.

Agridulce San Valentín

.

.

XIV

.

.

Un sentimiento irrevocable

.

.

.

(Yaten)

.

.

Lo que estaba haciendo alguien como yo un sábado por la noche, sin duda constituiría el mayor logro universal de la historia. Aunque fuera por un mero deber, espantoso, desafortunado e inevitable, estaba alistándome para salir a una recepción de gala. Mi imagen parecía de mentira, con aquella camisa perfectamente planchada y un cuello que se mantenía erguido alrededor de mi cuello. Puños abotonados, una camisa de seda se un color tenue sofisticado que no sé pronunciar, y unos zapatos tan deslumbrantes en los que podría afeitarme en ellos.

La magistral treta de Minako al vestirme de pies a cabeza hoy había quedado en un 90% incompleta, por la corbata que me había negado a usar rotundamente. Aún así le llevaba guardada en el bolsillo del pantalón, por si me amenazaba de muerte o recurría a estrangular a alguien con los nervios que me cargaba por asistir a la fiesta que no había podido organizar, y ergo... asistir.

Al mal paso darle prisa, dicen. Así que decidí abandonar el cobijo de mi cuarto y encaminarme al elegante vehículo de cristales oscuros que me esperaba en la entrada de mi casa.

Resoplé. ¿Esto en verdad era necesario?

Ciertamente me habría encantado irme caminando, incluso hasta donde daba el mar, donde se suponía yo habría tenido que estar hace treinta minutos. Luego lo pensé bien, y sabía que los pies me quedarían hechos puré si se me ocurría recorrer ésa distancia con éstas porquerías puestas en los pies, de modo que me trepé al coche y luego que la puerta se cerrase a mi lado, Seiya empezó a sacarme conversación sin que yo le preguntase alguna cosa.

—Yo pensaba irme por mi cuenta, pero cuando salí éste auto ya estaba esperando —excusó Seiya. Yo le dije que sí con la cabeza y luego preferí fijarme en el paisaje de edificios y luces que atravesábamos a una mediaba velocidad — ¿Minako siempre hace las cosas así?

—¿Así, cómo?

Si se refería al chantaje, el mal uso del factor emboscada y aprovecharse de recursos económicos, sí, siempre lo hacía. Probablemente rara sería la vez que pidiera tu opinión de modo directo, pues le gustaba que los demás se amoldaran a las hebras que ella tejía a su gusto. Claro que luego de los meses que llevaba conociéndola y la cantidad de jugarretas en las que había caído, pues no, no me sorprendía, aunque seguía sin gustarme ésa parte suya.

—Bienvenido al club —le dije nada más.

—Últimamente se ha portado muy bien con nosotros —dijo distraídamente —. Tal vez quiere congraciarse antes de...

No terminó.

Las últimas dos semanas se había portado como una santa, era verdad. Aunque tampoco es que le hiciera falta algún engaño para arrastrarme a todas partes, pues jamás me había negado.

Pero claro, a riesgo de sonar paranoico, yo no era el único que se percataba de que Minako había dejado el alma y el tiempo en ayudarme a organizar un evento monumental como éste, únicamente porque sabría que sus días aquí estaban más que contados, y eso lo sabía yo también.

Y aunque Seiya escuchara a Serena contarle del viaje que su amiga haría, los planes de futuras veladas en familia, paseos a museos y charlas sin fin, era claro que estaba consciente de que esto algún día pasaría, pese a que avanzaran los años; y parecía alegrarse mucho por ello. Sin embargo, por supuesto que no era lo que él notaba en mí.

Probablemente, notaba que yo contrariamente, debía enfrentarme a perder una relación amorosa cuando apenas la había obtenido, y eso le jodía, tanto que también se le notaba. Se le notaba cuando alguien mencionaba Inglaterra, o el tema del inicio del último año, o la distinguida fiesta que más que un logro empresarial, pues todo parecía parte de una despedida.

Y lo era.

Antes de que preguntara alguna otra cosa, miré obstinadamente por la ventanilla en vez de acosar al conductor para ver cuánto de viaje faltaba, y me resigné. Mi paciencia era un recurso que solía acabarse pronto, así que debería conservarla si quería mantenerme sereno por las próximas tres o cuatro horas.

Pese a que mi trato con recepciones elegantes se resumía a lo que veía en la televisión, la excusa para atracarme de cortes finos, temiera que alguien me invitase a bailar o el recordatorio inconscientemente doloroso de lo que alguna vez fue la familia Kou en el pasado, o incluso pudiera opinar que toda ésta separación sería tan conveniente para Minako como para mí. En el mejor de los escenarios, nada de ésto justificaba semejante inquietud.

No estaba bien... es algo infantil, egoísta...

Pero supongo que aunque yo me esforzaba por parecer un adulto, no lo era.

Por supuesto que todo éso radicaba en lo que sucedería a continuación. Una vez que los manteles se guardaran, la champaña se acabara y la música se apagara, Minako habría hecho el último esfuerzo por mí, y ya no la vería más...

Y pese a sentir vergüenza de ello, no me había sido fácil de manejar. Al contrario, me alimentaba de cada minúsculo detalle, donde ocultaba mi angustia detrás de muchos silencios incómodos, en mis sonrisas forzadas, mi mal humor, etcétera...

La idea me afectaba hasta no lograr dormir un par de veces en la semana, aunque nunca me atreví a confesarlo.

Pero estaba bien, pensaba mientras la veía conversar con una pareja de amigos de papá desde una esquina, con una cortesía pulcra y lejana. Estaba bien, Minako no iba a echarme de su vida sólo por irse de Japón, no iba a marcharse a los confines de la Tierra donde no existieran las aerolíneas o el Internet. Aunque claro, la distancia que me dejaba paranoico no era la física, si no la emocional. El miedo que me provocaba otra vez estar solo, siendo no más que un berrinche muy impropio de alguien que acaba de cumplir la mayoría de edad. Tendría que haberme hecho ya a la idea, respirar hondo y alegrarme por ella, siempre y cuando mi egoísmo me lo permitiera.

De la comisura de sus labios rosados, hubo un tirón simétrico cuando me vio venir. Apenas tuve tiempo de recordarme respirar, porque literalmente, ella resplandecía como una estrella.

La tela del vestido se ceñía a su cuerpo de manera sutil, sin ser obvio, en color marrón oscuro. Pero sobre ésa tela neutra, había un especie de transparencia que portaba piedras diminutas, como cristales, que formaban enredaderas a los costados de su figura. Me pareció ver la misma de pedrería en una mariposa ostentosa que le sujetaba el pelo, que caía como una cascada dorada sólo sobre su hombro izquierdo.

Su pecho se llenó de aire con alivio al ver que por fin había aparecido. Luego, cuando llegó hasta mí, me preguntó:

—¿No es demasiado?

—¿El qué?

—Ya sabes, el vestido, el tocado... ¡la fuente de afuera! —enlistó mecánicamente, como un loro. Se le notaba también algo nerviosa.

—Ah...

Su sonrisa se esfumó al mirarme de hito a hito.

—¡Te quitaste la corbata!

Me guardé las manos en los bolsillos.

—Me desespera...

—¡Pues muy mal hecho! Ya no estamos coordinados, y me costó un montón de trabajo encontrar el tono exacto. No cualquiera luce una Armani Privé y tú te la quitas... ¡Porque te desespera! —me reprendió cual madre fastidiosa.

Seguía luchando con la impotencia de no poder verle la cara, porque Minako era la razón por la que precisamente los subnormales espectadores no pueden concentrarse en más de una cosa a la vez. A mi favor debo decir que para los artistas es complicado de por sí hacerlo, sobre todo si estás pensando con una parte del cuerpo que no es precisamente el cerebro...

Aproveché para echarle un vistazo al jardín de la recepción, que sin duda todo estaba espectacular. Las farolillas en los arbustos, las flores en el agua y todo estaba muy agradable, pero no había punto de comparación con ella. Volví la atención hacia Minako para disculparme por ser tan obvio.

—Me distraes.

—¡Bueno, ya está bien! —se abochornó, aunque se le notaba que se sentía halagada —. Nada que no hayas visto antes.

—Te equivocas.

Aunque la hubiera visto desnuda un montón de veces, lo lamento, no podía evitar pasar mi oportunidad de verle el escote o la cara, era el mismo efecto idiotizante.

Mientras seguía en mi nube, Minako ya había adoptado su típica postura regia y coqueta, y me tomó del brazo para conducirnos hacia adentro. Me quedé asombrado, la sala estaba mucho más deslumbrante de lo que parecía por fuera. Enormes ventanales que imitaban el lujo de un palacio moderno con su interior en dorados, blancos y castaños. Demasiado grande para el número de invitados, pensé. Me corregí de inmediato pensando en que Minako podría equivocarse en muchas cosas, pero para ella, menos nunca sería mejor. Había puesto cada minuto de su tiempo en cuidar pequeñeces, y se aseguraría que todo saliera perfecto. Me obligó a saludar apropiadamente a cada una de las personas que nos topábamos, peregrinando como nómadas de mesa en mesa, siempre tan confiada y riendo de chistes estúpidos que los viejos verdes le contaban, adulando los supuestos hermosos atuendos de las damas y vigilando al personal que cumpliera su trabajo como un halcón. Todo al mismo tiempo, y sin que nadie se diera cuenta de ello.

—Se supone que debes sonreír —me indicó Minako entre dientes, cuando un tipo de la nada, se acercó para tomarnos una fotografía, dejándome ciego y desorientado.

Mi tolerancia empezaba a bajar varios niveles, pero me esforcé por detenerla. Lo único que me consoló de todo lo que vi, fue un bar de tamaño mediano que tenía una variedad enorme de botellas de licor.

Solucionado: si mi mal genio no ayudaba (nunca lo hacía), yo esperaría que el alcohol sí.

—Ya me duele la quijada de hacerlo, y además nunca estableciste tal condición.

Minako suspiró y se dio vuelta hacia mí, frunciendo sus cejas al máximo, no por eso, haciéndola parecer minúscula mente menos agraciada.

—Eres el centro de atención y debes comportarte como tal. Las estrellas por ejemplo, siempre sonríen —aconsejó. Yo dirigí los ojos con envidia hacia Seiya, que estaba pasándosela fenomenal con Serena, tragando entremeses como si fueran un par de niños indigentes sin supervisión.

—No me siento una estrella, sino más bien algo estrellado...

Minako me ignoró como sólo ella sabía hacerlo, opacando mi pesimismo con una sonrisa devastadora para otro recién llegado, que resultó ser mi padre. Aproveché estar tan fuera de contexto cuando él me felicitó por el trabajo hecho, (aunque yo realmente no me hubiera sentido muy útil en el proceso), Minako se encargó de hacerle ver que sí, yo me encogí de hombros cuando con fascinación escuchó todo lo que ella le explicaba, y huí a donde pudiera encontrar alimento, cual náufrago tras advertir en la lejana marea un trozo de madera al cuál aferrarse.

Apenas pude terminarme el plato de mariscos en salsa de menta que devoré, Seiya se me unió, porque Serena había alcanzado a Minako para felicitarla por su esfuerzo.

—¿Te estás divirtiendo? —se mofó, al ver mi cara.

—Hago lo que puedo.

—Esfuérzate más, no creí que Minako fuera capaz de hacer tanto teatro —explicó Seiya silbando hacia arriba, admirando las cúpulas de cristal que coronaban el gran salón —. Y además no les queda mucho tiempo...

Le eché ojos de pistola y la sonrisa de Seiya desapareció. Yo sabía que no pretendía torturarme con todo ésto, de la misma forma en que yo no pretendía torturar a Minako con mis pocas pulgas en la fiesta, y con todas las actitudes distantes que yo había tenido últimamente. Pensaba que así sería más fácil, cuando las cosas... bueno...

—Ya lo sé.

Él me escrutó con sus ojos y le dio un largo trago a la sangría, hasta terminarse las últimas frutillas que habían nadado en el líquido, y la idea de ahogarme en alcohol parecía cada vez más y más tentadora. No rechacé la oferta de un camarero que servía copas con lo que parecía algún vino claro, y me lo bebí de dos sorbos. Serena y Mina parecían un par de hermanas, aunque cotidianamente no se comportaban igual, pese a estar bailando y riendo por ahí casi de la misma forma les hacían ver así.

—Parece que nos han abandonado —dijo Seiya.

—La historia de mi vida —murmuré.

Era sólo un chiste, pero aún así Seiya preguntó:

—¿Estarás bien? —quiso saber.

Recluido en ésta esquina del universo, pude ver el escenario ante mí como algo muy distinto. Vi las cosas increíbles de las cuales mi padre había sido capaz de lograr por sí mismo, y el resultado de lo mucho que nos había costado recuperarnos de lo que casi disuelve a nuestra familia. De la pérdida del centro del amor y la comprensión, no quedaron más que tres individuos ansiosos de cariño a través de relaciones mal llevadas, vicios y mucha, mucha soledad. Y cada uno seguiría un camino, quizá para Seiya muy claro, quizá para mí no tanto, pero estaba seguro de una cosa: quería quedarme aquí. Aquí estaba la tumba de mamá, aquí estaba papá, y aquí estaría Seiya. Y lamentaba tanto que otra vez pudiera existir el riesgo de pasar por malos momentos, pero también confiaba en que las cosas no serían como antes. Nadie me había lastimado intencionalmente ni estaba ignorándome por dolor propio. No era mala suerte ni tampoco una tragedia. Era simple y sencillamente, un cambio al que tendría que adaptarme, con el riesgo de que quizá, Minako probablemente no volvería, al recuperar lo que yo tampoco quería perder.

Asentí con firmeza.

—El noventa y nueve por ciento de las veces que me has preguntado eso, sabes que miento diciendo que sí —le dije a Seiya, haciéndolo entrecerrar sus ojos con curiosidad —. ¿No es así?

—Cierto.

—Ésta vez es verdad, eso creo.

—Más te vale —me amenazó, zanjando el tema con un trozo de canapé.

Pocos saben apreciar las ventajas de la observación a distancia. En unas pocas horas, había aprendido cuáles eran sus gestos, comportamientos y puntos flacos. La gente rara vez finge a distancia, entonces yo podía darme cuenta de quién hablaba a detrás de quién, quién estaba realmente divirtiéndose, y quien quería desaparecer de ahí. Mientras el resto hacía lo suyo, yo fui trazando relaciones y encuentros. Incluso algún que otro enfado a ojos del espía, pero que no fue suficiente como para olvidar su labor.

