¿Cómo afrontar un nuevo día en un lugar desconocido? Es la primera vez para Neville en una cama extraña, en una habitación extraña, rodeado de gente extraña. Dormir no fue el inconveniente, quedarse dormido si. Sentir las miradas en su espalda, los cuchicheos entre sus compañeros de casa. La vida pone muchas dificultades a un niño que apenas a visto lo que le espera. Las cosas no mejoran al despertar y darse cuenta que dos camas están vacías y perfectamente hechas, las dos camas que hay a ambos lados de la suya.

Otra esta completamente tapada con las cortinas y se escucha un murmullo constante y la quinta es un revoltijo de sabanas, Neville no sabe que pensar, ¿se han marchado por miedo? ¿son muy madrugadores? ¿están hablando de él?

Sus padres nunca le hablaron de lo que podría llegar a encontrarse en el colegio, solo dijeron que era peligroso salir al exterior. Ahora empezaba a entender porque, la gente no parecía aceptarle como a un igual, como si estuviera marcado y la gente lo notase y le rehuyese. Tal vez debía empezar a preguntarse quien era él mismo para entender como le veía el resto del mundo, pero Neville apenas llega a comprender siquiera lo que pasa por su mente, todavia es un infante inocente y solo se siente mal de que otros le ignoren.

Aparta las sabanas desanimado, sus pies descalzos se encuentran con un frío recibimiento al posarse sobre el suelo de piedra. Agarra sin miramientos cuatro prendas y se encierra en el baño. Tiene que volver a salir cuando se da cuenta que ha cogido un calcetín negro y otro blanco. Al salir se encuentra con una rendija entre las cortinas por las que se ve el interior de la cuarta cama, en la que duerme Harry Potter según recuerda.

Ve a dos chicos alrededor de un pergamino viejo golpeándolo con la varita mientras gesticulan en voz baja. Harry golpea un punto y recorre el pergamino con la punta de la varita, Ron lo aparta señalando otro punto. Están tan ensimismados que no se dan cuenta que Neville les observa, este tampoco tiene interes en descubrir los tejemanejes de esos dos pero se siente un poco mejor, al comprobar que no todos huyen de él como parecía la noche anterior. Aunque es cierto que tanto Harry como Ron no mostraron la más mínima inquietud ante su presencia a la hora de dormir.

Neville cogió el calcetín correcto y volvió al baño intentando no pensar más en lo que le molestaba y dolía. Debía concentrarse en que aquel día sería el primero de muchos en la escuela de magia más importante de Europa y tenía que sentirse excitado de poder aprender con otras personas y no en su casa. Tenía que sentirse maravillado por los largos pasillos y las altas torres, y en el fondo lo sentía pero la sensación agría de no ser bienvenido le seguía ensombreciendo el rostro. Lo veía claramente en el reflejo que veía mientras se cambiaba. Trato de tapar el espejo con vapor pero el agua no salía tan caliente del grifo.

No queriendo seguir apesadumbrado salió con energía del baño y bajo las escaleras de dos en dos hasta la sala común de su casa. Había una docena de personas de distintos cursos hablando tranquilamente hasta que le vieron bajar el último peldaño y se hizo el silencio. Fue un duro golpe pero Neville no se iba a permitir volver a sentirse mal, con paso firme atravesó todas las miradas con entereza hasta salir por el cuadro de la Dama Gorda. Se sentía orgulloso de lo que había logrado y por suerte el cuadro se había cerrado con la suficiente rapidez para que nadie viera como se le colaba el pie derecho por un escalón falso y se caía escaleras abajo.

—Sino es una cosa es otra, no tienes mucha suerte. —dijo una voz tras él y una mano tiró de él hasta ponerle en pie. —¿Te has hecho daño?

—No... No ha sido nada... Ya puedes seguir asustada de mi. —masculló Neville sin pensar, dejando escapar sus pensamientos sin fijarse en quien le había ayudado hasta que fue demasiado tarde. La chica castaña que vio en el Callejón Diagon le miraba, sus ojos mostraban mucho más de lo que su rostro congelado dejaba adivinar.

—Siento haberte molestado, ya me voy. —replicó la chica con la voz queda mientras se daba la vuelta. Neville no podía permitirse perder a la única que parecía no huir de él y menos sin disculparse por su comportamiento.

—Sería yo quien debería disculparse, y agradecerte la ayuda. Lo siento, no ha sido como imaginaba que serían las cosas mi primer día.

—Tampoco lo han sido para mi, supongo que ambos esperábamos algo más que un lugar mágico. —la chica sonrió cansada mostrando unos prominentes paletos.

—¿Eres nacida de muggles? Mis padres no me han contado mucho del mundo exterior pero me he enterado de lo suficiente para saber que algunos magos no os ven con buenos ojos. Aunque no entiendo porque.

—La profesora Mcgonagall me contó que es debido a los magos tenebrosos. —respondió la chica sentandose a los pies de la escalera, Neville no tardó en seguirla. —Hermione Granger, por cierto.

—Encantado de conocerte, Hermione. Yo me llamó...

—Neville Longbottom. Lo sé. Las chicas no se acercan, no sé si por miedo u odio, pero hablan los suficientemente alto para enterarme de cosas. Parece que no vas a ser muy popular por lo que he podido entender.

—Es el precio de ser la víctima de un mago tenebroso. Creo que con el murmullo incomodo número cien me dan un oso de peluche. —Neville se peinó con la mano mientras suspiraba.

—¿Y si te ayudo un poco? A mi ya me tienen enfilada, no creo que estar contigo en clase me haga más daño a mi reputación. —propuso Hermione. —Así podre preguntarte las cosas que no entienda, siendo mago seguro que tus padres te habrán preparado para esto ¿no?

