Disclaimer: los personajes pertenecen a Stephenie Meyer


Capítulo 28 - Revelaciones

La mirada cansada del Príncipe Emmett se perdió en la lejanía de los verdes campos de Aguamarina, viéndolos desfilar ante sus ojos al ritmo del trote de los corceles. Hacía un cuarto de hora que había subido al carruaje junto a su padre; un cuarto de hora en el que no le había dirigido la palabra, ni una mirada siquiera.

Su humor había empeorado considerablemente desde su discusión la mañana anterior, y no era para menos. Había pasado una noche espantosa, conciliando el sueño sólo de a ratos, su mente atormentada por lo ocurrido con Rosalie y el temor a una posible enfermedad que pudiera arrancarla de su lado para siempre. Presa de la desesperación, había querido hablar con su madre antes de partir, para así averiguar lo que había informado el médico; pero no había tenido éxito. El sol aún no despuntaba, y la Reina dormía profundamente cuando padre e hijo abandonaron el castillo.

Para colmo de males, Emmett sabía que pronto tendría que resignarse a romper con su juramento de no abrir la boca en todo el viaje, y eso le fastidiaba enormemente. Le tocaría dejar su orgullo de lado, comunicarle a su padre lo que el guardia de María había hecho, y pedirle que intercediera. No había otra manera de hacer justicia por su enamorada.

Pero su ego estaba herido, y se prometió que no le rogaría. No, no suplicaría. Se lo exigiría, porque era lo razonable. Odiaba estar enfrentado con el hombre que más admiración y cariño despertaba en él, pero el tiempo de inclinar la cabeza ante la grandeza de su padre había llegado a su fin. Ya no era un niño, era un hombre, el futuro Rey de Aguamarina. Tenía derecho a que sus deseos fueran oídos y respetados. Ya no callaría ni cedería. Ya no más.

Con el ceño fruncido, la mandíbula tensa y el corazón ardiente de revancha, el joven respiró profundo y se decidió a hablar.

—Se ha cometido un acto aberrante en nuestro Reino. Considero apremiante tu intervención como soberano de estas tierras— demandó con seriedad.

El Rey volteó a verlo, pero la sorpresa no asomó a su rostro templado.

—¿Quisieras informarme al respecto, Emmett? —solicitó con calma, sabiendo que su arrebatado hijo no sólo ansiaba, sino también necesitaba explayarse y dar rienda suelta a su ardoroso temperamento antes de poder analizar la situación con frialdad.

El morocho tragó saliva y sintió una vez más la punzada de impotencia en su pecho.

—Ayer por la noche, mientras daba un paseo con la prometida que tú escogiste contra mi voluntad, descubrí a uno de sus guardias, James, aprovechándose de nuestra doncella Rosalie. El maldito ha abusado de ella y ha intentado violarla en nuestros propios campos.

Aunque su frente se pobló de finas líneas de consternación, Carlisle se mantuvo sereno y asintió con lentitud. Su esposa ya le había informado acerca del desagradable ataque, por lo que había tenido tiempo de sobra de analizar el caso. Por otro lado, ser Rey implicaba dirimir conflictos de manera constante, y el soberano sabía exactamente cómo proceder en esas ocasiones.

—Hablaré con él.

La respuesta no satisfizo en absoluto el deseo de venganza de Emmett, quien se apresuró a dejar por sentado su posición.

—Lo quiero fuera de este Reino, padre.

—He de escuchar su testimonio antes de tomar una decisión semejante, Emmett —razonó el Rey—. De ser culpable, será desterrado como merece.

Aunque no eran más que una muestra de su bienintencionada compasión, las palabras de Carlisle no hicieron sino avivar en el corazón del muchacho el fuego de la impotencia, logrando que su enojo se expresara en su mirada como una llamarada ardiente. Tanta fue su frustración, que necesitó de toda su voluntad para no perder el tono y las formas ante el respetable soberano.

—¿Acaso dudas de mi palabra? —espetó.

—En absoluto, hijo.

—¿Que es lo que necesitas oír de su parte, entonces? Yo mismo lo vi con mis propios ojos, y lo detuve antes de que llegara demasiado lejos. Lo mínimo que merece ese desgraciado es el destierro.

—Y lo obtendrá si es ese el castigo más justo. Pero es menester que oiga su confesión primero.

—¿Bajo qué pretexto? —insistió entre dientes.

La actitud demandante de Emmett no consiguió desbaratar el equilibrio mental y espiritual de su sabio padre, pero sí bastó para mermar su paciencia y arrancarle una tensa exhalación.

—Debo darle el beneficio de la duda, como se lo he dado a cada hombre que ha pisado nuestras gloriosas tierras.

—Si dudas de su culpabilidad, dudas de mi palabra.

—De lo que dudo es de tu objetividad, Emmett, como dudaría de la cualquier ser humano, así fuera tu hermano, o tu madre, o yo mismo en mi limitada capacidad de apreciar los hechos desde una única perspectiva. Soy la autoridad máxima de este Reino, y he de ejercer mi poder con cautela y responsabilidad si deseo ser digno de la confianza de mi gente. Y lo deseo. No puedo arbitrar un conflicto sin oír el testimonio de ambas partes, ni puedo ensuciar el honor de un hombre y marcar de tal manera su destino sin darle antes la posibilidad de defenderse. No sería justo, Emmett.

El heredero sacudió la cabeza para contradecirlo violentamente.

—¿No sería justo? ¿Crees que no sería justo? Te diré lo que no es justo, padre. Lo que no es justo es que esa asquerosa comadreja continúe pisando nuestro suelo, paseándose libremente por los pasillos de nuestro castillo tras haber abusado de una muchacha indefensa. Te preocupa ensuciar su honor, ¿y qué hay del honor de Rosalie? ¿Acaso su rango la hace menos merecedora de tu caridad?

—En absoluto.

—¡Entonces echa a ese maldito e imparte justicia como debes!

El Rey frunció el ceño y se mostró realmente enfadado por primera vez en toda la conversación. Amaba a su hijo como pocos, pero pocos lo sacaban de sus casillas tanto como él.

—No me levantes el tono de voz, Emmett. Me debes respeto.

—Me es difícil respetar a quien no me respeta —replicó desafiante.

—¡Emmett, soy tu soberano!

—¡También eres mi padre, y hace tiempo que no te comportas como tal!

La mirada severa del Rey se desmoronó tan pronto la acusación de Emmett llegó a sus oídos. Lentamente y en silencio, mientras sus pulmones se llenaban del pesado aire que se respiraba entre los dos, las crudas palabras golpearon en su mente y retorcieron su corazón con violencia.

El joven príncipe bajó la mirada, furioso y avergonzado a la vez. Y es que en verdad no había querido decir eso, porque ni siquiera lo creía. Sólo era otra de sus impulsivas descargas emocionales, volcán de frases hirientes que no se condecían con lo que realmente pensaba cuando estaba en calma.

Carlisle había sido para él un padre intachable. Un padre amoroso, que a pesar de su deber siempre se había esforzado por dedicar tiempo y atención a sus preciados hijos cada vez que se le presentaba la oportunidad. Tal vez por eso Emmett se sentía tan indignado. Acostumbrado al afecto y el apoyo constante de su progenitor, no aceptaba que éste le soltara la mano y tomara sus decisiones por encima de sus deseos.

