Trama: Fili y Kili, en su infancia en las Montañas Azules, van de picnic con su madre y su tío. Kili tiene un pequeño lío mental y Thorin les mira con sospecha.

Advertencias: Alusiones (muy vagas) a Incesto y Slash.

Canción que me viene a la mente: Cuéntame al oído (La Oreja de Van Gogh)


Primavera

La primavera había estallado en las Montañas Azules, una explosión de vida que había sacado a los pájaros de su sopor y había cubierto de verde lo que solo unas semanas antes era una monótona extensión blanca. Un prado en particular, adyacente a un río cercano, era mecido por el viento mientras todo tipo de criaturas pastaban en su verdura.

Entonces el pequeño Kili irrumpió como un terremoto en el campo, riendo en voz alta y asustando a los conejos que habían estado mordisqueando despreocupadamente los tréboles. Su sonrisa se borró en el acto al notar aquel último detalle, mientras su hermano llegaba a su altura con el sol brillando en su cabello de oro.

―Fili… ―exhaló el pequeño, entristecido―. Los conejos se han asustado.

―¿Qué esperabas, Maestro Kili? ―se burló el mayor, tironeándole de un mechón de cabello―. Yo tampoco me quedaría comiendo tranquilamente si digamos… un huargo peludo y aullante aparece a interrumpir mi merienda.

El pequeño fue lo bastante listo como para comprender la metáfora. Le sacó la lengua a su hermano antes de seguir adelante, apartando la hierba alta con las manos debido a su baja estatura. Fili le siguió, pegado a sus talones como una sombra.

La pendiente descendía suavemente hacia el cauce, y a su paso mil mariposas levantaban el vuelo, brillantes como gemas ocultas bajo tierra. Los niños corrían con entusiasmo, ignorando las llamadas de su familia a sus espaldas. Llevaban mucho tiempo aguardando aquella pequeña excursión, saliendo por fin de la colonia donde su libertad era reducida. Se detuvieron justo antes de llegar a la barrera que los altos chopos convertían en una zona en penumbra.

Ambos permanecieron de pie contemplando el paisaje, distintos como la noche y el día. Aunque solo se llevaban cinco años, estaban en aquel punto en el que Fili había empezado a crecer y crecer como un joven árbol mientras Kili seguía siendo un niño de sesenta y ocho centímetros. Para el ojo inexperto en el crecimiento de los enanos podía parecer que la diferencia de edad era mayor.

Ante sus ojos, matas enormes de espinos albares bordeaban la línea del río, seguidas de chopos mezclados con los pinos que casi llegaban a besar el agua. Aún más cerca, justo a sus pies, se derramaba el campo de flores más colorido que habían visto nunca. Las había de todos los colores (azul, carmín, amarillo, blanco, violeta, naranja, unas negras como el cabello de su madre) y formas, y la mezcla de perfumes les hizo soñar con una eterna primavera en la que dormir a la sombra mientras durara el calor.

Los enanos rara vez aprendían a amar los árboles y las flores, pues en su naturaleza estaba maravillarse con los colores de la roca subterránea, con las gemas enterradas bajo tierra y el silencio ignoto de las profundidades. Pero Fili y Kili habían nacido en el exilio, criándose entre ciudades de hombres y asentamientos esporádicos de enanos, y se quedaban embelesados con el cielo sobre ellos, los perfumes primaverales del campo y los trinos de mil pájaros distintos.

Se miraron a la vez, diferentes en apariencia pero idénticos en sus reacciones.

―¡A ver quién llega primero! ―gritaron al unísono, y corrieron descalzos sobre la hierba salpicada de rocío, asustando a mariposas negras y naranjas que revoloteaban entre sus pies.

Fili llegó antes, gracias a sus piernas más largas, y sumergió los pies en el agua helada. Kili le alcanzó unos instantes después, con las mejillas ruborizadas, y empezaron a salpicarse el uno al otro con agua del arroyo. Intentaron coger peces plateados que coleaban entre sus tobillos, pero eran más rápidos que ellos y pronto se hartaron de sus intentos fallidos. Después sacaron sus espadas de juguete y dejaron volar la imaginación. Kili era un rey enano y Fili el temible dragón escupefuego que pretendía robar su tesoro. A continuación ambos eran guerreros de renombre, enanos de leyenda luchando combates sin nombre contra batallones de orcos invisibles.

