Disclaimer: todo lo reconocible pertenece a Rowling.
HERE WE ARE
I
As we walk in the fields of gold
[1 de septiembre de 1970, anden9¾]
Si James Potter hubiese estado un poquito más emocionado esa mañana de aquel primero de septiembre probablemente habría muerto. De un ataque al corazón, sin duda. De sangre Potter y alma Gryffindor el corazón casi se le sale por la boca cuando atraviesa el muro del andén nueve y tres cuartos y ve por primera vez la plataforma y el expreso del color de la sangre a través del humo.
Con las mejillas rojas y el pulso acelerado ni siquiera le presta atención a su madre que intenta tranquilizarle el cabello y asfixiarlo a besos y abrazos, o a su padre que lucha contra el pesado baúl para subirlo al tren. James Potter recordaría ese día, años después, como el primer día de su nueva vida.
Cuando se sienta en el primer compartimiento vacío que encuentra y se asoma por la ventanilla para despedirse de su madre, tan excitado que no puede estarse quieto, y la puerta se abre, no se le ocurre pensar que ese chico de mirada oscura y aspecto malhumorado llegaría a ser algo más que otra cara entre la multitud.
—Sirius Black —gruñe (en serio, el chico le gruñe, ¿quién hace eso?) y se deja caer sobre el asiento con pesadez. James mete la cabeza en el vagón, ya le dolía el cuello y la mano de tanto agitarla, y frunce el ceño.
—Eres un maleducado.
El niño lo mira, tiene el pelo demasiado negro y demasiado largo, los ojos grises y una mirada rara. Lo ve feo, y nadie nunca ha visto feo a James Potter.
—¿Qué dices? —¿es que solo sabe gruñir?
—Así no se saluda —le explica James—. Se saluda así —le extiende la mano y, de paso, una sonrisa—. James Potter.
El niño alza una ceja pero toma su mano igual.
—Un Potter —dice, simplemente, y voltea la vista hacia la ventanilla. James hace lo mismo y se despide de sus padres por milésima vez, el otro niño -el tal Sirius- no se despide de nadie. Qué extraño.
—¿Qué me ves?
—Nada.
Pero ese nada es una mentira. La verdad es algo y ese algo es que James Potter es, según su madre, un niño hiperactivo que no puede quedarse quieto ni callado ni bajo el agua. Si tiene otro ser humano al frente -aunque sea un gruñón como este- tiene que hablar.
—¿En qué casa quieres estar?
El niño -Sirius- frunce aún más el ceño, si es que era posible. ¿Qué en qué casa quiere estar? Pero a él no le habían preguntado nunca en qué casa quería estar.
—Tengo que estar en Slytherin.
—No, tonto —y entonces su expresión cambia. ¡Ja! Deberían darle una medalla, piensa James, por hacer que ese niño malhumorado cambie la cara.
¿Tonto? A Sirius nunca ningún niño le había llamado tonto.
—Te he preguntado que en qué casa quieres estar —repite, como si con eso lo aclarara todo—. Yo —continua, poniéndose de pie sobre el asiento y haciendo un gesto solemne, posicionando la mano derecha frente al rostro como si sostuviera una espada invisible— quiero estar en Gryffindor —ruge—, donde habitan los nobles y valientes.
Y a Sirius Black no le da tiempo de responder, porque entonces la puerta del vagón se abra de sopetón y un niño un poco gordo y menudo entra -más bien cae- en el medio del compartimiento.
James Potter nunca lo supo, estaba demasiado ocupado aterrorizando al niño que acababa de caer en su vagón, haciendo como que le atizaba con una espada invisible, pero ese día, en ese momento, fue la primera persona que le preguntó a Sirius Black lo que quería, fue la primera persona que le dijo que lo que quería era más importante que lo que debía.
Sirius Black nunca lo olvidó.
/
Cuando Remus Lupin pisa la plataforma por primera vez, en cambio, está aferrado a la mano de su madre.
Su mamá ayudándole a subir el pesado baúl al tren es un recuerdo borroso, como el vapor que exudaba el gran e intimidante expreso. Era demasiado grande, demasiado rojo y hacía demasiado ruido. Remus estaba asustado, estaba a punto de tomar un tren sin saber a dónde lo llevaría ni qué encontraría.
El baúl está arriba, faltan unos minutos para que el tren saliera y él y su madre esta de pie en la plataforma del andén nueve y tres cuartos, ambos con la misma desazón, el mismo desasosiego, el mismo miedo. Un abrazo, un adiós y Remus es un hombre lobo, tiene once años y acaba de subirse completamente solo a un tren llenó de desconocidos.
Cuando abre un compartimiento que piensa que está vacío y se encuentra a tres niños ya instalados casi se atraganta con sus propias disculpas, de hecho, casi sale corriendo a esconderse en el baño, pero la escena, la escena es… hilarante. Uno de los niños, de pelo negro y ojos oscuros, mira por la ventana cruzado de brazos, el otro de pelo revuelto y lentes ataca -¿ataca?- con una especie de arma invisible al otro niño gordito que se defiende como puede detrás de su baúl.
—Perdonen.
Y ese perdonen es lo que Sirius más recordara de ese día, cuando haya olvidado todo lo demás, recordara el perdonen. La puta reina se sentiría orgullosa de tus modales, Lunático. ¡La puta reina! Ese niño menudo y mal vestido que había abierto la puerta del compartimiento y se había puesto rojo como la grana había dicho perdonen, había dicho perdonen y había bajado la mirada.
Curioso.
El niño asesino, el del arma invisible, baja de un sato del asiento y, haciendo una floritura extraña, de esas que Remus ha leído que hacen los caballeros en los libros, le tiende una mano.
—James Potter —Remus toma dudoso la mano que le ofrece—. Y este es… ¿cómo me dijiste que te llamabas? —el niño que está tirado en el suelo detrás de su baúl abre mucho los ojos.
—Peter —su voz es algo chillona y se pone de pie limpiándose la suciedad de las rodillas—. Peter Pettigrew —a este le dedica una cosa que es casi una sonrisa y agita la mano.
—Y este con cara de perro rabioso… —continúa James (a Remus comienza a entrarle el pánico, seguramente se le olvidarían los nombres en cinco segundos y contando. Nunca ha sido bueno para eso y nunca ha conocido a tantas personas al mismo tiempo para necesitar recordar sus nombres).
Pero no puede terminar la oración porque el susodicho voltea el rostro como invocado por su nombre y le extiende una mano, mirándole de arriba abajo y con una expresión que si Remus no fuera un niño tan educado calificaría como petulante.
—Sirius Black —Remus estrecha su mano, ajeno a la expresión del niño gordito -el tal Peter- que abre tanto los ojos que parece que se le fueran a salir de las orbitas.
—Remus —contesta simplemente Remus, estrechándole la mano—. Remus Lupin.
—¡Ostia! —exclama el tal Peter—. ¿Eres un Black?
Pero Sirius no lo escucha, está demasiado ocupado mirando a los ojos a Remus hasta que se sonroja y aparta la mirada. De algún modo no parecía saber quién era como el otro niño Peter, ni había pestañado cuando había mencionado su nombre ni había arrugado la nariz como el niño Potter, nada, solo estaba ahí, de pie, sin saber qué hacer con su cuerpo, balanceándose en la punta de sus pies y frotándose las manos.
Sin juzgarlo.
Sirius, por primera vez en el día, sonrió.
Afuera, al otro lado de la ventanilla, el escurridizo sol de Inglaterra baña de oro los verdes campos, sin duda es una buena señal.