—Más no que sí. Mi madre trato de enseñarme los conceptos básicos pero le prendí fuego a la olla solo con meter el agua. Y convertí la lechuza de mi tío abuelo en un abrecartas con alas y no son capaces de volverlo a la normalidad. No sé me da demasiado bien, la verdad. Seguro que acabas ayudándome tú a mi.

—No digas tonterías, yo hace apenas un mes que he empezado a estudiar. —comentó Hermione tratando de no reírse de la historia que acababa de contarle Neville. —¿En serio convertiste una lechuza en un abrecartas alado?

—Es un peligro, cuando se enfada se lanza en picado contra tí. Mi abuela ha perdido tres buitres disecados este mes. Lleva sombreros con buitres disecados. —añadió al ver la cara de perplejidad de Hermione.

La chica iba a decir algo cuando se le abrieron los ojos de golpe y se miró la muñeca poniéndose blanca. Se levantó de un salto y tiró del cuello de la túnica de Neville para levantarlo. Ambos se pusieron a correr.

—Vamos a llegar tarde en nuestro primer día, como he podido ser tan irresponsable. Deberíamos haber llegado a la clase hace diez minutos. —exclamó Hermione con la voz aguda por la urgencia mientras Neville resollaba y tropezaba una y otra vez en su intento de mantener el ritmo de la carrera. Hermione, por delante de él y aun cogiéndole de la mano, trotaba haciendo que su, ya de por si enmarañado pelo, pareciera un arbusto durante un vendaval.

Otros alumnos que ya entraban a sus respectivas clases se quedaron mirando al duo sin saber que pensar, algunos riendo y otros murmurando al reconocer a Neville.

Sus pies resonaban con cada paso en los pasillos de piedra lanzando al aire innumerables y continuos ecos que se superponían en reverberaciones cacofonícas de una intrincada complejidad. O eso le parecía a Neville quien solo escuchaba sus pasos y miraba al frente sin pensar en nada, tratando de no tropezar o chocar contra Hermione.

—No sé corre por los pasillos, señorita Granger. —recriminó la profesora Mcgonagall al verlos aparecer con los rostros rojos y sudorosos tras la carrera.

—Lo siento mucho profesora. No quería llegar tarde. —se disculpó Hermione agachando la cabeza visiblemente avergonzada. Neville también la agachó para poder recobrar el aliento mientras se sujetaba el costado.

—E imagino que tampoco quería que el señor Longbottom llegase tarde, por lo que veo llegan a tardar más en llegar y tendría que llevarlo a la enfermería. —señaló Minerva al ver como su alumno tosía tratando de respirar más hondo de lo que era posible.

—Estoy... Estoy bien profesora... Solo necesito un momento... —replicó entrecortadamente Neville tratando de sonar normal pero sin conseguirlo al respirar tan rápidamente que le cortaba las palabras a la mitad.

—Pasad, no llegáis tarde. —atajó Mcgonagall haciéndolos pasar y sentando a Neville en el primer sitió que encontró para que recobrase el aliento. Hermione se sentó junto a él y la profesora caminó hacia el frente de la clase haciendo callar los murmullos del resto de alumnos para que atendieran a la clase y no a las trivialidades de su entorno. —Bienvenidos a la clase de Transformaciones. En esta asignatura aprenderéis a convertir cualquier cosa. Hacer que una mesa —comenzó, apuntando con su varita a la mesa de la primera fila.—, se convierta en un león. —la mesa saltó en el aire y sus patas comenzaron a volverse pardas y recubiertas de pelo grueso, unas formidables garras atravesaron la madera y dieron lugar a cuatro dedos. Una cabeza rugiente envuelta en una melena cobriza lanzó a los alumnos hacia atras de la sorpresa— Y de vuelta a la normalidad. — A medio rugido el león volvió a tornarse en objeto inanimado de madera. —¿Alguien puede decirme algún otro ejemplo de transformación?

La mano de Hermione se izó por encima de las cabezas de los demás alumnos agitándose rápidamente, la cara de la chica denostaba nerviosismo por ser la que respondiera. Mcgonagall la señaló invitándola a hablar.

—La animagia es un tipo de transformación, profesora. —contestó rápidamente Hermione con los ojos chispeando.

—Excelente. Diez puntos para Gryffindor. ¿Podrías decir en que consiste la animagia?

—La animagia es la capacidad de un mago para transformar su cuerpo en un animal. Se diferencia de cualquier otro tipo de transformación en su extrema dificultad y en la característica de no necesitar varita una vez logras dominarla. Y con una característica única, solo puedes transformarte en un animal, el ideal para tu personalidad. Debido a esas características el ministerio mantiene un estrecho control de los magos capaces de realizar dicha transformación. En la actualidad hay menos de media docena de magos en Gran Bretaña capaces de hacerlo.

—Veinte puntos para Gryffindor por esa extensa y correcta información, señorita Granger. Para hacerles una demostración de dicha habilidad, les comunicó que yo soy una de esas pocas personas capaces de dicha habilidad. —explicó Mcgonagall apartando la silla de su escritorio y con un pequeño impulso saltó hacia la mesa al tiempo que su cuerpo empequeñecía y cambiaba hasta tornarse en un gato gris con el dibujo de unas gafas en el pelaje de los ojos.

El aula se llenó de murmullos de admiración y algún aplauso aislado. Hermione miraba con deseo de aprender esa capacidad, Neville a su lado solo pensaba en que animal se convertiría él, y por alguna razón pensó en un buitre, como el que llevaba su tía abuela.

Los pensamientos de todos quedaron acallados cuando la puerta de la sala se abrió con estrépito y dos alumnos entraron a trompicones y jadeando en el aula.

—Te dije que no íbamos a llegar tarde. ¿Ves? Aun no ha llegado. —dijo Harry acercándose al escritorio de la profesora, sin prestar atención al gato que les miraba con los ojos achinados y el pelaje erizado.