Claro que, por ahora, no tenía nada mejor qué hacer. La hora de los postres había acabado oficialmente desde que el vino, el ponche y el azúcar se mezclaron en mi estómago y mi cabeza de tal forma que necesitaba urgentemente un respiro. No estaba en mis planes hacer un papelón en la fiesta, como acabar bailando sobre alguna mesa, sacar mis ocultos dotes como cantante o cualquiera de las cosas de las que, con una ración más de alcohol, me sentía muy capaz.

Por otro lado, Minako estaba constantemente ocupada intentando repartir su tiempo como podía con los invitados, a la vez que ayudaba a mi padre con las formalidades de la ceremonia. Ayudaba a repartir reconocimientos, posaba para los fotógrafos y yo estaba tan aliviado de que a ella nunca se le acabara la energía; así que me fui a dar una vuelta por ahí, esperando que el aire fresco me ayudase un poco a despabilarme.

El aspecto de la terraza me hizo sonreír. No disminuyó el esplendor en general de adentro, más bien, se transformó en algo muy hermoso pero de una manera más íntima. Lo que sí me sorprendió fue ver a Serena por ahí, admirando uno de los kioskos con luz y la fuente realmente maravillada, como si fuera la primera cosa semejante que veía en la vida.

A pesar de ser físicamente similares, era muy distinta a Minako: ya traía medio desarreglado el lado derecho del peinado, se movía con la desenvoltura tosca de una niña, e incluso los zapatos de tacón estaban tirados por ahí, estaba descalza. Pero más aún, estaba jugando sola con el agua de la fuente, y cuando digo jugando, no es una metáfora.

—¿Qué haces acá sola? —le pregunté para desviar su atención.

Serena se giró tapando su boca histéricamente, casi a punto de soltar un grito de auténtico pánico. Yo encaré una ceja sin mover un músculo. Si bien yo solía caminar con sigilo, tampoco era para tanto. Aunque admito que es divertido asustar a la gente, sobre todo cuando uno se está aburriendo como una planta.

—¡Qué susto me has pegado! —se quejó, y parece que en seguida se le olvidó, porque sonrió —. Todo está muy lindo, y quería verlo con detalle. Y... —agregó medio sonrojada —, los zapatos están matándome.

—Por tu reacción, ya sé quiénes revolvieron mi colección de Stephen King.

Serena suspiró, y admitió con pena:

—No dormí en una semana —murmuró hinchando los cachetes—. En serio, no vuelvas a hacer eso, creí que eras un fantasma.

—Los fantasmas no existen, Serena —le recordé, mientras me recargaba en el balcón.

Ella negó la cabeza con nerviosismo.

—¿Y tú como sabes que no existen? —se resistió.

—¿Alguna vez has visto uno?

—¿Alguna vez te has quemado con una sartén caliente?

Pestañeé.

—La verdad, no.

Serena habló con decisión, como si estuviera corroborando el descubrimiento de un experimento científico que definiría la existencia de la humanidad:

—Pues una sartén caliente te quema ¿no?, aunque no te haya tocado a ti. ¡Lo mismo va para los fantasmas!

No... pero bueno.

—¿Dónde está Seiya? —cambié de tema.

—Está bailando con Mina —explicó con extraña felicidad, aunque a mí no me hacía ni pizca de gracia —. Me ha ayudado porque yo... bueno, digamos que no es mi fuerte la danza.

Se echó una mano detrás de la cabeza, y rió como si nada.

—Tampoco lo mío —reconocí. Sí sabía hacerlo, pero no soportaba ser el centro de atención.

Serena me sonrió como si fuera su persona favorita, y yo le giré la cara hacia otra dirección, haciéndome el desentendido.

Como siempre, yo prefería callar en lugar de hablar de más. Pero me había acostumbrado a la presencia de Serena por la casa, o a topármela a veces cuando veía a Minako, que debía aceptar con sinceridad que la chica de aquel extraño peinado no me molestaba. No es que antes sí, simple -y sorprendentemente-, me había acoplado a su forma de ser, aunque no interviniera para nada en sus asuntos. Era chistosa, aunque del tipo simplón y poco original, pero no podía evitar sentir simpatía hacia ella cuando peleaba con Seiya en los videojuegos o por la comida, o decía sus miles de comentarios despistados.

Me pregunté si para ella sería tan fácil alejarse de Seiya, ahora que se marchara a la universidad. Si un día cada y semanas le sería suficiente, si tendría el mismo tipo de inseguridades que yo.

Aunque con ésa cara de monito cilindrero, dudaba que se le pasara algo muy complejo por la cabeza...

—Oye —le dije, y Serena se me acercó sin necesidad de que se lo pidiera —. ¿Cómo ves... el asunto de que Seiya se vaya?

—¿A qué te refieres?

—Pues... ¿no estás molesta? —ejemplifiqué.

Esperaba que se volviera a rascar la cabeza o me mirara con ése típico brillo de ignorancia mezclado con auténtica inocencia. Pero no, Serena ablandó su semblante hasta que se volvió apacible y dulce, haciendo sus rasgos menos infantiles y también más convincentes sus palabras.

—Claro que sí —aceptó, y luego me sonrió otra vez.

—Pues... no lo pareces —comenté con un dejo de confusión —. ¿No deberías entonces... pedirle que se quede o algo así?

—Debería, pero si hago eso Seiya sería infeliz —se recargó en una mano y miró al cielo —. ¿Y entonces qué va a pasar conmigo? Puedo ver cómo disfruta el cantar y tocar, no podría vivir sabiendo que perdió su sueño por estar a mi lado.

—Y entonces prefieres tú ser infeliz —deduje con cruel lógica.

Serena se rió, y eso me irritó un poco.

—¡No, no entiendes! —hizo un gesto tocándose la nariz, y me sentí estúpido, porque parecía que estaba hablándome de algo muy complicado, cuando yo la había entendido perfectamente. O eso creía —. Yo sé que puede conseguir cualquier chica, alguna que no se manche el vestido o no lo pisoteé en la pista de baile. También que puede olvidarse de mí, eso no me interesa mucho ahora...

—Y entonces ¿qué es?

—Eso —dijo, y señaló hacia el salón. A través del cristal, pude ver como Seiya le daba un montón de vueltas a mi novia con la música.

—¿Que haga vomitar a Minako?

—Que sonría —respondió, encogiéndose de hombros —. Mientras siga haciéndolo, yo estaré bien. No pasa nada, porque su felicidad es cómo si fuera la mía.

La voz se le cortó al final, y yo bajé la vista hacia mis zapatos para no incomodarle. Pasó algún rato sin que ninguno de los dos dijéramos nada, al fin no había mucho que decir tampoco. Estaba seguro, con aquél dejo de nostalgia que acompañó las palabras de Serena Tsukino, que cuando se despediera agitando la mano eufóricamente, sentiría ganas de llorar a escondidas. Que lo pintaba como lo más normal del mundo, para darle la seguridad de no cambiar nunca de opinión. Para no preocupar a mi hermano, y lo dejara en libertad enfocándose en sus estudios.

Creo que fue en uno de ésos momentos, en algún segundo que descubrí que realmente la admiraba. Aunque no estaba muy seguro si me lo ocultaba a mí mismo, o si lo sabía desde antes. Como cuando yo veía cómo ignoraba con humildad las burlas de los demás cuando se caía en las carreras de atletismo o no lograba dar las respuestas correctas en las asignaturas. O Cuando me di cuenta que siempre le daba su sándwich a un perro cojo que estaba fuera del instituto, o me sonreía por los pasillos aunque los demás cuchichearan que yo era de lo peor a mis espaldas.

Y por eso, a pesar de aparentar lo contrario, Serena me parecía muy fuerte. Y claro que no la conocía demasiado, pero no se me ocurría otra explicación al verla tan entera frente a mi hermano, ni una sola vez parecía triste frente a él (como ahora lo había confesado), ni había dejado de portarse como siempre, con su gracia natural. Y porque también, Seiya era muy observador. Me escaneaba con rayos X en aquellos malos tiempos donde yo me esforzaba por ser muy buen actor, y con él nunca me funcionó. Así que, lo que decía Serena parecía ser verdad. Si Seiya era feliz, ella también.

Y claro, eso me hizo sentir la basura más egoísta del planeta.

—Pues Seiya sería muy imbécil si te pierde —apunté, antes de poder retener mi lengua. No obstante, en cuanto me cayó la ficha de que acababa de soltarle un gran cumplido, me sonrojé y carraspeé —. Bueno, quiero decir... que para los gustos que se carga, no estás tan mal...

Ella contuvo una risita, y se balanceó sobre sus pies.

—Gracias —su voz sonó más cerca de lo que recordaba, porque otra vez había yo virado el rostro hacia la fuente, cuando me di cuenta ya había avanzado un par de pasos hacía mí —. Eres un chico muy bueno, Yaten. Y ésa costumbre de corregirte por parecer o contrario me parece gracioso, aunque una pérdida de tiempo.

¿Yo, gracioso?

Rodeé los ojos y me pateé mentalmente por ello, consciente de no haber dicho algo demasiado sensato.

—Tómalo como quieras —espeté cruzándome de brazos.

—¿Ves? ¡Ahí está lo que te digo! —me señaló la cara, mientras yo gruñía descontroladamente, y rezaba porque se detuviera de una puta vez con ésos comentarios ñoños —. Yo no solía entender por qué Mina y Seiya te quieren tanto, siendo como luces. Se necesita ser muy listo, para ver la verdadera la esencia de las personas.

—Ajá, ¿como tú? —ironicé torciendo la boca.

—¡Claro, como yo! —replicó con fingida arrogancia.

—Si tú lo dices... —concedí, dejando la ventaja de la duda. Me daba flojera desmentir su percepción, y también sería darle tela de donde seguir cortando.

Serena también desertó con el tema, levantando un brazo como si fuera una exploradora que acaba de descubrir un nuevo territorio.

—¡Y aunque Seiya se vaya, te advierto que seguiré usando su consola! —me advirtió, y luego empezó a suplicar patéticamente —¿Verdad que serás tan, tan bueno como sé que eres, y me dejarás jugarla? ¿Verdad, verdad que sí?

Le puse una mano frente al rostro.

—Oye, mi casa no es un refugio de cachorros desamparados —alegué, completamente reacio a tenerla ahí metida todos los días. Ahora que Seiya se largaba tendría por fin tranquilidad, y no estaba dispuesto a que Serena Tsukino la arruinara.

O no me escuchó, o fingió bastante bien que no lo había hecho, porque me interrumpió.

—Mejor vamos para dentro, ¿no? —me propuso tomando sus sandalias del suelo, con resignación —. Ya me está dando hambre de nuevo, y además extraño a Seiya.

Antes de decirle que tenía el estómago de un caballo o que podía "adelantarse" sola si quería, consideré al mirar a Mina sola por ahí. Me dije una y mil veces que tal vez sería bueno dar el último empujón. Después de todo, se suponía que yo era responsable de todo éste circo, así que decidí marcar punto final a aquél deseo desesperado de rogarle que se quedara, de la forma que fuera. Las incondicional lealtad de Serena y sus palabras me habían abierto los ojos sin querer, y me habían hecho comprender tantas cosas...

Así que no hubo necesidad de que me asegurara de que nadie estaba mirando. En nada me vi otra vez envuelto en parloteos, gente y música. Alcancé a Minako muy cerca de un de las fuentecillas de chocolate.

Iba a abrir la boca para reclamar mi escapada intencional, pero yo sólo acorté las distancias, y la silencié con un beso.

Pestañeó, evidentemente sorprendida.

—Oye, nos están...

—Voy a esperarte —le revelé de forma inesperada. Minako no pareció comprender de primera instancia mis palabras, y repetí la acción para abrazarla ahí mismo, aunque sentí varias miradas sobre mi nuca, no me interesó—. Siempre voy a esperarte.

No necesité decir mucho más, porque los ojos de Minako se rellenaron de humedad y felicidad, y enseguida me vi envuelto en sus brazos.

.

.

.

(Minako)

.

.

.

Los días siguientes se pasaron volando, disfrutados al máximo pero inevitablemente, las horas fueron pasando hasta que se convirtieron en hechos reales. El montón de ropa sobre mi cama, las maletas y la tarjetita que guardaba en la cartera como contacto en Londres tomaron consistencia cuando el domingo llegó. Me quedé con un abrigo en las manos, sosteniéndolo y olvidando cada cosa que tenía que empacar. La mente la tenía en blanco, y aunque me esforcé por seguir un listado, terminé metiendo un montón de cosas que no me servían, como sandalias y lentes de sol, y dejando los botines y los suéteres.

No hubo necesidad de hablar nuevamente sobre lo que iba o no hacer en Londres. Yaten fue muy claro en decirme que él aguardaría aquí por mí. Probablemente acompañando a su papá o dedicándose a las cosas que gustaba de hacer antes de conocerme. Y eso estaba bien, me decía todo el tiempo. La distancia nos ayudaría a dedicarnos a lo nuestro, no había necesidad de pensar tonterías innecesarias o inseguridades. A mí me quedaba más que claro, en cada rincón de mi corazón que jamás podría mirar a nadie más, por muy galán que resultara algún caballero inglés, jamás sucedería.

¿Pero sería lo mismo para él? Aunque ni yo ni mi vanidad quisiéramos admitirlo, yo sabía que él podía buscarse alguien mejor que yo. Alguien que no fuera tan caprichosa, que le gustara más leer o que supiera de qué hablaba cuando fueran a algún museo. Alguien que entendiera el cine independiente o que no le hiciera un berrinche por todo. Alguien que te puedes encontrar en la parada del autobús, en una cafetería...

En la librería de los Tomoe.

Sacudí la cabeza, borrando imágenes absurdas y diciéndome una y otra vez que ellos solamente eran y serían amigos. Debía confiar en él, y en mí también. Me había prometido esperarme y estaba segura que la cumpliría.

Aunque, para cerciorarme también tenía otros cuatro pares de ojos en Japón, por si las moscas. Una chica debe ser precavida, y cuando no puede serlo, ahí deben estar sus amigas.

Insistieron a ayudarme en mi última noche, y clasificamos qué atuendos serían los mejores mientras charlábamos y me hacían mil encargos para el viaje.

—Vas a hacernos falta —dijo Lita bajando la cabeza, mientras me pasaba una chalina blanca que guardé en la maleta —. Vas a escribirnos, ¿verdad?

—Ya les dije que sí —sonreí.

—¿Y llamarás cuando puedas? —segundó Amy.

—A la hora que les llame estarán dormidas —les recordé con un poco más de pena —. Tal vez algún día coincidamos...

¡Ay! ¿Con quién iba a charlar?

