¡Hola!
Debería de estar estudiando, que tengo en cuatro horas exámen de "Psicología de la Atención", pero tenía que subirlo o no me quedaba a gusto. Este fic lo escribí para el concurso de la página de Facebook "Amantes del USUK / UKUS" (Si todavía no le habéis dado a me gusta, hacerlo x'D). Y el reto consistía en escribir una historia basada en "Memorias de un zombi adolescente" / "Mi novio es un zombi" / "Warm bodies". Por lo tanto, aquí está. Tengo que decir que no había visto la película porque no me llamaba la atención, pero no está tan mal. También tengo que decir que me he hinchado (literalmente) a escuchar clásicos como Sinatra, The Beatles y Roy Orbison (entre otros), por lo que veréis bastantes canciones suyas. La de este capítulo es "Fly me to the moon" del gran Sinatra. Me disculpo si hay alguna falta de ortografía o algún "la" por ahí que no debería estar (Soy de Madrid y caemos en el error de utilizar el "laísmo"). Son un total de seis capítulos, que subiré cada tres días, por lo tanto el siguiente capítulo estará subido el viernes (es cuando termino los exámenes x'D). Y creo que nada más.

Disclaimer: ni "Warm bodies", ni "Frank Sinatra", ni "Roy Orbison", ni "The Beatles", ni "Hetalia" y sus personajes (y mucho menos los objetos o "cosas" que pueda mencionar aquí y que estén registradas) me pertenecen y esto solo lo hago por amor al arte (?) y porque estoy enferma y no puedo desengancharme a estos dos x'D.

P.D: Siento haberos dado tanto la charla. Un besito muy grande ;D Dejadme vuestra opinión abajo para mejorar en futuras ocasiones.


Capítulo 1

Estoy helado, congelado. Puedo sentir como el frío se cuela entre todos mis huesos, sin dejar de lado mis músculos, arrancando la dulce calidez de mi cuerpo, aún cuando estoy completamente vestido. ¡Ja! Río por dentro ante mis palabras. Eso es lo que querría decir, o al menos, sentir. Pero es imposible. Completamente imposible. Algo que ya he olvidado. Estoy seguro de que, hace un tiempo, podría haberte dado una larga lista con todos los detalles, pero ahora, simplemente, lo he olvidado. Lo ignoro. Me es completamente indiferente. Es, para que me entiendas, como si todos esos sentimientos se hubieran esfumado.

Extraño, ¿no crees? Aunque tal vez soy yo el que te parece extraño. No creo. Bueno, no lo sé. No puedo comprender la mente de la gente, por mucho que lo intente. Ni siquiera puedo entender la mía… A lo mejor me he vuelto loco. Sonrío. Tal vez. No es una idea que descarte realmente. Aunque, volviendo al tema principal, no me parece que sea extraña mi situación. Para mí esto algo completamente normal. Quiero decir, llevo ya mucho tiempo viviendo de esta manera, es como una rutina, por lo que no es una sorpresa encontrarme con este pequeño vacío sentimental. ¿Vacío sentimental? ¿Realmente ese el término que mejor se adecúa a lo que quiero explicaros? Me encojo de hombros, al menos, eso intento. No tiene sentido que me coma la cabeza con esas preguntas, estoy seguro de que todos me habéis entendido.

¿No lo entiendes? Dejo escapar un suspiro, que suena, más bien a… Nada. No suena a nada. Solo es como un pequeño "puf", pero sin sonido. No sé explicarme demasiado bien. Pero en fin, no te preocupes demasiado por no comprenderlo. Como puedes ver, hasta a mí me cuesta asimilarlo. Ya lo entenderás todo cuando termine de explicarte, poco a poco y a mi ritmo, todo lo que me sucede o que me ha sucedido. Tampoco sé cómo explicarte eso.

¿Por dónde debería empezar? Ni siquiera lo sé. No me acuerdo. No lo recuerdo por mucho que lo intente. Aunque, tal vez, no estaría mal que me presentara. Soy… Creo que puedes llamarme A. Seguro que en este momento te estarás riendo de mí. No te puedo culpar. Debe de resultar patético y sumamente humorístico que alguien no recuerde su propio nombre, pero ya no tengo uno como tal. Sé que comenzaba por "A", pero como no puedo continuar, eso es todo lo que tengo ahora. Y no soy el único que no tiene un nombre. Todos mis compañeros están igual de perdidos que yo.

Tengo… Tampoco recuerdo la edad que tengo. Sólo sé que soy un chico, un hombre, un individuo perteneciente al sexo masculino que está completamente soltero, sin responsabilidades. Y no porque no haya podido, sino porque he sido bastante esquivo. Soy de… Del… Del país en el que estoy ahora. Creo que se llamaba "Algo Unidos", pero tampoco puedo darte más detalles. Espera, creo que tengo alguna bandera por aquí. Sí, aquí está. Es un trozo de tela viejo y lleno de polvo, roído por algunas esquinas, pero a mí me parece muy bonita.