—Vamos a sentarnos antes de que llegue. —apremió Ron señalandole un par de asientos en primera fila. Antes de que se acercaran más el gato saltó mostrando a Minerva Mcgonagall atravesándoles con una mirada severa.

—¿Creen que son horas de llegar a clase? Tal vez debiera convertirlos en un reloj para que sepan de puntualidad.

—Lo siento profesora, nos perdimos. —se escusó Harry avergonzado de haber sido atrapado y maldiciendo no haber mirado el mapa antes de entrar.

—En un mapa pues. Siéntense. La clase aun no ha acabado. —ordenó la profesora señalandole los pupitres. Ambos pasaron al lado de Minerva y se sentaron en silencio mientras ella volvía al otro lado de su escritorio. Se sentó en su butaca mirándolos fijamente. —Diez puntos menos para Gryffindor. Ahora saquen sus libros y comiencen a leer la primera lección, antes de terminar la clase les haré una prueba sobre el hechizo práctico del primer tema.

Neville leyó y releyó pero apenas podía comprender nada de lo que intentaba explicarle aquel libro. Veía dibujos de una mano haciendo complicados movimientos de varita, instrucciones sobre posición, rigidez y soltura. Explicaciones comparativas, efectos adversos en caso de hacer mal el hechizo y como corregir dichos fallos. Tanta información que Neville no podía entender ni la mitad, desanimado miró a su compañera de mesa y lo que le vio le desanimo aun más. Hermione sonreía tímidamente mientras con la mano fingía mover la varita con un calco de lo que venía detallado en el libro. Apenas habían pasado cinco minutos y Hermione ya dominaba el hechizo de la lección y él apenas había podido entender que hacía.

Hermione le miró al darse cuenta de que la observaban, con una muda interrogación adivino los pensamientos de Neville. Se levantó lo suficiente de la silla para arrastrarla en silencio hacia él y se puso a su lado. El chico se ruborizó agradecido mientras notaba como la melena castaña se arremolinaba con el subito movimiento y le golpeaba la nariz haciéndole la mano de Hermione aplastó su cabello y lo retiro hacia atrás en un vano intento por contenerlo, pero enseguida se hincho de nuevo como si tuviera vida propia.

—¿Te puedo ayudar? —le preguntó acercando el libro desde su lado de la mesa y moviendo la pluma entre los dedos, evitando con maestría que la gota de tinta que colgaba de su extremo cayera manchando el libro.

—Si quieres, pero creó que perderás el tiempo. Nunca seré capaz de entender esto, mi abuela ya decía que era un Squib desde que tenía seis años, que ningún mago es tan obtuso. —bromeó Neville aun sabiendo que era verdad y recordando como su abuela le señalaba con el dedo por no haber podido hechizar ni un triste plato cuando los nietos de sus conocidas ya podían levitar.

—Eso es cruel, estoy seguro que con un poco de paciencia podrás aprender lo mismo que yo. —replicó Hermione infundiéndole ánimos a Neville mientras ponía el libro entre ambos y le señalaba un texto. —¿Ves esta marca?

Al otro lado del aula, Minerva Mcgonagall miraba a sus alumnos, en especial a la pareja de la última fila, comprobando que todos hacían lo que debían. Harry y Ron cuchicheaban en voz baja manipulando un pergamino viejo y apuntando en otro con una letra fina y apretada. Minerva solo tuvo que ponerse a su altura y esperar tres segundos hasta que los chicos la vieron y enmudecieron. Negó con la cabeza por la certeza del parecido familiar. Había deseado que se parecieran más a sus madres.

Escuchó más murmullos y levanto la vista por encima de las gafas y vio la última fila, Hermione cogiendo la mano de Neville y realizando el movimiento para que el chico aprendiera como se ejecutaba. Podía escuchar las débiles explicaciones que realizaba Hermione de forma precisa para que Neville mejorara la técnica sin necesidad de que ella le guiase la mano. La profesora se quedo impresionada de que una alumna sin conocimientos previos de magia y de primer año pudiera enseñar de una forma tan eficiente al joven Longbottom, a fin de cuentas conocía bien al chico por lo que le oía decir a sus padres en las reuniones de la Orden y por lo visto no era muy ducho en el arte de la varita y sin embargo parecía progresar lentamente.

Apenas quedaban cinco minutos para el fin de la clase cuando McGonagall les llamó la atención y los puso en fila entre las mesas para examinarlos de lo que habían estudiado. Uno a uno todos realizaron a la perfección, con mayor o menor fortuna, el hechizo que convertía el aire en humo de diferentes colores, si se realizaba correctamente incluso podían dibujarse figuras en dicho humo.

La mayoría no paso de unas volutas de color gris perlado que se desvanecieron lentamente a medida que ascendían. Unos pocos tenían más suerte. Draco Malfoy logró una esfera casi perfecta de color plateado que giraba lentamente como si estuviera llena de líquido. Harry Potter logró algo parecido a una Snitch pero de color rojo que explotó contra un muro al salir disparada sin razón aparente. Ron Weasley tuvo peor suerte, consiguió una Bladger azulada que le golpeó la cabeza y le inundó la boca de humo, estuvo tosiendo al fondo de la habitación durante diez minutos, cada vez que lo hacía un circulo surgía de entre sus labios y flotaba recto esperando al siguiente que lo atravesaba.

Seamus Finnigan tuvo un contratiempo similar, al realizar el hechizo logró un bombín negro durante un segundo, luego de la forma más inverosímil explotó ennegreciendole la cara y tirandole al suelo mientras pestañeaba con fuerza sin creerse que había hecho. Su compañero le ayudo a levantarse y le llevo al fondo junto a Ron que aun escupía humo como un dragón decrepito que había perdido la chispa hacía años.