Como sea, no podía desperdiciar la oportunidad que él y mis padres me habían brindado para ser feliz, aunque quizá mi retorno llevara más de lo pensado. Quizá no fuera un semestre. Quizá no volviera hasta Navidad, o el próximo San Valentín...

¡Otro San Valentín!

El tiempo se me había pasado volando, y esperaba que así siguiera siendo...

De mi ensimismamiento me sacó un maullido de auxilio, que provenía de alguna parte del mundo de ropa que estaba sobre la cama. Sin encontrarla con éxito inmediato, una Julieta arisca y enfadada me lanzó una mordida en venganza por mi descuido, al sepultarla en varios pantalones sin darme cuenta de ello.

—Ya, ya —le dije, aunque siguió haciendo ruiditos de desacuerdo y huía lejos de mi alcance —. ¡Julieta, ven acá!

Le valió un comino mi orden y salió disparada. Serena se tapó la boca con las manos y me miró con culpabilidad.

—¿Qué? Déjala, ya se le pasará.

—¡No, Mina! —advirtió Rei, asomándose hacia el pasillo —. La puerta está abierta.

Inmediatamente todas miramos a Serena, que era la última en haber entrado con las bolsas de mantecado.

—¡Yo...!

Antes de darle un coscorrón, preferí correr hasta la puerta, sólo para encontrarme un pasillo desierto. Todas reaccionamos demasiado lentas, y tardamos una eternidad en encontrar nuestros zapatos entre tanto desorden; que cuando conseguí coger las llaves y salir, no había rastro de Julieta.

¡A buena hora se le ocurría hacerme ésto!

Bajé y no tuve éxito en el vestíbulo ni en la entrada. Tampoco el recepcionista supo decirme si la vio o no, y comencé a entrar en pánico cuando revisamos todos los pisos, y lo único que vi fuera era la avenida y los automóviles pasando a toda velocidad.

Dicen que las mascotas intuyen cuando las abandonas, y lo expresan de alguna forma. Si Julieta quería que me quedara sin duda estaba consiguiéndolo. Pero la muy bruta primero ponía en peligro su vida al ser atropellada, y en segundo la mía, porque si eso ocurría, sin duda Yaten iba a matarme.

Tomamos direcciones diferentes, y la llamé por todas las esquinas. Pregunté al florista, a la chica de la pastelería y al cartero. Comencé a desesperarme cuando vi en mi reloj de pulsera que llevaba unos treinta minutos dando vueltas, y los ojos se me empañaron. No podía perderla, no de ésta forma tan estúpida.

Al cabo de un rato, me dejé caer sobre una de las bancas del parque. Serena se acercó corriendo, uniéndosenos al resto, una vez que nos dividimos para iniciar la búsqueda.

—Nada —anunció Serena agotada, y escondió una bolsa de papas fritas que llevaba en la mano, cuando le fulminé con los ojos —. ¡Lo siento! Hacía calor y por eso dejé abierta la puerta.

—¡Para eso existe el aire acondicionado! —la retó Rei.

—Perdón...

—La encontraremos, Mina —me dijo Amy con consuelo, cuando dejé escapar otro suspiro —. Los gatos tienen buena memoria fotográfica, te aseguro que sabrá regresar a casa.

—Quién sabe —dijo Rei cruzándose de brazos, como si reflexionara —. Si dicen que todo se parece a su dueño es cierto...

Sollocé, y Lita la calló con una mirada de desaprobación.

—Calma, sólo bromeo —aclaró, al percatarse que de verdad estaba afectada —. Estará bien, en nada estará llevándote un ratón como premio de su... aventura.

Negué con la cabeza, mortificada.

—Ya es tarde —señalé el cielo anaranjado —. Está solita, ya debe tener hambre y pronto tendrá frío... —narré con pesar.

—Buscará refugio, no hace frío ni lloverá —insistió Amy con una sonrisa nerviosa —. Y...

—¡Y YATEN ME VA A ODIAR! —chillé, haciendo que ellas cerraran los ojos por el ruido —. ¿Qué clase de novia pierde a la mascota que comparte con su novio? Apenas me vaya, seguro me va a botar por ésa freaky...

—¿Quién?

—¡No importa su nombre! —respondí fastidiada —. ¿Y si se la encuentra un perro y la muerde? ¿Y si una bola de niños malos la apedrean? ¡Es tan pequeñita!

—¡Oh, qué dramón! —exclamó Rei poniéndose de pie con decisión —. Ni hablar, sigamos buscando.

—Oye, Mina... —anunció Serena desde su sitio.

—¿Por qué ésto me tiene que pasar a mí? —me lamenté.

—Mina... —siguió Serena agitando una mano sobre mi rostro.

—¡No sé de quién demonios aprendió ésa maña de salir corriendo! De mí no, obviamente yo no hago eso...

—¡MINA!

—¿Qué? —me sulfuré. Odiaba que me interrumpieran, sobre todo cuando estaba a la mitad de una súper queja.

—¡Ahí va! —señaló Serena otra vez hacia un montón de árboles que daban hacia la entrada de la plaza.

Todas gritamos y nos pusimos de pie de un salto, y de inmediato miramos a Serena.

—¿Por qué no lo dijiste antes?

—¿Cuándo escuchas tú a alguien? —me regañó Lita enseguida. Yo rodé los ojos y corrí otra vez detrás de ella, pese a tener los pies llenos de ampollas por andar a pie toda la tarde, era mi oportunidad regalada del cielo para recuperarla.

No obstante, no conté con que al girar en torno a una jardinera, me tendría que topar con alguien que también daba vuelta en sentido contrario. El impacto no fue muy fuerte, pero sí lo suficiente para hacerme tropezar y darme de bruces en el suelo, rodeada de un montón de víveres que se salieron de una bolsa, y que evidentemente, no eran míos.

—Lo siento mucho —dijo inmediatamente una voz de hombre, hablándome desde arriba.

—No, yo lo siento —admití —. No he prestado atención en donde iba y...

Dejé de sobarme el trasero y miré al interlocutor: un señor de edad avanzada y que se inclinaba hacia adelante para poder verme mejor. Estaba vestido con un traje gris muy elegante, y supuse que todas ésas cosas -incluyendo un paquete de pasta y su respectiva salsa- eran suyos.

Pero eso no tenía nada de sorprendente, sino la persona que estaba a su lado, que parecía tan sorprendida como yo.

—Siempre tan atolondrada —oí decir a mi vecina. Pero con todo el asombro del mundo, no pude identificar el tono áspero y desagradable con el que siempre me hablaba —. ¿No te hiciste daño?

Momento.

Un... momento.

¿La abominable bruja del 74 estaba siendo... amable, tal vez? ¿Dónde estaba la señora despectiva, grosera e insoportablemente amargada? ¿Por qué no se estaba riendo maquiavélicamente de mí? ¿Por qué no me retaba? ¿Por qué...?

¡¿Por qué estaba con éste hombre tan bien parecido?!

¡Un perfecto caballero!

Sin creérmelo, abrí la boca para contestar un leve:

—Estoy bien.

—¿Se conocen? —preguntó el señor, con mucha tranquilidad.

Ella asintió muy natural.

—Ésta muchacha vive en el piso de arriba —explicó con voz ¿dulce? Aquí se cocinaba algo muy anormal y bizarro —. Su nombre es Minako —. ¿¡Desde cuándo la vieja sabía mi nombre?! ¿No era yo La Chiquilla, La Mocosa, Niñata y demás variantes similares para ella? Casi sentí terror cuando vi que de su rostro arrugado se estiraba y se estiraba hasta formar una cosa rarísima parecida a una sonrisa —. Su novio es el que a veces viene a ver a mis gatines. ¿Y a que es muy guapa?

—Tal como me contaste, sí.

La quijada se me desquebrajó en ése mismo instante.

¡Ahora sí que no entendía nada!

De no ser porque llevaba las mismas fachas y los brazos arañados como siempre, juro por todo el interminable contenido de mi clóset que nunca habría afirmado que se trataba de la misma persona. Sí, seguía hecha un desastre en apariencia, tanto que espantaría a cualquier persona cuerda y normal. Pero... se le veía diferente. Se le notaba relajada, positiva y... ¿Feliz?

—Encantado de conocerla, Minako-san.

La voz amigable del sujeto me sacó de mi aturdimiento, y estreché la mano que me habría ofrecido para presentarse y levantarme a la vez. Me sacudí un poco la falda, y luego de ayudarle a levantar un par de latas de verdura, respondí:

—Igualmente, señor.

—Yirume, cariño —intervino mi vecina, dirigiéndose hacia su acompañante —. Van a cerrar la tienda, y necesito otras cosas si queremos cenar a una hora decente.

—Es cierto —reconoció, e hizo una reverencia hacia mí mientras yo todavía creía que tras quedar inconsciente en el suelo, estaba teniendo un bizarro sueño —. Bueno señorita, ya nos veremos otro día.

—C-claro... —dije yo.

Mi mano estaba todavía suspendida del asombro mientras los despedía. Alejándose por el asfalto, el hombre pasó un brazo por los hombros de mi irreconocible vecina, y en vez de que ésta le soltara un puñetazo o una palabrota, siguió conversando muy amenamente.

Oh, my gosh... —musité —. Es increíble.

Sobre mis pies, sentí una suavidad de pelitos, y un maullido de acuerdo.

—¿Quién lo creería, eh? —le dije a Julieta que se refregaba sobre mí. Luego pestañeé, reaccionando —. ¡Oh, Juli! ¿Dónde estabas? ¡Tonta, estaba muy preocupada! ¡Te extrañé! ¡Pero te odio! ¡No vuelvas a hacerlo, awww!

Un niño que iba pasando con su madre, me señaló con la mano que sostenía su globo:

—Mira mamá, ésa niña loca está hablando con un gato.

Le enseñé los dientes y luego lo ignoré, apretujé tanto a Julieta que lloró sobre mi oído.

—Te prometo que no vas a quedarte sola, pero no vuelvas a escaparte ¿de acuerdo?

—Dioses, Mina. Estás asfixiándola por segunda ocasión en el día —dijo Lita arqueando las cejas, cuando me alcanzaron apenas.

—Y parece que no necesitas buscarle galán a la señora —observó Serena, mirando a la extraña pareja que todavía estaba a la vista —. ¡A lo mejor lo consiguió antes que nosotras, y ni enteradas!

—Parece que ya no molestará más —evalué, y luego me dirigí a Rei con un codazo —. Mira eso, ya puedes despreocuparte.

—¿Por qué? ¿Descartaste el plan de juntarla con mi abuelo?

—¡Qué va, me refiero a que todavía puedes conseguir novio! —me burlé, y todas rieron.

—¡Muy graciosa! —se quejó pellizcándome, mientras emprendíamos el camino de regreso.

Así pues, con todo el dolor de mi corazón, eché a Julieta en la jaulita y empaqué un montón de cosas que solía usar para jugar, como pelotitas con catnip y su comida. Fue chillando como histérica todo el camino, así que para cuando toqué el timbre como una maniática, Yaten apuró a abrir y me quitó el dedo del interruptor, mirándome con desaprobación.

Su actitud cambió al verme tan apagada, una vez que entramos a su cuarto.

—Creí que te vería mañana en el aeropuerto —comentó sutil.

Yo me giré, mordiéndome la boca, callándome la respuesta. Mi estómago me reprendió con una sacudida, y suspiré:

—Es que... —empecé, mientras jugaba con mis dedos, como si tejiese una telaraña —. Quiero que tú cuides a Julieta, no Lita. Y...—tomé aire—. No te enojes... pero la verdad, no quiero que vayas mañana a despedirme.

Yaten pestañeó, y se recargó en el marco de la puerta, cruzándose de brazos.

—¿Puedo saber por qué?

—No me gustan las despedidas, no tengo buenas experiencias con ellas. Quiero que sea como cualquier día, pensar que nos vamos a ver muy pronto. Y también... la verdad no quiero arrepentirme en el último momento —confesé —. Y creo que sólo tú podrías lograr que me arrepintiera.

—Date tu tiempo, ya te dije que yo voy a estar aquí —me recordó.

—Lo sé, lo sé —dije, ligeramente agria —. Pero no es tan sencillo. Por muy extraño que suene, no sé como comportarme con mis padres, Yaten. No tenemos una historia precisamente de cuento. Y habría sido aliviador llevar a alguien para... menguar la tensión.

—Sólo estarías maquillando la cicatriz —me dijo entonces, y me hizo levantar la cara hacia él —. Se trata de que la sanes tú sola. Si te lo propones lo conseguirás, siempre lo haces.

Me reí.

—No siempre.

Él arqueó una ceja en respuesta irónica, y se levantó para buscar alguna cosa dentro de su escritorio. Estiré el cuello para ver qué se traía literalmente entre manos, y regresó con un paquete que extendió hacia mí.

—¡Tienes un regalo! —me emocioné.

—Técnicamente es tu regalo.

Aún con su intento de bajarme de las nubes, rompí el papel con ansiedad y descubrí detrás de él la misma capeta con diseños artesanales que le había obsequiado hace tiempo, cuando iniciamos nuestra relación. Parpadeé atónita y le miré otra vez, porque a primera vista, había muchas hojas encuadernadas probablemente con su fina caligrafía en cada una de ellas. Aquellas que tantas veces me había negado ver, y a las que yo hacía mucho me había resignado a nunca conocer mientras estuviese viva.

—Ésto es... —no me atreví a abrirla delante suyo, porque percibía su bochorno casi desde mi lugar —. Pero... creí que las canciones ibas a dárselas a Seiya.

—Ya las tiene, ésto es diferente —dijo, sin embargo —. Ésas eran un trabajo.

—¿Y por qué estas son diferentes? —husmeé.

—Porque antes no tenía a quién... dárselas.

Sus palabras me convirtieron en una estufa viviente, y a riesgo de que empezara a sacar humo por los oídos, le sonreí.

—¿Escribiste todo ésto... pensando en mí?

Me miró como si tuviera algún tipo de retraso mental. Y probablemente lo tenía, considerando que sus besos me habían matado un millón de neuronas por lo menos, estaba segura de eso.

—No lo voy a repetir, Minako —me advirtió.

—¿Y... son sólo mías? —seguí, abrazando la carpeta como si fuese un oso de peluche.

—Si te refieres a que nunca la oirás en la radio con la voz de algún célebre puñetero, es muy correcto.

Mi mirada de adoración debió hacer algún efecto en él, pero no fue así. Había ocasiones muy contadas en las que su orgullo monumental no se movía ni para saludar, y tampoco es que importara demasiado. No necesitaba escucharlo, él era de decir muy poco, y como siempre, hacer mucho.

