Disclaimer:

Los personajes, trama y detalles originales de Inuyasha son propiedad de Rumiko Takahashi, Shōgakukan y Shōnen Sunday (manga), Masashi Ikeda, Yasunao Aoki, Sunrise, Yomiuri TV y Nippon TV (anime).

Advertencias:

Basado en la obra del manga, con influencias del anime.

La clasificación indica temas que no son propiamente para menores o personas sensibles a asuntos relacionados con la violencia física o psicológica, además de uso de lenguaje vulgar. Queda a discreción del lector el contenido.

Notas introductorias:

Y les diré, ando estrenando fic a modo de secuela (si ya sé, como si Inuyasha no tuviera suficientes capítulos por sí solo) pero centrándome en Kōga, yendo en pro de un mejor final para él (el que se retire dejando al villano y a la chica en manos de Inuyasha como que… fue demasiado cruel para su orgullo.

La idea general la encuentran en otro fic mío, un one shot llamado "Pudo ser"

Luego de pensarlo y recordando una concatenación de comentarios sobre ese fic precisamente, me salió otro un poquito más corto, pero más sádico ("¡Corre!") y de ahí un montón más que no se han publicado, y tras deliberarlo mucho rato, decidí mejor "coserlos" y hacer una sola trama, espero que sea de su agrado.

Dedicatorias:

Para todas las/los fans de Kōga.

Sé que hay.


El Gran General

El General pasó muchos años lamiéndose las heridas de la pérdida y la soledad, pero ahora que las sombras de un enemigo traen consigo a viejos amigos, él debe dirigir la batalla.


Lobo escondido

Pocas cosas le causaban calma en la vida. Desde que tenía memoria, los ratos de sosiego no existían porque voluntaria o involuntariamente se había hecho enemigos suficientes como para no poder dormir despreocupadamente.

Naraku había desaparecido completamente hacía mucho tiempo, pero los señores feudales, justificadamente aterrados por las criaturas sobrenaturales, deseosos por prevenir cualquier percance parecido a lo que el demonio había causado, se habían hecho de armas occidentales y empezaron una ferviente cacería.

Si bien, ni él ni Kagome habían tenido mayor problema hasta el momento, no podía evitar sentir la urgente necesidad de mantenerse alerta, listo para tomar a su esposa y salir corriendo en cuanto fuera necesario.

Ella, por su parte, estaba tranquila, terminando de acostumbrarse a la rutina de ama de casa en una época sin todas las facilidades con las que se había criado y por las que, de tanto en tanto, se quejaba. Pero a final, tranquila.

Él subía y bajaba los árboles más altos queriendo ver más allá de las fronteras boscosas de la aldea, corría de un lado a otro, olfateaba el aire reconociendo la sangre de los ciempiés gigantes, de las salamandras, las bestias con cuernos, los ogros y todo lo que en general no fuese humano. Incluso algunos animales ordinarios empezaron a ser poco frecuentes de ver, solo por el hecho de una fama mística mal ganada.

Sería más seguro estar en la época de Kagome, pero el pozo seguía siendo solo una fosa común y corriente, según constataba palpando la tierra con las manos. Salió de ahí en un solo salto y volvió a olfatear, movió las orejas para tratar de captar cualquier movimiento y terminó por regresar a la casa llevando lo que sería la cena. Tenían que moverse, los hombres "limpiando" el bosque, se acercaban cada vez más.

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—Ponte esto —le indicó Sango a Shippō tendiéndole un par de bolas de algodón e indicándole que se las acomodara en la nariz. Le ayudó a terminar de secarse del baño de hierbas especiales que le había preparado, luego le pidió se transformase para que quedara como un niño humano de ojos y cabello oscuro y le vistió con algunas ropas de un vecino. Le quedaban pequeñas pero tenían el olor muy penetrante ya que no las había lavado a razón de conseguir que se disimulara el olor a zorro.

Miroku entró cautelosamente e inclinó la cabeza.

—Ya están aquí —murmuró.

El ruido de los casquetes de los caballos rompió el relativo silencio de la aldea. Un hombre de poderosa voz exigía en nombre del señor feudal de esas tierras, que todos los habitantes se colocaran frente a sus casas sin excepción alguna. Niños, mujeres, hombres, ancianos, enfermos y lisiados obedecieron. De entre las filas de soldados se acercaron nueve perros de raza cazadora que inmediatamente, una vez desatados de sus correas, empezaron a olfatear. Al mismo tiempo se colocaron en puntos estratégicos de la aldea pequeñas fogatas donde quemaron inciensos sagrados, desplegando olorosas columnas de humo blanco purificador.