Pansy Parkinson logró una ventaja considerable respecto a los demás cuando logró una serpiente marrón que se enroscó en su brazo antes de desaparecer en el aire. La proeza le valió diez puntos a su casa, el aplauso de sus compañeros Slytherin y las miradas de odio y envidia de sus rivales leones.

Poco le duró la ventaja y la sonrisa de suficiencia. Cuando le llegó el turno a Hermione, la joven castaña lanzó con una elegancia y un porte idénticos a los del libro. Un gato de color naranja pardo surgió y empezó a maullar mientras caminaba por el aire con la característica altiva de un gato. Y cual gato de Chessire saltó sobre si mismo convirtiéndose en una bola de humo que desaparecía lentamente.

Quince puntos y un murmullo de enfado por parte de Pansy, mientras Neville se adelantaba con el rostro sudado y los nudillos blancos de apretar fuertemente la varita. Miró a su profesora y esta le alentó a realizar el ejercicio. Frunció los labios con una expresión de honda concentración. Un movimiento tosco y pesado de su mano y la varita con un petardeo lanzó una voluta que explotó como si fueran fuegos artificiales en miniatura que llovieron al final de su varita con tonos dorados y rojos. Se desvaneció en seguida y Neville se sentía defraudado por no haber logrado algo más parecido a lo de sus compañeros, su demostración apenas llegaba a la altura de ser considerado humo.

—Vamos Neville, es tu primer día ¿No esperaras ser Dumbledore en tu primer día? —preguntó Hermione cuando salían de la clase al final de la hora para ir a la siguiente.

—Ni siquiera he logrado que saliera humo. —se lamentó Neville decepcionado por no haber logrado nada tras tanto esfuerzo por parte de Hermione por enseñarle.

—Eso no es cierto, la profesora McGonagall te habría dicho algo sino hubieras realizado bien el ejercicio. Lo que pasa es que aun necesitas practicar más. —animó Hermione agachándose para mirar a los ojos a Neville que tenía la cabeza gacha desde hacía un buen rato.

—Tu hechizo ha sido impresionante. —cambio de tema Neville no queriendo discutir más sobre sus limitadas dotes mágicas.

—Gracias. —respondió Hermione no queriendo insistir de momento. —Vamos a pociones.

—Vamos.

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El humo subía en altas, delgadas y pútridas columnas de gris claro y sulfuroso olor que ardía en la boca y los ojos cuando se aspiraba. El suelo, apenas una costra cristalizada de cenizas donde un bello jardín de aromas infinitos y dulces había hecho las delicias de sus dueños tiempo atrás, estaba cubierto de escombros procedentes de su propio hogar.

Líneas de arrastre, huellas pesadas, torpes, de alguien que llevaba objetos voluminosos, relataban lo acontecido a un hombre enmallado y acorazado con laminas de acero. Un dragón rampante envuelto en llamas doradas brillaba como blasón en su pecho de metal. Una espada, que por poco rozaba el suelo, pendía de un cinto de cuero gastado y decorado con motivos silvestres.

Una barba cana y una larga melena blanca, que caía como un velo por encima de su frente, tapaba su rostro ensombrecido y su cabeza gacha, con los hombros caídos solo oscurecía más un rostro perturbado. Sin embargo esta aparente desgana era solo una imagen falsa, cada musculo tensado al extremo más absoluto. Su mandíbula temblaba ligeramente, marcándose en sus pómulos sus huesos. Miraba más allá del jardín carbonizado.

La casa, un pequeño bastión antiguo reconstruido para albergar un caserón modesto de dos plantas y un tejado en uve inclinado para las lluvias torrenciales, que había sido su hogar durante más de medio siglo estaba arrasada. Los muros de piedra que tanto tiempo y batallas habían resistido durante decenios, ahora yacían esparcidos por doquier como si de una construcción megalítica se tratara. Su interior aun ardía, las débiles llamas lograban morder los pocos objetos que no tenían a su alcance, los portones de las ventanas habían sido ennegrecidos por abajo pero resistían en sus marcos. A través del cristal resquebrajado por el intenso calor se podía apreciar que no quedaba nada sin remover, sin duda saqueada antes de ser consumida por el fuego.

La puerta de roble macizo, aun con un hacha clavada en su centro, había caído hacia dentro mostrando la, otrora hermosa biblioteca, convertida en una vejación. Las estanterías que el mismo había construido habían sido arrancadas de los muros y lanzadas sin contemplación al centro de la sala para luego usar los pocos libros de papel, la mayoría de su colección pertenecía a decadentes monasterios que usaban aun piel como método de conservar el conocimiento, como detonante para el futuro y devastador incendio.

La chimenea que nacía en la cara norte del caserón había sido derribada, sogas alrededor de la chimenea exterior delataban la forma, y no habían cesado hasta echarla abajo a pesar de que se adentraba en la estructura de piedra maciza, una gran grieta en la pared situaba la posición original de la estructura. Se extendía por el suelo cuan alta era, la cerca y el seto habían sido aplastados como hormigas y el propio suelo había saltado en protesta mostrando una porción de medio metro a cada lado donde el césped había desaparecido y todo era tierra removida con violencia por el golpe.

Las vigas que sostenían el techo de madera habían sucumbido a los voraces dientes ígneos de las llamas y debilitadas por estos, se habían hundido bajo su propio peso decrepito y ahora se veía un gran agujero en la buhardilla por donde surgían hilos de humo negro y denso que se fundían con las columnas grises del exterior.

Se atrevió a dar un paso inseguro, era alienante ver a un hombre de semejante porte, temeroso de dar un simple y mundano paso hacía su propio hogar. Como si luchara contra fuerzas invisibles imposibles de vencer ni aun contando con el más grande de los ejércitos.