¡Cómo lo iba a extrañar!

Apenas lo escuché suplicar que no podía respirar, cuando lo liberé de la misma clase de abrazos que atormentaban a Julieta y a casi toda la gente que me conocía.

—Bueno —dijo Yaten luego de un par de horas cuando debí marcharme —. Ya que no me dejarás acompañarte, al menos permite que el señor Yirume te lleve. No quiero que la última persona que veas, sea el taxista esperando su propina. Sería deprimente.

—¡Oh! No hay problema, en serio —insistí —. Espera, ¿dijiste Yirume?

¿Dónde había escuchado ése nombre antes?

—Eso dije —confirmó —. ¿Qué hay con éso?

—Nada, es que...

Empecé a rumiar concienzudamente sobre la idea mientras nos dirigíamos a la salida; y troné los dedos enfrente de su rostro. Que para variar, no lucía ni pizca de sorprendido.

—¿Sabías que la bruja horrible de los gatos ya sale con alguien? ¡Fue todo un hallazgo verlo! ¡Y se le veía tan feliz! — cotorreé—. Se llama igual, me parece. Pobre hombre, era un dulce caramelito. ¿Cómo la aguantará? De veras que no entiendo a algunos hombres, no...

Esperaba un sarcasmo de su parte, algo como «dímelo a mí». Pero en vez de eso, vi como Yaten contraía su cara en casi un ataque de risa, y fue cuando de verdad me preocupé. Las veces que se producía éste fenómeno anti natural y catastrófico, como que mi novio comenzara a desternillarse de risa por algo que yo hacía, generalmente era el resultado de una embarrada mía. Y de ése porcentaje, casi siempre pasaba una vergüenza acompañada en ella.

Casi saboreando en mi boca la humillación correspondiente del día, me giré con cuidado, sólo para toparme al mismo hombre de rasgos finos y vestido de traje que había visto antes en el parque.

—¿U-usted...?

—Trabajo como chofer para el señor Kou —informó, haciendo otra reverencia igual que cuando me conoció —. Es un gusto volver a verla, señorita.

—No más Ley de Murphy, será la Ley de Minako a partir de hoy —lloriqueé con desesperación —. Deberían cambiar esa definición en la RIA...

—Querrás decir en la RAE, ¿no?

En vez de disculparme con el hombre, enseguida me giré con ferocidad hacia Yaten:

—¡¿Por qué no me advertiste?!

Yaten se sobresaltó de verdad, al ver mi cara de homicida, pero se recuperó pronto, echándome fuego verde con los ojos:

—¡Porque tienes que escarmentar el ser más discreta, y no insultar a los demás a sus espaldas! —retó, y luego viró la cara con dignidad hacia otro lado.

—¡Serás sádico! —le amenacé con mi puño —. ¡Más bien disfrutas verme hacer el ridículo!

—Está bien, señorita —dijo el señor Yirume rascándose la frente con una sonrisita cortés—. Yo agradezco aquél día lluvioso en que el joven Yaten me pidió que lo llevara hasta su casa, porque admito que Narumi tiene un carácter difícil, pero verá, conmigo es muy buena...

Me puse las manos en el pecho, repentinamente conmovida.

—¡Muchas, muchas felicidades!

—Oye, no es un programa de concursos —oí detrás de mí.

Le di un costillazo que lo hizo callar y gemir al mismo tiempo, y el tal señor Yirume se despidió dejándonos en la entrada. La sospecha tiró de mí y me dirigí a Yaten, queriendo quitarme de dudas aunque todavía se sobaba en torso con molestia.

—Sólo una pregunta: ¿Esto fue un encuentro casual?

—¿Me crees capaz de andar poniéndole trampas amorosas a la pobre gente? —me sonrió como un niño travieso, y a la vez, lanzándome la pedrada —¿Quién hace eso?

—No te creo.

Él se encogió de hombros.

—Lo que importa es que también ha caído en la maldición de cupido, y no te atormentará más. Eres una princesa libre del malvado dragón —me dijo solemnemente, y tomándome la mano. Incluso sin enterarme, no dejaba de ayudarme en cada cosa que podía y estaba a su alcance, porque juraría por mi sexto sentido femenino, que no había sido un encuentro casual.

Abrí la puerta del coche, pero terminé cerrándola. Me di la vuelta, visiblemente acongojada.

—Pero me pregunto ¿cómo hará para soportar tanto tiempo sin su príncipe?

Yaten miró hacia arriba y habló:

Au contraire, yo no creo que lo necesite. Ésta princesa es lo suficientemente valiente. Y sabe que cuando lo desee, puede volver a su propio castillo —me guió un ojo —. Y tendrá su final feliz, aquí o dónde ella quiera.

Asentí.

Su boca apenas rozó la mía, ambas cerradas. Y durante varios segundos, no hicimos más que mirarnos y yo me perdí en aquél iris verde y profundo, pensando seriamente que tendría qué cambiar de color favorito a partir de ahora.

—Te amo mucho —susurré después de otro rato.

—Yo también —escuché en mi oído, y luego el frío de la noche, provocado porque se había separado —. Anda, que ya es tarde y eres capaz de quedarte dormida y perder el vuelo.

No reclamé porque las probabilidades eran muy altas, considerando mis nervios y la desvelada necesaria. Así que me metí al coche y arranqué, cubrí mi rostro con el pelo y me aseguré que no me viera llorar en ningún momento, hasta que doblé en la avenida.

.

agosto

.

.

septiembre

.

.

octubre

.

.

.

(Yaten)

.

.

.

No tuve ésa extraña sensación de repetición, ése sentimiento de iniciar un nuevo periodo, como cuando era mi primer día en el instituto y yo era la persona más rara que estudiaba ahí. Porque todo se veía muy, muy distinto a cómo lo recordaba el año pasado.

Me mentía cuando dividía mi argumentación en dos partes sobre los últimos meses. Una era la aceptación de que todo seguía tan normal como siempre. Los profesores no habían cambiado ni tampoco hecho absolutamente nada interesante, los alumnos de primer año estaban escurridizos escondiéndose de los de tercero, las clases, los deberes...

Pero la otra, era la que me negaba a indagar demasiado porque sonaba a perturbación mental; era la ausencia de tantos detalles que antes pasaban desapercibidos, pero que ahora se manifestaban en vacíos por todas partes, dejándome lleno de agujeros, igual que un colador. No volví a ver al grupo de amigos de Seiya bromear en los descansos, o a lanzar bombas fétidas en la oficina del director, ni tampoco tuve los encuentros con él entre clase y clase para hablar de cualquier tontería. Ya no escuchaba desde mi cerezo los gritos de euforia en el equipo con las chicas del voleibol; ni tampoco había ocurrido ningún experimento catastrófico en biología...

La verdad es que quería volver a llamarla, porque el extraño delirio de la última comunicación, hace ya tanto, ya parecía casi haberlo imaginado. Durante aquellos escasos momentos, su voz atravesó el Mundo, sonando perfecta, mucho más perfecta de lo que mi mente era capaz de evocar en tantos momentos. Pero ya no se había logrado repetir; y a cada día, sentía más y más la necesidad de tomar aquel señuelo irresistible que llevaba en el bolsillo del pantalón e intentarlo, aunque no tuviese nada qué decir.

Mi mente analizó con rapidez todas las posibilidades, realistas y absurdas: acá era cerca de tarde, por lo que allá sería muy entrada la noche. El día londinense habría llegado a su fin, luego de un montón de cosas con las que Minako estaría muy ocupada o divertida, supongo. No había yo recibido ningún mensaje suyo indicándome lo contrario...

De hecho, no había recibido muchos mensajes desde que se fue.

Torcí los labios mientras, por auto protección, desechaba la idea de que de repente se le hubiese olvidado mi existencia. Más bien, quería convencerme de que ella estaría disfrutando cada minuto en compañía de su familia, en su nueva escuela o conociendo lugares nuevos. Todo cuanto quiso y esperó. Si yo fuese ella; no preferiría estar al teléfono con alguien que no le daría ni la mitad de eso.

Y bueno, hacer los deberes minuciosamente, recitarme todo el catálogo de la tienda de DVDs y mantenerme entretenido la mayor parte del tiempo con cualquier otra estupidez parecía no ser suficiente. Llegaba un punto en el que me entraba un extraña ansiedad, siempre al final del día, y aunque me abofeteara por ser tan idiota, por más que lo intentaba no podía evitarlo.

Y eso me llevaba a elegir otros caminos, otras opciones que, a pesar de no satisfacer mi más grande anhelo, me consolaba lo suficiente.

Lo primero que hice al llegar al elegante último piso, fue deshacerme de media tonelada que pesaba mi mochila; arrojándola en la primera silla en mi camino antes de dejarme caer en otra. Aquello en cualquier otro momento podría haber incomodado a cualquier ejecutivo, a no ser porque tenía toda la sala de espera completa para mí. Me atreví incluso a estirar las piernas en la mesita que tenía frente a mí, mientras la voz de Roger Waters me acompañaba en los oídos.

Cerré los ojos y recosté la cabeza en el respaldo, esperando.

Lo curioso, a pesar de estar ahí, es que no me sentía que estuviese cumpliendo una obligación. Estaba en uno de los sitios que me fastidiaba más de todos los que conocía, pues aquel representante del lugar era una de las personas con las que más problemas había tenido en mi existencia, más aún, en los últimos años. Pero las cosas eran muy diferentes ahora, me sentía cómodo en su presencia y hasta confiaba en él, aunque seguían dándome ciertos nervios sus conversaciones.

Me prometí actual natural, y sentarme a escuchar lo que sea que tuviese que decirme tan importante como para no esperar la hora de la cena o el próximo fin de semana, y yo de paso, aprovecharía las circunstancias para que me invitase a almorzar a algún buen restaurante, pues no había comido nada desde la mañana, antes de irme al instituto. No me di cuenta, hasta que se marchó Minako, que yo disfrutaba mucho la compañía de otras personas, y que podía socializar con él sin que estuvieran otros de mediadores.

Saqué del bolsillo mi móvil, porque me dio la sensación que había recibido un mensaje o algo así. Lo único que descubrí, según el reloj, es que llevaba veinticinco minutos esperando y que no, tampoco tenía un nuevo mensaje, no es que fuera novedad ahora.

Por cierto, el 95% de las veces que crees que recibiste un mensaje, no lo recibiste.

De nada.

La ya no tan novata recepcionista fue mi única fuente de entretenimiento durante otros diez o quince minutos. Sospeché que comenzaba a volverme loco de ocio cuando casi quise acercarme a su escritorio a conversar, preguntarle cómo llevaba su nuevo puesto o si creyera que el clima se haría más frío en próximos días.

—Llevas un rato esperando, ¿eh?

Para mi ventaja, fue ella quien habló. Aunque eso también me llevó a pensar que llevaba demasiado tiempo mirándola, de ésa forma que todos me criticaban por ser tan poco sutil.

—Un poco... —murmuré.

La timidez no fue evasiva, a punto estaba de tomar mis cosas y regresar por dónde había venido en vez de esperar el momento en él que me llamara.

—¿Estás nervioso? —continuó ella, ésta vez con mayor humor —. No todos los días se presentan éste tipo de oportunidades.

—No entiendo —me confundí.

—¡Tu audición! Pero ¿es que no deberías traer una guitarra o algo? Te deseo suerte.

Anda, pues.

Al parecer, la chica me había identificado por un amateur a famoso en lugar de un simple estudiante sin qué hacer. Admito que sería más entretenido seguirle el juego que desmentirlo, en caso de que papá tardara al menos una hora más, como no dudaba que sucediera. En menos de medio minuto, mi habilidad neardental para aprovecharme de los demás quedó olvidada por ahí.

—En realidad sólo lo espero a que termine —dije —. Es mi padre.

—¡Oh! —dijo, sorprendida y roja como una fresa —. Di-disculpa... ¿Quieres que te traiga algo... agua, un refresco...?

—Con la suerte está bien —agradecí.

De todos modos, siempre la necesito.

Antes de que ella insistiera en algún otro método comestible o no comestible de quedar bien conmigo, su teléfono sonó y respingó del susto. Apenas colgó, me indicó que ya podía pasar. Mochila en mano, me levanté de buena gana y crucé la puerta del despacho del presidente, pero antes respiré profundamente.

Tanto sin pisar éste lugar, deseé tener cuatro pares de ojos más para admirar todos los cuadros, los recuerdos de viajes que tenía en las repisas y miles de adornos, miniaturas, reconocimientos, premiaciones y demás cosas que tenían ése mundillo paralelo dentro de éste enorme edificio corporativo. No era la típica oficina formal de algún director, sino más bien, una sala de juegos donde cualquier podría pasarla de lujo, como yo lo hice tantos años de mi infancia al lado de Seiya.

Me encontré a papá tratando de concentrarse para atinar a un hoyuelo con aquél mini golf que se encontraba en un esquina, justo frente al ventanal donde se vislumbraba gran parte de la ciudad. Apenas advirtió mi presencia me indicó que me acercara, y así lo hice.

—¿No estabas en una...?

Me respondió señalando su oreja, donde llevaba incrustado un diminuto auricular.

—Oh —dije yo, y me dio la espalda.

Me instalé sin permiso y recibió un par de llamadas inesperadas más. Sin duda era mucho mejor estar acá dentro, porque podía jugar con pelotas de béisbol y picotear los chocolates envinados que tenía en el escritorio, que por cierto, resultaban tan adictivos como hace años.

—Muy bien —se deshizo del aparatejo, lo lanzó por ahí como si fuera un papel de reciclaje —. ¿Qué tal la escuela?

Levanté un pulgar porque tenía la boca demasiado llena, y siguió:

—Es bueno saberlo.

Se prolongó una pausa que me pareció un poco sospechosa, y pregunté:

—¿No iremos a comer?

—Sí, pero antes quiero que charlemos sobre algo.

Mi mano quedó a medio camino para tomar la mochila, y me acomodé nuevamente. Aunque ésta vez no pude evitar mover los dedos sobre mis rodillas de manera alarmante, que gracias a la madera de la mesa, él no podría notarlo.

—¿Has tenido noticias de Seiya? —me preguntó de pronto. Yo negué un poco con la cabeza.

—No mucho —respondí —. Pero debe estar divirtiéndose, no te preocupes por él.

—No es él quien me preocupa.

Tuve un segundo de vacilación, sintiendo como ya empezaba a inquietarme.