Por otro lado, mal que le pesara, reconocía en su interior que gran parte de los problemas que habían tenido las últimas semanas habían sido provocados más por él mismo que por el paciente Rey. Carlisle había interferido en su vida con aquel espantoso arreglo matrimonial, pero se habría mostrado flexible y comprensivo si tan sólo Emmett hubiese tenido el coraje de explicarle el por qué de su ira. Pero no lo había hecho. El ya maduro y robusto heredero se había comportado como un niño caprichoso que hacía berrinche sin un solo motivo de peso. No podía reprocharle al Rey el no haber logrado descifrar lo que en verdad pasaba por su mente.

Pero aunque el mismo Carlisle conocía a su hijo lo suficiente como para saber cuando soltaba las palabras sin medir las consecuencias, ello no impidió que al soberano lo embargara de pronto una profunda desazón. ¿Cómo habían llegado a ese punto? ¿En qué momento el lazo con su hijo se había hecho tan tirante como para llevarlo a decir una cosa semejante? ¿Le habría fallado como padre?

Con un nudo dolorosamente atado a su pecho y su garganta, el Rey asintió imperceptiblemente y exhaló un suspiro.

—Sé que no han sido tiempos fáciles, Emmett. También a mí me es difícil reconocer en este hombre enfadado y triste al hijo que solía animar mis días con su sonrisa genuina y alegre. Pero créeme, hijo mío, que no he dejado de sentirme tu padre ni un solo minuto de mi existencia, y no hay nada que puedas hacer o decir que vaya a cambiar el amor que guardo por ti. Lamento si te he dado la impresión equívoca de que mis obligaciones como soberano son mi prioridad. Lo lamento enormemente, porque has de saber que daría mi Reino entero por volver a ver aquella sonrisa resplandeciendo en tu rostro.

Con la mirada aún gacha, el heredero respiró hondo, su fuego interno aplacándose lentamente por el efecto de la voz afectuosa de Carlisle. Aunque nada estuviera resuelto, era reconfortante saber que no necesitaba ver a su padre como a un enemigo. Tal vez confiar en él fuera más fácil que reñir sin descanso.

—Lo siento —se disculpó como el noble caballero que su mismo padre le había enseñado a ser—. No sé por qué salieron de mi boca esas palabras.

Carlisle aceptó las disculpas de inmediato, en silencio y con una tenue sonrisa. Si había alguien poco rencoroso, ese era el Rey de Aguamarina. Sobre todo cuando se trataba de su propia familia.

—Es razonable. Te encuentras molesto.

—Tengo razones para estarlo.

—Puedo ver que las tienes, hijo, y deseo fervientemente conocerlas para poder comprenderte mejor.

El joven príncipe notó en aquella mirada serena pero atenta que el interés de su padre era genuino, y decidió que no perdería nada intentándolo. Aunque su naturaleza fuera combativa, su espíritu cansado ya no aguantaba un solo enfrentamiento más. Necesitaba una roca más fuerte que él sobre la cual recargar el peso que sostenía en sus hombros hacía ya tanto tiempo.

—Me siento burlado —admitió, tratando de ordenar sus pensamientos antes de soltarlos en palabras—. Desoído, completamente ignorado. Jamás escuchas mi opinión.

—Intento hacerlo, hijo mío.

—Lo intentas, pero no lo logras.

—No es fácil lograrlo, Emmett. Tus opiniones suelen ser quejas, y la mayoría de las veces no eres claro en tus argumentos.

—Intento serlo.

—Lo intentas, pero no lo logras —retrucó el Rey con una sonrisa, haciéndole ver que exigía más de lo que solía dar.

Una vez más, el robusto joven tuvo que admitir para sus adentros que su padre tenía razón. Cumplir no era tan sencillo como exigir, y no era extraño que Carlisle no pudiera comprenderlo, siendo que él mismo no sabía cómo hacerse comprender. O lo sabía, pero callaba ante lo indecible de sus argumentos. ¿Cómo pretender que el soberano adivinara que su hijo, aquél que había coqueteado con decenas de finas princesas, se había acabado enamorando de una muchacha del servicio? Nunca prevería algo así, a menos que Emmett se lo dijera.

—No es tan sencillo —murmuró desalentado el príncipe. Carlisle le dedicó una sonrisa calma.

—Nadie dijo que lo fuera, pero tal vez podamos simplificarlo entre ambos. Por lo pronto, sé que no deseas contraer matrimonio con María. ¿Estoy en lo cierto?

—Sabes que sí.

—Bien. Lo que desconozco es el motivo exacto de tu rechazo hacia ella.

—No es rechazo, es... Yo... —Emmett ensayó una serie de excusas, y dijo aquella que más se acercaba a la realidad—... No concibo vivir mi vida del modo en que tú la planeaste para mí según tus anhelos. Es mi futuro, padre. Mío. Yo debería ser quien decida sobre él, no tú.

Carlisle asintió despacio, pensando una respuesta acorde al planteo del heredero. Si había de ser sincero, era un reclamo justo. El buen Rey había tenido la gran suerte de ser prometido a una mujer de la que se había enamorado perdidamente. De tener la oportunidad de volver el tiempo atrás y escoger él mismo una esposa, hubiera vuelto a elegir a su Esme una y mil veces, porque estaba convencido de que nadie en la Tierra podría despertar en él sentimientos tan maravillosos como los que su compañera despertaba. Pero no podía cometer la ingenuidad de pensar que el suyo era el más habitual de los casos. La mayoría de los matrimonios arreglados no gozaban del extraordinario amor y la plena felicidad que él disfrutaba junto a su esposa. Por el contrario, muchos de esos arreglos acababan con matrimonios que pasaban los días y las noches en cuartos separados, agradeciendo vivir en castillos enormes donde no tuvieran que cruzarse siquiera con sus respectivos consortes.

Aunque la idea no le agradaba en absoluto, el Rey tuvo que aceptar que no tendría más alternativa que explicarle a su hijo que el mundo en que vivían era así. Había reglas morales y protocolares tan injustas como inquebrantables, y él, como todo el resto de los mortales, no tenía más opción que acatarlas.

—Comprendo tu frustración, hijo, pero debes saber que no he excedido mis funciones como padre y soberano. Es mi deber asegurarte a ti y a todo nuestro pueblo un futuro digno. Es lo que todo Rey hace.

—Eso no lo hace más sencillo de aceptar para mí.

—Mas no creas que escogí a María pensando sólo en una alianza con el Reino de Pasos Blancos —continuó el blondo, intentando que su primogénito entendiera que, al menos para él, el bienestar de su hijo precedía cualquier negocio posible—. Busqué lo mejor para ti, y vi en tu prometida una mujer bella con el carácter suficiente para acompañarte y aconsejarte en los momentos difíciles.

—Conozco tus buenas intenciones, padre —lo interrumpió—, pero quien tú consideras mejor para mí no lo es a mis ojos.

—Dime entonces, hijo, ¿quién lo sería? Créeme que si hubieras mostrado señales de afecto sincero hacia otra dama yo la habría tenido en cuenta al momento de tomar mis decisiones. ¿Hay alguien con quien hubieras deseado contraer matrimonio en lugar de María?

El corazón del príncipe corrió desbocado dentro de su pecho, pidiéndole a gritos que por fin dijera la verdad. Llevaba meses latiendo secretamente al compás del nombre de Rosalie. Seguir ocultándola era una tortura ya muy difícil de soportar.