Un paso que le marcaría, la perdida de su hogar, de sus libros, de su añorado jardín. Las cuadras, que tras la casa se alzaban en llamas gigantes trayendo un olor desagradablemente suculento, sus perros, caballos, cerdos, gallinas y otras bestias pastos de las llamas. Nada de eso le importaba. No significaba nada.

Todo para él era prescindible, pero su interior albergaba sombrías sospechas de lo que encontraría entre los rosales que el fuego no había osado tocar, como si fuera un terreno vedado a sus estragos. Rezaba que solo lo material hubiera sido desecho por manos humanas.

En el cinto, la espada engarzada con una estrella de cinco puntas de zafiro, titiló con un nuevo paso, le pesaba como nunca antes. La había alzado sobre su cabeza como si fuera aire apenas unos días atrás. Ahora apenas podía cargar con ella ni aun arrastrándola, como si fuera una pesada losa que le estuviera hundiendo en la tierra recalentada y humeante. Desenganchó el broche de bronce y la pesada arma envainada levantó una nube de hollín al golpear el suelo y un olor a cuerno quemado enturbio los sentidos del anciano.

La capa que portaba entre los hombros, escamosa, de cuero verde tan flexible como impenetrable, fue lo siguiente en caer, convertido en un ancla que le impedía moverse si seguía en sus hombros. Cada paso, que resultaba toda una hazaña para el guerrero, daba como resultado una nueva pieza de su armadura en el suelo y una proximidad mayor al indómito abismo que le engulliría para siempre en sus negras aguas de locura y desesperación.

La coraza fue lo último en ser removido, las planchas de acero templado del pecho cayeron como una guillotina sobre la alta hierba y luego se inclinó hacia delante aplastando los matorrales que ocultaban la terrible revelación que quería mantener lejos, pero era incapaz de huir y abandonarla sin saber la verdad. La verdad que le destruiría.

Primero fue el olor, familiar, dulce y suave. Un mazazo a sus recuerdos que le aplastó, sus manos tuvieron que agarrarse a sus rodillas, su espalda se inclinó hacia delante y su cabeza bajo para ver solo el suelo bajo sus pies. No podía alzarse, sabía que caería si trataba de hacerlo. Siguió usando sus rodillas como apoyó para mantenerse en pie. Negó con la cabeza, aplastando sus dientes unos contra otros con un chirrido molesto, doloroso y agudo, mostrándose con una expresión de salvaje agonía.

El perfume de jazmín y agua de azahar, un aroma que la acompañaba desde su más tierna infancia a través de décadas. Un olor que él siempre asociaría a las finas y delicadas muñecas que guardaban ese sutil perfume.

Y eso fue, precisamente, lo primero que vio, sus muñecas cubiertas de un tono violáceo oscuro, marcadas en carne viva los rastros de ataduras con gruesas y toscas cuerdas. Cerró los ojos sin querer ir más allá, deseando darse la vuelta, caminar sin parar hasta llegar a cualquier lugar donde olvidarlo todo.

Pero ella merecía que la viera una última vez, merecía que la despidiera.

La aterradora revelación de las ataduras no le había permitido ver otra cosa aun más destructiva para su maltrecha alma y su carcomida cordura. Sus manos, de dedos largos y regordetes, apresaban con etérea delicadeza una docena de flores, corazones sangrantes. Enrollándose alrededor de su palma, cayendo grácilmente, aquellas extrañas flores que tenían la forma de un corazón de color rojo intenso, eran las favoritas de ella.

No pudo evitar ver las caras burlonas de todo el puerto de Londres, cuando tras un largo viaje a tierras extranjeras, exóticas y desconocidas, desembarcó del vergantín, un poderoso navío de persecución construido solo para su uso exclusivo, con tres macetas de aquella extraña flor. Al instante ese recuerdo se torno más tortuoso cuando la cara de felicidad de ella al ver el obsequio se yuxtaponía a las burlas y lentamente lo eclipsaba todo. No tardó en inundar toda su consciencia.

Sus puños desnudos se hundieron en la tierra cuando sus piernas se negaron a seguir manteniendole. No eran capaces de sostenerle. Sus rodillas se estrellaron contra el suelo con violencia y un chasquido de dolor latigueo su columna. Apenas era un mero espejismo de lo que habría sentido otro día si hubiera caído de esa forma.

Su mente estaba demasiado ocupada con menesteres más oscuros y crueles, flashes de su vida, la veía sonreír, hablando, nadando en el lago cercano a la sombra del gran castillo.

Ese cruel recordatorio de su felicidad pasada, se fundía a la terrible imagen que sus ojos temían registrar en su conjunto, pero debía hacerlo... por ella.

Su piel, siempre blanca, casi transparente, tenía un inquietante y repulsivo todo azulado. Sus venas se vislumbraban como las raíces de un árbol cuando la lluvia ha arrastrado la tierra que las mantenía ocultas. Ramificaciones a lo largo de todo su brazo de tonos purpúreos que resaltaban el azulado mortuorio de la piel. Al llegar al hombro no pudo seguir y sus ojos se movieron rápidamente hacia abajo, a los pies, descalzos, cubiertos de cortes, hierba, cortezas de los árboles cercanos y fango verde.

Sus rodillas huesudas y marcadas estaban despellejadas hasta prácticamente el hueso, no quiso pensarlo, se clavó las uñas en la palma de la mano, notó brotar un liquido denso y cálido que se extendía por entre sus dedos, trataba que el lacerante y repentino dolor le nublase el juicio lo suficiente, pero era tarde.

Vio perfectamente las marcas desgarradoras de más de un par de manos aprisionando ambos muslos, allí la piel había adquirido un color purpura intenso casi negro y se veía perfectamente el dibujo de varias palmas, cubiertas por guanteletes, se veían los pequeños cortes que las junturas de la cota de malla le habían provocado.

