semanas se vino a Lakewood y se ha ido debilitando cada día más. No pierdas más tiempo, por favor, regresa. Le queda muy poco tiempo. ¡Tienes que volver!

- Pero cómo… el lunes…

- ¡Albert, por Dios, reacciona! – gritó Archie dejando escapar por fin todas sus emociones - ¡La tía está muriendo! ¿Cómo puedes pensar en Lefevre?

- Tienes razón, tienes razón. Volveré ahora mismo. Trataré de conseguir un boleto cuanto antes.

- Estamos en la clínica de Candy.

- ¿La clínica de Candy?

- Tú preocúpate de llegar a la mansión de Lakewood, todos saben dónde está. Albert, por favor, te lo suplico, no pierdas un minuto.

- No lo haré. Gracias, Archie.

- Ella no quería que te avisara… ella confiaba en que vendrías por cariño a ella, no porque se está muriendo. Si rompo mi palabra, lo hago por ella, porque quiero que se vaya tranquila. ¿Entiendes lo que te digo?

- Sí…

- Bien. Date prisa. Adiós.

- Adiós.

Albert colgó el teléfono. Luego hizo un par de llamadas. Mientras la gente del hotel trataba de conseguir un pasaje para Chicago, Albert entregó la información y la responsabilidad al ejecutivo que lo acompañaría el lunes a la reunión. Pero mientras hablaba y le explicaba los detalles, sentía que todo era inútil. Era estúpido. Había sido un estúpido. ¿Qué importaba cerrar un negocio si perdía a su familia? ¿Qué estaba haciendo con su vida?

¿Qué rayos estaba haciendo con su vida?


Los empleados del hotel hicieron su mejor esfuerzo y sólo consiguieron un pasaje para el domingo en la tarde. Llegaría a Chicago por la mañana, donde lo estarían esperando para llevarlo en automóvil hasta Lakewood. Era lo mejor que había conseguido. Y era horrible. Llamó a Archie y le explicó qué sucedía. La tía empeoraba. ¿Alcanzaría a llegar?

El día en Boston se le hizo eterno. Una y mil veces se recriminó no haber ido a visitarla. Veía a George diciéndole que fuera a ver a su tía, a Archie rogándole que la visitara. ¿Y él? ¡Dios! Sólo había pensado en cómo vencer a Lefevre, en conocer a Lefevre, en ganar, en ganar. Pero lo estaba perdiendo todo. Absolutamente todo. El viaje a Chicago fue eterno. No pudo pegar un ojo y tuvo tiempo para repasar todo lo que había vivido junto a su tía. Sus peleas. Su rivalidad. Su fuerza… y sí, a su modo, su cariño. Porque a su manera, su tía lo había querido. No podía morir. No podía irse así, sin decirle cuánto la quería.

Cuando llegó a Chicago, pidió un teléfono en la estación y llamó a Lakewood para avisar que estaba en camino. Archie no estaba en la mansión, pues habían pasado todos la noche en la clínica. Pidió el número de la clínica. ¡Tenía que avisarles! El teléfono sonó dos veces.

- Buenos días – saludó una voz familiar, que se oía cansada.

- ¿Candy? ¿Eres Candy?

- Sí… ¿con quién hablo?

- ¡Candy, soy Albert!

- Albert, ¡por fin! ¿Dónde estás? Tu tía…

- Lo sé, lo sé… Por favor, avísale a todos que ya estoy en Chicago, voy camino a Lakewood. ¿Cómo está mi tía?

- Está muy mal, Albert…

- Dios mío… ¿cómo nadie me avisó antes?

- Lo siento… – dijo Candy con voz triste, jugando con el cable del teléfono – ¿Cuánto vas a tardar?

- No sé, lo menos posible.

- Albert… – de pronto tuvo una idea – ¿Puedes llamarme en cinco minutos?

- ¿Por qué? – preguntó Albert.