Thorin y Dís, ambos de largo cabello oscuro y profundos ojos azules, les observaban atentamente desde su sitio, sentados sobre una manta tendida en la hierba verde moteada de lilas. A su alrededor había todo un muestrario de variopintos alimentos, además de odres de agua para los niños y cerveza de malta para ellos (ninguna excursión de enanos es tal sin cerveza).

Físicamente, Fili y Kili habían recibido herencias diametralmente opuestas. Fili era muy parecido a su tío Thorin, con inteligentes ojos azules y nariz grande, pero su cabello era de refulgente oro como el de su fallecido padre. Kili por el contrario se parecía más a Dís, de rasgos más suaves y rebelde cabello castaño oscuro, los ojos marrones y determinados. Nadie diría a simple vista que eran hermanos.

Pasando por alto, claro, la perpetua cercanía entre ambos.

Desde que Dís puso al recién nacido en sus brazos, Fili no le había quitado ojo de encima, obnubilado como si hubieran depositado en sus manos la gema más valiosa del mundo. Desde que Kili dio sus primeros pasos, empezó a andar pegado a los talones de su hermano sin perderle de vista un solo instante. Eran compañeros de juegos y de llanto por igual, y cuando salían de las cuevas de Nogrod lo hacían tomados de la mano para no alejarse ni un segundo del otro. Aunque había dos camas en la habitación que compartían, al final de la noche siempre acababan usando solo una y Kili amanecía hecho un ovillo sobre el pecho de Fili.

Thorin había visto hermanos gemelos menos unidos que sus sobrinos, y le gratificaba y asustaba por igual la dependencia que un vínculo tan fuerte podía generar. Algún día serían guerreros, reyes si el plan que empezaba a formarse en su cabeza tenía éxito, y sabía el dolor que sumía al hermano que perdía a otro en batalla.

El día siguió avanzando, acercándose a un incipiente atardecer. Fili había tejido una corona de flores con sus pequeñas manos y la puso en la cabeza de su hermano ajustándosela en la frente. Los pétalos eran de un rojo escarlata que contrastaba con el castaño oscuro del rebelde cabello de Kili. El menor había intentado hacer lo propio con un ramillete de pequeñas flores azules, pero no conseguía anudar bien los tallos y se le desfloraban entre los dedos. Miró a su hermano con los grandes ojos marrones, descorazonado.

―¿Por qué no sé hacerlo como tú? ―se lamentó, con el estropicio de pétalos y hojas sobre las rodillas.

Fili sería un buen herrero cuando creciera, pues sus manos eran hábiles manipulando los materiales más delicados. Él sin embargo tenía los dedos demasiado torpes y su mano temblaba al tratar los objetos más pequeños. Fili sonrió dulcemente y tomó el amago de tiara, maniobrando con el extremo libre hasta anudarlo firmemente.

―¿Ves? Ya está ―concedió con una gran sonrisa. Y a continuación se puso la diadema sobre los rizos rubios.

Kili sonrió maravillado y alargó las manos para acariciar una de las trenzas de su hermano, anudada en el extremo con un diminuto broche de acero. El pelo de su hermano siempre había sido una fuente de fascinación para él, porque el cabello rubio era un rasgo atípico entre los enanos y el de su hermano era de un dorado inigualable. Hundió la nariz en los suaves rizos, sonriendo contra su oreja, y murmuró algo que hizo reír al mayor.

Thorin ya se olía algo cuando vio a los dos pequeños acercarse a pasos comedidos, con sonrisas de oreja a oreja y las manos llenas de flores recién recolectadas, pero prefirió no decir nada al respecto hasta que ellos mismos confirmaron sus sospechas.

―¿Podemos? ―sugirieron al unísono.

Dís aceptó sonriente que sus retoños le entretejieran las trenzas con flores rosas y blancas. Incluso Thorin cedió tras mucho insistir a que puntearan su melena de prímulas naranjas y doradas. Mirando a su familia, Thorin pensó con ironía que más parecían una familia de elfos que una de enanos.

El sol ya no era blanco sino naranja cuando, cansados de tanto corretear y jugar, los hermanos se habían dejado caer entre la hierba en una actitud más relajada. Fili estaba cómodamente sentado mientras su hermano apoyaba la cabeza en sus rodillas, la corona de flores rojas aun firmemente sujeta alrededor de su frente. El menor tarareaba en voz baja y seguía el ritmo con los pies de vez en cuando. En un momento dado volvió la cabeza a un lado y observó a su madre y su tío, conversando en actitud distendida a unos quince metros de ellos.