Su vestido de un tono amarillo floral era una burla de como era cuando se lo compró, un insulto macabro y cruel. La tela de terciopelo estaba manchada de sangre y barro en la zona de la cintura, había sido cortado y desgarrado de tal forma que revelaban demasiado para ser accidentes fortuitos, frutos de un intento de huida fútil.

"No" susurró sin querer creerlo.

Sus dedos temblaron, tratando de acercarse a su cuerpo. Un intento de tocarla con la ingenua idea de que desaparecería. Una forma de despertar de esa pesadillesca ensoñación y volver a encontrarse frente a frente con la muerte en el campo de batalla que había abandonado hacía semanas. Deseaba que todo aquello no fuera más que su agónica mente sucumbiendo a la muerte por obra de una flecha o una espada y que le ofrecía un limbo de dolor antes de que su existencia se extinguiera con un último estertor.

La vida nunca era tan fácil.

No llegó a atreverse, su palma se poso en la hierba, a escasos centímetros de su delicada y frágil figura. Quería sentir el calor que manaba de su cuerpo pero sabía que no había más calor, se había esfumado como quien sopla una vela.

Un último vistazo y vio su cara, su angelical rostro de rasgos redondeados y expresión avergonzada y sorprendida perpetuas.

Era pura inocencia, parecía dormir en paz, con los ojos cerrados y la expresión sobria con un atisbo de sonrisa.

Pero en el fondo sabía que no era así, desde niña había tenido las comisuras de los labios más alta de lo normal, dándole una sonrisa tímida y coqueta de por vida e incluso traspasando dicho límite mortal.

Ella no dormía. Descansaba pero de un sueño del que jamás podría llegar a despertar. No volvería a verla abrir sus preciosos y grandes ojos castaños, ni su pelo rojo mecerse con el viento o al correr por los campos durante un atardecer otoñal. No volvería a oir su voz, ni sentir sus labios contra los suyos. Todo había desaparecido como lágrimas en la lluvia.

La luz más brillante de su vida, de muchas vidas, se había extinguido prematura, precipitada e impía y brutalmente. Nunca recibiría justicia. Su culpable no sería apresado y juzgado. Su memoria no sería mantenida como recordatorio de la horrible y oscura brutalidad humana.

Los causantes de que el mundo fuera un poco más gris ese día seguirían viviendo, reviviendo sus viles actos entre cervezas de cebada y humo de chimenea pues eran intocables. No necesitaba investigar nada. No necesitaba hacer preguntas. Sabía quienes eran los culpables. Y sabía lo inalcanzables que eran para un acabado capitán.

El hijo del rey viviría, sucedería a su padre en el trono y jamás sería relacionado con aquel acto de salvajismo, fruto de un acto egoísta de un hombre que no sabía lo que era una negativa. Una débil lágrima surco sus marcadas mejillas deslizándose por la barba y desapareciendo en ella. Aun recordaba como le habían ordenado a marchar sobre un viejo carcamal que se oponía a unos estúpidos impuestos hacia tres meses.

Cuando veía desaparecer su casa en el horizonte tenía claro que no hacía lo correcto, pero su deber y honor pesaron demasiado. Era demasiado viejo para cambiar ciertas cosas, no podía negarse a una orden real, pero en el fondo sabía que no debía marcharse y ahora tenía claro porque su instinto le advertía con tanto ahínco.

Las miradas lujuriosas del príncipe durante el banquete real de octubre, como se había abalanzado sobre ella a la primera oportunidad haciendo uso de su posición. Un ave rapaz que poco o nada le importaban las costumbres o el terreno vedado, o la propia opinión ajena. Tendría que haber supuesto que el rechazó no entraba dentro de los planes del príncipe. Y las dotes diplomáticas con las que se había librado de él no habían hecho sino aumentar su deseo.

Y ahora había conseguido lo que quería y había destruido todo por no haberlo obtenido a la primera. Un ser egoísta, despótico, una serpiente lujuriosa que obtenía todo sin que nadie le chistara.

Su destrozado corazón apenas podía soportar la idea de no volver a ver el brillo en los ojos de su hermosa esposa, pero sentir la revelación de que sus culpables no obtendrían justo castigo, era algo demasiado para él. Se dobló, por fin pudo acercarse, la abrazó por última vez aplastandola contra su pecho desnudo. Su mano agarraba con fuerza su melena pelirroja.

Y como si de un dique aplastado y devastado por una tormenta se tratara su interior comenzó a arder. Notó su sangre convertida en fuego liquido. Su pecho combustionarse. Su piel le ardía y su vello se erizaba. Su rostro empezó a contraerse de forma irregular, con espasmos de un salvajismo aterrador. Sus ojos se turbaron y algo murió tras ellos, la luz que brillaba en ellos aun presa del más absoluto de los horrores, desapareció.

Depositó delicadamente el cuerpo en el suelo. Colocó sus manos cubiertas de corazones sangrantes en su pecho. Estiró su vestido para taparla lo máximo posible y se levantó. Sus ojos la observaron largo rato, queriendo llorar pero siéndole imposible hacerlo, algo había perecido, era incapaz de llorarla. Se adentró en el jardín y entró en la casa aun incandescente por las brasas. Su desnudez no pareció afectarle a la hora de andar por encima del fuego. Levantó los escombros de la cocina y salió de nuevo con una pala.

No la volvió a mirar. Se puso a su lado y comenzó a cavar de forma paralela al cuerpo. La mantenía en la periferia de su visión siempre donde pudiera observarla de forma indirecta para seguir cavando de forma sistemática, apenas estaba pensando, sus músculos se movían solos guiados por una manos invisible. Estaba tan concentrado que parecía que lo ocurrido minutos atrás estaba tan lejano como las Batallas del Gran Muro.

