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Epílogo

La promesa de un demonio

Nunca había estado tan lejos del Conde, pero él se había rehusado rotundamente a ir. Tampoco era como si prefiriera que le acompañara, sin embargo, la sensación de extrañeza no se apartaba de él.

Innsmouth era un sitio desconocido para la mayoría y, entre aquellos que el nombre tenía sentido, la reputación era turbia. Por lo que había podido averiguar previo a su llegada, ahí estaba el hijo de lord Howard-Scott, lo que explicaba el motivo por el que no pudo encontrarlo: tras haber sacado de alguna manera a Elizabeth de la fiesta, se había embarcado en el primer trasatlántico a Nueva York.

Y hacia allá se dirigieron.

No había comprendido el motivo de la insistencia de su amo para llevar consigo al resto de la servidumbre, sino hasta que, una vez en el puerto, le dijo:

—Yo vine a atender unos negocios. Tú te encargarás de ese asunto y, por favor, sé discreto.

No usó palabras ni nombres adicionales. Ambos sabían a qué se refería.

Yes, my lord.

Sobre lo que tenía que hacer, o cómo hacerlo, habían discutido muy poco. El joven Conde ni siquiera ordenado explícitamente que lo quería muerto, solo que debía terminar el trabajo.

Miró su reloj de bolsillo. Debería llegar al caer la noche.

Tal como le habían advertido, el olor a pescado era nauseabundo desde mucho antes de vislumbrar la primera de las desoladas techumbres. Se sintió asqueado enseguida, sin embargo, no se detuvo sino hasta que llegó a la entrada del pueblo, en donde empezó a bajar la velocidad.

Como demonio, tenía la habilidad para detectar las almas humanas a su alrededor, así que decidió que era lo mejor hacerlo de esa manera para no perder tiempo en tan desolado lugar. Fue hasta ese momento se percató de que los inconmensurables horrores que se decían de Innsmouth no eran del todo exageraciones.

La relación entre los edificios que estaban a simple vista, y la cantidad de almas que podía percibir, no tenía ninguna lógica. El número de casas desocupadas era absurdo para siquiera considerar que se trataba de un pueblo habitado.

Algo había mal en ese lugar, no alcanzaba a determinar qué, además de lo obvio, que era que se trataba de la versión decadente del pueblo costero en el que el abuelo de su joven amo había construido una casa, para mantener vigilado un culto que nunca pudo terminar de descubrir.

Escuchó el chirrido de las contraventanas, algunas personas se asomaban quedamente por las ventanas. Era claro que llamaba la atención, esperaba que lo suficiente como para encontrar a su objetivo pronto, y salir de ese lugar cuyo olor resultaba insufrible.

—¿Se ha perdido?— preguntó un viejo a su espalda.

Se giró sin cuando menos aparentar un poco de cortesía.

—No. Estoy en el lugar correcto— respondió—, y me facilitaría mucho las cosas si le anuncia a lord Howard-Scott, que el mensajero de lady Middleford, está aquí.

El viejo, con su cuerpo deforme y cara grotesca se quedó estupefacto. Por su parte, el demonio siguió su camino, tratando de decidir qué casa era la más adecuada para considerarla el hospedaje del muchacho.

La otra opción era quemar el pueblo, pero eso definitivamente iba contra la única orden que le había dado su amo. Además, estaba el problema de que no estaba seguro sobre la cantidad de criaturas de las profundidades que había ahí. Si en un pueblo, aún funcional en la sociedad inglesa, el número había sido terriblemente inconveniente, en un sitio casi destruido, era evidente que la batalla contra las aberraciones del mar estaba perdida.

El silencio se volvió súbito, solo por un segundo, solo por un instante en que incluso el tiempo pareció detenerse.

Se preguntó qué estaba haciendo ahí.

"Él lo ordenó", pensó.

No. Él no lo había ordenado. El contrato estaba por cumplirse, lo sabía porque estaba todo en su lugar, y solo había tenido esa absurda necesidad de posponerlo un poco antes de tener que marcharse hasta que una nueva cuota para cruzar se pagara de nuevo.

"¿Qué estoy haciendo?"

Anhelaba esa exquisita alma que había cuidado con tanto esmero todos esos años, ese niño precioso que había moldeado a su gusto, pero en ese preciso instante, algo en su interior estaba incompleto.

No pudo evitar reírse.

Su cuerpo empezó a cambiar a medida que el gorjeo que se escuchaba a lo lejos, entre las olas del mar, se intensificaba. La oscuridad de la cambiante forma demoniaca se dispersó en la plaza, dejándose llevar por algo tan elemental en su existencia que hacía mucho no sentía.

Los asesinó dejando miembros dispersos, con el mayor de los deleites que había experimentado jamás al hacer tal cosa, tanto que incluso el nauseabundo olor a pescado y podredumbre pasaba desapercibido.

"Lo encontré", pensó.

Y dejó a las criaturas en la plaza, moviéndose en la oscuridad hasta la zona costera. Primero vio al viejo que se había encontrado apenas llegó al pueblo, este, al verle en esa forma grotesca se desmayó, después distinguió la pequeña embarcación de motor que se alejaba y fue hacia allá.

—Lamento interrumpir su viaje, my lord— dijo volviendo a moldear su cuerpo a una forma que le resultara más conocida, para que comprendiera qué sucedía y porqué. El mayordomo de Phantomhive puso un pie en el bote.

El sonido de los disparos hizo eco seguramente hasta los muelles, pero él no se inmutó siquiera mientras las balas le atravesaban.

—Sé que tiene prisa, pero me temo que tiene una cita pendiente con lady Middleford ¿sabe? Ella espera por usted, y no es una mujer paciente.