Pero al mismo tiempo, la duda lo atacaba sin piedad. ¿Qué sentido tenía exponerla así? Su propia madre, en todo su cariño y bondad, le había dicho la noche anterior que aquella historia no podía continuar. ¿Por qué creer que su padre, cuya autoridad se impartía con mayor severidad, le daría alguna luz de esperanza? Confesar su relación con la doncella sólo le serviría como desahogo, y probablemente acarrearía peores consecuencias para Rosalie.

Sin poder decidir correctamente entre la necesidad de su corazón y la voz de la razón, Emmett acabó por decir una verdad a medias.

—Hay... una mujer —admitió, su voz temblando de ansiedad, y alcanzó a apreciar casi con sorpresa la tranquilidad con la que su padre asentía, ni un dejo de reproche en su cálida mirada—. Pero no es posible.

—¿La amas?

El príncipe se sonrojó como rara vez lo hacía, inspirando profundo para cobrar valor antes de responder la pregunta de su padre.

—Con locura, como jamás creí que lo haría.

A pesar de su templanza, el Rey no pudo evitar que aquella confesión conmoviera su noble espíritu. Tampoco él hubiera imaginado que su seductor hijo, de amoríos tan frecuentes como pasajeros, pudiera algún día guardar sentimientos tan serios y profundos por una mujer.

—¿Y ella... te ama?

La tímida sonrisa de Emmett lo dijo todo.

—De igual manera, para inmensa dicha mía —. La imagen de su preciosa doncella brilló en su mente, pero luego la recordó en la noche en que se dio por vencida, y su semblante se oscureció—. Mas eso no basta para que podamos ser felices juntos, ¿no es verdad? —preguntó resignado.

—No si debes esconderla del mundo como se oculta un pecado. Y no creo que una muchacha honrada como lo es Rosalie merezca un destino semejante.

Emmett oyó el nombre de su doncella y su corazón se saltó un latido. Azorado, miró a su padre con ojos desorbitados, y encontró en su rostro una pequeña sonrisa de tibia complicidad.

—¿Cómo...? ¿Lo sabes? —preguntó en un hilo de voz.

—Tu madre me lo contó todo ayer por la noche —asintió el Rey, cuya serenidad parecía en aquel momento no tener límites.

—¿Por qué no me lo dijiste desde un comienzo?

—Porque ansiaba que guardaras suficiente confianza en mí como para revelármelo tú, y me alegra sobremanera ver que así ha sucedido, al menos de cierto modo.

Aún preso del desconcierto, el príncipe guardó silencio un momento, preguntándose de qué manera podría proseguir esa conversación. Su padre ya lo sabía todo. ¿Qué restaba ahora por decir, y más importante aún, por hacer? ¿Cuál sería el proceder de su progenitor al respecto?

No tuvo necesidad siquiera de ser él quien reanudara la plática, porque fue Carlisle quien rompió el silencio, logrando sorprenderlo aún más de lo que ya se encontraba.

—Hay algo más de lo que tu madre me ha informado. Algo que tú, hijo mío, ignoras, y que no puedes desconocer.

Alarmado, Emmett centró su completa atención en su padre. Lo único que su madre podría saber acerca de Rosalie era lo que el médico había tenido para decirle con respecto a su salud.

—¿Está ella convaleciente? —preguntó de inmediato, sumamente angustiado, e imploró internamente al Cielo por la vida de su enamorada.

—No, hijo.

El joven heredero exhaló un hondo suspiro, todo el peso de sus hombros desplomándose en un abrir y cerrar de ojos. Podría sobrevivir amándola en silencio, viéndola pasar a lo lejos, aunque ella no le dedicara una mirada nunca más. Mientras ella siguiera respirando, el podría sobrevivir.

Pero dos palabras, sólo dos palabras del Rey, bastaron para que todo ese peso recayera duplicado sobre su espalda.

—Está encinta.

El tiempo pareció detenerse en el aire, el horizonte disuelto en un único segundo interminable. El crujido de las ruedas del carruaje cortaba el embriagador silencio, pero sólo un sonido retumbaba en la mente del Príncipe Emmett, golpeando al ritmo de su desbocado corazón.

—¿Encinta? —repitió, su mirada azul saltando intermitentemente de un punto al otro del infinito espacio—. ¿Mi... Mi Rose? ¿Encinta?

—Eleazar lo descubrió ayer —explicó el Rey, su expresión indescifrable para Emmett—. Lleva tu hijo en su vientre.

La nueva palabra hizo que el corazón del príncipe se inundara de angustia, sus ojos comenzando a anegarse de lágrimas contenidas.

Un hijo. Un hijo suyo y de Rose.

Siempre le habían gustado los niños, tal vez porque en el fondo nunca había dejado de ser uno. Su espíritu enérgico y jovial aún arrastraba la picardía de aquellos felices años de infancia. Pero tenía, a su vez, el instinto protector de un padre. Como hermano mayor, y aunque Edward fuera en muchos aspectos más maduro y cuidadoso que él, siempre había tenido un ojo atento en su compañero de juegos, cerciorándose de que ningún peligro real lo acechara. Cómplice y guardián a la vez, todo el que lo conocía presentía que algún día sería un gran padre para sus hijos. Probablemente no llegara a tener un reinado tan admirable como el de Carlisle, pero no sería extraño que lo igualara, e incluso superara, en su rol paterno. Ya decía la Reina Esme que podía imaginarlo abandonando su despacho y posponiendo compromisos sólo para escaparse a los jardines a trepar árboles con sus pequeños. Lo que no tenía de mesura, lo tenía de espíritu, y eso era algo que su descendencia algún día valoraría.

Aún así, si bien la idea le agradaba mucho, el vivaz heredero nunca se había puesto a pensar seriamente en su futura familia. Sabía que algún día llegaría, pero nunca le había dado por intentar imaginarla siquiera. Las damas que había frecuentado antes de Rosalie no habían sido lo suficientemente especiales como para despertar en la mente de Emmett fantasías de matrimonio e hijos. Con Rose, por otro lado, se había limitado a vivir el presente. No tenía sentido soñar con cosas que nunca se harían realidad, por lo que a lo máximo que había llegado era a fantasear con huir en mitad de la noche; fuga que sabía jamás se concretaría, porque él era demasiado cobarde y a la vez demasiado noble como para violar las normas y acabar con el honor de su doncella y el suyo propio.

Pero todo eso que él no había podido considerar, el destino se había encargado de hacerlo realidad sin darle tiempo a soñarlo siquiera. Y ahora estaba ahí, vivo, palpitante, esperando para llegar al mundo y destrozar todos los planes y las normas con un solo sollozo.

El pecho se le hizo un gran nudo marinero imposible de deshacer, y el muchacho se preguntó cómo era posible sentir tanta felicidad y dolor al mismo tiempo. Y tanto miedo; tanto, tanto miedo. Rosalie, su Rosalie, tendría un hijo suyo. Un niño que él sabía que amaría con locura, pero que sería despreciado por el Reino de Aguamarina en su totalidad.