Por supuesto que algún día acabaría por grabármelo de memoria. No importaba cuánto me esforzara en detalles, cuánto llegara a creer que controlaba la situación o pasara un rato agradable con mis seres queridos. Tarde o temprano la conversación tomaría un rumbo diferente y llegaría al punto de oh mon Dieu Yaten, qué preocupado me tienes. Cuando yo había dejado el pellejo en hacer todo de un modo perfecto. Especializándome en no dar ningún índice de abatimiento en las cosas que hacía o decía.

Resoplé.

—Oye, en realidad...

—Bueno, no me has dejado terminar —me dijo papá, seguramente notando mi cara de enfurruñamiento —. Yo sé que todo está... en orden —definió con ligereza —, no me mires así.

—¿Entonces?

—Seiya ha tomado decisiones. Hace lo que le gusta, tiene una vida...

—¡También yo!

No era precisamente acertado su sermón, mi comportamiento era irreprochable. Mis notas, magníficas. No había hecho nada estúpido ni temerario, pero según yo, tampoco me comportaba como un zombie. Si anduviera con una sonrisa de guasón colgada para todos lados sería más bien un demente. No es normal...

Justificaciones, ni hablar.

—Bueno, vas a tus clases y cumples con lo que tienes qué hacer, eso lo sé —vaciló mientras seguía evaluando mi reacción ante sus próximas palabras —. Pero me pregunto ¿si eso te tiene feliz?

Ésta vez su comentario me dejó en blanco. Suspiré e intenté imprimir más tranquilidad en mi respuesta:

—Tampoco es como si tuviera muchas opciones —musité.

—¿Y si las tuvieras?

Yo fruncí el ceño.

—No te estoy siguiendo —sacudí la cabeza, e inesperadamente me levanté —. ¿Por qué no lo hablamos en el restaurante? Tengo mucha hambre, y...

Señaló el asiento con un dedo, invitándome amablemente a obedecer. Él examinó mi expresión y eligió otra vía de ataque, si es que se le puede llamar así.

—Es que... a veces me da la impresión que tus días son cumplir una serie de requisitos. Y los fines de semana, pues casi no sales...

—Bueno, a veces veo a Hotaru —improvisé.

—¿Cuándo fue la última vez que la viste? Llevas semanas encerrado —resolvió.

—Bueno, saldré con ella mañana si es lo que quieres —me adelanté, algo desesperado.

Mi padre negó con la cabeza. Se le notaba algo... ¿triste?

—No, Yaten —me dijo, y luego agregó con frustración —. No quiero volver a verte hacer éso. No lo soporto.

Yo me mordí los labios.

—¿Qué cosa? —quise saber.

—Ver como intentas esforzarte tanto, sólo para complacer a los demás, cuando no quieres hacerlo. Duele verlo.

Nuestros ojos chocaron en una conexión demasiado íntima, yo entendí perfectamente su indirecta, así como él entendió mis evasiones.

En un rato no supe qué decir, así que sólo me miré las manos. Luego rompí el silencio:

—No comprendo, papá —alegué —. Primero dices que no salgo y ahora que quiero hacerlo no estás de acuerdo. Dime qué hacer.

—Primero, te prohíbo que me pidas qué hacer. Soy tu papá, no tu sargento de pelotón. Y en segunda, ya que lo pides... me gustaría por ejemplo que vinieras a verme, pero no sólo porque yo te lo pida, ni para comerte mis chocolates —dijo entonces.

Yo me sonrojé e instintivamente me mojé los labios. Estaban muy buenos.

—Bueno, ¿como qué? —pregunté forzado.

Él recibió la palabra clave, y luego de hurgar en uno de sus cajones me mostró algunas copias foto estáticas desde su lugar. No supe de qué iba el asunto con aquello hasta que, a pesar de no estar escritas con la misma tinta azul que solía emplear, reconocí mi caligrafía en cada una de ellas.

Casi sin atreverme a respirar, entrecerré los ojos para comprobar mi temor.

—Son buenas —dijo, hojeándolas —. Lo mejor que he recibido en mucho tiempo...

—¡E-eso es privado! —repliqué, avergonzado hasta la médula. Y con unos bestiales deseos de matar a Seiya de la forma más dolorosa y lenta posible, ésta vez había ido demasiado lejos. Ni siquiera viviendo fuera de casa dejaba de joder.

—¿No se las diste a él?

—¡A él! —especifiqué. Luego cerré los ojos, con rendición ¿qué más daba ya? —. ¿Y qué tiene que ver con todo ésto?

—Bueno, antes de que le apliques la ley del hielo a tu hermano por ser un soplón; que no te culparía, debo decir a su favor que lo hizo por tu bien.

—No me digas...

—Sobre las opciones —recapituló, dejando otra vez las hojas en el respectivo cajón —. Yo sé que las cosas no son como el año pasado, Yaten. Y confío en que nunca lo serán.

Logró captar mi atención, otra vez.

—Ya has visto que Seiya no se ha aparecido "cada fin de semana" como prometió...

Asentí con algo de decepción.

—Y Minako-chan, bueno...

—Ella va a volver —le interrumpí. Otra ola de ansiedad me sumergió entero, y estoy seguro de que él lo percibió en mi voz.

—Es posible —sugirió dubitativo, no ayudándome en nada —. Pero... ¿qué hay mientras tanto?

Me callé mordiéndome la lengua. Era innegable que fuera de esperar a que los demás regresaran a mi vida, yo no tenía más qué hacer. Al menos no por mí mismo.

—Y sé, aunque te empeñes por distraerte en mil deberes, que solo no te muy manejas bien —sentenció.

Sabía a qué se estaba refiriendo, así que até cabos sin dificultad.

—No estoy solo... —mascullé bajando la vista —. Te tengo a ti ¿cierto?

Me sonrió.

—Claro que sí. Pero yo no paro de trabajar, y quizá nunca deje de hacerlo —me confesó, de un modo extremadamente realista, pero no me dolió —. Y es a lo que voy con qué cada uno tiene derecho de dedicarse a lo que le haga feliz. Y en éstas hojas hay tanto talento desperdiciado...

Iba a abrir la boca, pero me calló.

—No estoy diciendo que te pegues a un micrófono —aclaró con anticipación.

—Quisiera saber entonces, qué intentas decir —me frustré.

—Quiero que colabores aquí, conmigo.

Como no respondí, empezó a explicarme un montón de puntos:

—No voy a someterte a lo que ocurrió en la fiesta —me apaciguó al ver que yo iba a remilgar otra vez —. Sé cual es tu fuerte, pero he visto los diseños que haces, ¿qué hay de los posibles dibujos de los CDs de los aspirantes? O incluso la publicidad, creo que tu creatividad sería valiosa para Kou Records.

—Yo...

Estaba bombardeado con tanta información, así que me comí otro chocolate. Comprendía la oferta de papá desde el punto de vista teórico. Quizá mis canciones resultasen pegajosas y hasta lograran ser premiadas por alguna cosa en televisión, pero a mí este mundo nunca me había interesado. Siempre me imaginé viviendo en un apartamento como adulto, solo, viviendo de los libros y algún trabajo artístico y muy mal pagado que pudiera llegar a tener. Pero como buen artista independiente y antisocial, seguramente mi destino me aseguraría morirme de hambre o de tristeza, no precisamente de formas independientes.

Comprendí en aquel torbellino de sentimientos, que él no había renunciado a mí en lo absoluto. Que posiblemente, tras aquella charla en su despacho, no pretendía dejarme tirado en aquella casa, pues más que estar preocupado por mí, quería tener mi compañía, hacerme parte de su vida diaria, no sé...

Basta decir que me sentí tremendamente conmovido, aunque no dije nada en aquél momento. Mi padre me miró con avidez un poco más, pero al ver que yo estaba algo noqueado, se puso de pie, ligero.

—No tienes que decir nada ahora —me anunció —. Sólo es una sugerencia, puedes pensarlo el tiempo que tú quieras.

Me costaba creer que se hubiera esmerado en en todo esto. Me costaba creer que se hubiera tomado el tiempo de leer cada una de las sandeces que habían salido en mi cabeza, producto de emociones reales o ficticias. Me costaba creer que no me echara en cara mi poca disposición para ser como otros, como Seiya o como él. Mientras yo me dedicaba a quejarme por mi mala suerte porque mi novia viviera en otro continente o mi hermano no viniera a ver el fútbol con nosotros.

Papá ya se encaminaba hacia la puerta, esperando que yo reaccionara y le siguiera el paso.

—¿Por qué no se lo pediste a Seiya? —le pregunté.

No tardó ni un segundo en responderme, con una sonrisa tanto cruel como franca:

—¿Tú le confiarías veinticinco años de trabajo duro, a alguien como Seiya?

Me entró una risa tonta.

—Nah, no lo creo.

Ambos sabíamos que era una broma, pues había dejado claro que Seiya era un tipo independiente y encarrilado. Nada tendría que estar haciendo ahí. Salimos del despacho y tomamos el elevador, que nos llevaría hasta el piso principal y después al estacionamiento. Apenas pisamos el lustroso piso, me di cuenta que había olvidado mi mochila en su oficina.

Qué torpe...

Me devolví avisando que lo alcanzaría en unos minutos, pero el edificio resultó ser un laberinto algo confuso. Me equivoqué tres veces de piso, pregunté a una persona del aseo y a dos secretarias, y al final, apenas pude dar otra vez con el despacho. La carrera me había dejado molesto y acalorado; así que de regreso pasé a los lavatorios a mojarme un poco la cara, por aquello de que a mi padre se le ocurriera comer en algún lugar elegante sin saberlo.

Me tomé el tiempo necesario para que el chorro de agua fría me refrescara, escuchando sólo las pisadas de quienes se dirigían a los sanitarios correspondientes, derecha o izquierda. Me eché un último vistazo antes de tomar mis cosas y salir a toda prisa. No me veía muy diferente, de todos modos.

—Yaten.

Mi vista voló de mi propio rostro reflejado en aquel espejo que estaba cubriendo el ascensor, hacia la voz que me reveló más tarde quién había hablado a mis espaldas. Y sin dejar de mirar, y sin atreverme a darme vuelta; comencé a planear qué mierda iba a hacer, qué iba a decir y también porqué la vida se empeñaba en ponerme este traspié cuando las cosas parecían mejor a cada día.

—Qué sorpresa —saludó Kakyuu otra vez, porque yo seguía mudo.

Mi lengua había querido responder, articular bien las palabras sobre lo que quería, y debía decir. Polos muy opuestos considerando que ni siquiera podía mirarla, nunca podría. Mi cabeza era una maraña de ideas buenas y malas, todas peleándose entre sí, todas gritándome a la vez, exigiéndome una solución, pero sin darme tiempo suficiente para decidirme por alguna. Porque pese a no haber cerrado los ojos, seguía rememorando con claridad las escenas de un pasado deprimente.

—¿Qué haces tú aquí? —espeté.

Ella pareció modificar su respuesta en su mente, y me habló como si nada, con ésa tonalidad de voz tan baja, en casi susurros y tan propio de ella, que me dio urticaria en los oídos.

—Tuve un llamado de mi representante —dijo ecuánime.

—¿Y qué quieres?

¿Qué más quieres?

—Bueno es que... te vi entrar, y me apeteció saludarte —me habló otra vez, cruzando sus manos sobre el abdomen casi sin mover sus labios —. Y... ya sabes, sólo saber cómo estabas.

Mis ojos se clavaron con desprecio en ella para darle la bienvenida. No le había echado de menos, ni una mierda.

Y es que hasta hace poco, no me había percatado de lo tranquilo que me sentía. No era una felicidad eufórica como cuando estaba con Minako, pero no me sentía vacío. Lo lejos que habían quedado todos ésos episodios de dolor y culpabilidad me hacían corroborarlo. Por supuesto que yo era humano y a veces flaqueaba, como cuando miraba fotografías o estaba solo todo un domingo por la tarde, pero no era nada grave. Y estaba muy seguro que ya no volvería a ser el de antes, porque contrario a lo que ella parecía no tener, había conocido lo que era la dignidad.

Y así fue que, no solamente gracias a Minako, sino a mí propio valor, que conseguí que simple curiosidad se convirtiera en un podio sobre el cuál alzarme, y conforme pasaba el tiempo, descubría más cosas que me gustaban, ya no leía para evadirme sino porque lo disfrutaba. Caminaba porque me apetecía, no porque huyera de la ansiedad. Dormía porque era glorioso, no porque no tuviera a qué levantarme, y sobre todo, añoraba a alguien porque las circunstancias pues así las habíamos elegido, no porque me hubieran pisoteado como una basura. Me sentía necesario, valioso y no sólo por una persona, si no por muchas. Y fue ése pensamiento el encargado de reconstruirme.

Y ésta vez, meses más tarde, la misma sombra que tanto trabajo me había costado dejar a atrás, estaba aquí. Acechando para desestabilizarme o mandarla al demonio, lo que fuese a ocurrir primero. Pero que sin duda, tenía las facultades para lograr su cometido.

A menos que yo se lo impidiera.

—Mientes —sonreí.

Sus ojos color carmín me diseccionaron, apenas sin mover un músculo facial. Tuve la bizarra sensación de que estaba hablando con el maniquí de alguna tienda, y me pregunté qué cara tendría yo.

Aunque seguía siendo cortés, me di cuenta que ésta vez su tono ya no fue tan indulgente:

—Independientemente de la... forma en la que terminamos, te aseguro que yo te quise mucho, y creo que fue lo más maduro que...

No me pude contener y la interrumpí.

—Ser maduro y ser indiferente a la miseria ajena me cosas muy distintas — me enderecé y relajé un poco los hombros. Luego, hice una pausa para tomar aire, porque era jodidamente difícil no supurar rabia si lo primero que me venía a la mente era nuestra última discusión en el sofá. Aquella que había planeado para poder desparecer sin responsabilidad alguna; y a mí entender que tendría que arreglármelas sin sus falsos cuidados y sentimientos —. Pero tú... caramba, sí que debes tener agallas para pararte delante de mí así, con ésa... cara de buena —rechiné los dientes —. Incluso en el último sitio en el que te deberías atrever a aparecerte. Y eso es de aplaudirse, sí...

Kakyuu, en vez de salir corriendo, se recuperó de mi ataque verbal y se acercó un paso más. Lo único que necesitaba era que mi padre enviara alguien a buscarme o él mismo me encontrara aquí con ella; así que decidí decirle un par de cositas más que siempre quise decir.

Por desgracia, tuve tiempo suficiente en recordar cuan inútil era a la hora de decir crueles verdades, a pesar de que mi orgullo tampoco estaba dispuesta a permitirme callar demasiado.

