Autora: ¡Ta-daa! Aquí está el prólogo escrito nuevamente y bien coqueto. Me siento orgullosa de cómo está, ahora sí que tiene ese aire que buscaba en mi mente.

Gracias por siempre a mi grandiosa beta, que me aguanta, me tiene paciencia y es capaz de corregir mis más tontos errores (coma, coma, coma ¡Era punto seguido!)

¡Ahora, a disfrutar!

Disclaimer: Hidekaz Himaruya.

Advertencias generales: Historia de alto contenido erótico. Violencia. Fantasía oscura. Muerte de personajes.

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Prólogo

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— Arthur, ¿Me perteneces? — Sus ojos azules están enrojecidos por el llanto. Su pecho bulle dolorosamente, por la rabia y la impotencia.

Los maldecía. Maldecía a sus padres desde el fondo de su alma.

¿Cómo era posible?

¡¿Qué cosa maligna ha hecho contra ellos como para que quieran arrebatárselo?!

Las pupilas verdes observan por unos segundos a otro sitio: el manzano. El grueso y frondoso manzano, que siempre ha estado junto a ellos y que ahora les da sombra en esa calurosa tarde de verano.

El jardín está vacío, totalmente vacío. No hay pájaros, ni esos pequeños hombrecillos que tenían la mala costumbre de otear por lo matorrales, con sus malignas sonrisas.

Nada.

No quiere mirarlo llorar, porque en su tribu, era una muestra de debilidad. Verlo resulta como una ofensa a su amo.

Pero a Alfred, parece no importarle en lo más mínimo que sus lágrimas corran frente a él.

Las manos bronceadas le aprietan fuertemente los brazos, con desesperación. Llega a doler, porque el chico no es capaz de controlar su fuerza. Duele, realmente duele.

Pero Arthur no reclamará.

― Sí amo, le pertenezco.

― ¡¿Cuándo será el maldito día que me tutees?! ― Lo zamarreó mientras la angustia se hacía cada vez más patente en su voz. Alfred se aferraba a la camisa blanca que le había regalado tiempo atrás. Como todo lo que tiene.

El joven de piel más clara y cabello color del trigo parecía estar resignado. Resignado a todo cambio, a toda orden.

Su vida hace mucho tiempo dejó de ser vida.

― Sí, te pertenezco ¿Eres feliz, Alfred? Te pertenezco porque me entregaron a ti ― Respondió con cierta amargura. Nunca se iba a resignar a dejar de ser libre.

Un escalofrío recorrió el cuerpo de Alfred. Adoraba cuando Arthur pronunciaba su nombre.

Alfred podía escuchar día y noche la voz en los labios de Arthur sin cansarse. Nunca, era como un arrullo, un aliento, la voz de la vida y del amor.

El muchacho americano se quedó en silencio por unos cuantos segundos, pensando en algo.

Cada uno tenía un alma. La iglesia y su madre se lo habían enseñado de pequeño. Cuando uno muere, su alma se iba al Cielo o al Infierno a cumplir su descanso o sufrimiento eterno.

Alfred quizás estaba siendo demasiado egoísta, y quizás un enfermo dependiente, pero la idea de separarse de Arthur, sea donde fuese, le hacía querer vomitar.

Su padre, tras golpearlo, le gritó que todos esos sentimientos insanos lo arrastrarían a lo más profundo del infierno y que su alma se iba a quemar hasta el fin de los tiempos. Que su alma iba a rogar por piedad, llorar por perdón.

No entendía que maldad había en querer a Arthur. No podía comprender que pérfido o torcido podía resultar querer a alguien.

¿El amor no es algo puro?

Además… Estaba seguro de que Arthur se iría al Cielo.

La idea de que la muerte lo separase, lo enloquecía. No podía. No podía separarse de Arthur. Ni siquiera muerto.

Así que decidió preguntar.

― ¿Y tu alma? ― En el fondo temía la respuesta ― ¿Tu alma es mía?

