Oh, si… teman… ¡Teman!... ¡TEMAN! MUAAJAJAJAJAJAJAJA

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Si mucho comentario… ¡A leer!


Capítulo 36; Poder y sacrificio.

Puede sentir el latido de su propio corazón en las sienes. Lento, pausado, pesado. Calmo. Como los pasos de un depredador que, paciente y ansioso al mismo tiempo, espera por el siguiente movimiento de su presa. Respira lento y hondo, inhalando todo el aire que sus pulmones le permiten, reteniéndolo y dejándolo salir de a poco, cuidando en todo momento de no hacer ruido alguno. Tigresa en su vida cazó. Fue educada como una Maestra de Kung, obligada a controlar los instintos e impulsos propios de su especie… pero siguen siendo instintos, siguen siendo impulsos, siguen estando en ella. Sigue siendo un depredador.

Y ahora está ansiosa por capturar a su presa.

Con cada paso, sus caderas chocan contra la vaina de la espada. Espada que sujeta con firmeza férrea en su mano derecha. No tiene prisas, por más que su estómago se revuelva y su corazón se acelere, jamás estuvo tan en calmo como en ese momento.

Tararea entre dientes, tan bajo que incluso a ella le cuesta escucharse. Es una nana. Es la nana de Lía, que no deja de repetirse en su mente desde que está en ese lugar. Cada noche, la imagen de su hija asalta sus sueños. Recuerdos. Risas, juegos, incluso las veces que le ha reprendido por alguna travesura. Todo.

La hoja de la espada se desliza sobre la pared, dejando una fina marca a su paso. Tigresa la retira y se detiene delante de anchas puertas de madera. Aquel era el despacho de Shiang. Fue allí donde terminó con Ryu. Con un ligero movimiento de su pie, empujó las puertas. De inmediato, en cuanto se hubo posicionado en el umbral, los guardias del interior se adelantaron en posición de defensa.

—Afuera —gruñó.

Una mirada. Un asentimiento de cabeza. Los linces dudaron.

—Vayan —secundó una voz ronca y áspera—. No habrá problema.

Tigresa dirigió su mirada al tigre blanco parado al otro lado de la habitación, junto al ventanal que daba al patio principal. Jian estaba de espaldas, observando hacia el exterior. Un suave azote le anunció que los linces se habían ido. Tigresa no se movió de su lugar. Jian la miró de reojo. Una ladina sonrisa le curvó los labios delgados.

—Suelta eso, cariño —pidió, con la misma voz dulce con la que uno intenta educar a un niño.

Tigresa sonrió y balanceó despreocupadamente la espada en su mano.

—No es para ti… —rio—, cariño. Así que no te preocupes.

—No veo que la necesites.

—Tal vez si…

Y dejó la frase al aire, con un tono bajo y expectante. Sentado en el mismo sillón donde Shiang se habría sentado vida, Bao escuchaba la conversación con calma. Se le veía sereno.

A Tigresa se le ocurrió que sería fácil matarle… Estaba ciego. Se valía de su oído. Y ella era experta en el sigilo. Tres pasos. Dos segundos y una estocada. Ligero. Rápido y limpio. Eso era todo lo que necesitaba para acabar con Bao. Pero de hacerlo, su plan quedaría frustrado.

Dio un paso. Bao movió las orejas, captando el suave susurro en el suelo. Otro paso y Tigresa sonrió al notar que, esta vez, el león no le había oído. Jian, que en ningún momento dejaba de observarla, no pudo sino ahogar la risa en un sonido nasal.

—Eres increíble —masculló.

Tigresa pudo haber reír… tal vez, si tan solo no se sintiera tan furiosa.

—Ven.

Jian extendió una mano y la tomó de la muñeca. Tigresa no opuso resistencia. Pelear era en vano. Se dejó arrastrar hasta que quedó de cara al ventanal. Jian se ubicó detrás de ella y sus manos se deslizaron por su cintura, con una libertad que alguna vez, hacía varios años, tuvo permitida… pero que ahora solo provocaba las náuseas de ella.

Tacto no deseado.

Un beso en su cuello.

Tigresa cerró los ojos, tensa, y tuvo que reconocer a sí misma que no eran nervios los que hacían temblar sus piernas. Estaba asustada. Jian no la obligaría a… No, no lo haría.

—Suéltame —murmuró y su mano se tensó en el mango de la espada.

Jian rio contra su cuello.

—Serás mi esposa —le recordó—. Deberías acostumbrarte a que te toque…

Bastardo…

Las manos de Jian bajaron por su abdomen y sus dedos se cerraron en torno a la tela del chaleco, arrugándola y jalándola lentamente… Tigresa sintió quedarse sin aire. Jamás había estado en una situación similar. Los besos del tigre en su cuello le revolvían el estómago y cuando sintió los primeros botones soltarse... No lo soportó.