La anciana Kaede, como líder de la aldea que era, se acercó a hablar con el comandante del ejército.

—¿A quién pertenece la casa de la entrada? —preguntó el hombre.

—A mi difunta hermana mayor.

El hombre la miró, la muerte de una anciana no era nada fuera de lo común y explicaría porqué lucía habitable pese a estar vacía. Seguramente de eso hacía solo unos días, deberían ya estar incinerando el cadáver ya que el penetrante aroma a carne quemada del templo era perfectamente perceptible.

—¿Inuyasha y Kagome? —preguntó Miroku en un murmullo a Sango una vez que marcaron su casa como limpia de "criaturas indeseables" con un pergamino que el monje reconoció sin problemas como exorcismo de alto nivel.

—Salieron apenas Inuyasha los detectó —respondió ella sujetando con un brazo al menor de sus hijos mientras que con la otra mano sostuvo fuertemente el hombro de Shippō que empezaba a trasudar sintiendo las narices de los perros casi encima suyo.

—Se llevaron a Kirara —agregó pensando en su fiel compañera de batalla.

—¿Por qué Shippō no se fue con ellos?

La exterminadora guardó silencio a la vez que un par de soldados se acercaban.

—¿Este niño es suyo?

—Sí —respondió Miroku acercándose más a Sango y rodeándola con su brazo izquierdo para esclarecer su relación familiar a la vez que con el derecho acercaba más a sus hijas y a Shippō. Sin embargo, uno de los soldados parecía dudar ante la insistencia de los perros en acercarse al niño, se aproximó entonces también al pequeño y le hizo levantar el rostro con una de sus rudas manos.

—Mis perros detectan un olor extraño en ti.

—Yo… —el pequeño zorro estaba aterrado, nervioso y aterrado, las dos cosas al mismo tiempo. Lo que era una mala combinación para mantener el control de la transformación.

—Quizás quieran tu almuerzo —susurró Sango señalándole su pequeña bolsa de tela, Shippō no sabía que tenía eso, pero conociendo a Sango y su alto sentido de precaución, se apresuró a meter la mano sacando dos bolas de pan hervido rellenas de carne, tendiéndoselas a los perros. Estos levantaron el hocico, tomando una cada uno se dieron por servidos olvidándose totalmente del asunto que originalmente les había atraído del niño.

—Vámonos —ordenó finalmente el comandante, asiendo las riendas de su caballo y empezando a dirigir la comitiva, alejándose en dirección a la siguiente aldea.

—Shippō no fue porque ya son demasiados como para esconderse con facilidad, además ninguno de ellos tiene su habilidad para cambiar de forma. Ya dejaron este pueblo, ahora está a salvo, pero ellos deberán dar varios rodeos antes de regresar —respondió Sango tras el largo rato de tensión.

No pudo evitar soltar un suspiro, la anciana Kaede había mandado sacrificar y quemar una vaca vieja para cubrir los olores de las criaturas que frecuentaban la aldea, pero aun así, casi eran descubiertos.

Miroku levantó la vista al cielo de la tarde que empezaba a desplegar su manto negro.

—Voy a quitar el sello —dijo tras un momento —, o Shippō va a tener que dormir afuera.

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Con su esposa en brazos y con la nekomata de Sango metida entre su ropa, Inuyasha se movía tan rápido como podía.

—Mierda — exclamó—. Se acercan.

—¿Podemos ir otra vez al pozo? —preguntó Kagome, considerando seriamente que esa era ya la única opción segura que tenían con tal de no emprender una lucha.

—¡Ya te dije que no abre!

—¡No me grites! ¡La anciana Kaede me está enseñando a quitar sellos!

Inuyasha gruñó como solo él podía hacerlo y como siempre sucedía, terminó por ceder a sus indicaciones. Parados al borde del pozo con Kagome en sus brazos dudaba si arriesgarse por lo cerca que se encontraban de la aldea, lo que implicaba el hecho de haber regresado, para tal vez ser detectados por los perros o en todo caso, el pozo abriera conectara a otra época que no era la que necesitaban.

—Confía en mí.