Arthur lo miró de esa forma tan extraña suya, sobrenatural.

― Todo de mi es tuyo, desde que ocurrió el pacto. Soy simplemente un esclavo que está para servirte ― Alfred odiaba cuando Arthur se refería a sí mismo como un esclavo, pero en estos momentos, fueron alivio en palabras. Sus manos tomaron el rostro más blanco y más frío.

El muchacho de ojos color cielo le dio un beso con brusquedad.

Sí.

Sí.

Siempre juntos.

Estarían por siempre juntos, no importa qué dijeran sus padres.

Arthur no fue capaz de responder, sorprendido.

Al diablo el infierno. Que se muera la gente que lo mirase mal por quererlo.

¡Podían morirse todos ahora mismo y no le importaría!

Arthur le pertenecía, no se iba a ir. No se iba.

― Mío, por completo ― Susurró tras separarse, a pocos centímetros de la boca delgada del otro chico. Las mejillas ardían pero su pecho estaba tibio. Sólo necesitaba eso. Sólo necesitaba ese toque y ya estaba determinado a una meta ― No me separarán de ti jamás. No me importa lo que digan mis padres. Si tengo que matarlos en vida, lo haré.

Alfred era capaz de luchar contra el mundo en ese momento.

Varios años antes, al mismo muchacho, ni se le habría pasado por la cabeza el ser capaz de odiar a sus padres y pelear con ellos por un esclavo. Ni siquiera se le habría ocurrido que sería capaz de huir y abandonar todo por amor.

Varios años antes, Alfred sólo comía una manzana del árbol que habían plantado en su nombre. Por lo tanto, se puede considerar que fue un regalo. Un regalo sólo para él. Masticaba la fruta, dulce y sabrosa, mientras su jugo recorría la comisura de su delicada boca.

Habría estado sentado bajo el pequeño y enclenque manzano, tratando de protegerse del sol que achicharraba a todo ser vivo que se atrevía a enfrentarlo.

Estaba aburrido.

Era tan tedioso el calor, que le quitaba incluso las ganas de ir a bañarse al lago. Era culpa del camino, que iba a ser desagradablemente abrasador, el polvo se pegaría a su piel y el sol haría que la piel le duela.

No le temía al sol, su piel dorada lo demostraba, pero hoy era realmente insoportable.

Agradecía que a su padre se le hubiese ocurrido mandar a plantar ese árbol para él. La sombra, poca pero que existía, le ayudaba a paliar esa tarde que parecía un horno. Era un horno y él un pequeño pastelito.

Con su camisa blanca, y los pantaloncitos grises que apenas y tapaban sus rodillas rasmilladas por múltiples caídas (¡Cada una de ella es recuerdo de una aventura, valieron la pena!), aguardaba con impaciencia a que el sol baje y el calor disminuya.

Cuando eso ocurra, le dirá a su madre que quiere ir al lago, ¡y por fin! Podrá refrescarse.

Los únicos pájaros que cantaban, eran los que estaban muy adentro del bosque, donde el sol no podía molestarlos. Los otros parecían estar igual que el pequeño, aletargados y sin ganas de moverse.

Se escuchó un crujido. El pequeño movió con su parsimonia su cabecita.

Elizabeta salía por la cocina, trayendo un jarro con limonada. Alfred no pudo hacer más que sonreír, aliviado de tener con qué apaciguar su calor.

― ¡Gracias Elizabeta! ― Ni siquiera tomó en cuenta el vaso que le entregaba la mujer, agarró el jarro y bebió con avidez. El líquido recorriendo su garganta era la gloria.

― ¡Cuidado con atragantarse!

― No te preocupes Eli ― Le sonrió. Su rostro de niño poseía un brillo especial, como un ángel caminando en un edén. El sol que atravesaba el espacio entre las hojas, iluminaba su cabeza como una aureola.

Las manos blancas y delicadas de Elizabeta se posaron en su cabellera dorada. Los ojos verde oscuro del ama de llaves estaban llenos de cariño.

