No me podía ir de retiro sin terminar esta historia. Si no os acordáis, podéis leer sin problema, casi como si fuera un one-shot muy corto.

Espero que os guste.

Disclaimer: no soy Stephenie Meyer, por lo que ni los personajes ni el universo Twilight me pertenencen.

LOS CHICOS BUENOS SIEMPRE DICEN LA VERDAD

La oferta: ser el mejor novio que Bella pudiera tener. La recompensa: una promesa que Edward está dispuesto a cobrarse… a pesar de que Bella no recuerde haberla hecho. Los chicos buenos nunca mienten y Edward lo va a demostrar. Precaución: fluff y azúcar. Minific.


CAPÍTULO 6. LA LLAMADA DE QUINCE MINUTOS Y TREINTA SEGUNDOS

They're dimming the street lights, you're perfect for me, why aren't you here tonight?

Llegué a casa cargada con las bolsas de la compra, empapada por la lluvia que arreciaba fuera y agotada tras un largo e infructuoso día en el trabajo. Llegué a casa en uno de esos días en los que simplemente odias al mundo, sin tener que molestarte siquiera en buscar un motivo para justificar tu actitud. Llegué a casa de esa guisa… solo para encontrarme con uno de los mejores espectáculos que había presenciado en mucho tiempo.

No.

No era Edward desnudo, esperándome.

Era algo mucho mejor.

Era Edward abandonándose al insuperable placer del desorden. Edward, sentado en el suelo del salón, con las estanterías en un completo caos y pilas del álbumes de fotos esparcidas sin orden ni concierto a su alrededor, como si fueran las murallas de un fortín que le hubiera llevado toda la tarde levantar.

Sonreí, silenciosa, mientras dejaba mi carga en la cocina, antes de volver al salón para revelar mi presencia.

—Dicen que dos que duermen en el mismo colchón se vuelven de la misma condición —canturreé.

Edward se volvió hacia mí en un movimiento rápido, su dulce sonrisa perfectamente dibujada en sus labios. Miró a su alrededor y enarcó una ceja; por lo visto, no se había dado cuenta del caos que había organizado.

—Por suerte para ti y para mí, es temporal —aseguró—. Estaba revisando fotos antiguas.

Fruncí el ceño al tiempo que apartaba un par de álbumes para sentarme a su lado en el suelo. Empezaba a ver un patrón de conducta en las últimas semanas, con sus "¿recuerdas nuestro primer beso?" y sus miradas al pasado en los momentos más inesperados. Lo que todavía no lograba averiguar era el motivo de aquel repentino afán por recorrer de nuevo el camino sobre el que habíamos puesto nuestros pies en los viejos tiempos.

—¿Y has encontrado algo digno de mención?

—Esta —dijo inmediatamente, alzando una de las instantáneas—. Estabas preciosa.

Tomé la fotografía entre mis manos para examinarla. Llevaba el pelo recogido, las mejillas sonrosadas y unos cuantos años menos encima.

Y también llevaba el peso de semanas sin dormir en mi rostro y aquella llamada que no debía haber hecho dando vueltas en mi cabeza.

—Fue un día triste —dije, al cabo de un rato.

—Fue un día en el que los dos corregimos un error.

Edward había hablado en plural porque así era él, compasivo y generoso. Pero lo cierto era que la única que había metido la pata había sido yo. Y probablemente todavía estaría en el fondo de aquel agujero que tanto me había afanado en cavar, de no haber sido por él.

Fue un día triste, sí. Finales de mayo, pero el sol se había empeñado en ocultarse tras las nubes, como si en vez de en Berkeley, nos encontráramos en Forks. Como si el tiempo quisiera también recordarme todo lo que había hecho mal.


—Sonríe, cariño.

Obligué a mis labios a curvarse en una mueca hasta que la cámara de mi madre hizo '¡click!'. Pero en cuanto el objetivo dejó de apuntarme, volví a mudar mi expresión para componer ese gesto de cansancio y tristeza que me devolvía el espejo cada mañana al levantarme desde hacía cinco semanas, tres días y cuatro horas.

—A tu padre le puedes engañar —comentó Renée de forma casual, mientras sus ojos escudriñaban a la multitud que sonreía, se abrazaba y se hacía fotos, birrete en mano—, pero no puedes esperar hacer lo mismo conmigo.

Lancé un suspiro de puro agotamiento. Al fondo de la carpa, Charlie se peleaba en la barra atestada de gente para intentar conseguir nuestras bebidas.

—¿Qué quieres saber? —pregunté.

—Por qué Edward no está aquí —respondió ella de inmediato, como si llevara todo el día con las palabras en la punta de la lengua, preparadas para salir en cuanto escucharan el pistoletazo.

—No creo que quisiera haber venido —dejé caer, tratando de trazar un círculo de seguridad alrededor del tema que no quería tocar.

No aquel día.

No nunca.

Mi madre, por supuesto, se lanzó directamente hacia el centro de la circunferencia.