Comprendió entonces que no temía ser padre; temía no poder serlo. Temía que le obligaran a ver crecer a su hijo de lejos, sin poder acercarse a él ni a su madre para guardar las apariencias delante de charlatanes y chismosos. Peor aún, temía por Rosalie, y por el niño. Temía condenar a la infelicidad y a la vergüenza a la persona que más amaba en la Tierra, así como al milagro que habían creado juntos. Porque esa mujer llevaba en su vientre el hermoso fruto de su inmenso amor, pero para el mundo aquello era el más amoral de los pecados. Para su pueblo motivo de repudio, para su prometida una pesadilla, para su familia una vergüenza. Y para él, una puerta a la felicidad que no podía abrir, porque no era él el portador de la llave de su destino.

¿Qué iba a hacer? ¿Qué podía acaso hacer con una noticia así, más que lamentarse de la ironía de su vida? Lo tenía todo para ser feliz, excepto el derecho a serlo.

Ahogado por la resignación y demasiado exhausto como para intentar pensar siquiera en una solución, agachó la cabeza y se llevó las manos al rostro, deseando poder esconderse del mundo tan sólo un momento.

—¿Qué piensas hacer? —preguntó a su padre en un murmullo, sabiendo que su futuro estaba encadenado a las decisiones del Rey.

Carlisle respiró profundo y ladeó la cabeza, conmovido por la emoción que embargaba a su hijo.

—En primer lugar, voy a pedirte que me mires.

La orden salió de sus labios hecha poco menos que una súplica, y Emmett alzó la vista sin dudar. No se arrepintió, puesto que la calma que irradiaba de aquellos paternales ojos fue justo lo que precisaba en ese momento de abrumadora angustia.

Pero la paz no tardó en desvanecerse.

—En segundo lugar —continuó el soberano—, te diré que, aunque me duela admitirlo, me has decepcionado.

Aquellas palabras fueron dagas en el corazón del príncipe, quien no pudo evitar sentirse peor de lo que ya se encontraba. Si había algo con lo que le costaba lidiar, además de los problemas con Rosalie, era pensar que pudiera decepcionar a su padre. De ahí también que Emmett se sintiera tan frustrado con lo del arreglo matrimonial: odiaba la idea de desposar a María tanto como odiaba la idea de defraudar a Carlisle.

—Lo que has hecho no ha sido mucho más correcto que aquello por lo que señalas al guardia de María.

—¡Por todos los Cielos, padre, él abusó de ella! ¡Yo lo hice con su consentimiento, porque la amo!

—Y yo amo a tu madre, mas jamás le toqué un solo cabello hasta que estuvimos casados. Te lo he dicho cientos de veces, no es propio de un caballero jugar con la virtud de una dama.

—No ha sido un juego, padre.

—Has manchado su honor, y eso es inexcusable —sentenció—. Y en tercer lugar...

El joven frunció el ceño, altamente confundido.

—Aguarda, por favor. ¿Es ése el motivo único de tu decepción? ¿No estás molesto por ser ella una doncella?

—No, aunque debo decir que también ella me ha decepcionado con su comportamiento. La creía una muchacha con el suficiente carácter y orgullo como para no dejarse tentar por una aventura como la que tú, en tu impulsividad e irresponsabilidad, le has planteado. Mas ha sido esa una debilidad de espíritu, no de rango, y no la juzgaré por su condición de doncella. Rosalie nos ha servido fielmente desde pequeña. Es una muchacha honrada, y sabe tu madre lo abatida que se encontraba ayer cuando platicó con ella tras la partida de Eleazar.

—¿Platicaron?

—Tu madre necesitaba confirmar que el hijo que llevaba en el vientre era tuyo —explicó el Rey—. No voy a mentirte, Emmett; puse el grito en el Cielo cuando oí la noticia. Creí que era otra de tus andanzas, sólo que ésta había acabado con un niño en camino. Pero Rosalie le ha explicado a tu madre que no ha sido su intención embaucarte ni la tuya aprovecharte de su debilidad, y que el embarazo es el producto fortuito del amor sincero que guardan el uno por el otro. Lo cual no lo hace correcto, Emmett, quiero que comprendas esto. Es indecente concebir un hijo de esa manera. Pero tu madre ha visto el amor indiscutible en su mirada, y le ha creído. Y debo admitir que ahora yo, viendo el brillo en tus ojos, no encuentro motivos para dudar de su palabra, ni de la tuya.

—No los tienes —corroboró el príncipe emocionado.

—No te culparé por amarla, ni desestimaré tus sentimientos. Ese es un infortunio que me entristece, mas no me decepciona. Has tenido a la vez la grandeza de ver a la persona detrás del rango, y la fatalidad de enamorarte de ella. Me enorgullece saberte capaz de amar a un ser humano por encima de su condición, más me aflige ver el camino por el que esa cualidad te ha llevado, y me decepciona tu comportamiento libertino. No puedes elegir de quién te enamoras, Emmett, pero sí puedes decidir de qué manera proceder, y tu proceder no ha sido el de un caballero.

Avergonzado, el príncipe agachó la mirada y dejó escapar un suspiro.

—Lo siento —se disculpó en voz baja y profunda—. No ha sido mi intención decepcionarte, padre, mas no he podido refrenar el impulso de mi corazón.

Carlisle se obligó a guardar para sí mismo la mueca que tiraba de la comisura de sus labios. «Ni el de tu carne», quiso replicar, pero decidió callar para no avivar el fuego con más leña.

—Lo sé —se limitó a contestar, y respiró profundo para recobrar su temple antes de plantear un último punto—. Y en tercer lugar,... me has preguntado qué pienso hacer al respecto —. El heredero lo miró expectante, ansiando que la clemencia que su padre había tenido para con él en su discurso se reflejara en su decisión—. Lo he meditado mucho durante la noche, pero ha sido esta plática que ahora mantengo contigo la que me ha dado la pauta de lo que debo hacer esta vez. Y la respuesta, hijo mío,... es nada.

Emmett frunció el ceño, completamente desconcertado por aquellas palabras.

—¿Qué quieres decir, padre?

—Exactamente lo que has oído. No cancelaré tu boda, no decidiré sobre el embarazo de Rosalie ni me interpondré entre tú y ese hijo por nacer, ni intercederé por ti ante ninguna de las partes, ni siquiera ante Su Majestad Laurent. Esta vez me mantendré al margen.

—Pero, padre...

—Estoy cediendo a tus deseos, Emmett. Me has hecho un planteo valedero, y no lo ignoraré. Querías decidir sobre tu vida. Bien, ahora decidirás, y serás responsable por las elecciones que tomes. Eres el futuro soberano de estas tierras, y ya tienes edad suficiente para festejar tus propios aciertos y reparar tus propios errores. Siempre encontrarás en mí un consejero, y mientras viva, yo seré quien decida sobre el futuro de Aguamarina. Pero como bien has dicho, tu futuro no me pertenece, y ya no seré yo quien disponga de tu destino.

El príncipe quedó tan sorprendido con aquella decisión de no decidir, que permaneció en silencio por el resto del trayecto hacia el pueblo. Acababa de retomar las riendas de su vida, pero no tenía idea de qué hacer con ellas. En su hogar le esperaba una prometida a la que no amaba y una enamorada prohibida con un hijo suyo en el vientre. Y en el medio, una familia decepcionada y un futuro suegro con quien no podía entrar en conflicto si quería preservar la paz y la seguridad de su gente.