Cavó sin parar, los fuegos se extinguieron, el Sol se abatió en el horizonte y la Luna brillaba con fuerza en su plenitud. Cuando la luz lunar comenzó a empobrecerse fruto del inminente amanecer cesó. Salió con dificultades del profundo pozo que ya le llegaba a los hombros.

Demostrando delicadeza y ternura tomó en brazos a su amada esposa y la bajo con cuidado al pozo. Se alejó un poco, recortó unos cuantos ramilletes de lirios y los colocó con precisión en el pecho sobre los corazones sangrantes.

"Lo siento. Liz. Todo es culpa mía. Siempre serás la luz de mi vida, por eso ahora vagare en la oscuridad hasta que vuelva a verte."

De la misma forma que había cavado el pozo comenzó a rellenarlo, esta vez de forma mucho más tranquila, sin poder evitar preocuparse por ella. La luz del alba despunto en el este cuando la última piedra de un improvisado sepulcro estuvo colocada. Mucho tiempo le separaba de la última vez que realizó un hechizo pero aun con su promesa de no tocar una varita vigente no dudo en arrancar una rama de un saúco cercano y apuntar al sepulcro de piedras negras. Un viento huracanado surgió de la punta de la varita improvisada y una nube invisible de calor ascendió hacia el cielo. Las piedras comenzaron a brillar y más y más hasta que tiró la rama a un lado.

Ahora las piedras se habían convertido en cristal, las luces del solo incidían sobre él y como si fuera un faro emitía la luz en todas direcciones, cada haz con un color totalmente distinto y único. Ella se merecía lo mejor. Lentamente en la parte superior de la lapida reflectante aparecieron letras doradas.

"LIZ"

Se alejó de allí aun sintiendo la abrasadora sensación de estar quemándose por dentro. El uso de la magia la había avivado pero ahora no le preocupaba, iba a fomentar aquel dolor. Iba a quebrantar su promesa y lo iba a hacer no por justicia, la justicia no existía en aquel miserable reino. Iba a conseguir venganza. La justicia traería de vuelta a Liz a cambio de su asesino y sus asquerosos cómplices. Eso no iba a suceder. La venganza iba a enviar al infierno magmático y primigenio a esa escoria.

Algo subió por su cuello, seguía desnudo pero su piel se erizó y una luz pulsante relampagueo por toda su piel. Una nueva armadura blanca, tan blanca que dolía mirarla a la luz del día, resplandeció como si estuviera fabricada con el fuego solar.

Estaba a cuatrocientas leguas del castillo, tardaría semanas, no le importaba pero la sola imagen de la sala real hicieron que su cuerpo se volatilizara en el aire y volviera a tornarse físico a los pies de la escalinata que daba acceso al interior del castillo. Varios guardias, portando estandartes acabados en puntas afiladas y hojas curvas le cerraron el paso a la carrera. Sus miradas incrédulas pasaban del intruso a su compañeros. Alguno se escondía la mano en el pecho, seguramente para tocar su cruz mientras rezaba con vehemencia de que no fuera el propio diablo quien había asaltado el castillo con su malicia.

No les prestó atención. Sus dedos surcaron el aire y cuerdas invisibles tiraron de los guardias como si fueran títeres lanzandolos por encima de los altos muros, directos al mercado y las pocilgas. Subió la escalinata con una fuerza atronadora que hacía temblar los cimientos de aquella obra de mampostería milenaria. A sus pies cada escalón de piedra se fundía como si fuera grasa y se deslizaba hasta volverse solido de nuevo.

Un pesado portón de acero y roble le impedía el paso. De su espalda unas portentosas alas doradas y llameantes de izaron al cielo como si fueran infinitas y se lanzaron como látigos contra la entrada desencajandola de un solo golpe. Un segundo impacto la partió por la mitad y la lanzó hacia el interior antes de que él la agarrara con fuerzas etéreas y la tirara con fuerza sobrehumana hacía el firmamento como si fuera una piedra.

—¿Quién osa? —gritó una voz autoritaria y envejecida en el interior. Conocía esa voz, en otro tiempo su señor y ahora sería su adversario o su cómplice en la venganza. —¿Sir Wallace? —preguntó a camino entre la indignación y la sorpresa. —¿Qué hacéis aquí?

—He venido a por lo que me pertenece. —comenzó con una voz potente, misteriosa y de ultratumba que parecía provenir de todos los recovecos del gran salón del trono.

La sala, una bóveda alargada en exceso podía contener a mil invitados y aun había espacio para los asientos del rey y la reina en lo alto de una escalinata al final de la cámara. A pesar de la distancia la acústica perfectamente calculada permitía al anciano rey hablar sin gritar y que todos le oyeran a la perfección. Los frisos de las paredes, las columnatas recubiertas de antorchas y el suelo alfombrado de terciopelo grueso y rojo. Todo estaba tal y como lo había visto meses atrás.

La furia le cegó momentáneamente y las antorchas se convirtieron en puro fuego líquido que envolvió las columnas como grandes serpientes ígneas y etéreas.

—¿Cómo te atreves a romper tu juramento y venir aquí haciendo uso de esos poderes demoníacos exigiendo a tu rey? —exclamó furioso el anciano, levantándose con esfuerzos. Un hombre enclenque, que en tiempos pasados había sido la envidia de los caballeros y ahora consumido por el tiempo. Su pesada capa de pelo grueso ocultaba en gran parte su cuerpo empequeñecido y raquítico, y su corona de oro blanco hacía el resto. Sin embargo había algo distinto que hizo explotar al Sir Wallace.

—Exijo la devolución del anillo familiar de mi esposa, en el acto. Os he servido durante décadas. Es lo único que retiene mi mano. —cada palabra era como un trueno que partía el cielo con su potencia. El Rey no pudo evitar dar un traspiés hacia atrás visiblemente sorprendido de que su leal soldado este mostrando un comportamiento tan salvaje. A su lado su esposa se había levantado y se alejaba lentamente para pedir ayuda. Al otro su consejero trataba de hablar con él sin mucho éxito.