Es un rectángulo blanco con rayas rojas, o lo que fue en su momento algún tono de rojo y en la esquina superior… ¿Izquierda, tal vez? Un cuadrado azul con estrellas blancas. Me gustan las estrellas. Las veo mucho por la noche. Bueno, pues pertenezco a ese país y estoy en él ahora mismo, o eso es lo más probable. Digo esto porque por las calles siempre veo banderas como la mía.

Pero, volviendo a mi presentación, me llamo A. No intentes buscarle otro sentido, porque no lo hay. O a lo mejor, sí que conoces mi nombre. Hasta puede que hayamos coincidido en alguna etapa de nuestra vida. No sé. No creo que pudiera acordarme ahora de ti. Pero, hay veces en las que me gustaría recordar mi nombre. Solo para poder olvidar que estoy muerto.

¿Qué? ¿No lo habías adivinado antes? Pues sí, estoy muerto. Pero no pienses que es algo malo. Como ya he dicho antes, he aprendido a vivir con ello. Río de nuevo. ¿Sabes? Me estaba acordando de algo realmente gracioso. Cuando estaba vivo siempre olvidaba los nombres de las demás personas, pero como quién olvida dónde dejó las llaves de su coche o cómo quién olvida la fecha de un aniversario. Igual. Mi amigo G dice que es la ironía de ser zombi y siempre se ríe. O eso intenta. Y además, me da una completa explicación… Una explicación extraña, pero explicación al fin y al cabo. G siempre dice que, cómo estás muerto, todo es gracioso. Todo te resulta gracioso. Pero claro, no puedes sonreír porque tus labios se han podrido completamente. Asqueroso, ¿no lo crees?

Tengo que decir que ninguno de nosotros es especialmente atractivo. Es uno de los puntos negativos de ser un zombi. Pero, eh, no pasa nada. La muerte parece que ha sido más benevolente y amable conmigo, por decirlo de alguna manera. Y eso es porque estoy en una de las etapas más tempranas de la descomposición. Espera, creo que puedo explicártelo de alguna manera más adecuada. Un espejo, un espejo… ¡Oh, sí! Aquí está. Es un espejo grande, bonito y brillante, y tiene, además, pegadas pequeñas fotografías de gente que no conozco. O a lo mejor sí que la conocía, pero no la recuerdo.

Me miro al espejo y este me devuelve una imagen distorsionada y fea de lo que supongo que es mi reflejo. Lo que yo decía. La muerte ha sido más cariñosa conmigo. Tengo la piel gris, el cabello rubio, corto, algo desordenado, y no me estoy refiriendo al pequeño mechón que se yergue en contra de la gravedad. Ese siempre ha estado así por mucho que intentase peinarlo. ¡Oh, sí! Y también tengo unos círculos oscuros bajo mis ojos, de color azul claro, algo velados y grisáceos por el factor "muerte", que quieras o no, está muy presente en mi vida. Por no hablar de la montura de unas gafas rojas sin cristales que cuelgan graciosamente del puente de mi nariz. Tal y como me he descrito, podría pasar por un hombre vivito y coleando que necesita urgentemente unas vacaciones. O un estudiante en plena semana de exámenes. Quién sabe.

Antes de convertirme en un zombi, es probable que haya sido un hombre de negocios, un banquero o un corredor de bolsa, eso sería aburrido, pero por mi postura y mis rasgos, no parezco un adulto. Más bien, un adolescente imberbe, algo encorvado, algo ejercitado, algo rellenito en ciertas zonas de su cintura, que estaría en uno de los últimos cursos del instituto. Un cuerpo normal, ¿no?

Y, por la ropa que llevo, sé que no puedo ser ningún adulto. Bueno, eso creo. No puedo estar completamente seguro. Llevo unos vaqueros desgastados, azules o eso me parecen, una camiseta de manga corta blanca y una chaqueta de aviador marrón, hecha completamente de cuero, con un ¿cincuenta?, pintado detrás en la espalda. Hay más detalles sobre la chaqueta, como una estrella sobre donde latía mi corazón y la silueta de un avión negro en una de las mangas. Me gusta esa chaqueta. Además, tiene el cuello suave, como si fuera la piel de algún animal. A lo mejor G sabe de lo que estoy hablando. En los pies llevo sobre los calcetines a rayas de colores, unos que encontré en una tienda durante una escapada a la ciudad que me gustaron mucho, unas zapatillas negras con la suela y la puntera blanca, decoradas con líneas azules oscuras o negras, también. Tienen cordones, me gustan. Aunque no me acuerdo muy bien como se atan, por lo que las llevo desatadas. Es gracioso, ¿a que sí?

Siento si hago demasiadas preguntas pero entenderme vosotros a mí. No recuerdo nada de mi anterior vida. Solo lo que hago durante mi rutina diaria. ¿Quieres saber acerca de ella?