Muchas decisiones que tomar en muy poco tiempo, y un centenar de consecuencias que afectarían no sólo su propia vida, sino la de incontables personas. La urgente pregunta era, una y mil veces más, la misma: ¿qué iba a hacer ahora?

x~x~x~x~x~x~x~x~x~x

—Soy un valiente caballero... Soy un valiente caballero... —se repitió Benjamin por lo bajo, temblando internamente como una hoja mientras caminaba por los pasillos del ala Este del castillo hacia la alcoba de la Princesa María. El valiente caballero iba medio escondido tras la alta figura de su hermana, casi como un niño pequeño aferrado a la falda de su madre.

¿Qué delito habían cometido ahora para que Su Temible Alteza de Pasos Blancos los mandara a llamar? Por su parte, no había hecho una sola travesura más desde aquel día en que había escondido un sapo en la cesta de la ropa limpia de Jessica, y eso había sido varias semanas atrás.

Intentando animarse, el pequeño se preguntó inocentemente si María habría solicitado su presencia para anunciarles que se había vuelto buena y quería invitarlos a tomar el té con pastelitos de crema. El optimismo le duró muy poco, pues enseguida se dijo que eso no era posible: nadie tomaba el té a las doce del mediodía.

Con la imaginación dibujando montones de nuevas y horribles escenas en su mente, Benjamin buscó consuelo en el rostro usualmente templado de su hermana, pero no lo encontró. Rosalie estaba tan inquieta como él, y su preocupación se reflejaba en sus ojos cansados y su frente surcada de líneas.

El médico le había recomendado un día de reposo, y sin embargo allí estaba ella, siguiendo los pasos de la misma bestia que horas atrás la había engañado con el mismo truco, poniendo en peligro su vida y la de su hijo. De no haber estado Jasper allí aquella mañana para asegurarle que James no le pondría una sola mano encima, Rosalie ni siquiera habría osado levantarse de su cama, mucho menos permitir que Benjamin los acompañara. Con todo, la doncella no dudaba que la princesa de los ojos esmeralda era capaz de monstruosidades semejantes o peores a las de su atacante, y temía que un simple guardia como Jasper no podría hacer nada contra las agresiones de su mismísima Señora.

Benjamin vio los pequeños cortes y la mejilla ahora morada de su hermana, y el miedo lo invadió con más fuerza que antes. Rosalie había sido muy esquiva a la hora de explicarle lo que había sucedido. Sin embargo, el nerviosismo con que lo había sujetado del brazo cuando James había llamado a su puerta le había dado al muchachito la pauta de que el guardia malo había tenido algo que ver.

Agitado, el niño dirigió su mirada más adelante, buscando un poco de calma en la figura del caballero que más confianza le inspiraba. Para su desgracia, tampoco eso le sirvió de mucho. Jasper llevaba una cara de los mil demonios. Caminaba junto a James varios metros más adelante, enfrascado en una discreta pero evidente discusión con su compañero de guardia. Le reclamaba severamente algo acerca de su comportamiento la noche anterior, mientras James le respondía con su acostumbrado cinismo y actitud pendenciera que se metiera en sus propios asuntos.

—¿Acaso estás demente? ¿Qué no tienes escrúpulos? —oyó el reproche de su amigo.

—Fue una maldita orden, Jasper, y la cumplí con gusto.

—Eres despreciable.

—Y tú un iluso y un imbécil. Llegaste aquí y te creíste el cuento de la pobreza digna y el sirviente honrado y feliz, ¿no es verdad? —se mofó—. Pues déjame decirte que así no funcionan las cosas. Si quieres ser alguien antes tienes que aprender a agachar la cabeza. Lo que te ordenan, lo cumples, o te atienes a las consecuencias. Pero descuida, ya estás muy cerca de aprenderlo a la fuerza.

—Estás equivocado. Puedes acatar las normas sin traicionar tus principios.

—¿Así que tienes principios? —rió—. Qué bien, qué bien... ¿Por qué no se los detallas a María uno por uno ahora que la veamos? Está de un humor entrañable. Le encantará oír tus tonterías antes de pisar tu cabeza y la de tus amiguitos.

Benjamin oyó esa última ironía de James y volvió a temblar de miedo.

—Soy un valiente caballero... Soy un valiente caballero... —repitió en un murmullo.

Detrás suyo, como recordándole que había alguien más caminando junto a ellos, la voz cantarina de Alice intentó transmitirle un poco de tranquilidad.

—No tengas miedo, estaremos bien —le dijo en un susurro, posando una mano en su hombro.

Benjamin estuvo a punto de hablarle, pero en medio de su pavor recordó que se había prometido internamente no dirigirle la palabra a la menuda mujercita. Alice era su amiga, pero no había estado bien al enojarse con el Señor Jasper. Él no tenía la culpa de andar en las moras por ella. Así que el niño se había decidido a hacer justicia por cuenta propia. Si ella se enojaba con Jasper, Benjamin se enojaría con ella. Ojo por ojo, diente por diente.

—Soy un valiente caballero... Soy un valiente caballero... —continuó repitiendo, mirando al frente y simulando no haberla oído.

Alice frunció un poco el ceño e intentó una vez más.

—Benji, ¿me oyes? Todo estará bien, no tienes por qué temer —le dijo al oído un poco más alto, acercando su rostro al de él para cerciorarse de ser escuchada y vista.

No hubo caso. Benjamin no se dio por aludido y, en cambio, volteó el rostro hacia el otro lado, fingiendo estar muy interesado en las nubes que desfilaban por la ventana.

Sabiendo muy bien lo que el niño estaba haciendo, la doncella hizo una mueca y le tocó el hombro reiteradas veces con su puntiagudo dedo índice.

—Benjamin...

—Mmmm...

—Benji...

—Mmmm...

—Benji... Benji... Benji...

—No te oigo... No te oigo... No te oigo...

Alice frunció el ceño y soltó un puchero al aire.

—¿Otra vez me estás ignorando? Desde ayer que no me hablas. ¿Qué te he hecho para que me trates así?

El muchachito resopló y se cruzó de brazos sin dejar de caminar, dedicándole una mirada severa que, a su edad, provocaba más risa que miedo.

—Lo siento, Alice, pero estoy enojado contigo.

A pesar de la desagradable situación hacia la que se dirigían, la doncella estuvo tentada de soltar una pequeña risa, la cual logró ahogar a tiempo.

—Eso puedo verlo, pero no comprendo por qué.

—No puedo decírtelo.

—¿No puedes decirme por qué estás enojado conmigo?

—No... —dudó—. Bueno, creo que no puedo decírtelo, aunque no estoy seguro. Pero por si acaso no te lo diré.

—¿Y por qué no puedes decírmelo?

—Es un secreto.

—¿Un secreto? —preguntó Alice con curiosidad.

—Sí, un secreto. No lo revelaré por nada del mundo.

La joven criada, que si algo detestaba era estar enemistada con la gente, buscó en silencio la manera de averiguar el motivo del enojo de su pequeño amigo. Conociendo su punto débil, demoró sólo un instante en decidir qué hacer: sobornarlo con dulces era la mejor opción.

—Qué lástima. Pensaba hornear un pastel de fresas y convidarte una buena porción, pero ya que estás enfadado supongo que no querrás compartir conmigo —dijo al pasar con su voz de pajarillo, paseando la mirada por los pasillos y aguardando a que el pez mordiera el anzuelo. No tuvo que esperar mucho.