- Voy a llevar este teléfono de alguna manera a su pieza. Por favor, llama en cinco minutos.

- Está bien.

Como pudieron se las ingeniaron para mover el teléfono hasta la habitación de Elroy. Alguien tendría que sostener el aparato mientras una segunda persona estiraría el auricular hasta acercarlo lo más posible a la mujer. Cuando sonó el teléfono, Candy lo contestó de inmediato.

- Habla con ella, Albert.

- ¿Puede escucharme?

- Creo que sí… ella quería escucharte. Dile que vienes en camino. ¡Díselo! – Candy estiró el auricular hasta Elroy – Habla, Albert.

- Tía… ¿Tía? – Albert sintió cómo se le hizo un nudo en la garganta y nuevamente se sintió como un niñito de siete años que se había quedado sin padres y sin hermana, cuando sólo la tenía a ella en el mundo – Tía, ¿me escucha? Soy William, su sobrino.

- ¿Albert? – dijo con un hilo de voz, para sorpresa de los que la acompañaban en la habitación.

- ¡Sí, tía, soy yo, soy Albert!

- Albert… William… ¿cuándo vendrás a verme?

- Voy saliendo para verte, tía. ¿Me esperarás?

- Claro, Albert… siempre te he esperado… siempre…

- Lo sé, tía… perdóname – dijo llorando – perdóname por no haber ido antes. Te prometo que me quedaré contigo para siempre.

- No me mientas – rió débilmente Elroy – tú nunca te has quedado quieto mucho tiempo.

- Es cierto, tía. No quiero demorarme más. Dime que me esperarás… por favor…

- Te espero, Albert…

- Tía… te quiero… –lloró Albert – perdóname.

- No llores, hijo… perdóname tú a mí. Yo también te amo. Siempre te amé – Elroy cerró los ojos.

- ¿Tía? ¿Tía? – gritó Albert.

- Se quedó dormida, Albert – dijo Candy tomando de nuevo el teléfono – Está muy cansada. Por favor, date prisa.

- Estaré ahí cuanto antes.

Sin más, Albert cortó. Sólo quedaba esperar que alcanzara a llegar. El automóvil viajó a toda velocidad, llevando a un Albert desesperado, sintiéndose culpable por haber perdido tanto tiempo valioso. Era como si por fin se quitara una negra venda de los ojos y viera de nuevo a su alrededor. Los bosques que hacía años no visitaba. El río en el que tantas veces se había bañado, su casa… Lakewood… por fin en su casa. Las rosas le dieron la bienvenida y sólo hicieron que todo fuera aún más apremiante. En la entrada de la mansión había otro auto listo para llevarlo a la clínica. Hicieron el trayecto en no más de quince minutos.

Cuando llegaron, Albert saltó del auto aún en movimiento. Entró corriendo a la clínica y se encontró a Archie de frente. Venía llorando.

- Llegaste tarde, Albert…

- No…

- Llegaste muy tarde…

Albert corrió hasta la habitación desde la cual vio salir a Elisa junto a su marido. Ella también lloraba.

- Dios mío, no… por favor, no, no…

Entró corriendo a la habitación. La cama estaba vacía. La tía se había dormido sabiendo que él vendría a verla y él sintió que se hundía en un pozo negro.


El funeral de la tía abuela se realizó con la mayor discreción, tal como era la costumbre de los Andrew. Albert debería haber hecho el discurso, pero no se sentía capaz de mirar a sus parientes a la cara. No podía dirigirle a su tía las palabras que debería haberle dicho en vida. No podía presentarse ante ellos siendo lo que ahora era. Archie hizo el discurso y la ceremonia terminó con el llanto ahogado de los presentes. Con la partida de Elroy Andrew se cerraba un ciclo de la historia de la familia. Ahora sólo Albert tenía el apellido. Ahora él era realmente lo único que quedaba de la alguna vez fuerte y unida familia Andrew.