Aunque no es algo realmente especial. Todos los días son iguales, por eso la llamo rutina. Camino. Puf. Bueno, más bien, deambulo por los pasillos blancos, largos y sin detalles de un aeropuerto. ¿Por qué un aeropuerto? No lo sé. Cuando me "desperté" después de convertirme en nada, ya estaba aquí. Estaba aquí, en un aeropuerto, pero sin mis recuerdos. Siniestro, confuso, pero como no recordaba nada, pues no me importó mucho. Mis días se resuelven en eso, camino y deambulo por esos largos pasillos, tropezándome con la gente, golpeándome con ella y soltando algún que otro gemido o gruñido a modo de disculpa. Me gustaría poder disculparme, poder soltar más de dos palabras seguidas, formar una frase coherente como las que recorren mi cabeza pero, es como si las palabras se negaran a salir de mi garganta. Y, en su lugar, salen hoscos y horribles gruñidos más propios de alguien que ha sufrido una resaca.

Sí. Una resaca. ¿Eso era lo que sufrías cuando bebías alcohol? Hace tanto que no me llevo una gota de líquido a la boca. Bueno, sin contar, por supuesto, la sangre. Pero no soy un vampiro. Soy un zombi, que no se te olvide. Me alimento de los humanos que continúan con vida. Llámanos caníbales, llámanos depredadores. El kit de la cuestión es que somos, por así decirlo, el eslabón más fuerte de toda la cadena alimentaria.

Pero, no te preocupes. Como ya te he dicho, no es tan malo. Hacemos lo que hacemos, el tiempo pasa y nadie hace preguntas. Aunque, tal vez no hagamos preguntas porque nadie sabe las respuestas a esos interrogantes.

Me choco con un hombre de mediana edad, rubio, con gafas y cara de pocos amigos, que me saca una cabeza entera. ¿Cuánto podría medir? Suelta un pequeño gruñido que suena a ultratumba y continúa con su paseo, tambaleándose de un lado a otro, con parsimonia, tal y como hacemos todos.

Sé que puede parecer horrible y, aunque parezcamos inconscientes, no lo somos. Los complicados y oxidados engranajes de nuestro cuerpo todavía giran, solo añádele el pequeño inconveniente de que el movimiento es más lento y por ello, apenas visible. Gruñimos y gemimos, hasta nos encogemos de hombros y asentimos. Inclusive, y si nos sentimos especialmente inspirados, se nos escapan unas cuantas y pocas palabras coherentes. No es tan diferente de antes. Pero me hace feliz, poder se capaz de recordar algunas palabras.

Aunque, volviendo al principio, sí que me entristece el hecho de que hayamos olvidado nuestros nombres. Pero, no por el simple hecho de perderlo, sino porque me parece lo más trágico. En este mundo, tal y como están las cosas, en las que todos estamos solos, me gustaría poder querer a la gente que me rodea pero, como no sé quiénes son, pues lloro por la pérdida de mi nombre y por el de los demás. Continúo con mi paseo por el aeropuerto. Los cuerpos pasan a mi lado tan lentos como siempre, y gruñen, siempre gruñen cuando me ven. No sé cuantos viviremos en este aeropuerto abandonado, pero podemos ser cientos. Nos encontramos a las afueras de la ciudad, como una pequeña gran urbanización de lujo. Río ante la ocurrencia. En serio, es como un gran complejo residencial. Aunque no necesitamos refugio y calidez, obviamente por nuestro estado, nos gusta tener paredes y un techo sobre nuestras cabezas. Tal vez tiene que ver con nuestra vida terrenal, terrenal entre comillas; nuestra vida de vivos.

Y, en parte, o por lo menos por la mía, adoro el tener paredes porque siento que son los límites de la poca humanidad que puede quedar en un cadáver andante como yo. Solo, imagínatelo. Caminamos por un campo totalmente vacío, lleno de polvo, sin nada que poder tocar o mirar, bajo las enormes fauces peligrosas del cielo, como un depredador que acecha a su presa. Creo que es así como te sientes cuando estás completamente muerto y no dando vueltas por el mundo de los vivos. Paso por delante de un pequeño comercio. En el aeropuerto hay muchos como este, con unos cristales brillantes, algo sucios ahora, que reflejan todo lo que está fuera de sus límites. Y me veo reflejado en él. Me gustaría sonreír, pero no puedo. Aunque sí que me observo y me siento algo feliz por dentro. Tengo toda mi carne, en los sitios en los que tiene que estar y doy gracias a la muerte por ello, por atrasar el momento de descomposición de mi cuerpo. Sin embargo, en otras zonas del aeropuerto hay mayores que son como esqueletos, completamente negros, como si los hubieran carbonizado, pero conservan algunos trozos secos y, aunque suene asqueroso, algo pegajosos por la sangre coagulada de músculos sobre sus huesos. Y, esos trozos se contraen y se estiran para que ellos puedan seguir moviéndose.

Siempre me he preguntado algo, pero nunca he conseguido respuestas, ni siquiera, de mi amigo G. ¿Nosotros moriremos de viejos? Parece ser que no. Al menos, no he visto a nadie que haya muerto de esa manera. Con un tiro en la cabeza sí, pero no de viejo. El futuro es tan misterioso y esquivo como lo es el pasado. Solo existe el presente, y lo forjo con mis acciones. Derecha o izquierda, comer esto o lo otro, gruñir o intentar esbozar alguna palabra… El presente no es algo urgente, por lo que no me preocupo. O tal vez es que la muerte me ha hecho alguien más relajado a lo que era antes. Si hubiera continuado con vida, las tripas me habrían rugido con fuerza. Pero, como estaba muerto, tan solo podía sentir un pequeño cosquilleo recorriéndome el cuerpo y mantenerme despierto mientras unas cuantas visiones de dudosa procedencia, aparecían frente a mis ojos; el rojo de la sangre, un color hipnótico y seductor, que contrastaba contra el tono rosáceo de los tejidos por los que fluía. Era tiempo de alimentarse, otra vez. En verdad, nuestro comportamiento no distaba demasiado del de un recién nacido; comían, defecaban y dormían. Nosotros no dormíamos, ni defecábamos, pero sí que sentíamos la necesidad de comer.