En un impulso, echó atrás el codo y lo apartó.

Jian maulló por el golpe y masculló un improperio. Tigresa, con el rostro rojo y el chaleco a medio sacar de las vendas, profirió un bajo gruñido que logró mantenerle a distancia.

—Cierto; seré tu esposa —ni en tus malditos sueños, bastardo—. Pero hasta entonces, ni se te ocurra tocarme.

—No creí que eso supusiera un problema para ti.

La mirada de Jian lo dijo todo. Puta.

Tigresa le ignoró. Aún no, se dijo, en un pobre intento por calmarse.

Los ojos de Jian, oscuros y chispeantes, observaban allí donde el chaleco dejaba ver el pelaje blanco de su torso. Tigresa no era ajena a sus intenciones, más allá del deseo de poder y venganza. Cubrirse, hacer algo por taparse, hubiera sido revelar lo mucho que la incomodaba e intimidaba a partes iguales. Se quedó quieta, imperturbable… hasta que algo llamó su atención, algo en el patio, dándole la excusa perfecta para apartarse.

Voces. Voces, gritos… parecía una pelea. Sin dudarlo, avanzó hasta el balcón. No le importó que Jian la siguiera, no le importó que se situara detrás de ella. Mucho menos le importo cuando, en un gesto demasiado íntimo, le tomó de las caderas.

No le importo porque apenas si fue consciente de ello.

Porque afuera, entre todos esos gritos y exclamaciones, en medio de aquella pelea, estaban todos ellos por los que se había dejado capturar.

Tendría que haberlo imaginado. Ellos no la dejarían. Ellos la seguirían hasta donde ella fuera. Siempre… Entonces, ¿por qué le dolió tanto ver allí a sus hermanos, a sus amigos, a Po y a Lía? Mono, Mantis, Víbora, Grulla. Brutalmente atacados por los alumnos de Bao. Lee y Shuo eran sujetados por dos guardias, mientras que Po, rodeado por varios felinos, intentaba apartarles de Lía, que se encogía detrás de él, asustada.

La espada calló al suelo con un sonido metálico.

Mi pequeña…

Y ni siquiera los fuertes brazos de Jian pudieron detenerla cuando echó a correr. Escuchó la voz de Bao, furiosa, vociferar una orden y seguidamente, tuvo varias patas corriendo tras suyo. Jian, seguido por varios guardias. Tigresa rugió. Varios leopardos se situaron en su camino, intentando bloquearle el paso, y ella pasó entre ellos como mejor pudo. Gritos. Rugidos. Voces vociferando que la atrapasen, espadas, patas contra el suelo. Los sonidos se mezclaban en su oído. Como el ratón acorralado por el gato; Tigresa busca desesperadamente salir de allí.

Ve su oportunidad en un balcón. Mira sobre su hombro; los guardias ya no están, pero Jian no desiste. Grita su nombre y la llama, le advierte, la amenaza. ¡¿Qué carajos haces?! Pero ella no se molesta en responderle, porque cuando menos se ha dado cuenta, salta hacia el vacío.

Cae agazapada en el suelo, en medio del patio, con los sentidos a flor de piel. Escucha el sollozo de Lía, escucha a Lee pronunciando su nombre, escucha el gruñido de Po… Le han lastimado. Escucha a Jian acercándose… y ella sigue la carrera. Sus patas traseras la impulsan y ella salta, sorteando las altas rejas que custodian la entrada al palacio.

Ruge.

El sonido rasga su pecho y hace retrocede a aquella pantera, que alza la espada en contra de Po. Y todo a su alrededor se ha detenido. Se endereza en dos patas y avanza hacia aquel guardia, obligándole a retroceder.

—¡Suficiente! —vocifera—. O será a ti a quien mande a matar…

La pantera no se ve intimidada… pero sí precavida. Baja la espada. La envaina.

Tigresa jadea. De repente, se encuentra a si misma fuera de palacio, delante de sus amigos, aún sometidos bajo los guardias, delante de Lía, aun asustada y temblorosa. De repente, encuentra a Jian, que le observa desde la entrada. Y teme. ¿Qué ha hecho?

—¡Mamá! —llama Lía.

La cachorra corre y se tira a las piernas de su madre, aferrándose al pantalón con manitas fuertes.

Tigresa la observa, incapaz de reaccionar.

—Lía suéltame.

Lo dice bajito. Su propia voz se niega a pronunciar tal orden. La cachorra no la suelta, pero alza la mirada. No comprende.