Los gritos no se hicieron esperar, los hombres que le acompañaban se arrojaron al mar, pero el joven lord Howard-Scott no podía moverse, envuelto en las extensiones oscuras que se desprendían del cuerpo del mayordomo, como tentáculos amorfos que se sujetaban a él como si se tratase de grilletes de acero.

—Su padre la recibió bien, pero ella es muy exigente ¿sabe?

El joven empezó a perder el sentido a medida que apretaba más su cuello. Lo último que vio antes de que todo se volviera oscuridad, fueron los ojos rojos del demonio y su sonrisa burlona.

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—¿Desea algo en especial para cenar?—preguntó el mayordomo una vez que abrió las puertas de la mansión.

El joven conde Phantomhive lo miró, intentando parecer neutral, aunque lo cierto es que le causaba cierta sensación de intranquilidad que le hiciera esa pregunta luego de todo lo que había sucedido en las últimas semanas.

—Estoy cansado. Haz lo que quieras— respondió, adelantándose para llegar a su habitación.

¿Qué más se podía esperar de un demonio?

—¿Seguro?— preguntó —Esta noche es la última.

—Sí, no importa… pero…

El mayordomo le miró.

—Arregla seis sitios en la mesa.

—Yes, my lord.

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Sebastian terminó los preparativos tan pronto como pudo.

—Bard— dijo antes de salir de la cocina.

El cocinero levantó la mirada sin decir palabra.

Aún había tristeza en el ambiente. Primero la joven Elizabeth, muerta en tan terribles circunstancias, luego la marquesa, suicida bajo el cuidado de su amo. Se sentía impotente por no haber podido hacer nada, y tan solo ser testigo del sufrimiento de aquél maravilloso niño que había hecho tanto por ellos.

—El amo Ciel quiere cenar con ustedes.

El cigarrillo se le cayó de la boca mientras que su corazón daba un vuelco doloroso.

—¿Por qué?— preguntó.

—No lo sé— mintió —, pero asegúrate de que todos estén presentables. Yo debo hacer algo antes.

Dejó la casa mientras el cielo empezaba tornarse carmesí en esa noche de otoño.

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Se detuvo frente al folly que se había hecho construir en lo alto de una colina desde la que se podía ver, por un lado, la mansión Middleford al final del inmenso jardín, y el bosque por el otro. La noche empezaba a caer y aprovechó el último rayo de luz para abrir la caja que había llevado consigo desde Estados Unidos. Rompió el cerrojo y sin esfuerzo, sacó al joven lord Howard-Scott.

Estaba sumamente delgado, pero antes de dirigirse ahí, se había dado a la tarea de lavarle, afeitarle, peinarle y ponerle ropa limpia.

—A lady Middleford le disgusta que un caballero no esté bien arreglado— dijo en voz baja.

No lo había atado. No lo necesitaba. Le dejó mirando la gran casa que reconoció enseguida, apenas podía sostenerse en pie, sus rodillas se juntaban mientras que los pies estaban separados intentando mantener el equilibrio. Giró para verlo, suplicante.

El demonio no pudo evitar sentirse asqueado. Su padre había sido más digno. La Marquesa no le dedicaría ni un minuto de su tiempo.

—¿Ella vendrá?— preguntó con la voz temblorosa.

Sebastian levantó la vista. Se estaba haciendo tarde y tenía que servir la cena.

—Hay cosas absurdas que hacen los humanos— dijo —, como las tumbas. Solo sirven para dar consuelo a los vivos, porque a los muertos de nada les sirve. Más aún si estos muertos han terminado su existencia devorados por una obscuridad como la mía.

El joven empezó a sollozar, algo que no había hecho desde que descubriera que estaba en un baúl pobremente ventilado en el trasatlántico de vuelta a Inglaterra.

—Tan absurdo, que la tumba trasciende más que la vida misma.

Se dio la vuelta.

La lápida de Frances Middleford yacía a solo unos pasos.

Su esposo había mandado construir ese capricho, mezcla entre pabellón y torre para la tumba de su esposa. Tachada de suicida, no le fue permitida la sepultura en tierra bendita. Si supieran la verdad, ni siquiera la hubieran enterrado, habrían quemado el cuerpo hasta hacerla desaparecer por completo.

Se inclinó levemente, imaginándola ahí.

—Tan absurdo que es lo único que puedo hacer.

Tomó a lord Howard-Scott, lo derribó rompiéndole ambas piernas mientras sofocaba sus gritos con la mano.

—Voy a dejarlo aquí— dijo en su oído —, no me importa si vive o muere, pero me llevo esto— agregó metiendo los dedos en su boca sujetando su lengua.

Hubo un último alarido desdichado.

Se cambió los guantes. Miró el reloj de bolsillo repasándolo con los dedos. Iba a quedarse ese reloj, después de todo, se lo habían dado libremente.

Esa noche terminaba todo.

—Buenas noches, Frances.

Giró sobre sus talones, el Conde esperaba por él y se sentía tan generoso que, si se lo pedían, se llevaría a los demás sirvientes también.


Comentarios y aclaraciones:

*Folly, folie o capricho, es un elemento arquitectónico de jardín que puede o no, tener una función concreta o meramente decorativo que, por lo general sirven como puntos referencia en la división del jardín.

Y así, llegamos al final de esta historia en la que, aunque Sebastian se queda con todo, queda la pregunta sobre si realmente ganó.

¿OoC? Lo siento, traté de controlarlo todo lo que pude.

Realmente quiero agradecer a todos los que me han dejado algún comentario, lo favoritos, pero, sobre todo, y aunque está en todos los capítulos, lo digo de corazón:

¡Gracias por leer!

Sin nada más que decir, nos vemos en otros proyectos, por el momento, esto es el

FIN