Todos estaban aún en la mansión. Albert no podía volver. No después de lo que había hecho. O mejor dicho, no después de lo que no había hecho. ¿Cómo había dejado llegar todo tan lejos? ¿En qué momento se había cegado de esa manera? Miró a su alrededor y se encontró solo, por su propia culpa. Les había fallado a todos. A todos. ¿Cómo podría volver a mirarlos? ¿Cómo iba a ser el líder de una familia para la que nuevamente se había vuelto un extraño? ¿Cómo?

Sin darse cuenta, sus pasos lo llevaron al refugio de Albert, el hombre que luchaba por abrirse paso dejando atrás a William, el frío hombre de negocios. El hombre que había jurado jamás sería. Se había traicionado a sí mismo y con ello los había traicionado a todos.

Habían pasado ya tres días desde el funeral. Nadie había oído de él. Casi todos se habían ido y sólo Archie, Annie y George estaban en la mansión. Ya no sabían dónde más buscarlo. ¿Qué tontería habría hecho ahora? Estaban agotados, destrozados y sin fuerzas. ¿Por qué les seguía haciendo esto? ¿Por qué?

Para despejarse un poco, Annie fue a visitar a Candy. Sabía que Tom estaba también muy mal y quería preguntarle por él. Desde que su novia lo había dejado, no había forma de hacerlo sonreír y Tom era una sombra del alegre vaquero que había sido. Ambas compartían una taza de té, tristes. De pronto, todo su mundo era oscuro. ¿Qué más podría pasar? ¿Cuánto más podrían aguantar? Annie le comentó que, para colmo, no podían encontrar a Albert hacía tres días.

- ¿Cómo que no lo pueden encontrar?

- No, Candy… creíamos que volvería pronto, ya sabes, siempre le ha gustado estar solo, por eso no nos preocupamos. Pero todavía no aparece. Archie iba a dar aviso a la policía esta mañana.

- ¿Pero cómo no me avisaron antes? – dijo Candy poniéndose de pie.

- Candy, han sido muchas cosas juntas, tú también tienes tus problemas…

- Lo sé, lo sé… perdona, no tengo derecho a reclamarte… Dios… tres días… ¿no dejó alguna nota, algún aviso, algo?

- Nada. Ni siquiera tiene sus documentos, está todo en la mansión. Después del funeral nadie más lo ha visto.

- Yo sé dónde está – dijo de improviso Candy.

- ¿Dónde? – le preguntó ansiosa Annie.

- Ve a la mansión y pídele a Archie que no vaya a la policía. Si no lo encuentro, yo misma iré a la policía antes de ir a la mansión. ¡Corre, Annie!

Annie volvió a la mansión y Candy corrió a la granja de Tom. Le pidió un caballo y sin darle mayores explicaciones, se fue.


La vieja casita del bosque seguiría siendo siempre su refugio. Estaba agotado y tenía los ojos hinchados de tanto llorar. Se sentía como un patán, como un estúpido. Había desechado a su familia y a sus amigos de la peor manera. Peor aún: había desperdiciado tiempo que ya no podía recuperar con su tía. Se había ido esperándolo. ¿Y él? Él estaba afanado persiguiendo un fantasma. Se cubrió la cara con las manos y dejándose caer otra vez de rodillas, lloró entendiendo por fin que era todo lo que no quería ser.

Entonces sintió unas pequeñas manos sobre sus hombros.

- Albert, por favor, ya no te castigues…

Sorprendido, Albert se dio vuelta y encontró ante sí a la última persona que esperaba ver.

- Candy…

- Sabía que te encontraría aquí…

- Candy, yo… – intentó decir Albert, pero no se atrevió a mirarla.

- No tienes que decir nada.

- Se fue y no estuve aquí para despedirla, Candy… Es lo último que me quedaba de mi familia…

- No, Albert – dijo Candy tomándole las manos – No es lo último.