—¿Un... pastel de fresas? —preguntó Benjamin, intentando fallidamente ocultar el repentino interés que asomó a su carita de niño.

—Mmhmmm... —asintió su amiga.

—Me encanta el pastel de fresas...

—Lo sé. Si tú quieres, yo podría compartirlo contigo.

El rostro de Benjamin se iluminó como un candelabro.

—Sí, sí quiero.

—Pero primero tienes que decirme por qué te has enfadado conmigo.

—Ay... —se quejó desanimado, advirtiendo que su mente y su estómago tiraban para lados contrarios.

—Le pondré mucha azúcar... —canturreó la muchacha.

—Oh...

—Y puede que hasta copitos de crema arriba...

—¡Copitos de crema!

—Todo a cambio de que seas sincero conmigo, sólo eso es lo que pido.

Benjamin entrecerró los ojos, estudiando sus opciones.

—¿Sólo... que sea sincero?

—Sólo que seas sincero —aseguró Alice con su mejor expresión de ángel caído del cielo.

—Supongo que... ser sincero no es malo —meditó el niño.

—No, ser sincero es muy bueno, y te da buenas recompensas. Entre ellas, pasteles de fresas con azúcar y copitos de crema encima.

—Hmmm —asintió el niño con la boca hecha agua, y la doncella casi soltó la carcajada al adivinar el descomunal pastel que Benjamin estaría dibujando en su mente—. De acuerdo... Pero tendrá que ser una porción bien grande, Alice.

—Hecho —prometió—. Ahora dime, ¿qué es lo que te ha enfadado?

—Bueno... —comenzó el muchachito—. Tú... Tú eres mi amiga, y me agradas. Me agradas porque juegas conmigo y cuando horneas pasteles siempre guardas uno para mí. No es que ya no seas mi amiga, sigues siendo mi amiga, aunque ahora estoy enfadado contigo. Pero ten en cuenta que no me gustaría que dejes de jugar conmigo y hornear pasteles extra para mí, porque entonces sí que me enfadaría mucho. Pero ahora no estoy enfadado por eso, porque sí has jugado conmigo y horneado pasteles estos días. Aunque la última vez horneaste uno de peras y las peras no me gustan. Pero no es por eso que estoy enfadado, estoy enfadado por otra cosa...

—Benji, ya ve al grano, por favor —bufó Alice.

—Ya, ya voy... Ahora estoy enojado contigo... porque has sido mala con el Señor Jasper, y el Señor Jasper también es mi amigo, así que estoy molesto contigo —explicó en un susurro, como si así pudiera mantener algo de aquel secreto, y luego retornó a su tono de voz habitual—. ¿Sí me darás esa porción de pastel, cierto?

Alice ignoró la última pregunta y abrió los ojos como platos. Esa acusación no se la esperaba en absoluto.

—¿Yo? ¿Yo he sido mala con Jasper? —chilló por lo bajo, cuidando que el mencionado no oyera—. ¡Eso no es cierto!

Rosalie alcanzó a oír a sus espaldas el agudo quejido de su amiga y volteó a ver qué sucedía.

—¿Qué se traen ustedes dos? —preguntó con el ceño fruncido.

—Óyelo nomás, Rose, dice que yo he sido mala con Jasper —protestó la menuda doncella, manteniendo siempre un volumen de voz casi inaudible pero no por eso menos chillón—. Él es quien ha sido malo conmigo.

El niño sacudió la cabeza fervientemente.

—Alice, no mientas, mentir es de embusteros.

—Benjamin —lo reprendió Rosalie con ese tono severo que usaba cuando se ponía en rol de madre—, te he dicho ya muchas veces que no debes meter tus narices en discusiones de adultos que no te conciernen. No seas irrespetuoso.

—No, Rose, déjalo que hable, quiero saber con qué cuento le ha ido Jasper —interfirió Alice, ella misma comenzando a enojarse. No podía creer que ese hombre del que se había enamorado tanto fuera tan cobarde de manipular a un niño para alejarlo de ella con mentiras. Después de haber sido traicionada y humillada, después de haber llorado y seguir llorando por él, lo último que le faltaba era que Jasper la señalara como la bruja malvada de esa historia sin final feliz.

—Sí, Rose, déjame, lo estoy haciendo por un pastel de fresas.

—Benjamin, basta —volvió a regañarlo su hermana—. No sé qué te haya dicho Jasper, pero Alice no ha sido mala con él ni con nadie. Deja de difamarla.

—El Señor Jasper no me ha dicho nada, yo solo he llegado a la conclusión de que Alice ha sido mala con él.

—¿Yo he sido mala con él? —repitió la morocha, incrédula—. ¿En qué modo he sido mala con él?

—Sí, tú. Lo has hecho llorar, y eso no se hace.

El rostro de Rosalie reflejó el completo desconcierto en el semblante de Alice.

—¿Benjamin, qué estás diciendo?

—¡Es lo que tú siempre me dices, Rose! No está bien hacer llorar a la gente.

Esta vez fue Alice quien preguntó, aún sin poder creer lo que oía. ¿Eran puras fantasías de Benjamin, o realmente sabía de lo que hablaba?

—¿De dónde sacaste la idea de que he hecho llorar a Jasper?

—¡Yo lo vi!... Oh... Creo que eso era parte de lo que no debía contarte.

—¿Lo viste llorar?

—Sí. Pero por favor no le digas que te lo dije. Juré por el escudo de Aguamarina que no lo diría.

El corazón de Alice se estrujó como se escurre un trapo viejo. Jasper, su Jasper que no era suyo... había estado llorando. Recordó que sólo lo había visto llorar a cuentagotas aquel día en las caballerizas, abrumado por la carta de su tío y el recuerdo de su triste pasado. Recordó también cuánto había deseado abrazarlo para sanar su pena, y notó con angustia que aún lo amaba profundamente, porque a pesar de todo aquel deseo seguía vivo. El sufrimiento de él aún era motivo de tristeza para ella, y sus pequeños brazos aún clamaban por ofrecerle consuelo en los momentos de dolor, aunque él se hubiera comportado como un cretino. Tal vez porque el Jasper que ella había visto llorar no se asemejaba en nada a aquel desconocido que se había burlado tan cruelmente de ella. Eran dos personas extrañamente diferentes, y Alice aún no comprendía cómo es que su trato había podido cambiar tanto de la noche a la mañana.

—Ha de haber estado llorando por causa de alguien más, no mía. Jasper no derramaría ni media lágrima por mí —se dijo más a sí misma que a Benjamin, pero éste la escuchó y volvió a sacudir la cabeza en señal de negación.

—No seas mentirosa, Alice, estaba llorando por tu culpa —la reprendió el niño—. Pobre Señor Jasper, lo dejaste morado.

La joven abrió los ojos como un par de redondas monedas, y Rosalie no se quedó atrás.

—Ay, Alice, no me digas que lo abofeteaste —le dijo a su amiga, quien se sobresaltó una vez más.

—¡Claro que no!

—¿Y cómo es que lo dejaste morado? —preguntó la rubia, mirando al frente un momento para estudiar el rostro del guardia, que seguía demasiado ocupado discutiendo con James como para escuchar una sola palabra de lo que hablaban—. Aunque yo no lo veo morado...

—Alice lo puso morado y después se enojó con él por... pues por eso, por haberse puesto morado por ella.