¿Cuánto tiempo ha pasado desde nuestro último viaje de cacería? Probablemente un par de días, pero siento que lo necesito. En mi deambular por el gran recinto, me encuentro a G en la zona de restaurantes, hablando con algunas chicas. Es un poco diferente a mí. Y no me refiero a su rostro o estado físico, sino a que él parece disfrutar de la compañía de las mujeres. Y es su dicción la que las atrae como si fuera una carpa deslumbrante, de esas que hay en los estanques de los parques. Aunque, no es que disfrute de su compañía, le gusta sentirse alabado, y el poder pronunciar más de tres palabras completas y a la perfección, era lo que tanto parecía gustar, puesto que se acercaban como moscas. Aunque él solo se riera de ellas. Los Huesudos, que eran así cómo llamábamos a los que eran como nosotros pero que se habían convertido completamente en esqueletos, oscuros y pegajosos, habían intentado arreglarle un matrimonio. Porque sí. Nosotros también teníamos nuestras celebraciones. Los Huesudos habían construido una capilla en una de las pistas y celebraban rituales, si por ritual se podía entender un grupo de huesos moviendo sus ya desgastadas articulaciones al aire. Evito tanto como G a acercarme a ellas. Me termino de acercar y gruño, soltando únicamente dos palabras.

—Ciudad —murmuro, al tiempo que pongo una mano sobre mi estómago—. Comida.

Las chicas con las que está hablando me miran y se voltean, alejándose con lentitud, no sin antes dedicarme una mueca. ¿Debo tomarme eso como un insulto? Por lo que he llegado a observar a lo largo del tiempo, que no sé cuánto ha sido, es que pongo nerviosa a alguna gente. A la mayoría.

—Acabo de… comer —dice G, frunciéndome el ceño un poco. Parece que no le agrada demasiado el volver a salir—. Hace dos… días —termina la frase y se sienta, como puede, frente a la barra de un restaurante, o tal vez de un bar. No podría asegurártelo.

Gruño y me agarro el estómago de nuevo.

—Me siento vacío. Me siento… muerto —él asiente y gruñe en contestación. Le lanzo una mirada, sacudo la cabeza y aprieto mi estómago con más fuerza—. Necesito —murmuro—. Ve… reúne a… los demás.

Él suspira y se retira, dándome la oportunidad de observarle. Es alto, aunque no tanto como yo. Su pelo es prácticamente blanco y sus ojos tienen el color de la sangre, aunque ahora parece más el color de un tomate aplastado sobre una rebanada blanca de pan. Ya sabéis, el halo de la muerte sobre nuestros ojos inertes. Y, aunque parezca sorprendente, siempre tiene una mueca que simula ser una sonrisa en su rostro. No sé cómo lo hace, pero la tiene. Tal vez, él murió sonriendo. Quién sabe. Son demasiadas incógnitas. Finalmente, se las arregla para encontrar a otros con apetito y formamos una pequeña pandilla. Demasiado pequeña para mi gusto, pero tengo demasiada hambre como para que me importe. No recuerdo haber estado nunca tan hambriento. Nos ponemos en marcha hacia la ciudad tomando la autopista. Es gracioso. Ahora que ha surgido el apocalipsis, los caminos antes cementados ahora estaban resquebrajados y lleno de grietas, entre las cuales se han colado las malas hierbas, formando cortinas y alfombras naturales completamente verdes.

Sonrío para mis adentros y tomo una profunda bocanada de aire silenciosa. Nos estamos adentrando demasiado en la ciudad, pero es que el único aroma que recojo es el del óxido del hierro y de la sangre seca de algún cadáver tirado en algún callejón, y del polvo. Vemos caer, mientras caminamos por una calle, una mano ensangrentada y alzamos la mirada. Un Huesudo nos mira y nos gruñe, nos dedica un bufido de advertencia para que no nos acerquemos a su presa, la cual huele a podredumbre y moho. Continuamos caminando y podemos observar el pequeño-gran refugio de los humanos, de los vivos. Los envidio, hasta cierto momento. Ellos pueden sentir tantas cosas que yo no puedo sentir ya. Me los puedo imaginar con sus jardines colgantes de terrazas, con zanahorias y otras hortalizas, campos de arroz en los jardines, ganado fresco. Pero, sobre todo, abiertos al cielo azul y recibiendo los rayos cálidos del sol, como si se burlaran de nosotros.