La chica, recargada en su pecho, podía sentir el latir desbocado de su corazón pero sus palabras no tuvieron el efecto tranquilizador que esperaba.

Finalmente saltaron cayendo sobre tierra firme. Ella bajó de sus brazos y se arrodilló colocando sus manos sobre la grava despidiendo una luz rosada. Por su parte, Kirara emitió un pequeño silbido nervioso saliendo del haori rojo, lista para saltar a la batalla de ser necesario. Los ladridos de los perros y los gritos de los hombres se escucharon de entre los setos.

—Kagome, ya están aquí.

—Solo un momento.

La espada hizo el ruido pertinente de cuando estaba a punto de salir de la vaina. La cabeza peluda de un perro se asomó por la fosa y su ladrido se volvió frenético, anunciando su descubrimiento. Inuyasha maldijo por lo bajo, pero antes de que pudiera saltar para iniciar la ofensiva, el cegador resplandor tan entrañablemente familiar los rodeó, alejando poco a poco las exclamaciones de sus casi captores.

Como habitualmente sucedía, el brillo pronto cesó y la oscuridad bajo el tejado de madera sobre la apertura del pozo fue lo que los recibió.

Estuvieron cerca y realmente corrieron con suerte, Kirara sacudió las orejas y parpadeo varias veces. Era la primera vez que ella pasaba y conseguirlo fue también una suerte.

Un sonido más alentador -y por mucho- se escuchaba fuera, algunos niños jugaban en el patio frontal. Ambos salieron del pozo, sin duda a Sōta le daría gusto verlos.

Al notar que había invitados, Kagome le tendió a Inuyasha el sombrero de paja que llevaba atado a la espalda, se lo puso de mal modo, pero consciente de que era lo mejor.

—¡Hermana! —exclamó el niño al verle, aunque llamarlo "niño" no calificaba adecuadamente. Había crecido bastante, tanto que de las dos cabezas que le faltaban para alcanzarle, ahora resultaban ser media, pero encima de ella a tal punto que el mentón de la chica alcanzó a acomodarse casi perfectamente en su hombro al momento en que le abrazó y cuando ella le rodeo con los brazos fue imposible no darse cuenta de que la espalda se le había ensanchado, no de manera exagerada, pero si se notaba bastante a como lo recordaba.

—Sōta —llamó ella estirando su mano hasta su cabello oscuro acariciándolo con ternura casi imaginaria, porque, aunque nunca fue mala hermana, él la recordaba un poco más violenta y malhumorada.

—Hey, Higurashi ¿Nos la presentas? —preguntó uno de los compañeros con los que estaban jugando y conservaba el balón equilibrándolo alternadamente con sus rodillas.

—Ella es mi hermana Kagome, y mi cuñado Inuyasha.

—¿Inuyasha? —preguntó otro estirando los brazos hacia arriba.

—Vaya nombre.

—Como sea —intervino un tercero.

—¿Decías algo de granizado de limón en tu casa?

—¡Cierto! —exclamó Sōta soltando momentáneamente a Kagome para luego tomarla a ella y a su esposo por las mangas de sus ropas y arrastrarlos a la casa seguidos de unos diez chicos en uniforme deportivo.

Dentro de la casa, poco o nada había cambiado; estaba su madre, estaba el abuelo…

¿Dos años?

Nunca había estado tanto tiempo lejos y regresar era agradable. Sentir los abrazos de la familia y el sabor de la comida que durante toda su infancia le fue servida.

Los chicos -que eran los miembros del equipo de soccer que Sōta había conseguido para un torneo local- se mostraban la mayor parte del tiempo indiferentes a la rareza de los recién llegados, no pasaron de un par de preguntas sobre el color de cabello que se asomaba bajo el sombrero, preguntas que eran desviadas con habilidad por la sacerdotisa. Luego del granizado, corrieron de regreso al patio y no se supo de ellos hasta que el sol se hubo ocultado, aunque solo fue que entraron a despedirse y agradecer a la madre de su amigo. Pronto, de los diez quedaron dos: Sōta, y otro que con la cabeza inclinada jugaba con sus dedos sentado en la sala. Había perdido él último autobús que lo acercaría a la estación del tren, por lo que había llamado a su madre para que pasara a buscarlo, pero hacía un instante ella le había llamado para informarle que estaba atrapada en el tránsito.

—Disculpe las molestias —se excusó con un hilo de voz suave y casi silbado.