—Benjamin, no comprendo nada. ¿Qué es exactamente lo que te dijo?

—Aish, siempre tengo que explicarlo todo —protestó el niño, y volvió a bajar la voz—. Encontré al Señor Jasper llorando. Le pregunté qué le ocurría y me dijo que estaba triste porque Alice se enojó con él, todo porque el pobre Señor Jasper le hizo saber que estaba todo morado por ella.

Rosalie sacudió la cabeza, frustrada por la falta de claridad en las palabras de su hermanito.

—¿Puedes decirme a qué te refieres con morado?

—Pues no entendí muy bien, pero según el Señor Jasper es lo que le ocurre a uno cuando le cruje el estómago y quiere comerse a una persona.

—¿Qué cosa? —alzó las cejas Alice, atónita como estaba.

—No, no, me confundí, así no era... —se excusó el niño— ¿Cómo dijo que era?... Algo como lo que a mí me pasa con los pasteles, sólo que el Señor Jasper es raro y en lugar de pasarle con un pastel le pasa con Alice.

—¿Y qué le pasa?

—Eso, eso de los pasteles, que le gusta mucho y le cruje el estómago cuando la ve, y cuando no la ve se pone mal como yo cuando me dejan sin postre. Está... ¿cómo era la palabra?... Enfresado... No... Enframbuesado... Enfrutillado... Enmorado...

—¿Enamorado?

—¡Eso, Rose, eso! Se enamoretonó de Alice y ahora quiere casarse y tener niños con ella, pero Alice es mala y le dijo que no quiere, y ahora el Señor Jasper anda llorando por los rincones de las caballerizas por su culpa.

Alice oyó aquellas palabras, dichas siempre en un murmullo, y creyó que el corazón se le saldría por la boca.

—Eso... ¿eso te dijo?

—Sí... Pero me hizo jurar que no te diría nada, así que no le digas que te dije lo que me dijo porque me dijo que no te dijera... lo que ya te dije. Y a ti tampoco, Rose.

Alice asintió en silencio, demasiado abstraída en sus pensamientos como para saber lo que hacía.

Conocía demasiado a Benjamin. Era un niño travieso, pero no al punto de jugar con los sentimientos de la gente. Rosalie lo había criado maravillosamente bien en ese aspecto. Lo que era aún más notable, jamás mentía. Si Benjamin decía que Jasper le había confesado estar enamorado de ella, era porque realmente lo había hecho. Quedaba dudar, entonces, de la palabra de Jasper.

Su cabeza, escudo de su ya herido corazón, le gritó que desconfiara, que no se dejara guiar por cortesías y frases hechas que seguramente no eran otra cosa que mentiras y más mentiras de aquel astuto comandante. La había engañado a ella por semanas, ¿por qué no podría engañar a un niño en una simple conversación?

Pero de nuevo, nada de eso tenía sentido. No parecía factible que Jasper pudiera ensañarse con ella lo suficiente como para intentar quitarle a sus seres queridos a través de más engaños y difamaciones. Tampoco era imaginable que el reservado guardia fuera capaz de someterse a la humillación de mostrarse débil delante de un niño, fingiendo lágrimas y un amor falsos sólo para divertirse un rato. Jasper no era un hombre que se tomara a broma su dignidad. Si se había avergonzado de llorar delante de Alice, era poco probable que llorara sin pudor delante de Benjamin. A menos que, de nuevo, Jasper no tuviera nada del hombre que había sido con ella las primeras semanas, y que fuera en realidad un joven sin escrúpulos capaz de arriesgar su honor por un juego cruel.

Alice había visto el despreciable ramo de albahaca con sus propios ojos. Había leído la carta que lo acompañaba y lo había arrojado todo a la basura. Lo había visto a él, allí parado frente a ella, sin intentar negarlo siquiera. Un hombre enamorado no le hubiera hecho un recado así. Un hombre enamorado no le hubiera regalado albahaca. A menos que esas flores...

Recordó la conversación que había tenido con Bella dos días atrás, y notó con temor y emoción a la vez que su corazón hacía oídos sordos a las advertencias de su cabeza, porque algo en su alma le decía que no podía haberse equivocado tanto. Si Benjamin no era capaz de mentirle, mucho menos lo era Bella. Y Bella, su querida Bella, la hermana que la vida le había regalado, le había dicho con toda seguridad que el episodio de las flores no podía ser más que un terrible error.

«Jasper estuvo aquí, en esta alcoba, hace tan sólo unos días, pidiendo permiso a Edward para cortar una rosa roja y regalártela. Está enamorado de ti, Alice» la oyó decir en su mente. «¿Con qué objeto se pondría en el aprieto de hablar con el Príncipe de Aguamarina sólo para hacerlo parte de un engaño?»

En aquel momento, Alice había estado demasiado abrumada por la inmediatez de aquel dolor como para considerar seriamente las palabras de su amiga. Había creído que la intención de la Princesa había sido levantar su ánimo con una luz de esperanza, pero no se había dado la posibilidad de creer que esa esperanza pudiera existir realmente. Ahora, habiendo escuchado el relato de Benjamin y tenido algo de tiempo para reflexionar sobre su situación, encontraba que el engaño de Jasper carecía cada vez más de sentido alguno. ¿Semanas enteras montando una imagen distorsionada de sí mismo, fingiendo una falsa amistad por alguien que aborrecía sin motivo? ¿Conversaciones con Benjamin, y peor aún, con el mismísimo hijo del Rey de Aguamarina y su esposa, manifestándoles un profundo amor por ella cuando sus sentimientos eran los opuestos? ¿Con qué fin desplegaría todo ese mapa de artificios y mentiras, involucrando príncipes y plebeyos, sólo para burlarse de ella? Jasper no era un muchacho atolondrado. Era un joven que había madurado de golpe, y que a causa de ello había obtenido un lugar como comandante en el ejército de Pasos Blancos, y luego como guardia personal de María. Un hombre con un pasado tan duro y un presente tan serio no invertiría sus energías ni arriesgaría su puesto por burlarse tan prolongadamente de una simple criada. Mucho menos él, que estando al servicio de una mujer tan despótica como María conocía de sobra el peligro de entrar en conflicto con una de las autoridades máximas de un Reino. «Ningún sirviente con un poco de sentido común haría algo semejante» repitió Isabella en su cabeza, y Alice admitió por fin que su ama y amiga tenía razón.

Pero entonces, si cada palabra que Jasper había dicho frente a los príncipes era cierta; si las que creía mentiras eran verdades, y las que creía verdades eran espejismos de su mente, entonces su corazón estaba en lo cierto, y nunca se había equivocado realmente.

Y eso... Eso sí tenía sentido. Tenía sentido, porque Jasper no había tenido más que hermosos gestos para con ella antes de aquel incidente de las flores. Le había confiado su pasado antes que a nadie, y había escuchado atentamente el suyo, prometiéndole que jamás se sentiría sola mientras él estuviera allí. Le había dedicado sus horas libres durante semanas, enseñándole pacientemente a leer y a escribir, festejando sus logros como si fueran su mayor motivo de orgullo. Había dejado su puesto de guardia durante la boda Real sólo para bailar una pieza con ella, y la había defendido ante James aquella mañana en la que Alice creyó que la besaría. Y tal vez, sólo tal vez, esa mañana él la hubiera besado si hubiera tenido la oportunidad, porque ella estaba segura de haber leído aquel deseo en su mirada clara. Así como lo había leído al día siguiente en su habitación, a oscuras, abrazados como un par de enamorados. Ese día en que él la había estrechado fuertemente contra su pecho y le había dicho con un beso en la frente que ella siempre sería preciosa para él.