Incluso para alguien tan pequeño como Kili, era obvio que su madre sonreía con mayor sinceridad cuando Thorin estaba cerca. Su tío no hablaba de aquel modo tan natural con otras mujeres, permitiéndose soltar sonoras carcajadas y comentarios irreverentes. A veces se cogían de las manos, o Thorin depositaba un beso en la frente despejada de Dís, que fruncía la nariz y agradecía el contacto con una mueca divertida.

―Fili… ―canturreó para llamar su atención―. ¿Nosotros nacimos porque tío Thorin y madre se quieren?

El mayor pestañeó varias veces y le miró desde las alturas.

―¿A qué viene esa pregunta?

―Glóin me dijo que Gimli nació porque él y su esposa se quieren mucho ―explicó Kili, arrancando briznas de hierba con la mano derecha―. Tío Thorin quiere mucho a madre, así que por eso nacimos nosotros, ¿no?

Fili sonrió tristemente. Kili no había conocido a su padre, y él apenas lo recordaba. Era comprensible que los términos se confundieran con tanta facilidad en la cabeza del pequeño y que instintivamente buscara un escenario donde su esquema mental se completara con Thorin.

―Tío Thorin quiere mucho a madre, pero no de ésa manera, Kili ―le explicó, aunque él tampoco lo entendía muy bien―. Fue porque padre quería a madre.

El pequeño permaneció pensativo unos instantes, las cejas fruncidas en una expresión de concentración. Levantó la manita y toqueteó un mechón de cabello dorado que pendía sobre sus ojos.

―Yo te quiero mucho, Fili…

Kili, en su infinita y dulce inocencia, utilizaba el término "querer" con total impunidad, a menudo acompañado de abrazos y besos en la mejilla. Se lo decía a Thorin y a madre cada vez que le abrazaban. A Balin y Dwalin cuando se inclinaban a revolverle el pelo. A Bofur y Bombur cuando le traían algún nuevo juguete. Incluso lo decía a veces cuando jugaba con Ori y Gimli, y el primero solía mostrarse apabullado por la expresión.

Y sin embargo tenía la sensación de que cuando se lo decía a él, efectivamente tenía un significado más elevado.

El momento idílico se rompió un poco con el siguiente y chocante comentario de Kili.

―¿Crees que si nos queremos mucho tendremos bebés algún día?

Fili se ruborizó en el acto sin motivo aparente, justo antes de soltar una sonora carcajada. Estaba convencido de que a su edad él no era tan ingenuo como Kili. No estaba seguro de cómo hacerle entender a su hermano que ellos no podían tener bebés por mucho que se quisieran. ¡Todo el mundo menos Kili sabía que sólo las enanas mujeres podían forjar nuevos enanos!

―No, tonto ―se burló, pinchándole la mejilla con un dedo―. Solo cuando hay una mujer enana se pueden tener bebés. Además, tienen que estar casados.

Fili tenía claro aquel punto. Dís y padre habían estado casados. Glóin y su esposa lo estaban. Parecía obvio que era un requisito indispensable.

Kili parecía tan genuinamente decepcionado que Fili lamentó no poder explicarse mejor. El mayor casi podía ver su mente funcionar como un sinfín de pequeños engranajes buscando una nueva idea irracional. Supo que había tenido éxito cuando una gran sonrisa se expandió por su cara, exhibiendo el hueco donde le faltaba un diente de leche.

―¡Entonces nos casaremos! ―propuso con entusiasmo, convencido de que había tenido la mejor idea del mundo.

Fili estuvo a punto de golpearse la frente con una mano. Kili se estaba haciendo un lío en sus elucubraciones y él no tenía ni idea de cómo pararlo. Se armó de paciencia antes de seguir hablando.

―N-no. Kili, no podemos casarnos porque…

―¿No quieres estar conmigo para siempre, Fili? ―le interrumpió Kili. Parecía sinceramente descorazonado ante una posible negación.

―Kili… Claro que sí, pero…

―¡Pues está decidido! ―chilló Kili, sin dejarle terminar―. Nos casaremos y estaremos juntos para siempre.

Y le dedicó la sonrisa más encantadora que nadie vería jamás. ¡Ay, Kili era todo un enano en lo que a tozudez se refiere! Fili estaba seguro de que tardarían en sacarle aquella idea descabellada de la cabeza.

Dís y su hermano observaban con una sonrisa a los dos niños, ajenos a la peculiar conversación que estaban manteniendo. El nacimiento de Fili y Kili había sido un buen augurio para el pueblo de Durin, y habían crecido siendo amados por aquellos que habían seguido a Thorin al exilio. Algún día Fili sería Rey bajo la Montaña, si la suerte estaba de su lado y retomaban Erebor, y Kili su más cercano y fiel servidor.