—¿Le invitaste, al menos?

Moví la cabeza de un lado a otro. Renée frunció los labios.

—¿Por qué no está aquí, Bella? —insistió.

Clavé la mirada de nuevo al fondo de la carpa. Filas y filas de cabezas se interponían entre mí y la puerta. El jolgorio y la algarabía de un día de graduación retumbaban contra la lona blanca, pero yo no podía hacer otra cosa más que observar todo aquello con ligera curiosidad, casi aburrida, como si contemplara la escena desde kilómetros de distancia, en un televisor que no conseguía sintonizar del todo la imagen.

Recordaba la llamada con todos sus detalles, todas sus inflexiones y todas sus pausas. La recordaba como si acabara de colgar el teléfono. Había durado quince minutos y treinta segundos. Edward había estado encantador, como de costumbre. Había hablado sin parar de sus clases, de sus entrenamientos con el equipo de fútbol de la universidad y del examen de física que tenía a la mañana siguiente. Pero en su voz, tan cálida como siempre, no podía dejar de escuchar ese matiz que me traía de cabeza en las últimas semanas. La nota de cansancio por tener que ser siempre él quien me empujara hacia delante. El que se convenciera y me convenciera de que la distancia no era un problema, menos en ese momento, en el que estábamos a punto de alcanzar la meta.

Pero, ¿cuál era la meta?

¿Y cómo podía estar tan seguro de que la íbamos a cruzar juntos?

—Porque le dejé —dije de repente, mi voz plana y desinflada—. Le dejé poco más de un mes antes de que nos graduáramos y volviéramos a Forks para estar juntos otra vez. Habíamos hablado tantas veces de ese momento y le dejé justo cuando ya lo acariciábamos con los dedos.

No me atrevía ni siquiera a mirar a mi madre. Ya tenía suficiente con el nudo que sentía en el estómago en todo momento. No tenía sentido, me decía a mí misma cada mañana. Por muy mágicos que fueran Edward y sus besos, no había tenido sentido seguir con una relación que solo me causaba dudas, miedo e incertidumbre.

Pero jamás me había provocado ese agujero en el estómago. Ni esa presión en el pecho que me atenazaba desde aquella llamada de quince minutos y treinta segundos.

Y si había hecho lo correcto, ¿por qué me sentía tan mal?

—No voy a sermonearte —murmuró Renée, y sentí el tacto cálido de su mano sobre uno de mis hombros desnudos—. Solo quiero saber que estás segura de tu decisión. ¿Lo estás, cariño?

Charlie volvía de su periplo en la barra, con un par de cervezas sujetas precariamente en una mano, y una coca-cola para mí en la otra. Entonces, mientras le veía abrirse paso a duras penas entre la multitud, mis ojos se deslizaron de forma involuntaria hacia su derecha, como esperando encontrar a alguien allí, a su lado.

Habría llevado traje y la corbata azul que le regaló Esme las pasadas Navidades. No me hacía falta verle allí para saberlo. Y habría sonreído, como si estuviera más feliz por mis éxitos que por los suyos.

Me volví hacia mi madre, que me observaba con ternura, y le di mi respuesta:

—Lo estaba.


Renée se había ido después del cóctel y las bebidas, flanqueada por su nuevo novio, Phil, que la esperaba para tomar el avión de vuelta a casa. Y hacía apenas diez minutos que Charlie se había montado en el coche patrulla para emprender el largo camino que le separaba de Forks.

Antes de verle partir, había tenido que sortear toda una retahíla de gruñidos varios, su particular forma de intentar convencerme para que hiciera el viaje con él.

No podía irme todavía. Quizás en unos días. Aún tenía flecos pendientes, historias que cerrar, despedidas que afrontar. Y, lo más importante, una maleta vacía, abierta sobre mi cama en la habitación de la residencia de estudiantes. Ni siquiera estaba segura de querer llenarla. Si lo hacía, sería para volver a Forks. Pero no podía volcar en ella todas mis pertenencias antes de resolver un dilema: ¿qué dolía más? ¿Regresar sin Edward a mi lado o volver para encontrarle, sabiendo que todo había cambiado?

La noche había caído ya sobre el campus, como un manto cálido y perezoso que invitaba a tumbarse sobre el césped y permanecer sobre él inmóvil, hasta que amaneciera. Caminé con presteza entre los edificios de la universidad, dejando atrás la algarabía de la fiesta de graduación, que continuaba en su máximo apogeo. No quería regresar a mi habitación, pero tampoco tenía dónde ir, así que dejé que mis pasos marcaran el rumbo.

Apenas unos minutos después, divisé la silueta de mi residencia al fondo de la calle. Las ventanas de los pisos superiores estaban abiertas, pero ni una voz, ni siquiera un rayo de luz se proyectaba en el exterior. Todo el mundo parecía estar en la fiesta. A la que durante los últimos tres años me había imaginado acudir, colgada del brazo de Edward. De la que esa noche había preferido huir, acongojada por su ausencia.