Tenía sentido, sí. Que él la amara así, tímidamente y en silencio, tal como ella lo amaba a él; eso sí tenía sentido.

—Él... él... ¿está enamorado de mí? —preguntó en un hilo de voz, sus ojos recobrando la chispa que creyó apagada para siempre, su pecho henchido de emoción. Rosalie la vio y sonrió discretamente. Sabía que no podía haberse equivocado con respecto a esos dos.

—Sí —respondió el niño como si tal cosa, y contraatacó con una pregunta que para él era esencial—. ¿Cuándo me darás el pastel de fresa con azúcar y muchos copitos de crema?... ¿Alice?... ¿Me oyes?...

El niño sacudió la mano delante del rostro de su menuda amiga, pero no consiguió reacción alguna. Alice estaba perdida en su inmensa esperanza. ¿Jasper, su Jasper que no era suyo, sí era suyo? ¿La amaba realmente, al punto de pensar en matrimonio e hijos?

—¿Me estás ignorando tú a mí?... Me prometiste un pastel, más te vale que cumplas... ¡Alice! Aish, me voy a enfadar peor de lo que ya estoy —oyó protestar al niño, pero parecía una voz lejana que en ese momento no podía acceder a su entendimiento.

Una sola cosa, una sola persona ocupaba su mente en aquel momento, y hacia allí se dirigió, sus pies flotando en un mágico ensueño.

—Alice, ¿qué haces? —oyó la voz de Rose, pero también la ignoró.

Acababan de llegar a las puertas de la alcoba de María, por lo que ambos guardias concluyeron su acalorada discusión con una mueca de descontento. James llamó a la puerta, como siempre lo hacía, y Jasper permaneció a un costado, respaldado sobre la pared.

Fue sólo un instante, pero a Alice le pareció una eternidad.

—¿Jasper? —lo llamó en voz baja, su garganta hecha un nudo de anhelo, miedo y felicidad. Si se equivocaba otra vez, los restos de su pobre corazón no resistirían un segundo rechazo, y acabarían hechos polvo dentro de su pecho. Pero si estaba en lo cierto, las piezas volverían a juntarse, y en esa felicidad inmensa ella uniría su corazón recuperado al de su amado caballero. Y entonces le diría que sí, que ella también lo amaba, que también quería casarse con él y tener montones de pequeños Jaspers correteando por el establo entre todos los caballos, tal como alguna vez le había confesado a su querida Rose.

Sacudió la cabeza para deshacerse de esas ideas, tanto las malas como las buenas, y alzó la vista para concentrar su atención en él, en su mirada y en ese dudoso presente. Y cuando lo hizo, su pecho se oprimió de angustia.

Él la había oído, y sus ojos habían buscado los suyos. Y aquella mirada... Alice nunca había visto nada más triste. Sus luceros azules eran un océano de profundo dolor, como si mirarla le hiciera daño. No era rechazo, no era repulsión, no era rabia ni disgusto. Era agonía, una congoja tan grande que no cabía en su pecho y se escapaba por su mirada. Como si esos ojos cansados se hubieran secado de tanto llorar, como si su luz se hubiera ahogado entre lágrimas. Tal como le había pasado a ella.

—Jasper... —volvió a pronunciar su nombre, su voz afectada al ver tanta tristeza de tan cerca, espejo de su propio sufrimiento.

—¿Sí, señorita?

Su tono grave le sonó a terciopelo. Su mote respetuoso, a un miedo inmenso a cruzar la distancia que ella había impuesto entre los dos.

«Necesitamos hablar» quiso decirle, pero no alcanzó a tiempo.

La puerta de la recámara se abrió y un guardia de cabello castaño y ojos oscuros hizo su aparición. Tras un breve escrutinio, el caballero volteó para informar a la princesa la llegada de los visitantes.

—Están aquí sus dos guardias personales, dos doncellas y un niño del servicio, Alteza.

—Que pasen —se oyó la voz melodiosa de María.

Y así, sin más preámbulos, comenzó el calvario.


Adelante, línchenme que me lo merezco XD De verdad que ya me da calor tardar tanto, pero no las voy a abrumar con mis 500 excusas, para eso ya usé el blog. Sí les digo que en dos semanas rindo mis últimos exámenes del año, así que ya voy a tener vacaciones y, si Dios y la inspiración quieren, voy a tardar menos tiempo en actualizar ;) Un pequeño aviso: el tema de las actualizaciones lo voy avisando a través del blog (tienen el link en mi perfil), lo mismo que los adelantos que posteo. No está permitido subir notas de autor como capítulos, así que no puedo avisarles a través de este medio cuándo voy a actualizar, mucho menos si los reviews son anónimos y no tienen una cuenta como para que yo pueda mandarles un mensaje privado y ponerlas al tanto. Así que si tienen alguna duda, van al blog y ahí sí tienen todo ;)

¿Qué les pareció el cap? Quería llegar a cubrir la escena de María, pero al final decidí cortarlo para no extenderme demasiado (iba por la página 28 de Word y todavía me faltaban varias más), así que María tendrá su revancha en el próximo capítulo. En cuanto al resto... me da mucha curiosidad saber cuántas de ustedes se imaginaron que Emmett se enteraría del embarazo de esta manera, y a cuántas en cambio se les cayó la mandíbula y pensaron "¡Epa, Carlisle! ¿Y así se lo decís?" XD Así que si pueden cuéntenme, que quiero saber si las sorprendí ;) Lo de Benjamin imagino que se lo veían venir un poco más. Pobre Jasper, le resultó bastante boca floja el confidente, lo deschavó por un mísero pastel, jajaja!

Como siempre, y más que nunca por la enorme paciencia que tienen, mis más sinceros y enormes agradecimientos a: beakis, Christina Becker, yesenia beltran, Romy92, BellKris Cullen, KlaudiaLobithaCullen, Maya Cullen Masen, Dani salvatore cullen, , Shal198303, ALI-LU CULLEN, keytani, crematlv19, CiSuCullen, cintygise, madeki, Suiza19, Mafe D. Rojas, Nelita Cullen Hale, Liz, Emmett McCartys angel, TatyPattz, Mon de Cullen, stefanny93, Gery Whitlock, luciajanet, Ara Cullen, MarieAliceIsabella, elva, Alice Cullen, AliceJasper1948, Shiru92, amelia, Maruri-Whitlock, Jalice fan, Nessi swan, Esme Cullen, a los anónimos y a los que andan por ahí leyendo a escondidas. MUCHAS, MUCHAS, MUCHÍSIMAS GRACIAS DE CORAZÓN :)

Por último, 3 grandes historias que les recomiendo que lean: Deseo de Maternidad de TatyPattz, Caprichos del Destino de Romy92, y Amor de Película de KlaudiaLobithaCullen. No se van a decepcionar ;)

Me voy antes de que la nota de autor sea más larga que el capítulo. Gracias por el cariño y el apoyo de siempre, me hacen muy feliz :)

Besos!

Lulu ;)