—Mami… vinimos a buscarte —dice, despacio—. ¡Yo les dije que estabas aquí!

—Váyanse.

Y su voz pierde fuerza.

—Tigresa… —Po tiene una mano en el costado. Hay sangre. Pero se ve bien, estable. No es grave—, ¿qué sucede? ¿Por qué…? —se corta.

Parece caer en cuenta de algo. Pero antes de que sus labios formulen aquello que su mente le plantea, Shuo se quita de encima al lince que le sostiene. Se ve furioso. Nadie comprende su ira. Con la mirada fiera fija en su hermana, Shuo toma a Lía de la nuca y jala de ella, apartándola. Tigresa no hace nada por evitarlo.

—No estás atrapada —dice. Avanza, Tigresa se mantiene firme—. Estás bien. Estás… Estás donde quieres.

—Shuo, ¿de qué hablas?

—¡Cállate, Lee! —Grita y presiona los labios, como si quisiera calmarse—. Dime, Tigresa… dime que no es lo que pienso.

Lía intenta acercarse, pero esta vez es Po quien la detiene. Tigresa ladea el rostro, los observa. Y su voz suena firme cuando habla:

—Palacio es mío —dice—. Váyanse.

Es cuestión de segundos.

En un momento, Shuo está frente a ella, y al segundo sus zarpas la sujetan contra las rejas de la entrada…

Lee les llama, los chicos igual, Lía gruñe que la suelte. Pero al mínimo movimiento, los guardias se interponen. Tigresa empuja a su hermano, lo aparta y Shuo vuelve a atacar. No tiene consideración. Tigresa no es una mujer; es su hermana. No siente remordimiento alguno cuando dirige su puño al rosto de ella… y de haberla golpeado, no lo habría sentado tampoco.

Tigresa le detiene con un movimiento simple. Alza la palma y estruja en esta el puño de Shuo. Él no se queja, ni siquiera resopla, pero sabe que le duele cuando escucha sus huesos tronar. No se los rompe —espera— solo los estruja.

—¡Traidora! —vocifera él—. ¡Maldita gata ingrata!... ¡¿Quién carajos te crees?!

—¡Eh dicho; váyanse! —ruge—. Tú y Lee no tienen nada qué hacer aquí… ya no.

—¡¿Y eso qué significa?!

—¡Significa que yo gobierno! —grita. Empuja a Shuo, lo obliga a retroceder. No quiere lastimarlo—. Significa que yo mando y que si yo quiero, puedo desterrarlos de Kenshi.

—Tigresa… —Lee, al otro lado de la barrera que forman los guardias, parece quedarse sin voz—. No lo hagas.

Pero Tigresa no lo mira.

—Ya lo he hecho —dice, inexpresiva—. Sus puestos los ocuparan autoridades del Templo de la Garra

—Mami…

Tigresa profiere un gruñido, enseña los dientes. Pero Lía es Lía… y ella no teme a su madre. Lía no teme a la Maestra Tigresa. Por eso, cuando su mente procesa lo que su madre acaba de hacer, no es dolor lo que hay en sus ojos. Es ira. Y eso le duele más a Tigresa que el sacarse a su propia hija de encima.

Las rejas se abren.

Tigresa no necesita voltear para saber quién está ahí… y su estómago se revuelve. Las miradas se fijan más allá de ella, sobre el felino que avanza con la tranquilidad de quien tiene el mundo comprado.

Jian se detiene detrás de Tigresa y sus manos, posesivas, se posan en la cintura de ella. Es una provocación. Una burla. La sujeta y la arrima a su cuerpo, acariciándole la mejilla con los labios. Tigresa está tan tensa que podría confundirse con una estatua. Es ese gesto, es la ira en los ojos de su hija, lo que termina por derrumbarla… y sin poder evitarlo, baja la mirada.

—Tú… ¡Maldijo hijo de puta! —Po intenta avanzar, es detenido por su propia hija—. ¡Suéltala! ¡Aléjate de ella!

Jian ríe.

—¿Por qué no le preguntas a mi futura esposa si quiere que la suelte? —provoca.

El silencio es demasiado pesado, demasiado doloroso. Nadie dice nada. No pueden creerlo.

Tigresa, casi sin voz, murmura una orden; sáquelos de aquí.

Y ya no tiene fuerzas para ver atrás cuando Jian, con una mano en su espalda, la empuja para que entre. Solo puede dejarse llevar. Solo puede oír a Lía llamándola. Solo puede soportar, estoica, los improperios de Shuo. Pero los has puesto a salvo… Sí, están a salvo. Pero ¿Y ella? Ella ha quedado sola.