NADA CAMBIARÁ MI AMOR POR TI
Con un siseo, entrecerrando los ojos, Damon agarró los brazos de Elena. Esperó un paso atrás instintivo como el que había efectuado por detrás. Pero no hubo ningún movimiento hacia atrás, sino que en su lugar hubo algo parecido al salto de una llama ansiosa en aquellos enormes ojos malaquita. Los labios de Elena se abrieron involuntariamente.
Supo que era involuntario. Había dispuesto de muchísimos años para estudiar las respuestas de las jóvenes. Supo lo que significaba cuando la mirada fue primero a sus labios antes de alzarse hasta sus ojos.
No puedo volver a besarla. No puedo. Es una debilidad humana, el modo en el que ella me afecta. No se da cuenta de lo que es ser tan joven y tan increíblemente hermosa. Algún día lo aprenderá. De hecho yo podría enseñárselo ahora accidentalmente.
Como si pudiera oírlo, Elena cerró los ojos. Dejó caer la cabeza atrás y de improviso Damon se encontró sosteniendo en parte su peso. Estaba dejando de pensar en sí misma, y le mostraba que a pesar de todo confiaba en él, todavía...
...todavía le amaba.
Ni siquiera el propio Damon sabía qué iba a hacer mientras se inclinaba hacia ella. Estaba muerto de hambre. El hambre le desgarraba igual que las zarpas de un lobo. Le hacía sentir aturdido, mareado y fuera de control. ¿Qué haría él tan cerca de los labios de Elena, tan cerca de su garganta sangrante?
Dos lágrimas resbalaron por debajo de las oscuras pestañas y se deslizaron un corto trecho por el rostro de la muchacha antes de caer en el dorado cabello. Damon descubrió que paladeaba una sin pensar.
Todavía era una doncella. Bueno, era de esperar; Stefan todavía estaba demasiado débil para mantenerse en pie. Pero por encima del cínico pensamiento llegó una imagen y sólo unas pocas palabras: un espíritu tan puro como la nieve recién caída.
Repentinamente experimentó una hambre diferente, una sed diferente. El único lugar para aplacar aquella necesidad estaba cerca. Con desesperación, apremiante, buscó y encontró los labios de Elena. Y entonces descubrió que perdía todo control. Lo que más necesitaba estaba allí, y Elena podría temblar, pero no lo apartaba.
Los besos habían llegado ya al punto en que incluso la diminuta voz de la razón se desvanecía. Elena había perdido la capacidad de mantenerse en pie, y él tenía que tumbarla en alguna parte o darle una oportunidad de echarse atrás. Y lo intentó, pero ella se agarró más fuerte a él. A su camisa, a sus cabellos. Y él ya no pudo más, la deseaba. La deseaba en ese mismo momento, en ese mismo lugar. Tenía que tomarla o explotaría.
La cogió en brazos, sin romper el beso, y, como pudo, la llevó hasta la cama en la que sólo unas pocas horas antes él había estado planeando cómo recuperar la bola estrella de Misao. La tumbó y automáticamente se echó encima de ella. Rápidamente fueron desapareciendo todas las ropas que llevaban puestas.
Hacía siglos que él no estaba así con una chica, con tantas prisas, con tanta desesperación. Claro que había habido otras. Él era Damon Salvatore, aquél a quien copió Casanova o en quien se inspiraron para crear al ficticio Don Juan de Marco. Durante diez años antes de su conversión, se había acostado con todas las muchachas disponibles (y las no tan libres) tanto de Florencia como de Venecia e incluso de Roma. Y, en los quinientos años que había vivido como vampiro había hecho lo mismo. Era un mujeriego, sí, él era el primero en reconocerlo. Le gustaban las mujeres, quizás demasiado. Pero no podía cambiar, a estas alturas no.
-Te dolerá un poco, pero enseguida pasará. Te lo prometo, princesa –le susurró al oído.
-Cállate y hazlo ya –urgió ella-. Me estás volviendo loca.
-Pues ya somos dos, ragazza mia –y dicho esto la hizo suya.