—Veo que me odias, y reconozco que ya esperaba algo así —dijo Kakyuu entonces, bajando los ojos hacia el piso de manera ostensible. Yo no dije nada, por dentro estaba muy entretenido desde mi posición, esperando hasta dónde llevaría todo éste teatro. Se echaría una lagrimita o dos, no demasiado como para correrse el maquillaje. O pretendería pedirme perdón o de ésa manera tan retorcida como para que terminase cediendo. O también, si las palabras no le funcionaban, el físico siempre le había funcionado si se ayudaba con un beso. En el más afortunado (y también improbable de los casos) decirme para variar alguna cosa que sí fuera cierta —. Pero te aseguro que he cargado con ello cada día. No he dejado de pensar en ti, ni arrepentirme por...

—Ya —chasqueé los labios —. El fin justifica los medios, te entiendo. Pero —retruqué —. Yo nunca he subestimado tu inteligencia, Kakyuu, ya no subestimes la mía. No esperarás que crea que todo esto es una inesperada coincidencia, el que justamente hoy, el día que piso Kou Records en más de un año, tu amanezcas con inesperadas ganas de limpiar tu... karma, o tu alma, en caso de que la tengas.

O porque no era lo suficientemente talentosa, o no tuvo tanta suerte. O alguien le ofreció el lado oscuro de la fama y se había dedicado a asistir a fiestas con roqueros y cocaína, o simple y sencillamente toda la mierda que había hecho se le había regresado. O su descaro era tanto, que quería seguir subiendo el rascacielos conmigo como escalera, por supuesto. Pero no, ya no.

Tendría que elegir a otro idiota para acorralar, aparte de mí.

—Oh, no es así —"aseguró" —. ¡Todo fue muy confuso! Un día las cosas estaban la mar de bien, y al otro apenas me mirabas, actuabas tan extraño. Y no hacías más que hablar de... —le eché una mirada tan filosa que que juro que podría haberla atravesado, y compuso su monólogo de forma poco discreta —. Te juro que lamento mucho lo que pasó. Pero no... fue mucha presión y... ¡Es que no supe como lidiar contigo, me asusté! Pero vaya, vaya que sí que apreciaba a tu mamá... siempre fue buena conmigo.

Bufé.

Con un golpe tan rastrero como efectivo, decidí dar por terminada ésta pantomima. Estaba claro que Kakyuu seguiría perturbando mi existencia a menos que me deshiciera de ella para siempre. Suficiente había hecho yo al guardar silencio con mi padre años atrás, argumentando que nuestra separación era algo mutuo y normal, y que yo no me sentía para estar con una pareja en aquél momento, sólo para no generarle más lástima. Pero ella, en vez de tener un mínimo de decencia y retirarse en cuando Seiya desmanteló su traición, no, había seguido aprovechando la oportunidad de sacar más provecho de mí, aunque ya no tuviera que retribuirme nada, ni siquiera mentiras.

—Vamos a hablarlo en otra parte ¿sí? Hay un café...

La furia me tapó los oídos unos instantes, pero sorprendentemente, no tardé mucho tiempo en recuperar la tranquilidad. Pero cuando me percaté de ello, ya había una mano tendida hacia mí. La misma mano fina, con el mismo anillo que yo recordaba y que solía usar; y a la cual me había aferrado tanto alguna vez para no caerme. La misma que sin dudar, me había soltado, para dejarme hundirme hasta el fondo. La misma estaba ahí, tirante y lista para cerrarse y herirme tan pronto como la tocara, igual que una trampa para osos.

Pero no, yo ya era demasiado fuerte para darme la oportunidad de creerle semejante teatro.

No más, me aconsejó mi cabeza.

—No —respondí simplemente.

Su ofrecimiento se le atragantó en el rostro al cabo de unos minutos. Dejó caer el brazo y me dedicó la misma mirada de desprecio que reconocí antes para Seiya; por advertirme y que claro, yo no supe identificar hasta meses después, cuando ya no tenía mucho caso que digamos. A pesar de eso, debió sorprenderle mi negativa, siendo que nunca había sido capaz de negarle alguna cosa.

Ése fue mi primer error.

—Estás cambiado —observó.

Pero yo no fui el único que me equivoqué, porque erróneamente ella había creído que, con la distancia y el paso del tiempo, ponerse un vestido bonito y decir unas cuantas frases bien acomodadas, yo seguiría aquí.

Sonreí otra vez. No con honestidad, sólo dibujándola en una burla de mi usual franqueza.

—Tú sin embargo, no has cambiado nada —objeté. Kakyuu frunció sus cejas peligrosamente, y apuré el paso, porque por nada valía la pena perder un minuto más en ésta pseudo conversación, que iba bien encaminada a transformarse en discusión, o algo peor —. Mira, tal vez no te importe, pero antes tampoco te importaba ¿te acuerdas? Aún así te lo prometo: no te odio. Y la razón es muy sencilla, yo ya no te odio porque ya no te quiero.

No necesitaba escuchar nada más, así que pasé a su lado dirigiéndome a la salida, dispuesto a nunca más volver a oír una palabra suya, cuando la escuché decir:

—¿Estás seguro de eso? —me retó —.Te conozco, Yaten. ¡Sólo eres muy orgulloso como para admitirlo ahora! Pero después...

A diferencia de toda la escenita de cuarta, ésta era una amenaza en toda regla y sin duda debería entenderla:

—Tú no me conoces de nada —atajé, sin mayor explicación —. Y si encontraste la entrada, encontrarás la salida —resolví, sin estar dispuesto a caer en su jueguito enfermo —. No creo que te convenga perder lo que con tanto trabajo has logrado conseguir ¿a que sí? y es por eso que espero no volver a verte por aquí. Adiós, Kakyuu.

Sin agregar otra cosa que no fuera tomar mis cosas e ir por donde había venido, tomé el ascensor más próximo. Me sorprendió ni siquiera sentirme alterado, para haber tenido el encuentro al que yo tanto había temido en su momento, o que nunca imaginé tener a lo que pintaba ser un típico y aburrido día de escuela.

Cuando llegué a la entrada del estacionamiento, papá aún esperaba el vehículo. Apenas me miró, me dijo parpadeando:

—Tienes pinta de haber visto un fantasma.

—Más o menos —acepté.

Y fue cuando lo supe: no tenía nada que pensar respecto a la oferta que había hecho minutos atrás. Porque más que un ofrecimiento laboral, yo sabía que era su modo de pedirme perdón, de pasar tiempo juntos, y de lo más importante, de dejar el pasado atrás.

Apenas me di cuenta de lo que hacía cuando sentí sus hombros tensarse de sorpresa, y más tarde por su afectuosa respuesta en mi espalda, consecuencia del monumental acontecimiento del que acababa de ser partícipe. Un abrazo espontáneo de mi parte igual a los que le daba de niño, y que decía todo lo que yo siempre había querido decir. Y lo mejor de todo, es que también me había entendido.

Así fue como entendí yo también, que de los peores venenos también se extraen remedios. Y así como el padecimiento se había erradicado, también podría aprender algo de éso y de lo que no debería volver a repetir en mi vida.

De ésta forma, intenté dar paso al trago amargo y convertirlo en algo diametralmente opuesto, con otra persona. Después de todo, yo sabía que lo único que debería hacer era obligarme a dejar de pensar tanto en lo que no tenía, y comenzar a enfocarme en lo que sí. Y por suerte, eso era algo que sabía como conseguir.

Por desgracia, lo que no sabía como conseguir era arrastrar a Minako al otro lado del océano, hasta éste punto. De vuelta a ésos momentos en los que bastaba tenerla, para olvidarme de todo.

.

.

.

(Minako)

.

.

.

La cámara disparó un flash, dejando un bonito paisaje de la magnánima catedral de San Pablo, y admiré la grabación digital en la memoria del aparato, como recuerdo de la visita del día de hoy. Era sin duda una de las construcciones más hermosas que yo haya visto, y casi ya había olvidado los empedrados, las flores coloridas saliendo de los jardines, las torres, el olor a té dulce y tierra empapada...

Aquél domingo había asistido a por lo menos dos museos con galerías de arte, había caminado largas cuadras con mi par de botas anti-lluvia; y aferrada a mi paraguas y mi instinto de aventurera turística, me di el paseo más largo de los últimos meses hasta que quedé agotada y satisfecha.

Con sólo salir a las calles y re-descubrir aquellos paisajes que no transitaba desde la infancia, me embestían cada día el recuerdo de mis padres paseando por éstas mismas aceras, admirando el mismo espectáculo de torres, cemento y humanidad europea que yo admiraba ahora. Aunque no eran esos escasos paseos forzados, sino el recuerdo de que mi madre tuviese que viajar constantemente hacia aquí por su trabajo. Permanecíamos por días mientras mamá se dedicaba a las sesiones fotográficas que catapultarían su carrera, al tiempo que yo la esperaba con entusiasmo detrás de los focos cegadores. Probándome aquellos sombreros que me colgaban debajo de la nariz; y admirando ésas paletas variopintas de maquillaje con la que la embellecían hasta el punto de parecer inhumana. Y yo me pintarrajeaba con ellas también, deseando con todas mis fuerzas ser como ella, y prometiéndome que así sería cuando fuese grande...

Así como me había esforzado en las últimas semanas por bloquear dudas sobre éste viaje o sus correspondientes vías de escape, respiré hondo y me esforcé también por bloquear la mayor parte de las imágenes que me acosaban, procurando distraerme en cuanta cosa interesante se me pusiera en el camino.

Los transeúntes, por supuesto, fueron mi primer entretenimiento.

Aquí en Londres, la gente no solía llamar mucho la atención, todos perdían protagonismo ante la multitud de oficinistas apurados, turistas y compradores compulsivos con bolsas de marcas finas. Sin embargo, grupos que no pasaban desapercibidos como un grupo de chicas de secundaria que iban vestidas como de colores fosforescentes, otro de veinteañeras extraña y artificialmente morenas y con el color púrpura y rosado. Otro de chicos donde sus cortes de cabello formaban picos o formas geométricas peinados con goma. Juraba además, ver una colegiala con unas orejas de conejito entrar al subway.

Me liberé un poco del abrigo, que de pronto me acaloraba luego de mi tercer té con leche del día. Ni siquiera los escaparates de zapatos europeos lograron tentarme, preferí desistir y ponerme a pasear.

El cielo, cubierto de su usual gris cerrado, me daba la sensación de encerrarme en una pecera de gran presión. El suelo permanentemente mojado, el acento afectado del inglés y siendo claustrofóbica por naturaleza, me hacía sentir irónicamente enjaulada en ésta gran ciudad. Su monotonía clásica era tan diferente al colorido Tokio, que ya se prepararía para el festival de otoño...

Es increíble como el cerebro puede estigmatizar toda una ciudad por culpa de un solo individuo. Y quizá mi instinto tenía razón en cada una de las veces que había dudado para mudarme a Londres. Quizá no estaba preparada para enfrentar otro cambio, quizá nunca lo estaría...

Quizá ésta vez tampoco debí haber venido, y eso me hacía sentirme molesta, mal agradecida y confundida a la vez.

Y es que, desde que puse un pie aquí, todo había marchado de maravilla. Quedé anonadada con la habitación que mis padres habían elegido para mí dentro de su casa. Sin duda María Antonieta me tendría un poco más de envidia, por no poder dormir en aquel pedazo de cielo pasteloso que era mi cama, con cortinajes y sedas en colores cálidos. Tampoco podía reflectarse en aquél espejo victoriano ni bañarse en ése brillante manantial de flores y aceites. Se habían asegurado de tratarme como una aristócrata, llena de delicias por las comidas, mimos por las tardes y todo lo que siempre soñé.

Volvía a ser la princesita de los reyes. Pero yo... ¡yo ya no era la niña que deseaba serlo! Y no los culpaba, porque en realidad no sabían lo que yo quería. No me conocían, así como yo nunca los había podido conocer a ellos. Había idealizado a mi familia a tal punto de que se colocó en un sitio irreal, y pese a que me encontraba dichosa porque charlaran conmigo y me acompañaran a todas partes, sentía que algo me faltaba. Que algo no cuadraba, que algo no estaba bien.

El primero de septiembre fui inscrita en el St. Paul's Girls School, que había sido reconstruida tres veces tras las guerras y el gran incendio de Londres. Aún así, con su imponente estructura de piedra y campanarios, la institución distaba mucho de ser algo que pasara desapercibido para cualquiera. Si encima yo era una fisgona y me sorprendía siempre por todo, imaginen mi cara cuando estuve envuelta en un uniforme de colores oscuros y botones dorados, un moño de encajes en mi pecho y un par de botines de cuero, en medio de una población de quinientas chicas que no sabían nada de mí, que no fuera mirarme como si fuese un extraterrestre.

Con el corazón taladrando en mi garganta, atendí todas las instrucciones sobre las reglas, los horarios y las condicionantes. Ni me metí en problemas, ni me recibieron con una manta de bienvenida tampoco. Nadie me dirigió la palabra en los equipos de recitación de lectura, ni me escogieron para la clase deportiva, aún cuando levanté la mano un par de veces, cuando preguntaron quién sabía jugar a cada disciplina.

A la semana había conseguido llegar al aula sin perderme, pero aún me sentaba sola en los descansos y los profesores me retaban por no entender el inglés a gran velocidad. No funcionaban mis sonrisas ni mis excusas. A las 8:01 me quedé fuera muchas veces hasta que conseguí lo que nunca imaginé: ser puntual.

Yo no era por naturaleza una persona retraída, e intenté muchas veces "adaptarme a mi nueva vida", como decía mamá. Pero sus consejos no sirvieron. A pesar de tener pinta de inglesa, no lo era, y me juzgaban con chismes tontos por ser nueva y rara. Tenían ademanes reprimidos y fríos, igual que el cielo y el viento de la ciudad. Y a cada oportunidad perdida, yo me proponía intentarlo al día siguiente, pese a no conseguir nada.

Dicen que todo en ésta vida se paga, y quizá yo estaba pagando cada una de mis penitencias con cada chica que me pedía consejos para ser como yo y yo me reía de ellas. De las cartas de los admiradores secretos, de las confesiones inesperadas. De nada valía que me hubiese enmendado con el tiempo, ahora sabía lo que ellos sentían, y créanme, no era nada divertido.

Añoraba los tallarines con champiñones que Lita me compartía a la hora del almuerzo, los chistes nuevos de Serena de cada día y las enseñanzas de Rei para leerme la suerte en el templo. Sufría con las dudas en las clases, y ya no había ninguna Amy que amablemente me las explicara. Todas las chicas eran mezquinas y prejuiciosas, y yo termina en el mismo lugar donde siempre me refugié de los ataques, en cualquier parte del mundo: en el último cubículo de los baños.