Más, finalmente, sentimos a nuestras presas. Están cerca y su aroma a vida inocente y fresca inunda mis fosas nasales y las de mis compañeros. Veo cómo dudan un poco y gruño, señalando al edificio abandonado, que resulta ser un rascacielos con las ventanas rotas, mientras les miro fijamente. G me devuelve el gruñido.

—No —contesta rotundamente.

Vuelvo a mirar al rascacielos y siento como si la boca se me hiciera agua, estoy comenzando a salivar, o al menos, eso es lo que creo. Ese olor me está atrayendo demasiado.

—Comer —insisto, pero G sacude la cabeza.

—Demasiados.

Comer —vuelvo a decir insistiendo, como un niño pequeño que quiere salirse con la suya.

Él mira a nuestro grupo de nuevo y olfatea el aire. Nota como el resto de ellos están indecisos, aunque hay algunos que están sintiendo el mismo deseo ferviente de saciarse con el rico sabor de un cerebro fresco y recién arrancado, cubierto de aquella viscosidad translúcida y sangre. Puedo escuchar como algunos gimen y babean, mientras chasquean los dientes. Los que aún los tienen. Me siento agitado por dentro, como si necesitara entrar en aquel edificio.

—¡Lo necesito! —grito encarándome con G.

Y con eso, me doy la vuelta y me encamino hacia el rascacielos, con un solo pensamiento. Comer. Y, por lo que puedo escuchar, el grupo me sigue sin proferir ningún sonido o ninguna queja. G me alcanza y camina a mi lado. Al final me dará las gracias por mi decisión.

Atravesamos las puertas giratorias y nos precipitamos por los oscuros pasillos. En algunos de ellos, algún fluorescente parpadea dándonos un poco de luminosidad. Seguro que alguno de los humanos lo enchufó a un generador o algo. El rascacielos debía de haber caído por la falta de la base, por culpa de algún terremoto o de alguna explosión, y por eso ahora se inclinaba en un ángulo vertiginoso y deformado. Me recordaba a la foto de un monumento que tengo en casa.

Inspiro el aroma y siento como me abruma. Puede que resulte difícil caminar por esos pasillos, inclinados, siendo todo un riesgo y una proeza, pero las ansias de hambre son más mayores y más fuertes. Y, después de algunos cuantos tramos de escaleras, comienzo a oírlos también. Hacen ruido y están hablando los unos con los otros, formando esas oraciones completas y fluidas, como si fueran melodías, que tanto deseaba hacer yo. Me encanta como hablan, es como una feromona atrayente, amante de esos sedosos ritmos. Aunque G piensa que no es más que un fetiche enfermo y estúpido. En cuanto alcanzamos su nivel, algunos de nuestros compañeros gimen ruidosamente y los vivos nos escuchan. ¡Mierda! Me encantaría gritar, pero no es momento para ello.

—He escuchado algo… —escucho decir a una voz femenina.

Puedo escuchar a la perfección el chasquido metálico de las armas y la voz de alarma de uno de ellos, pero no por ello vacilaremos. Irrumpimos en la sala ante la confusión inicial por parte de los vivos y nos precipitamos sobre ellos. G gruñe y enviste al hombre más cercano, mordiéndole en un brazo y dejándome libre a mí el cuello. Hinco mis dientes en su garganta y se la desgarro, sintiendo como el ardiente y característico sabor de la roja sangre inunda mi boca. Es como un pequeño destello de vida, de esa vida que jamás volveré a tener.

Los gritos y las armas de fuego resuenan en mis oídos, pero no parecen estar funcionando. ¿Eso es todo lo que tienen? No somos como los demás zombis, que nos movemos lentamente, nuestras ganas de comida son mayores, por lo que aumentamos nuestra maniaca velocidad. Además, tenemos ventaja, otro factor a tomar en cuenta. Estos vivos no son veteranos expertos. Son jóvenes, adolescentes en su mayoría, chicos y chicas. Tengo ganas de soltar unas cuantas risas ante esa imagen. Su líder es un chico ligeramente mayor que los demás con una barba algo irregular, la cual le cubría todo el mentón. Tenía el cabello rubio largo y ondulado, hasta los hombros, y sus ojos eran azules claros. No hacía más que gritar aterrorizadas instrucciones a sus hombres mientras permanecía de pie sobre un mostrador en medio de la habitación, apuntándonos con un arma de fuego.

—Apuntadles a la cabeza. ¡Reventárselas! —gritó el chico con un fuerte acento.

Van cayendo poco a poco, bajo el peso de nuestra insaciable hambre, haciendo que la sangre salpicara las paredes y los rostros de los vivos que seguían… Pues eso, vivos. El chico que daba las órdenes, no hacía más que gritar y mirar hacia atrás, como si intentara proteger a alguien importante. Mi mirada se dirige a la espalda del pequeño cabecilla y mis ojos se abrieron súbitamente. Allí, había un chico rubio, alto, con el semblante totalmente serio. Blandía un fusil negro, con el cañón corto, con el que disparaba a mis compañeros sin fallar ni un solo tiro. Les daba en la cabeza y se las reventaba, esparciendo los restos gelatinosos de sus cerebros muertos. Le miré fijamente y me quedé hipnotizado por aquellos ojos. Eran verdes, profundos, como dos esmeraldas, que brillaban ante la determinación de acabar con todos nosotros. Por un momento, me sentí vivo, como si el corazón volviera a latirme de nuevo. Esos ojos parecieron insuflar vida en mi destrozado y apagado músculo vital. Mis piernas se movían solas, no sé ni cómo me había levantado del suelo, dejando el cuerpo del que me estaba alimentando de lado, y había comenzado a caminar hacia él.