—No te preocupes por eso —insistió la señora llamándolo a tomar asiento en la mesa donde la cena se servía.

—Ven, quizás tarde, y no pienso dejarte con hambre.

—Por favor, no se moleste.

—No es molestia, anda ven.

—Estuvo cansado ¿verdad? —comentó Sōta llegando de bañarse.

—Sí, has sido exigente con el entrenamiento, pero las preliminares están cerca y el equipo de Oyamada es fuerte.

—Sōta —dijo el abuelo sonando a reprimenda —, no deberías ser tan exigente, las niñas no tienen la misma resistencia de los niños —comentó de manera severa, señalándolo con los palillos que tomaba a la espera de su plato.

Sōta se encogió de hombros evitando reírse mientras los demás llegaban a la mesa.

—Abuelo, no es una chica —dijo mirando de reojo a su invitado, totalmente cohibido por el comentario.

El abuelo abrió los ojos de sobremanera, examinándolo con descaro. Con su pelo castaño claro, casi rubio, los ojos azules y las facciones del rostro finas y delgadas, resultaba difícil creer que no se trataba de una estudiante de intercambio.

—¿De verdad? —preguntó, solo consiguiendo que el chico se encogiera más en su sitio.

—Sí —respondió quedamente —. Sí, señor.

—Déjalo en paz, ya es hora de cenar —intervino la señora de la casa, sonriendo tan apaciblemente como solía hacerlo y dejando los platos servidos.

—¿Y cómo les ha ido? —preguntó Sōta a su hermana para evitar la siguiente, y seguramente indiscreta, pregunta de su abuelo para con el invitado.

—Bueno… pues ya soy sacerdotisa —dijo alegremente.

—¿No lo eras ya?

—¡Abuelo! Tenía poderes espirituales, pero no era sacerdotisa.

El color rojo del invitado se desplomó al instante, viéndose ahora blanco como el arroz que le servían.

—¿Te sientes bien, querido?

La señora Higurashi se puso de pie para palparle la frente con la mano.

—Está bien —dijo Inuyasha terminando de tragar un trozo de chuleta de cerdo —. Solo se asustó porque este niño es un demonio.

El aludido levantó el rostro en total terror, mirando a las personas frente a él y en un acto casi violento, se empujó hacia atrás recargando las manos sobre la mesa haciendo sonar la silla arrastrándose sobre la loseta del comedor, luego, en cuestión de segundos, el chirrido de la puerta y finalmente el silencio.

—Corre rápido —comentó el abuelo mirando el sitio vacío donde hacía solo unos momentos se encontraba el chico.

Sōta se encogió de hombros.

—Por eso le pedí que se uniera al equipo.

Para ese momento otra ausencia se había notado en la mesa, Inuyasha ya estaba de cara en el suelo a causa de su collar.

—¡Lo asustaste! ¡Pobrecillo!¡Seguramente pensó que lo iba a purificar! —le recriminaba Kagome.

—¡Ve y búscalo! — exigió cambiando bruscamente su expresión por otra mucho más compasiva —. Debe vivir con el miedo a que le pase eso por lo que nosotros estamos huyendo también.

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Bajar las escaleras del templo no le causó mayores problemas, ni siquiera al hacerlo de dos en dos al principio y hasta cuatro en el último tramo. Pasar la avenida atestada de autos no fue tampoco obstáculo. En realidad lo que se le estaba dificultando era no poder hacer la llamada que necesitaba. Sus manos temblaban de sobremanera al punto de entorpecerse al buscar en el directorio del teléfono celular, dirigía con el botón de navegación entre el listado de nombres porque resultaba que irónicamente no estaba en sus números frecuentes.

Finalmente lo encontró.

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Serían más de las seis, menos de las siete.

Más de su hora oficial de salida, menos de lo que le faltaba para completar el papeleo pendiente.

Soltó un suspiro dejando la caja de archivos sobre su escritorio; dentro venían paquetes completos con cartas de reclamación por los daños causados en el terremoto en Ibaraki.

—Que imbécil —se quejó sin ahondar en detalles sobre a quién insultaba, porque sus compañeros estaban ahí por la misma razón que él.

—¿Quieres terminar hoy? —preguntó uno de ellos pasando a su lado con una caja de igual tamaño.

—Sí, así conseguiré estar libre el fin de semana.

—¿El partido de tu hijo?