― Mi pequeño… ― Enredaba sus dedos en el cabello miel, admirando los hoyuelos de aquella sonrisa infantil. Era adorable.

Elizabeta se pregunta cómo es posible que gente tan seria y gris como sus señores fuesen capaces de crear ese ángel de felicidad. Quizás fuese que todavía Alfred, por ser un niño, no había sido contaminado. Quizás si se junta polos negativos, el resultado es polo positivo.

― ¡Quédate conmigo, estoy aburrido! ― Alzó su voz chillona, mirándole con esos ojitos grandes y traviesos.

La chica suspiró.

― Solo un rato, joven Alfred… tengo que preparar la mesa.

― Pero Eli yo te puedo ayudar ― La mujer sonrió con dulzura. Si sus patrones le escucharan, probablemente hubieran hecho un escándalo. Pero decidió no pronunciarse.

A esta hora, la señora Alice toma su siesta, por lo que podría no tener que soportar el regaño por estar "descuidando sus obligaciones". Que mujer más amargada y estirada… Elizabeta sigue sin comprender como pudo crear a un muchacho tan dulce como el niño a su lado.

― No queremos ningún plato roto, ¿No cree, joven? ― Se burló. El pequeño se rio nervioso.

― De acuerdo… ¡Pero te quedas un buen rato! ― Le gustaba Elizabeta porque era simpática y jugaba con él, a diferencia de los demás sirvientes. Los demás lo miraban con ojos serios y huían diciendo que jugara con alguno de sus amiguitos.

¡Pero es que se aburría de sus amigos! Francis hablaba raro, se vestía raro, comía cosas raras… y era simplemente raro. Emma era simpática pero era niña. Las niñas son aburridas, porque solo les gusta jugar a tomar el té y con sus muñecas. Y su primo Matthew… Bueno, era hombre pero realmente era demasiado soso y aburrido.

¡La única persona divertida era Eli! ¡Con ella podían juntar al bosque encantado y a los caballeros! Incluso tenía un traje especialmente decorado con cosas viejas de la cocina, y de espada una gran cuchara de palo, que era capaz de ganarle a distintos dragones.

Pero, lo que Alfred no entendía, era por qué cuando el dragón era el señor Roderich, su vecino, Elizabeta dejaba de jugar.

Con lentitud, se sentó tratando de tener un pedacito de sombra.

― ¿Sabía que su padre llega en dos días? ― Se alisó la falda verde que terminaba en sus tobillos. Elizabeta se quedó mirando las manzanas que colgaban de las ramitas débiles. Se veían suculentas.

Como si acaso pudiera leerle la mente, Alfred saca una de esas deliciosas frutas y se la entrega.

― ¿En serio? ¡Seré tan feliz cuando él llegue! Lo extraño tanto… ¡Hace mucho tiempo que no lo he visto! ―Comenzó a saltar sentado, apenas aguantándose la emoción.

― Así es, se van a cumplir seis meses mañana.

― ¡Eso es mucho tiempo! ― Exclamó. Medio año. ― Me da pena que siempre esté viajando… Lo veo tan poco. ¿Pero sabes? ¡Me dijo que me iba a traer un regalo! ¡Amo los regalos! Me encantaría que fuera un tren de juguete, son tan bonitos ¿Te imaginas Eli que me regala uno?

Elizabeta se rio ante aquel pajarillo parlanchín. Alfred adoraba hablar, lastimosamente ninguno de sus padres estaba muy interesado en escucharlo, lo que Eli no comprendía, porque era realmente divertido escuchar esa perorata infantil.

― Podría ser un tren, o quizás algo mejor. Lo que sea, lo importante es que te guste ¿Te imaginas que no te guste? ¡Qué triste sería eso!

― Es un regalo de mi padre, lo que sea, me gustará ― Le guiñó un ojo. Elizabeta rio. Por una corazonada miró a la ventana del comedor y vio una sombra. Se levantó de golpe.

Alfred no entendía que pasó.

Salió su madre, pálida y todavía con huellas de sueño en su rostro.

