España suspiró por enésima vez en aquél lugar. Había cometido el terrible error de acompañar a Romano al Centro Comercial.

Todo comenzó porque el italiano había quedado en ir con sus amigas, pero éstas le cancelaron a último momento. Se había resignado a ir solo (algo que si bien a veces era placentero, en esa ocasión le aburría), pero el español apareció en su casa (para pasar tiempo con él, aunque no lo admitiera).

Y la perspectiva de ir con el rubio (que en ese momento ponía una de sus caras de gatito abandonado más convincentes) no parecía tan mala.

Se equivocó.

"Nunca más" se dijo otra vez el ibérico, mientras las bolsas de ropa parecían pesarle cada vez más.

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—Oh, mira esa hermosa camisa~—comentó Romano, dando saltitos hacia la vidriera de un comercio. Inmediatamente frunció el ceño—Pero me he quedado sin dinero.

—Ni se te ocurra pedirme... —gruñó España, pero el otro lo interrumpió.

—No, no caeré tan bajo como para mendigarte dinero, España. Aguantaré el dolor como hombre—sentenció.

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—Esa seda brillaba tanto. No encontraré ese tono de rojo en ningún otro lado—lloriqueó dramáticamente Italia del Sur, mientras comía helado de vainilla en el Centro Comercial. España pareció encogerse sobre sí mismo en la silla, ya que el drama del rubio llamaba la atención de toda la gente que pasaba por ahí.

—¿Puedes bajar la voz, por favor? —pidió el ibérico.

—Lo siento—se disculpó Romano, pasándose un pañuelo por la cara—Es que era demasiado bonita. No sé porque me compré tantos zapatos en oferta que no puedo devolver—gruñó.

—Para empezar, no sé para qué compras tanta ropa—susurró España—Después de todo, te vez mejor sin ella.

—¿Qué dijiste? —Romano creyó haber escuchado mal.

—Nada—mintió.

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—¿No crees que esto se te está yendo un poco de las manos? —inquirió el español, mientras la otra nación lo arrastraba al casino.

—No. Me voy a jugar mis últimos Euros. No renunciaré a esa camisa tan fácilmente.

—Mira, sabes que puedo prestarte un poco...

—¡No! Dije que no aceptaría tu dinero—se quejó el rubio.

España suspiró. Sería un día más largo de lo que pensó en un principio.

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—Espero que hayas tenido suficiente—lo reprendió el español, conduciendo. A su lado, un decepcionado italiano se lamentaba por haber perdido lo último que le quedaba de dinero.

—Dios mío, caí tan bajo... —musitó.

—Tan bajo que le lloras a Dios cuando eres ateo—comentó, y el rubio se puso pálido.

—Mierda. Si que he caído bajísimo. Maldita sea. Y te arrastré conmigo. Ni siquiera merezco estar en el mismo auto que tú, España...

—Romano, para ya...

—¡Lo siento tanto! No debo volver a hacerlo. De ahora en adelante no saldré a comprar ropa en cada nueva temporada...

—Basta...

—Todo salió al revés...

—¡Romano, cállate! —gritó el mayor, y el aludido cerró abruptamente la boca, aterrado por el volumen de voz del otro.

Con un gruñido, España se salió un poco de la carretera, detuvo el auto en un lugar seguro. Observó severamente al italiano a su lado, con el ceño fruncido. El menor estaba demasiado asustado como para decir algo. el ibérico nunca le alzaba tanto la voz.

—Romano, deja de disculparte, y olvida el tema. Es sólo una camisa. Tienes miles. Y no importa qué camisa te pongas, cualquier cosa te queda bien—un sonrojado Romano abrió la boca para decir algo, pero fue callado por el castaño—¡Y no te disculpes nuevamente!

Ambos permanecieron en un incómodo silencio, el italiano demasiado intimidado para hablar y el moreno calmándose.

El hispano suspiró, quitándose el cinturón de seguridad, y buscando la mirada rosácea del rubio. Cuando éste lo observó, se dio cuenta de que estaba verdaderamente triste.

Y una vez más, ese italiano lo conmovió.

—Ven aquí—le dijo a Italia del Sur, extendiendo un poco los brazos. Al instante, el europeo menor desabrochó su cinturón y se refugió en los brazos del castaño, enterrando la cabeza en su pecho. Inmediatamente, las lágrimas comenzaron a aflorar—Ya, perdón por gritarte—se disculpó el español, acariciando los cabellos dorados de Romano.

—N-no me gusta verte enojado—tartamudeó con la voz ahogada—Me da miedo.

—Lo sé. No te quise asustar—lo estrechó más fuertemente contra su pecho, inhalando el agradable aroma de su cabello.

—E-es que... n-no quiero que un día te enojes tanto q-que me dejes... —confesó el menor, apartándose un poco para limpiarse las lágrimas.

—Sabe que no te dejaría, y menos por ser como eres—puso los ojos en blanco—¿Porqué tan sensible el día de hoy?

—N-no sé—hipó—No ha sido u-un buen día.