—Claro. A no ser que a alguien se le ocurra incendiar su casa el viernes, no me lo perderé.

La escueta conversación fue interrumpida por el tono de llamada del teléfono móvil.

—Disculpa —se excusó, apartándose un poco para tomar la llamada.

—¡Papá! —gritaron al otro lado del teléfono —¡Lo siento mucho! ¡Lo eché a perder! —seguía diciendo con notoria agitación en medio del silbido de los autos que evidenciaba que corría entre tránsito atascado.

—¿Qué sucede?

—La hermana de Higurashi-san es sacerdotisa, sacerdotisa de verdad ¡Ella y su esposo se dieron cuenta de mi presencia! —el hombre miró por encima de los divisores que ninguno de sus compañeros escuchara más de la cuenta. Pero el tipeo de la computadora, el pasar de las hojas de un lado a otro, el ruido de la fotocopiadora y la engrapadora, tenían absorta la atención de los demás.

—¿En dónde estás? —preguntó con gravedad cubriendo un poco la bocina por los gritos que el chico profería desde el otro lado.

—Casi llego a la casa.

—No vayas con tu madre, te alcanzo en el templo del parque Meiji no Mori Takao.

—¡Está bastante lejos aún!

—Pero si tenemos que pelear, en ese sitio no pondremos en riesgo a nada ni nadie más.

—Bien.

Dejó su saco en el respaldo de la silla y las llaves sobre el escritorio para que no se notara que iba a salir.

—Necesito algo de café o no voy a aguantar —dijo con una media sonrisa, apresurándose a alcanzar la salida.

—Entonces uno a mi también, por favor ¡Y si puedes un emparedado de atún!

Y los cuatro compañeros que quedaban en la oficina, dudaron que le hubiera escuchado ya que el hombre no se había detenido al girar en el pasillo.

"Higurashi", pensó, "el año pasado que revisé el templo, el anciano no diferenciaba el derecho y revés de un kammuri* y no había sacerdotisas".

Mirando por el rabillo del ojo cuidó que no hubiera alguien cerca, en lugar de bajar los ocho pisos hasta la recepción subió el nivel que le faltaba hasta el techo desde donde empezó a saltar y correr por las azoteas.

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Tomó más impulso queriendo alcanzar la zona boscosa que se alzaba al frente.

—Están cerca —murmuró entre jadeos el chico al percibir el olor de quienes le perseguían.

Cerró los ojos e hizo el cuerpo hacia adelante tratando de romper el viento para que su delgada complexión no se viera afectada por la velocidad. Sabía que tenía que haberse ido en cuanto un cosquilleo extraño le llegó a la nariz mientras recibía un pase en el entrenamiento. Sabía que, en primer lugar, relacionarse con gente de templos era peligroso pese a que su padre asegurara que ya no había sacerdotes que se dieran cuenta del disfraz, mucho menos que fueran capaces de hacerle algún daño.

Al perderse entre los arbustos pensó que quizás el aroma de la madreselva le mantendría oculto, miró su reloj. Habían pasado unos diez minutos desde que había terminado la llamada con su padre y las oficinas estaban a unos quince, aún para su velocidad.

Trató de tranquilizarse inhalando y exhalando. Solo tenía que aguantar unos minutos más.

No estaba del todo seguro sobre lo que haría, a la fecha, solo le había pasado dos veces, y la primera había sido en el jardín de niños: al quedarse dormido perdió control y dejó ver su pequeña, peluda y esponjosa cola. Ahí le había salvado una maestra que, su padre le explicó, venía del monte Asama y era algo así como una deidad de rango menor.

Pero enfrentarse a una sacerdotisa era ya otra cosa, especialmente si era humana, nada le garantizaba que lo dejaría vivo solo con ponerle la más tierna de sus expresiones, ya no estaba tan pequeño como para hacerse pasar por cachorro en desgracia.

Su corazón casi se detuvo cuando a solo unos pasos de su escondite, la hermana de Sōta Higurashi y su esposo se detuvieron. La mujer iba montada en un gato grande de dos colas.

—¡Aquí estás, maldito mocoso! —exclamó Inuyasha tomándolo por la playera y levantándolo del suelo. El chico estaba más asustado, y por instinto consiguió acertarle una patada en el rostro, consiguiendo soltarse.

—¡Espera por favor! —gritó Kagome tratando de calmar el pánico del joven.