- Me he convertido en un monstruo, Candy. Mi novia, George, Archie, a todos los he dañado, Candy, incluso a ti… actué como un…

- Vamos, Albert, no hables de eso ahora.

- Tengo que hacerlo, Candy. George me lo dijo hace tiempo: soy exactamente lo que mi padre no quería que fuera – avergonzado, Albert se cubrió la cara mientras lágrimas silenciosas caían por su rostro.

Sin saber qué hacer, Candy se arrodilló a su lado y lo atrajo hacía sí misma, hasta que logró que Albert apoyara su cabeza sobre su regazo. Suavemente, acarició su cabello para calmarlo. Secó sus lágrimas y pasó sus dedos por la rebelde barba de tres días que se insinuaba en su rostro. Albert se dejó hacer y cerró los ojos.

- Estoy cansado de todo esto – dijo por fin.

- Todos nos cansamos de pelear, Albert. Todos nos cansamos de ser lo que no queremos ser.

- No puedo volver a casa… no soy capaz de mirarlos a la cara.

- Entonces ven conmigo, Albert. Ya una vez te ayudé a recuperar al hombre que en realidad eres.

- Ya no sé quién soy – dijo Albert cerrando los ojos.

- No tengas miedo, pequeño Bert. Yo te ayudaré a recordar.

Candy besó su frente y siguió acariciando dulcemente su cabello y su rostro hasta que Albert se durmió. Estaba ojeroso y demacrado. Aún llevaba el traje negro del funeral y tenía la corbata en uno de los bolsillos. Candy observó alrededor y no vio señales de que hubiese comido algo. Lo miró con profunda tristeza, sabiendo muy bien qué se siente descubrir que le has fallado a todo el mundo y, peor aún, que te has fallado a ti mismo.

Pero si ella se había logrado recuperarse, él también lo haría.

- Yo te ayudaré a recordar, pequeño Bert… mi príncipe de la colina.

Fin


¿Fin?

No, realmente no es el fin. Es el momento de contar cómo surgió esta historia. Hace ya unos 5 años, una canción me sirvió de inspiración para hacer lo que yo pensaba sería un minific. Desde luego me refiero a "Pupilas de Gato", de Luis Miguel, una canción que a estas alturas es tan vieja como el hilo negro :-) La idea era hacer algo simplemente como la escena en que Albert y Candy bailan juntos y casi se besan. En la primera versión, se besaban y terminaba el minific. Pero la historia empezó a crecer y crecer. Finalmente quedó de lado por varios años, pues la vida real me reclamó. Durante abril de 2011 volví a participar en la Guerra Florida y decidí que con el material que tenía, podía hacer algo así como un fic... Esta historia fue escrita durante ese mes de abril, pero creció tanto, que un mes se hizo insuficiente. Fue entonces cuando surgió la duda: ¿terminar la historia en un final forzado y predecible? ¿O dejar que los hechos siguieran su curso para tratar de darles un final (espero) un poco mejor? Opté por lo segundo.

Fue así que Pupilas se transformó en Pupilas de Gato I y tras algunos meses, comencé Pupilas de Gato II, historia que YA pueden encontrar en FFnet. Espero que les guste y que me sigan acompañando en esta aventura. Sólo busquen "Pupilas de Gato II" en FFnet y podrán saber cómo sigue la historia.

Hoy recibí un comentario en el que me decían que ya habían leído este final y me pedían que lo cambiara y le diera uno "digno". Con todo respeto, no voy a hacer eso. No por mala onda, sino porque la historia es como es y aún guarda sus sorpresas, incluida la continuación. Así que, si bien agradezco las porras y sugerencias, sólo les puedo pedir paciencia y comprensión ;-)

Un gran abrazo, muchas gracias y como siempre digo, por favor, no olviden que SUS COMENTARIOS SON MI SUELDO :-)

PCR