España pasó con cuidado un dedo por los pómulos del rubio, limpiando los rastros de lágrimas que tenía.

—Aunque no entienda tus cambios de humor—confesó el castaño—No voy a dejarte—sólo quería que dejara de llorar, ¿era mucho pedir?

—Entendí—murmuró, intentando esbozar una sonrisa—Gracias, España—agradeció en el idioma que el mayor le había enseñado.

—No es necesario decirlo—masculló el aludido, un poco avergonzado, mientras encendía el vehículo nuevamente, para seguir el camino.

—Ah, y una última cosa—comentó un Italia del Sur más animado—La camisa no era para mí, iba a regalártela para tu cumpleaños.

El español suspiró, sin duda esa otra nación era toda una caja de sorpresas.

—Me halagas, pero no es necesario que te molestes en conseguir algo como eso—le recordó el mayor.

—Bueno... quería darte algo especial—sonrió de forma nostálgica—Cuando era pequeño cualquier cosa servía, pero ahora tengo que esforzarme más.

—¿Porqué? —soltó, curioso.

—Pues porque me he convertido en un hombre maduro, y como hombre maduro que soy, es mi deber darte este tipo de regalos... maduros—fijo con una seriedad fingida.

—Romano, siempre fuiste "maduro", pero del tipo "serio adulto maduro". Y además, eso no significa que debas regalarme ropa formal—lo reprendió, alzando una ceja.

—Pero te mereces un regalo propio de persona adulta—el menor suspiró un poco decepcionado, pero al instante se le ocurrió una nueva idea con respecto a eso. Sus mejillas se colorearon de rojo, y cualquiera habría podido atisbar un brillo de lujuria en su mirada—Soy un genio.

A España no le gustó el tono de voz del otro a lo último. Sonaba... seductor. Un escalofrío le recorrió la columna vertebral.

No debería permitirse conducir así.

—Tienes razón, esa camisa no es regalo suficiente—comentó el descendiente de Roma, fingiendo desinterés, mientras discretamente rozaba el muslo del español con su mano—Otra cosa sería mejor, ¿no te parece? —preguntó, acariciando la pierna del conductor.

"He aquí Romano" pensó el mayor "Pasando de niño indefenso a Dios Romano (valga la redundancia) del sexo, y todo en cuestión de segundos". Joder, si seguía así no se aguantaría a llegar a casa, y pararía el auto en cualquier lugar medianamente oscuro para hacer verdaderas "cosas de adultos" con el italiano.

—Romano, trato de conducir—gruñó España.

—Y puedes seguir haciéndolo—le respondió el aludido, moviendo la mano que reposaba en la rodilla del ibérico más hacia arriba.

El moreno se mordió el labio, intentando aguantar. Quedaba poco...

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Apenas el español estacionó el auto, el italiano salió de ahí, sacando las bolsas del asiento trasero, con mucha emoción.

Mientras subían al lujoso piso del italiano en el ascensor, España intentaba no ponerse nervioso con los gestos que éste le hacía en los espejos. Sí que podía ser persistente cuando se lo proponía. Se relamía los labios o desabrochaba lentamente los botones de su chaqueta o camisa.

Cuando casi pensaba que no aguantaría más, el ascensor llegó al piso del rubio, y éste salió rápidamente a abrir la puerta.

Apenas dejó al ibérico reaccionar: velozmente arrojó las bolsas en un rincón de la sala y luego arrastró al mayor hacia su sofá. Quedó encima de éste, contemplando el atónito rostro del castaño debajo suyo.

—Romano... el día de hoy estás increíblemente raro—murmuró el de habla española.

—Oh, pero eso fue desde que pusiste un pie aquí. Ya sabes, las hormonas... es la edad—bromeó el menor poniendo los ojos en blanco. No era simplemente eso... aunque sí que influía en gran parte.

Sin dejarlo protestar o decir una palabra más, Italia del Sur besó apasionadamente al otro europeo, dando entonces comienzo a una de las tantas noches que ninguno de los dos olvidaría.

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Bonjour, Romano, ¿vamos de compras hoy? Perdón por cancelar ayer... —dijo Seychelles, hablando por teléfono a la mañana siguiente con el mencionado.

—Lo siento, querida... —contestó él con una sonrisa en la cara, jugueteando con los ondulados cabellos castaños de un dormido España—Ya fui ayer. Y encontré algo distinto para mantenerme ocupado hoy~.

Dejando colgada a la seychellense, el italiano volvió a meterse entre las sábanas, abrazando a su español favorito.

Actividad mil veces mejor que irse cualquier día de compras.

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Fin~

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Y cuando digo "fin", es "fin", porque con esto se acaba la historia. He disfrutado mucho escribiéndola, y en breve traeré otro proyecto ;) Agradezco mucho el apoyo de los lectores a lo largo del fic, y mucho más a los que comentaron ^^ Y obviamente, en adelante los comentarios y lecturas serán siempre bienvenidos :D ¡Hasta otra!