Saqué las llaves del pequeño bolso de mano para abrir el portón principal, tan silencioso como el resto del edificio, pero una voz me impidió continuar.

—Creía que esta era una noche para celebrar, no para acostarse tan pronto.

Las llaves temblaron contra la cerradura en un repiqueteo furioso que marcaba el ritmo de los latidos de mi corazón.

—No tengo nada que celebrar —musité, mis ojos firmemente clavados en el suelo.

Sentí su aliento antes incluso que el susurro de su ropa al moverse para acercarse a mí.

—Bella.

Me di la vuelta, lentamente. Estaba allí, bajo la luz de una de las farolas, tal y como le habría esperado de no haber cometido lo que en ese momento me parecía el peor error de mi largo historial de meteduras de pata. Estaba allí, con su traje y la corbata azul que Esme le había regalado las pasadas Navidades. Con esa media sonrisa que no me merecía.

—¿Por qué has venido? —pregunté, las llaves todavía entre mis manos, mi voz un susurro ahogado.

Él se encogió de hombros.

—Era tu graduación. Por nada del mundo habría querido perdérmela.

Ni siquiera por una llamada de quince minutos y treinta segundos que nunca debió existir.

—Siento haber llegado tarde —añadió.

Una carcajada extraña se escapó de mi garganta al escucharle. Solo Edward podía estar disculpándose en un momento como aquel. En el que él era el único de los dos libre de culpa.

—¿Por qué has venido? —repetí y, por el modo en que su sonrisa torcida desapareció de sus labios, supe que comprendía por qué había vuelto a formular la cuestión.

Por aquella llamada de quince minutos y treinta segundos que se interponía entre los dos.

—Porque no podía imaginarme no estar a tu lado en un día tan importante para ti.

Estaba allí, con su traje y la corbata azul que Esme le había regalado las pasadas Navidades. Estaba allí, sin pedir nada a cambio, con los bolsillos vacíos de recriminaciones y sus labios llenos de medias sonrisas para mí.

Mi boca estaba sobre la suya antes incluso de que yo misma fuera consciente de ello. El beso apenas duró un par de respiraciones agitadas, pero esperaba que fuera suficiente para borrar una llamada de quince minutos y treinta segundos.


—Lo hice.

Despegué los ojos de la fotografía para encontrarme con la mirada de Edward, curiosa y cautelosa a un mismo tiempo, pero también expectante. Parecía como si supiera exactamente qué escena acababa de reproducir en mi mente.

Entonces, yo también comprendí.

—Estuviste ahí —comencé a decir, y las palabras iban tomando forma en mi cabeza a medida que se arremolinaban en mi boca—. Estuviste ahí incluso… incluso cuando ni siquiera yo era consciente de lo mucho que te necesitaba.

Sus labios se curvaron levemente.

—¿Recuerdas que te lo prometí en el instituto? —preguntó, todavía sentado a mi lado en el suelo, con los recuerdos de años de sonrisas a nuestro alrededor— Te prometí aceptar todos tus defectos y ser el novio que todo padre querría tener para su hija. Te prometí que, conmigo, solo tendrías que ser tu misma. Te prometí darte el mejor recuerdo de tu vida y estar a tu lado, incluso cuando tú no supieras que me necesitabas.

Ya no estaba escuchando al Edward sentado a mi lado. Escuchaba al Edward de aquella mañana en el pasillo del instituto, segundos antes de entrar a nuestra clase de Historia. Entonces había estado convencida de que había prometido todo aquello solo para disuadirme de que fuera ese viernes a La Push con Mike Newton.

El tiempo me había demostrado lo equivocada que estaba.

—Lo recuerdo.

Lo hacía. Con una claridad que incluso a mí me resultaba sorprendente.

—¿Y recuerdas lo que me dijiste que harías si yo cumplía con mi parte del trato?

Eso también lo recordaba. Fue al día siguiente. Sentados en la cafetería, custodiando seis asientos en nuestra mesa habitual mientras Alice, Rose, Emmett y Jasper llenaban las bandejas de comida. Edward había repetido todas sus promesas y su insistencia me había obligado a darle una respuesta. Una que me resultó cómica, suficiente para salir del paso sin comprometerme a nada, sin tomar sus palabras en serio.

—Te dije… te dije… —comencé, entrecerrando los ojos mientras buceaba entre mis recuerdos. Sonreí de forma involuntaria cuando recordé las palabras exactas que había pronunciado ese día— Te dije: "Edward, si cumples con todo eso, no me quedará más remedio que casarme contigo".

Una de sus manos se enroscó alrededor de mi cintura y la otra tomó mi cuello con suavidad.

—Los chicos buenos siempre dicen la verdad —susurró contra mis labios—. Yo cumplí mi parte, ¿qué hay de ti?

Le besé, casi una caricia fantasma, un aperitivo de lo que estaba por venir.

—Yo, a veces, también digo la verdad.


Creo que los Edwards que cumplen promesas se merecen un review :)

Bars