Y sin embargo, contemplando aquella tierna escena, el germen de una duda se implantó en la mente de Thorin. Una sospecha que crecería más y más en los siguientes años, aunque él aún no lo sabía ni podía imaginar las repercusiones que la acompañarían.

―Mañana me marcho ―anunció de pronto―. Comerciantes del este hablan de grandes oportunidades en Minas Tirith, la capital de Gondor. Túrin, el nuevo Senescal, parece más abierto que su predecesor a comerciar con enanos.

Dís borró rápidamente la sonrisa que había bailado en sus labios y miró a su hermano, afligida. Thorin se había asegurado de que ella y sus sobrinos tuvieran un hogar estable en Ered Luin, pero él iba y venía constantemente, viajando siempre allá a donde se presentaba la ocasión de trabajar.

―¿Vas a ir solo?

―Bofur y su primo Bifur vienen conmigo.

Eso la tranquilizó. Eran grandes amigos de su hermano, aunque sabía que los niños también echarían de menos a un alma jovial como era Bofur, siempre dispuesto a dedicarles un poco de tiempo.

―¿Durante cuánto tiempo? ―era la pregunta que más había temido pronunciar.

―Quizá un par de años ―admitió.

Dís asintió, comprensiva y triste a la vez. Para los enanos, que podían vivir hasta cerca de los trescientos años, no era un tiempo demasiado largo, pero a sus pequeños se les iba a romper el corazón. Ambos amaban a su tío de un modo que rayaba la devoción, siempre expectantes por sus relatos o cualquier palabra que pudiera dedicarles.

―Balin y Dwalin te ayudarán con los chicos ―prosiguió Thorin―. Podrás seguir trabajando en la forja.

―Eso no me preocupa ―aseguró Dís, retorciendo el anillo que llevaba en el dedo anular―. Es por los chicos. La última vez que te fuiste, a las minas de Harad, Kili lloró durante dos días seguidos.

Thorin sonrió tristemente, consciente de que ella, orgullosa como buena enana, también le echaría de menos más de lo que jamás admitiría. Levantó una mano y acarició su mejilla, del mismo modo que lo había hecho cuando ella solo era una niña de enormes ojos azules que se acurrucaba bajo sus sábanas cuando la asustaba la ignota oscuridad de Erebor.

―Debo hacerlo ―aseveró―. Si quiero un futuro para nuestras gentes, para Fili y Kili, no hay que dejar escapar cualquier oportunidad. Algún día tendremos la fortuna suficiente para apoyar cualquier empresa, y habrá terminado el tiempo de vivir entre ruinas.

Dís suspiró con resignación. Ella era feliz con aquella vida, aunque ya no nadaran en oro y joyas como cuando eran niños y elfos y hombres se inclinaban ante la línea de Durin. Eran pobres y a menudo pasaban hambre, pero Fili y Kili tenían un hogar, un techo sobre sus cabezas y una chimenea que les mantenía calientes en invierno. No había deseo en ella que no estuviera ya cumplido, pero Thorin era distinto.

Dís sabía bien que jamás había dejado de soñar con los salones esculpidos en jade, con el tesoro infinito de sus gentes y el bastión inexpugnable heredado de padres a hijos desde que duraba la memoria colectiva. Había visto a Thorin despierto durante las noches, trabajando en la forja con un brillo febril en la mirada, un odio y un deseo latentes que algún día desencadenarían infortunios y decisiones erróneas. Era mucho pedir que se conformara con aquella vida humilde, porque había nacido para ser Rey bajo La Montaña, y nunca dejaría de sentir la llamada inexorable del hogar perdido.

―Lo comprendo, hermano ―mintió.

Thorin asintió y se volvió a mirar a sus sobrinos. Kili se había quedado dormido con la cabeza apoyada en el regazo de su hermano tras una tarde tan ajetreada. El propio Fili caminaba ya en las sendas del sueño, su cabello esparcido sobre las flores como hiedra dorada.

―Regresemos ―propuso―. Las sombras son ya largas.

Dís se puso en pie, sacudiéndose las faldas, y caminó hacia sus retoños mientras su hermano recogía los restos del picnic. Los niños se habían dormido con una mano entrelazada, y ella se sintió triste al pensar que su esposo no había vivido la suficiente para conocer la dicha que le producían.

Thorin tomó en brazos a Fili y Dís a Kili, y emprendieron la vuelta a casa bajo un sol que se hundía en las montañas.


Chorrada de las gordas :3