—¡Atrás, monstruo! —gritó el rubio que permanecía de pie sobre las mesas disparándome en el hombro izquierdo—. ¡Ni se te ocurra acercarte! ¡Huye! —gritó mirando al otro rubio.

Shut up, wine bastard! —gritó el otro molesto, aunque se notaba la preocupación en su tono—. ¿Pretendes que te deje solo y huya? —preguntó soltando otro tiro y tumbando a otro de mis compañeros—. ¡No soy ningún cobarde!

—¡No es momento para eso, hooligan! —gritó, pero cambió su tono de reproche por otro más suave—. S'il vous plaît, mon amour.

Gruñí y un solo pensamiento apareció en mi mente. Mío… Corro a través de la habitación y agarro las botas del chico. Tiro de sus pies y cae golpeándose la cabeza en el borde del mostrador. Le he hecho una brecha que comienza a sangrar profusamente. Sonrío. No parecerá tan sangrante después de lo que tengo pensado hacerle. Sin vacilar ni un solo segundo, me abalanzo sobre él y muerdo su cuello. Esto no es agradable, lo sé. Y me gustaría que no me vierais en este estado. No mato por gusto, sino por necesidad. Entenderme, por favor. Podéis, simplemente, ignorarlo. Observo fijamente al chico y sonrío. Hundo mis dedos en la apertura de su cráneo y abro su cabeza como una cáscara de huevo. Me relamo y humedezco mis labios. Su cerebro late dentro, caliente y rosado. Inspiro profundamente y abro la boca, dando un amplio y voraz mordisco sobre la masa.

Soy Francis Bonnefoy y tengo nueve años. Estoy creciendo en algún lugar masificado, una ciudad. La alarma acerca del apocalipsis hace que el pánico se apodere de las gentes de las ciudades. Pero soy demasiado pequeño para preocuparme. Ahora estoy en la escuela y estoy aprendiendo sobre Napoleón… Pero ahora estoy en una bicicleta azul, por la campiña francesa en pantalones cortos y una camiseta sin mangas, sintiendo el calor del verano en la nuca. Dos niñas, una rubia con gafas y otra castaña con coletas. Me duele mucho el cuello… ¿Es calor…?

Luego estoy comiendo una rebanada de pizza con mi madre y mi padre. Es mi cumpleaños y me han regalado un pequeño violín. Acabo de cumplir once años y me llevan a ver una de las incontables películas de héroes que han salido últimamente. Estoy emocionado, tan emocionado que apenas puedo saborear la pizza. Doy un mordisco y el caliente queso se queda pegado a mi garganta, provocando que me ahogue y tosa. Mis padres se ríen y me dedican una sonrisa amable. Me he manchado entera la camisa de tomate…

Ahora, tengo quince años y estoy mirando por la ventana de mi nueva habitación. Estoy en la escuela nuevamente y sonrío al ver al chico que está a mi lado, intentando no quedármele mirando fijamente. Estamos en medio de la clase de Historia y me ha tocado sentarme junto al delegado de clase. Es rubio, tiene los ojos verdes, las cejas gruesas y una mueca de concentración en su rostro. Sería más guapo si sonriera. Siento las palmas de mis manos completamente sudando. Cuando la clase termina, le alcanzo en el pasillo y le saludo.

—Hola.

—Hola —dice él alzando una ceja.

—Soy nuevo aquí.

—Lo sé —contesta y asiente, frunciendo los labios.

—Me llamo Francis —contesto tendiéndole la mano.

La mira durante unos segundos y acaba por aceptarla, mientras hace malabarismos con su otro brazo para sujetar la pila de libros.

—Soy Arthur.

Arthur… Arthur… Arthur… Veo su sonrisa. Sus ojos brillan por furia, por diversión, por tristeza… Vislumbro los tirantes de su camiseta. Sus ojos son como novelas clásicas y poesía.

—Francis… —susurra en mi oído mientras beso su cuello. Entrelazamos los dedos de la mano y los aprieta con fuerza—. Esto… esto no…

Le beso profundamente y acaricio su nuca con mi mano libre, enredando mis dedos en su pelo. Nos separamos respirando entrecortadamente y le miro a los ojos.

—¿Me quieres, Arthur? —pregunto entrecortadamente.

Asiente quedamente y sonríe, bajando la cabeza y dejando sus ojos ocultos por su flequillo rubio.

Je t'aime, mon amour —murmuro y le abrazo, posando mis labios en su cuello.

Yes, yes… I… —susurra soltando un pequeño gemido—. Love you too, wine bastard —sus últimas palabras deberían parecer un insulto, pero el tono es divertido y cariñoso.