Elizabeta le hizo una venia al muchacho y se dirigió hacia la señora, dispuesta a seguir trabajando.

― ¡Buenas tardes, madre! ― Alfred le saludó con la mano y se levantó, para ir corriendo hacia ella. Los claros ojos de Alice sonrieron sin que su boca se alterara en lo más mínimo.

― ¿Refrescante la sombra del manzano?

― No lo suficiente… ¿Puedo ir al lago?

Alice aceptó, ya cuando llegara su marido, Alfred tendría que comportarse. Ahora, no importaba generar un pequeño desorden.

― Sin ensuciar tu ropa con barro.

― ¡Haré mi mejor intento!

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Sus pies saltaban y esquivaban cada obstáculo, que en su cabeza se transforman en gigantescas murallas. Cruzaba entre las secuoyas sin mirar a si alrededor. Corría lo más veloz que podía, para disfrutar del viento chocando contra su piel. Los pájaros tintineaban como campanitas sobre él. Saltó una cerca de madera y cruzó un monte de hierba hasta llegar.

El coloso de agua le saludó, ondeando lentamente.

Alfred dejó de correr. Ahora, más lento, se acercó, quitándose los zapatos de cuero y su ropita, que cayeron esparcidas en el pasto. Un pasto fino y brillante que cosquilleaba sus pies. Las hojas estaban llenas de bichitos y hacían ruidos deslizantes.

Se metió al agua hasta que le alcanzó la cintura y se sintió poderoso, dueño de todo el paisaje alrededor.

Sería asombroso poder compartir esta imagen con alguien…

La felicidad de estar en el lago se opacó. La soledad era una muy mala compañera y, a Alfred no le caía muy bien.

¿Cómo será dejar de sentirse solo?

Sus padres nunca iban a acompañarlo porque estaban muy ocupados. Sus sirvientes no eran opción. Sus amigos pocas veces los veía y cuando era, no les gustaban las cosas que a él le gustaban.

Suspiró tan fuerte que incluso movió el agua que estaba frente a su panza.

Si tan solo tuviera un amigo con el cual disfrutar todas sus aventuras…

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Las cadenas apretaban su cuello y muñecas, lacerándole la piel. Entre los barrotes, su piel se iluminaba, mostrando su palidez llena de manchas azuladas. Chocaba a cada momento en que la prisión de madera se balanceaba por las olas.

Dos pupilas verdes, opacas, observan todo a su alrededor con desprecio. Su boca infantil está curvada con disgusto. Las mejillas pálidas y las ojeras acentuaban más el verde.

Maldijo en un idioma muerto, cuando tomaron la jaula donde estaba y lo zarandearon sin cuidado para dejarlo en el piso.

— ¡Cuidado con eso, es un regalo para mi hijo! — Un hombre alto y de rostro arrogante comenzó a hablar en un idioma desconocido para él, gritando a los hombrones gordos que lo movieron.

Era quien lo robó.

Posó sus penetrantes ojos esmeraldas en aquel hombre maldito, que hablaba en otra lengua y le miró con profundo odio. Deseaba sacarle el corazón y comérselo, bañarse con su sangre y tirar sus restos al agua.

Los ojos azules de aquel hombre le devolvieron la mirada con menosprecio.

Pestañeó lentamente, como un gato, escondiendo los brillantes ojos verdes entre sus largas pestañas. Estaba atento a cada gesto de ese demonio renacido en humano.

Ladrón.

Asesino.

Lo está llevando lejos. Muy lejos, lo escucha en los susurros del mar, en el aire y lo más terrible: en su corazón.

La trenza rubia con piedras adornándole, bailó a un lado de su cabeza cuando los brazos de la brisa pasaron a su lado.

Seguía mirando fijamente a ese monstruo en piel de humano.

Que Taranis lanzara un golpe de luz y lo matara. Se lo rogaba a todos los dioses.

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Notas: Taranis es un dios celta que tiene que ver con el rayo y esas cosas.