Recordé las palabras de Yaten cuando se negó a venir conmigo. «Yo también deseo estar en donde pertenezco», había dicho. Y yo me puse a pensar en la filosofía sobre lo que uno de verdad quiere y busca en su vida. Lo que cree querer, y lo que necesita de verdad. Yo me había sentido abandonada mucho tiempo en Tokio, es cierto, pero también había sido muy amada por otros. No es como si suplantara lo que me hacía falta desde las entrañas, ni como si intentara reponer una parte de mi corazón que se había destruido al separarme de ellos hace tres años. No, yo había conocido la verdadera amistad en las chicas y el compañerismo en otros. Había sobrellevado las dificultades del instituto sin una madre y me había librado de los chicos subidos de tono sin un padre, ni un hermano mayor. También había conocido el amor, una llamarada ardiente y profunda, cuya ausencia en estos momentos me hacía querer gritar de desesperación cada vez que ahondaba demasiado en nuestras pasadas vivencias, porque lo necesitaba tan enfermizamente como la droga que en mi sangre que ya no corre por mis venas.

Pero, demonios ¡le había prometido intentarlo! Y me lo había prometido yo también, y a mis padres. ¿Cómo podía estar pensando en éstas cosas, cuando ninguna de ellas cambiaría por ahora? Veía como mamá se desvivía por consentirme, por charlar, por darnos ésa oportunidad que sellamos aquél día tan lluvioso como éstos, tiradas en la alfombra de mi casa. Veía los regalos que papá nos traía después del trabajo, todos acompañados de anécdotas y los revoltijos que le daba a mi cabeza, no pudiendo esconder su emoción de tenerme ahí. ¿Y yo? ¿A qué se había dedicado la princesa? A pensar y pensar lo imposible, en suspirar en la ventana y desear que el príncipe apareciera mágicamente otra vez, de la nada para salvarme. Esta vez tampoco había brujas ni dragones, sólo mi estúpida inseguridad y obsesión por él, que ni siquiera el amor de mis padres había podido aplacar.

Por lo general, resulta muy cómodo saberse correspondido. Nutre el autoestima, aumenta la seguridad dentro de la relación y en lo referido a uno mismo. Así que, no es de extrañar que en la etapa de la juventud, -el periodo de mayor vulnerabilidad y estupidez en el ser humano- uno convierta el deseo de ser correspondido en una de sus mayores inquietudes, si hemos de creer en siglos de literatura llorando al respecto de mis inquietudes personales.

Quizá porque soy un poco cínica, o porque ya me había hecho a la idea de que Yaten estaba tan enamorado como yo de él, ser correspondida nunca había sido algo que me provocara insomnio. El sueño me lo quitaba todo lo demás.

Hasta ahora.

Ahora que tenía todo lo demás, a pesar de que la tibieza de la casa de mis padres me cobijaba, era una sensación extraña. Extraña y antinatural, igual que la vida que ciertamente yo nunca había conocido y a pesar de en momentos sentirme tan contenta, estaba con una pieza rota o faltante, como si me hubieran quitado un par de costillas, y eso no me permitiese respirar adecuadamente.

Mi tiempo en Inglaterra habían transcurrido de forma abruptamente rápida. Como ya he dicho, pensé que esto sería tan incómodo que no duraría ni una semana aquí, pero no fue así. Mamá parecía que tenía bajo la manga un itinerario tan lleno y entretenido los fines de semana, que al final del día me encontraba tan exhausta como para ponerme a lloriquear por Japón o lo que hubiera en él.

El teatro nacional de Londres fue nuestro recinto de aquella noche, donde para positivismo de todos, apenas caía una ligera llovizna y hacían deliciosos nueve grados. Papá me hizo un par de sugerencias, pero al final yo tuve la decisión: veríamos la Bella Durmiente del Bosque. Yo no soy por excelencia una gran conocedora del arte o la danza clásica, pero me sabía la historia escrita, actuada y animada lo suficiente como para saber de qué iban las cosas cuando el tal Chaicovski dejó que la música y las bailarinas me hicieran flotar como aficionada.

—¡Oh, papá, ha sido lo mejor! —le dije tomándole del brazo, que nos escoltaba a mí y a mamá sobre el piso de la recepción, donde todos los espectadores habían admirado el ballet y se alistaban las gabardinas y abrigos antes de salir a las calles londinenses.

—Me alegra que te gustara. Hemos de venir seguido, tienes mucho que ver. El pájaro de fuego, Cleopatra, El espectro de la rosa...

—Mira éso, ¿no son los Aino...?

A mis espaldas, un matrimonio de edad algo avanzada se nos unió. Iban acompañados de una chica muy delgada y pálida, casi dándole un aspecto moribundo. Quizá más por los labios fruncidos como si algo del lugar le oliese a podrido, o esa fue la impresión que me causó. Aún así les sonreí a los tres, y el efecto deslumbrante que causó al menos en los adultos no falló ésta vez, afortunadamente.

—¿Y quién es esta adorable criatura? —inquirió la señora, era gordita y vestida como iba, se me figuraba un pavorreal.

Muy adornada, colorida y...

—Oh, déjame presentarte, Mina —tomó la iniciativa papá —. Éstos son James y Claire Kinglsey. Ambos trabajaron con nosotros en algún momento y son de las familias que más frecuentamos para los eventos de caridad. Su hija Annie tiene tu edad. Ésta es mi hija, Minako.

Hice una reverencia y pestañearon confundidos.

—Encantada de conocerlos —respondí en inglés.

—¡Dios santo, pero si está hecha una muñeca! Japonesa, muy japonesa, pero igual hermosa. ¡Te ha gustado el ballet miss Minako?

—¡Oh, sí! Aunque no el final, no... —dije algo desilusionada —. No puedo creer en ése final... ¡Tan trágico!

La tal Annie se rió entre dientes.

—Chaicovski no es Disney —me dijo ácida —. El final que presenciaste es el original.

Me sonrojé y sonreí otra vez como si nada.

—La verdad es que no soy muy afecta al ballet. Sólo vine una vez hace mucho, también con mis padres...

—¿En serio? —me preguntó mamá —. No lo recuerdo.

Se produjo un silencio incómodo, sintiéndome otra vez una extraña. Yo bajé la vista y no dije nada más.

—Tu hija es tan bella que debió estudiar algo así, Saori —dijo la señora Kingsley casi en el acto —. Se habría convertido en una Anna Pálova u Olga Smirnova...

Pero en respuesta, hubo un encogimiento de hombros.

—Quizá no sea su sueño, mujer —le dijo su marido.

Annie volvió a reír, y luego se le salió una tos falsa y fastidiosa.

—Bueno James, nuestra Annie sabe lo que quiere desde los cinco años —cotilleó dirigiéndose a mis padres —. Está muy convencida de ser neurocirujana, aunque quizá se eche una que otra especialidad más...

Mamá afrontó la situación de la mejor forma que sabía igual que yo, riendo. Estaba claro que Doña Pavoreal era una completa idiota, para aseverar que un niño de cinco años sabe siquiera el significado de la palabra neurocirugía. Pero la insistencia de algunos para pisotear a los demás es tan deplorable, que quizá sería mejor no seguirle la corriente. Era claro que mamá y yo compartíamos la misma maldición de las envidias, y aunque mi ego no estaba herido, aún así me sentí fuera de lugar. Mis padres sin duda tendrían muchos amigos a los cuales yo desconocía, chistes que no entendía y costumbres a las que probablemente nunca me llegaría a acostumbrar. Hubiera preferido ir al acuario con las chicas, o ver una película con mi novio...

El día fue largo y lento, y luego de llegar a casa me puse a hojear las canciones de Yaten. Siempre me sacaban una sonrisa, a veces una triste, otras de alegría y unas cuantas más pícaras. Suspiré y me dejé caer en la cama, admirando el candelabro dorado que colgaba del techo. ¿Qué estaría haciendo ahora? ¿Se sentiría solo? Masari-san siempre velaría por él, estaba segura...

En una mesita, cerca de mi cama, estaba Fly. Un pececito dorado que papá me había traído "para que me hiciera compañía". No es que yo discriminara a los peces, al contrario, pero me daban más o menos lo mismo. Pensaba con decepción que se trataba más de un adorno que un ser viviente. No se comunicaba, no expresaba cariño ni enojo. No había interacción. Era un pobre cautivo en una jaula de cristal, deambulando de un lado a otro. Esperando el día, la noche... el día y la noche. Así, cada vez aguardando que le arrojaran un poco de comida y seguir aguardando. Los minutos, las horas, los días...

Igual que yo.

Apagué la luz antes de que se diera rienda suelta a algo siniestro dentro de mi cabeza. Abracé el almohadón de plumas más cercano y lo pegué a mi rostro. Pensé en Yaten, en el tacto de sus manos y en su aroma, como en tantas noches que compartimos una vez. Y ése aroma, aquel que me perseguiría hasta caer dormida me arrulló.

Eso fue lo único que me impidió echarme a llorar.

.

.

.

.

—¿No te ha gustado la cena, Minako? ¿Qué es lo que va mal?

Se me despejó la cabeza y entonces entendí que de algún modo, ya había llegado a casa del colegio, me había puesto un atuendo formal para la cena y ya estaba degustando -o más bien picoteando- un trozo mediano de cordero. Las patatas estaban desordenadas por el platón, por lo que también comprendí que había revuelto un par de ellas en mis elucubraciones. Frente a mí estaba mamá, con el rostro tan hermoso como siempre, pero juntando sus dos cejas en una expresión de confusión. Como yo levanté el tenedor tan rápido por mi nerviosismo, una patata salió disparada del cubierto, rodando por todo el mantel.

—¡Lo siento! —me disculpé ruborizada.

Antes de que pudiera recuperar la papa rodante, ya alguien del servicio lo hizo por mí, asegurándome que ésas cosas "pasaban todo el tiempo".

Dudaba que hubiese alguien más torpe en el planeta que yo, que fuese capaz de lanzar los vegetales como pelotas en una cancha, pero le di el beneficio de la duda y me dirigí a mamá.

—Está delicioso. ¿Por qué lo preguntas? ¡Todo está de fábula!

¿De fábula...? patético.

Mamá me miró profundamente, de forma seria y honesta:

—Minako Aino —recitó severamente —. ¿Te crees ése dicho de que las rubias somos tontas?

Pestañeé.

—¡No, claro que no! —dije con orgullo.

—¿Y por qué no me dices qué está ocurriendo en verdad?

—Porque todo está bien —recordé las innumerables veces que fingía en el pasado ante las chicas y el resto del Mundo, y tiré de mis mejillas la sonrisa más grande —. La ciudad me encanta, y hemos hecho tantas cosas juntos... —apenada y otra vez muy roja, agregué —. Gracias, mamá.

Ella sólo suspiró.

—Lo siento tanto, Mina.

Yo levanté la cara, y al verla, tenía los ojos vidriosos e impregnados de dolor.

—Mamá... —susurré. De pronto se me había hecho un nudo enorme en el estómago, y sentí ganas de volver.

¿Qué estaba pasando?

Nos quedamos quietas, yo infestada de dudas frías y ella con su misteriosa posición de tristeza.

—¿Por qué me pides disculpas? —inquirí.

Ella se levantó y rodeó la amplia mesa hasta que llegó a mi sitio. Se sentó con su porte regio de siempre y me sonrió sin alegría, tomando mi mano.

—Ése día que fui a visitarte a tu casa, pude ver en tus ojos que de verdad pensabas que no te queríamos. Y la idea es tan ridícula, absurda... ¡Cómo si de verdad pudiéramos olvidarnos de ti, así como así! —empezó. Yo abrí la boca para renegar lo contrario, pero ella me puso un dedo en los labios con suavidad, callándome —. Creí que al traerte a Londres conviviríamos tanto que no querrías nunca más irte. Que yo me encargaría de saciarte de todas las cosas que siempre te han faltado. Pienso, mido y estudio cada cosa que te digo y hago para no arruinarlo. Tu padre no me lo perdonaría, y yo principalmente, no me perdonaría el fracasar otra vez. Pero... ¡Cada día que pasa me levanto con el terror de que decidas volver a Japón, que tengas ésa expresión el día en que te entregué las llaves de ése apartamento...!

Cerró los ojos con pesar, y continuó.

—Y veo claramente que ése día... es hoy.

Me estremecí, miedosa y apenada.

—¡No, no es así! —apreté su mano con fuerza y empecé a hablar descontroladamente —. Me sentí muy halagada de que me invitaran, y además me instalaron aquí. Hemos hecho y hablado tanto...¡Mi cuarto es un sueño, mis pertenencias! ¡Es lo que siempre quise, te juro que sí!

Me vio con un tinte enigmático durante un rato, porque ya no dije más de eso.

—No me considero la mejor madre del mundo —murmuró —. De hecho, me considero una de las peores. Pero aún con todo éso, creo que mis habilidades maternales siguen tan enteras como el día que naciste.

—¿Eso qué quiere decir? —me intrigué.

—Quiere decir que eres muy mala mentirosa, al menos para competir conmigo, señorita.

—Ya —farfullé, bajando la mirada.

Ella elevó mi mentón, atrayendo mi atención por completo.

—Verte deseando estar en cualquier lado menos aquí me duele, Mina. ¿Acaso ya es demasiado tarde? ¿Te hemos hecho tanto daño? ¿O es porque ya has crecido, que ya todo cuanto haga pudiese ser en balde? Eso sería bastante justo, y te juro que no protestaré en tu decisión. Así que no intentes más no herir nuestros sentimientos, por favor. Sólo dime si todavía puedes querernos después de todo lo que ha pasado ¿Puedes?

—¿Tú piensas que no los he perdonado? —pregunté con voz temblorosa.

—Naturalmente.

—¡Te equivocas! —salté, y el llanto se me escapó a los ojos. La idea de volver a a perderlos me desquiciaba, después de que éste reencuentro había sido prácticamente milagro de mi ángel personal, cuya magia difícilmente podría funcionar a ésta distancia —. Te creo y le creo a papá. No he fingido ni un sólo minuto, soy feliz aquí...

—¿Pero? —insistió.

—¡No hay ningún pero! —rebatí furiosa —. No hay nada que deseé más.

¿Verdad?

—Siempre hay un pero, mi amor. La vida no es perfecta, y eso lo sabes muy bien.

Mi madre me limpió las lágrimas con su mano, y me hizo verla nuevamente.