Le aprieto contra mí. Solo tengo un pensamiento en la cabeza. Quiero ser parte de él; no solo estar dentro de él sino a su alrededor. Quiero que nuestros corazones se unan, fusionándose. Quiero ser el dueño de todas sus sonrisas, de sus risas, de sus llantos, de sus malos momentos y parte de los buenos. Quiero ser su todo.

Y ahora, soy mayor, más sabio, y estoy subido en una motocicleta. Arthur está delante de mí, intentando arrancar el vehículo, mientras que yo me agarro a su cintura, pegando mi pecho a su espalda, y apoyo el mentón en su hombro, respirando profundamente. El rubio es tan condenadamente especial, aún debajo de sus malas maneras y su mal humor. No… Mi cabeza, duele…

Alto.

Se acabó.

¿Quién eres tú? Deja que los recuerdos se disuelvan, que desaparezcan. ¡Ah! Bienvenido de nuevo. Bienvenido, don nadie. Eso es lo que eres. Eres nadie. Y vuelves a ser tú, un asqueroso cadáver andante. Aprieto los ojos con fuerza y me muerdo la lengua. Acabo de volver a mi cuerpo, a mi verdadero cuerpo, y lo primero que escucho son disparos. Un montón de disparos por todos lados. Me pongo de pie como puedo y miro alrededor, algo mareado y tambaleante. Jamás he tenido una visión tan profunda, ni siquiera he sentido ni visto una vida entera apareciendo zigzagueante en mi cabeza. Los ojos me escuecen y pican, como si estuvieran a punto de llorar, pero sé que es imposible. Esta es la primera vez que siento dolor desde que morí.

Escucho un grito y me giro. Es él. Está aquí. Arthur. Arthur está aquí, es mayor, más mayor que en la visión, puede tener unos diecinueve años ahora. No queda ni rastro de aquel cuerpo infantil que había visto, sus líneas se habían definido, sus músculos se habían tonificado en la estructura masculina. Está acurrucado en un rincón completamente desarmado, el arma que portaba está tirada lejos de él. Tiembla, su cuerpo es como un flan, y algunas lágrimas caen por sus mejillas. Tiene miedo. Normal, yo también lo tendría si tuviera en mente que iba a morir. Intenta defenderse con una barra de metal que estaba tirada cerca de él pero no parece surtir ningún efecto. Grita mientras G se arrastra hacia él. Él siempre encuentra a las mujeres e intenta quedarse con ellas. Sus recuerdos con como una fuente de porno para él. Pero Arthur es un hombre, no una mujer. No sé qué puede haberle llamado la atención. A veces no le entiendo. Me siento todavía desorientado, inseguro de dónde estoy o quién soy, pero me acerco hasta G y le hago a un lado.

No —gruño—. Mío.

Observo como aprieta los dientes e inspiro profundamente, aunque no lo necesite. Espero que en cualquier momento se gire hacia mí, volviéndose en mi contra, pero un disparo desgarra su hombro y gira sus ojos rojos hacia el lugar del disparo. Se mueve hacia allí para ayudar a otros dos zombis para acabar con un chico armado hasta los dientes.

Me acerco hasta el rubio, que se encoge ante mí. Sus ojos son como los de un conejito asustado. No puedo culparle. Trago saliva e intento tranquilizarme. Mis instintos empiezan a reafirmarse. Siento la imperiosa necesidad de rasgar y desgarrar, que surge en mis brazos y mi mandíbula. Pero le escucho gritar y golpearme con la barra de hierro. Me pongo una mano en la cabeza y me la acaricio levemente. No me ha dolido el golpe, pero sí que lo he sentido. Le miro fijamente, fijando mis ojos azules en los de él. No sé por qué, pero algo se ha movido en mi interior, como una pequeña mariposa que todavía se alimenta por el néctar de los recuerdos del hombre joven rubio, por lo que hago una elección. Intento sonreírle, dejando escapar un pequeño y suave gemido, tratando de forzar la amabilidad en mi expresión congelada. No soy nadie, ya me lo ha recordado una voz en cuanto he dejado de ver las memorias del hombre. Soy un chico de nueve años, de quince años, soy…

Abro los ojos cuando veo cómo se saca un cuchillo del lateral de la bota, aunque no por sorpresa sino por lo hechizado que me tiene, y lo introduce en el centro de mi frente, tambaleándose ahí. Por una parte, me siento aliviado. El cuchillo solo ha penetrado unos dos centímetros sin llegar a rozar mi lóbulo frontal. Lo saco y lo arrojo lejos de nosotros. Me recrimino por ser tan tonto. ¿Cómo voy a parecer alguien inofensivo, digno de confianza, cuando la sangre de su amado está deslizándose, corriendo por mi mentón? Estoy tan cerca de él, a solo unos metros de distancia. Le observo, está buscando a tientas otra arma en sus pantalones, llenos de bolsillos. Detrás de mí, mis compañeros están terminando con su cacería y pronto volverán su atención al rincón oscuro de la habitación donde estaba el rubio.

Ar… thur —digo.