"Si te descubren, no te confíes por nada del mundo" había dicho su padre desde que se acordaba, y no por nada él había vivido medio milenio.

Volvió a correr, esquivando al sujeto de rojo que trataba de capturarle.

—¡Quédate quieto! —le exigía creyendo que lograría conseguir que dócilmente fuera tocado por una sacerdotisa. El gran gato también se había unido a la tarea de atraparle, pero, como podía, se movía entre uno y otro.

—¡Inuyasha! ¡Lo estás asustando más! —volvió a gritar la mujer sin acercarse, por el riesgo de quedar bajo las patas de la nekomata.

—¡Inuyasha! —gritó ella, pero ya no para que le hiciera caso, sino como una expresión al verlo pasar a su lado, golpeándose contra un árbol debido a una poderosa patada proveniente de alguien que recién llegaba.

El chico corrió escondiéndose detrás de la figura del hombre que había llegado en su ayuda, este se había quitado la corbata y remangaba su camisa hasta los codos. Con una mano en alto las garras se rebelaban afiladas, casi a juego el resplandor de los colmillos, apenas perceptible en medio de la joven noche.

Inuyasha, por su parte, ya había sacado la espada y quiso regresar el ataque, pero antes de que pudiera asestar un golpe con su llamado colmillo de acero, la hoja se detuvo a escasos centímetros del individuo que no había hecho absolutamente nada, ni por defender ni por esquivar.

Los ojos dorados de Inuyasha se cruzaron con una terriblemente familiar mirada azul…

—De verdad… ¿De verdad eres tú? —titubeo el hanyō sin que le cruzara por la mente, ni por un segundo, cualquiera de los sobrenombres e insultos con los que usualmente se refería a él. Y eso por dos razones: la primera era que no debería estar en esa época, uno de su especie, ya considerándose longevo debería vivir a lo mucho, dos siglos, no cinco -o más- que era la brecha de tiempo que los separaba de la época Sengoku. Segundo, llevaba el pelo corto.

—Grandísima bestia estúpida —resopló el otro mientras mentalmente entendía lo que sucedía esbozando una ufana sonrisa al tiempo en que, de otra patada, tomaba al desprevenido Inuyasha enviándolo lejos de nuevo.

Kagome había corrido hasta su esposo mirando con duda al que le pareció ser un extraño.

—¡Oye tú! ¡No hagas eso! ¡Lo que queremos es ayudar! —chilló sintiendo la presión de una posible batalla a punto de estallar.

Justo como lo pensó ella y pese las objeciones que puso, Inuyasha se lanzó contra el sujeto de nuevo, esta vez sin la espada, pero sí con las garras.

Tanto ella como el chico se quedaron fuera de contexto, aunque Kirara aprovechó eso para tomar con cuidado entre sus fauces la ropa del rubio y de un salto lo puso al lado de Kagome, ella al verle estiró la mano para acariciarle el rostro.

—Por favor, no te asustes, no vamos a hacerte daño, es más, tu papá e Inuyasha son amigos —le dijo al mirar cómo cruzaban patadas y golpes de garra.

—¿Cuál es tu nombre? —preguntó ella sonriéndole.

Él aun no estaba muy seguro, pero podía notar perfectamente que, en efecto, su padre no estaba peleando, era como si estuviera jugando.

—Edogawa Kasuga —respondió.

No supieron cuanto tiempo esperaron a que se detuvieran, pero cuando lo hicieron, quedando los dos sentados sobre el suelo terroso, los otros se acercaron.

—¿Cómo puedes seguir vivo? —preguntó entre jadeos Inuyasha. El otro sonrió de medio lado.

—Es una de las ventajas de ser un ōkami yōkai.

—A mi me ha parecido dos años desde la última vez que te vi, poco más.

—Quinientos treinta y dos sin oler tu pestilencia.

—Y ¿quién es tu amigo? —preguntó Kagome.

—¿De verdad no lo reconoces? —preguntó arqueando una ceja.

Inuyasha estaba divertido, miraba a su esposa confundida al hacerle ver que no era conocido solo de él, sino de los dos.

—Pues… yo no lo conozco…

—¡Es Kōga!


Comentarios y aclaraciones:

No los aburro más con mis notas, solo me resta decirles:

¡Gracias por leer!

PD: *Kammuri: es el "gorrito" de los kannushi, es decir, los sacerdotes shinto.