—No me engañes.

Nos fulminamos con la mirada una a la otra, y entonces la solté. Me aparté lo suficiente para mostrarle cuánto hervía de indignación y amargura.

—¿Quieres que me vaya? —le pregunté. Mi corazón palpitó con fuerza con ésa idea que me dañaría profundamente, aunque intentaba al máximo el no demostrarlo.

—No —respondió sin atisbo de duda —. Eres tú la que quiere irse. Y no te atrevas a llamarme mentirosa, sabes que es la verdad.

Me quedé petrificada en mi sitio. Tantas charlas hasta la madrugada, las risas, los paseos. Todo aquél mundo surreal me había parecido fantasioso y en un sueño de algodones. No era posible que yo mostrase una actitud negativa, infeliz o caprichosa. Había quedado anonadada con los paisajes de campos verdes y abiertos. Con el teatro, mi corazón se hinchó de felicidad cuando no tuve que guardar el boleto. Pude contemplar de principio a fin como quedaba ésa tarta de cumpleaños que mamá había preparado toda la tarde, tras tres intentos, hasta que quedó bien; cada una con la posición que debía tener. Ella con aquel mandil y los brazos llenos de harina, y yo desde mi sitio, pasándole uno a uno los ingredientes, lamiendo la cuchara y contándole todas las anécdotas con cada una de mis amigas. Tuve quien me ayudase con el cierre de mi vestido de gala de aquella cena importante y quién me supiera socorrer cuando lo manché de perfume.

Recordé lo bien que se sentía que te trenzaran el pelo antes de acostarme, y debido al mal clima, también pude experimentar que me obligaran a ir a un médico local y beber un tónico asqueroso para el catarro. Por primera vez compartí la dicha con alguien de asistir a una pasarela de modas, ¡y me entendía, todos los diseñadores, las telas, todo era compatible! No tuve qué explicar quién era Valentino ni sus antecedentes, ni tampoco porqué los colores estaban puestos de tal o cual forma...

Y porque lo mejor, era hablar sobre la recapitulación de cosas. Creando realmente lazos, memorias... todo aquello por lo que lloré de niña, lo tenía ahora.

Pero como mamá dijo, la vida no es perfecta. Y tiene razón.

Porque aún así, a pesar de todo, me habían descubierto. No se me había caído la coraza, porque yo ya no me defendía con ninguna. Más bien, mamá había logrado leerme cada movimiento y gesto. Cada detalle que había adivinado mis pensamientos enardecidos y anhelantes, me habría visto ausente en la ventana o hablar dormida. Me había notado quedarme callada ante una melodía que venía a mi cabeza. O sencillamente, mis intentos no funcionaron en gran medida. Existía un vínculo desgastado por el tiempo y los errores, y llevaría tiempo formarlos. No estaba renunciando, pero no podía negar lo que estaba tan claro. Había otro vínculo establecido con alguien más, que ni la distancia ni el tiempo podrían romper. Y eso no significaba que volviera a convertirme en una huérfana, no tenía porqué elegir entre dos bandos, ni trazar ninguna línea afectiva...

Entonces, fue como si una pila de concreto se me cayera de los hombros.

—Creí tu historia de vida cuando me la contaste, mamá —le dije entonces. Ella se quedó muy atenta, invitándome a que continuara —. Al principio, creí que por odiarte tantos años cualquier cosa que oyera de tu boca me dejaría contentada, pero no fue así. Yo tampoco soy la mejor hija del Mundo, y confieso que huir no fue la mejor decisión. Sin duda fue más fácil que enfrentarlos, pero no sabía que más hacer. Arranco donde sea cuando me asusto, y estaba tan asustada...

Tomé una gran bocanada de aire, y seguí.

—Pero conocí a alguien que me enseñó a parar. Me enseñó a dejar de mentirle a todos, y a mí misma. Apreciarme por lo que soy, y a corresponder mis sentimientos y mis imperfecciones. Cada una de las cosas que siento por ésa persona es irrevocable e incondicional. Tal cual siento lo mismo por ustedes, y a la vez de forma distinta...

—Lo sé —me sonrió.

—No es el lugar lo que hace un hogar, sino las cosas que te hacen creer que lo es. Y... —a pesar de que me costó horrores, lo dije —. Y me temo que éste no es el mío.

—Mina...

—Pertenezco a ustedes, pero no aquí —señalé a mi alrededor —. No a ésto. No me gusta el inglés, ni el clima frío, ni tampoco quiero hacer amigas nuevos. Me gustan las que ya tengo, me gusta mi propia cama y ver películas los domingos hasta quedarme dormida. Me gusta mi pizza grasosa, no el cordero. No quiero mascotas decorativas ¡es tan triste! Ya tengo la mía, y la echo de menos. Mi colegio ruidoso y el sol... ¡Hasta extraño a mi vecina! Debo estar volviéndome loca... —añadí tocándome la frente.

Mamá rió un poco ante mis delirios, y esperó otra vez.

Apreté los párpados a la par que los puños, arrepentida.

—Los amo, pero sigo estando incompleta.

—Bueno, cada sí que das es un no que debes aceptar —dijo mamá —. Pero eso no significan malas noticias, Mina.

—Pero me siento culpable porque ustedes hicieron todo ésto para recibirme. La inscripción del colegio, la casa y...

Ella hizo revolotear una mano, luego puso ambas entornando mi rostro.

—¡Nimiedades! Mírame, estoy aquí y te quiero. Siempre te hemos querido y siempre te querremos, estés aquí haciendo volar patatas, o en tu apartamento del otro lado del Mundo con el teléfono en mano. No tienes que cambiar toda tu vida para eso, iremos a visitarte en tantos. ¡Nos turnaremos! Y cada segundo que estemos lejos pensaré en ti, viendo tu rostro en mi mente, y aquí también.

Y se señaló el corazón.

Con una risa conmovida, me sentí profundamente aliviada porque parecía al fin comprenderme. Me reconfortaba que todo tuviera el mismo sentido para ella que para mí. En todo caso, no me miraba como si fuera una hija desagradecida, me miraba como si a pesar de que estábamos despidiéndonos de nuevo, no sería para siempre ni en malos términos. Me miraba como si... me amara.

De verdad.

Y entonces, si estábamos aceptando todo esto, era completamente consciente de mi capacidad de cuidarme a mí misma, y dejarme cuidar de quienes amaba. Incluso aunque eso supusiera no estar permanentemente con ellos. Yo era valiente. Tanto, que acababa de decidirlo sin decirlo en voz alta. Mi cabeza me decía una y otra vez las ventajas que tendría al quedarme en Inglaterra. Lo mucho que avanzaría en mis estudios, la gente que conocería, la idea perfecta de la familia nuclear que siempre deseé...

Y contradictoriamente, mi corazón me arrastraba hacia otro lado.

A través de la ventana, parecía derramarse un cubo sobre la ciudad. Ya había una sonrisa eufórica que se me extendía por el rostro y un cosquilleo en el estómago.

—Hablaremos con papá hoy. Anda, te ayudaré a empacar —finalizó.

.

.

.

M&Y

.

.

.

De un tirón, traspaso el umbral de la reja de aquél viejo parque. El escenario está infestado de hojas en colores ocres, amarillos y rojos. El cielo se ha apagado, y la noche llega más temprano. Sé que está aquí, sé el tipo de cosas que hace cuando quiere estar solo, y cuando no quiere estarlo también. Es el tipo de cosas que yo hago también, porque siento lo mismo.

No dejo de correr, y no me importa caerme, también sé que alguien va a levantarme. Las lágrimas se me agolpan en el borde de los párpados, sin tristeza, sin melancolía.

No me da miedo sino una dicha insana, cuando corroboro lo que ya sabía. Grito su nombre, y en seguida se pone de pie en el muelle, con los ojos abiertos de par en par, pero denotando la misma expresión que yo debo tener ahora.

Antes de siquiera reaccionar, me quito los audífonos y me veo envuelto en un abrazo enérgico y saltarín, y con la fuerza que puedo la retengo, porque literalmente, acabo de desarmarme en sus brazos.

Pienso que quizá me quedé dormido, pero no importa. Lo que importa es que es que está aquí, justo apretada junto a mí. Temo también estar alucinando, pero aún así me atrevo a ceder a la tentación, y oso mirarla a la cara. Sus ojos fulguran ése celeste alucinante, su hilera de dientes me llama, y desprende el mismo olor a manzanas.

Y entonces, es cuando no puedo resistirlo más.

Su boca me roba todo el aire, y ella me responde disparatada, entre risas. Con su calor ahogándome y sin dejar de suspirar cada vez que me acaricia la espalda. Como ha hecho tantas veces...

Cedo al estremecimiento que me causan sus besos y lucho contra todo por separarme y poder comportarme como se manda. Él te mira, y nota que sigues siendo una pesada con el llanto y ésas cosas, pero por mi vida que tampoco puedo evitarlo. Sé que estoy incomodándolo, y que no disfruta ésto.

Y es que algo que también sé, es que no soporta verme llorar.

No comprendo como logré estar sin él tanto tiempo, así que se lo digo.

"Tenías razón. Lo siento, pero lo comprobé por mí misma, y ahora lo sé. Lo mucho que necesito estar dónde pertenezco, para ser feliz."

Sus ojos esmeralda se opacan, pero no pierde nunca la compostura. Y sonríe, a pesar de todo.

"Lo entiendo" me dice, con la voz demasiado ronca "Pero... no tendrías que haber venido para eso, pudiste llamar..."

"¿Para qué? ¡No quiero hablar! Quiero estar contigo. Hoy, mañana, el viernes... en Navidad y en San Valentín. ¡Cada San Valentín que pase, hasta que te hartes de mí!"

Volviendo un poco a la vida, suspiro. Casi se me habían subido hasta la garganta, porque juré que se habría arrepentido. Que me estaba leyendo la cartilla de la despedida, después de tanto tiempo y alejamientos. Pero igual que cada vez, Minako llegó derribándome con sus sorpresas.

Se lanza otra vez contra mí, y ahora me convenzo de que está de vuelta.

Y no sólo eso, sino que no volveré a separarme de ella. Nunca.

Se escapa de mis labios para poder jugar, llenándome la cara de besos y haciéndome retroceder de imprevisto, pensando que estoy en la orilla, y que...

"Cuidado, que está resbalo..."

Un grito, y lo siguiente que sé, es que mi vista vuela de ella a la madera, y luego, me impacto contra el agua. Cuando vuelvo a la superficie escupo lo que puedo, mientras ella me abraza y yo me congelo. Y no puedo creer que hasta ésto sentía que me faltaba.

Al quitarme el flequillo empapado de los ojos, admiro como las luciérnagas aparecen por todas partes, y ella me sonrió...

.

Qué hermoso... ¡Lo siento, lo siento! ¡Ay, que fría que está!

¿No aprendiste a comportarte en Londres? ¡Me has saltado como si fueras un mono!

Estaba muy ocupada pensando en ti todo el tiempo.

¡Menuda forma de salirse por la tangente! Aunque...

¿Qué?

Te extrañé...

¡Aww, Yaten! ¡No tienes idea! ¿No estás emocionado? ¿Que pasaremos Navidad, año nuevo juntos?

Umm...

Y lo mejor...

¿Pizza en la cama?

¡OTRO SAN VALENTÍN!

Joder, estoy extasiado...

¡Yateeen!

Oye, Minako...

¡Tú también debiste pulirte un poco... ser al menos más romántico y detallista por mi ausencia!

¡Minako!

¿Ah?

¿Por qué no te callas, y me besas otra vez?

¡Aaay!

.

.

.

.

~FIN~

.

.

.

.

.

Hey, hey, hey!=D ¿Creyeron que andaba muerta? Para nada. De hecho, más viva que nunca. Sucede que se me complicaron un poquitín las cosas. Primero no pensé en terminarla, luego sí, luego otra vez no y otra vez sí. Al final, decidí terminarla de ésta forma, muy parecida a lo que pensé desde el inicio del fic. Obviamente salió más largo, pensaba en hacer un epílogo, pero creo que todo lo que podría pasar entre Minako y Yaten sucedió, lo demás no es más que un final abierto de lo que su amorío juvenil es y será. Quiero decir que me gustan más los finales abiertos, donde sabemos lo que ocurrirá sin que nos digan "que vivieron felices por siempre, tan, tan". Es una historia sencilla, no una telenovela, así que siempre decidí darles un final digno pero muy de ellos. Que se vea que han cambiado, y nada ha cambiado. La evolución de los personajes es sorprendente, me gustó mucho (y espero que a ustedes también), como Minako pasó de ser la nena caprichosa, cruel y materialista a una muchacha honesta, amorosa y digna. Y Yaten, un chico que creyó sinceramente nunca volver a ser feliz, con nadie a su alrededor, odiándolo todo, a alguien con nuevas expectativas, sacando lo mejor de él. La afortunada-desafortunada idea de ¿Y si hacemos un jueguito para San Valentín? Acabo en la oportunidad de sus vidas, que la cambió para siempre. ¿Se entendió el epílogo doble? Minako tiene la letra normal, y Yaten la negrita, por si no se percataron xD. Quise que fuera algo centrado entre los dos, no que fuera ella o él en particular quien diera la última palabra. Espero que les haya gustado la resolución con sus respectivas familias, amigos y enemigos. Admito que pensé en muchas posibilidades, pero ésta me pareció la más real, verosímil y adecuada. Hubo mucho de todo, amistad, romance, comedia y drama. Espero que se hayan identificado con los personajes, que la hayan entendido pero sobre todo que hayan pasado un buen rato. Llevó un año y meses escribirla, pensar en cada cosa, les aseguro que está hecha con mucho amor para ustedes, que son mis queridas lectoras. Mil millones de gracias por leerme, por escribirme y por estar tan pendientes de mis publicaciones. Saben que volveré, tal vez no tan pronto, pero todavía tenemos el final de "El amor es...", para quienes no la hayan leído, las invito a que se pasen por ahí, (Hay mucho MinakoxYaten)! y también una cosita nueva que estoy planeando, muaca, muaca...

¡Muchos besos, a todas! ¡Vean Sailor Moon Crystal, y sigan leyendo fics! :3

Kay.

Respuestas a RW de invitado:

Jessy: ¡Gracias por leer! Espero que te haya gustado y sí, ya acabó. Pero vendrán otros, espero. Créeme, si yo supiera que encontrara una Yaten con un D&G, no tendría solo el verde, ¡sino todos! Jajaja! Un beso guapa, que estés muy bien.

*Los reviews con cuenta serán contestados en breve.