Sonrío y cierro los ojos. Suena tan bien. Sale de mi boca como la miel. Me siento tan bien tan solo con decirlo. Pronunciaría ese nombre las veinticuatro horas del día, si tuviese constancia del tiempo. Le vuelvo a mirar y observo cómo sus ojos se ensanchan y su cuerpo se congela, mirándome entre el miedo y la curiosidad.

—Arthur —digo de nuevo y apunto a los zombis detrás de mí. Sacudo la cabeza pero tengo la impresión de que no me entiende.

Me acerco más a él para tocarle, y no se mueve. Tampoco hace el esfuerzo para apuñalarme. Estiro mi mano libre hacia la cabeza herida de uno de mis compañeros caídos y me mancho los dedos en su sangre negra y sin vida. Es asqueroso, pero necesario. Ya lo comprenderá. Con parsimonia, acaricio su rostro, su cuello y su ropa con los dedos, impregnándole con la sustancia oscura. Él ni siquiera retrocede, posiblemente esté catatónico. Tomo su mano y le pongo en pie. G y los otros han terminado de devorar a sus presas y se giran, inspeccionando la habitación en busca de más gente a la que comer. Pero sus ojos recaen sobre mí. Y sobre Arthur. Camino hacia ellos sin soltarle la mano mientras que el rubio se tambalea tras mío. G olfatea con cautela y no puedo evitar sonreír para mis adentros. No podrá distinguir el olor a vida del chico, solo el aroma pútrido y negativo de la sangre de nuestro compañero caído. Se dan la vuelta y abandonan el rascacielos. Y yo les sigo, arrastrándolo a Arthur junto a mí. Siento su cuerpo temblar y sus ojos miran hacia los lados con nerviosismo.

Tras llegar al aeropuerto y entregar los restos de carne a los que no son cazadores; los Huesudos, niños y madres que se quedan en casa, me llevo a Arthur a mí casa. Siento las miradas de los demás muertos sobre nosotros, la curiosidad es palpable. Las conversiones intencionales casi nunca se llevaban a cabo, y la mayor parte ocurrían por accidente. Pese a todo, me apresuro, todo lo rápido que puedo, y llevo a Arthur hasta mi casa, un jet comercial 704. No es muy espacioso, el esquema del "piso" no es práctico, pero es el lugar más apartado del aeropuerto y disfruto de la privacidad de la que dispongo.

Me gusta sentarme entre los sillones del avión, cerrar los ojos y sentir la leve sensación de que el gran aparato metálico se eleva, que las ráfagas de aire chocan contra mi cara… Arthur y yo nos quedamos quietos en el pasillo central, mirándonos el uno al otro. Apunto hacia uno de los asientos y él se suelta de mi agarre, enseguida. Se sienta en el asiento y se encoge mirando por la pequeña ventanilla. Observo cómo se agarra en los apoyabrazos, como si fuera lo último que fuera a hacer antes de que el avión se estrellase, eso en el susodicho de que fuera a hacerlo. Suspiro y me siento en otro asiento, inclinando el respaldo hacia atrás y quedando tumbado. Cada vez que voy a la ciudad, siempre me traigo algo que me llama la atención: un puzle, un vaso de chupito, una Barbie, un consolador, flores, revistas, libros, música… Y los traigo a mi hogar, esparciéndolos alrededor de los asientos y los observo durante horas. G me ha preguntado en más de una ocasión por qué hago esto. Pero no tengo ninguna respuesta. Miro ligeramente a Arthur, no me observa.

—No… comer —gruño, mirándole a los ojos—. No… comeré.

Le señalo, abro mi boca y apunto a mis dientes torcidos y manchados de sangre. Sacudo la cabeza y él se presiona contra la ventana, buscando entre los bolsillos alguna otra arma con la que poder atacarme. Suspiro. Esto no está funcionando.

—A salvo… —le digo—. Te mantengo… a salvo —consigo pronunciar.

Me pongo de pie y me voy hasta el tocadiscos. Excavo entre mi colección de vinilos y saco un álbum. En el tocadiscos, tengo enganchado unos auriculares de diadema, que tomo y pongo en las orejas de Arthur. Él aún está congelado, con los ojos muy abiertos. El tocadiscos empieza a sonar. Es Frank Sinatra. Me gusta mucho su voz. Es tranquila y relajante. Y espero que a Arthur también le guste. Me siento en el asiento que había estado ocupando antes y me vuelvo a tumbar. Puedo escuchar a "La voz" a través de los audífonos, como una suave melodía embrujando mis sentidos.

Fly me to the moon… Let me play among the stars…

—A salvo —murmuro cerrando los ojos—. Mantenerte… a salvo…

Let me see what spring is like… On a, Jupiter and Mars…

Cuando los abro, me encuentro a Arthur cerca de mí, con un cuchillo en la mano y mirándome fijamente.

In other words… Hold my hand…

—¿Qué eres tú? —susurra. El terror se ha desvanecido de sus ojos y su rostro, y la determinación se ha apoderado de él.

In other words… Baby… Kiss me…

Intento sonreírle, pero no puedo. Solo me levanto y desaparezco de mi casa, caminando hasta el aparcamiento del aeropuerto. Seré un zombi, estaré muerto, pero sé cuando la gente necesita su espacio para pensar. Yo mismo lo necesitaba.