—Silencio, Malfoy. No pienso dejar que este mugriento y blasfemo escoces dicte ordenes a su Rey. —hizo callar el anciano a su consejero, un hombre alto de rostro afilado con barba cuidada y rubia pero completamente calvo. —¿Cómo te atreves, después de que te perdonara la vida cuando descubrimos esos poderes del infierno en tu interior, venir aquí así? —bajo por la escalinata tan rápido como le permitían sus pies temblorosos, mirando con odio a su antiguo aliado pero sin evitar mirar de reojo el anillo que brillaba desde hacía pocos días en su dedo.

—EL. ANILLO. DE. MI. ESPOSA. —espetó acercándose en un parpadeo al rey y levantandole del suelo como si fuera un trapo. Su mano apretó el cuello raquítico del anciano. —Solo tengo que apretar e ir a por tu miserable hijo yo mismo. Ahora vas a darme el anillo, a tu hijo y a sus hombres.

—¿O qué? —masculló entre toses.

—El mundo arderá.— Toda la sala excepto la escalinata real comenzó a incendiarse con grandes monstruosidades etéreas enzarzadas en luchas titánicas que solo tenían como resultado la propagación de la destrucción. —Lo he perdido todo. No queda nada para mi en esta vida, así que no me tientes y dame lo que te pido. Es un intercambio más que justo.

Soltó al anciano rey que se alejó entre traspiés, el consejero bajo rápidamente y ayudo al rey a sentarse en las escaleras mientras este tosía con fuerza frotándose el cuello sin perder de vista a Wallace.

—Mi hijo será el futuro Rey de Inglaterra y no vas a arrebatarle ese derecho solo porque tu ramera haya muerto. —No había terminado la frase cuando su cabeza se separó de sus hombros con un sonido líquido y caía en las rodillas de un Malfoy conmocionado.

El anillo que portaba el rey se separó de su dedo y flotó en el aire hasta la mano de Sir Wallace que lo miro con profunda pena. Cerró la mano en un puño firme alrededor del dorado anillo.

Se dio la vuelta dispuesto a marchase para buscar al hijo del rey cuando algo le atravesó el pecho. Una explosión de sangre salió de su boca cuando la abrió para tragar un aire que no era capaz de inspirar. Vio los ojos sádicos y codiciosos del hijo del rey y a su lado todos sus hombres con las espadas en mano dispuestos a terminar el trabajo que había comenzado en la casa de Sir Wallace. La mano se abrió sin proponerselo y el anillo tintineo rodando hacía la escalinata de nuevo al rey. Wallace vio como Malfoy se guardaba rápidamente el anillo mirándole, pero no le miraba a él sino al grupo que había detrás.

Haciendo un gran esfuerzo asintió en su dirección en agradecimiento mientras su mano atrapaba la del hijo del rey y se hundía la espada aun más en su interior. Volvió la cabeza y su mirada se clavó en la del joven déspota.

—El trono nunca será tuyo Eduardo. Lo quemaré hasta los cimientos y a ti con él antes de verte recompensado después del salvajismo que has cometido. —escupió Wallace cubriendo de sangre el rostro del príncipe, dándole un aspecto más salvaje del que ya tenía.

—¿Sabes? —dijo clavando un segundo puñal en el costado y haciéndolo girar, le costaba a causa de la coraza pero la misma tenía junturas muy débiles por las que los filos se infiltraban hasta la carne sin problemas. —Disfrute de todos y cada uno de sus gritos, lastima que no pude oírla más cuando mis hombres jugaron con ella, son demasiado incivilizados, todos querían tenerla al mismo tiempo, y esa zorra no tenía tanto que tapar por desgracia.

—Puedes matar a Wallace pero yo sigo aquí dentro. —prorrumpió una voz encolerizada, la voz de Wallace amplificada y enronquecida pero el caballero no había abierto los labios. Un atisbo de miedo en Eduardo fue suficiente para que Wallace lanzara a Eduardo contra sus hombres y se sacara la espada y el puñal de su cuerpo y las usara para despachar al primer incauto que trato de golpearle con un martillo de guerra. La hoja se hundió en su cráneo, partiendolo por la mitad y haciendo que el ojo derecho saliera despedido.

El segundo se puso tras él pero con las pocas fuerzas que le quedaban lo lanzó envuelto en llamas con los restos de sus alas ígneas que se extinguieron con ese último golpe. Todo el palacio que hasta el momento había permanecido cubierto en llamas volvió a su estado original revelando la entrada por la que Eduardo y sus hombres se habían infiltrado en la sala esquivando el fuego.

Wallace empezó a sentir como se cansaba, apenas podía respirar y cuando trataba de hacerlo escuchaba un gorgogeo al fondo de la garganta y unas burbujas sanguinolentas aparecían en los pliegues de la armadura. Era su hora pero no iba a morir sin su justa venganza. Se lanzó en carga suicida contra los filos que le aguardaban. Eduardo le arrebató la espada a un caballero y desvió a tiempo la cuchilla que le habría degollado.

La otra mano de Wallace hundió el acero contra el hombre que había quedado desprotegido por el acto rastrero de su príncipe. Con esfuerzo levantó la pierna y pisoteo la rodilla del asesino doblándola en un angulo extraño y haciéndole gritar de un dulce dolor que le dio fuerzas para romperle la garganta al siguiente incauto que cargó contra él. Una rodilla le falló y quedo inclinado hacia el príncipe sin otra defensa que su brazo izquierdo.

Solo quedaban dos hombres a parte del príncipe, el resto se retorcían en su propia sangre en el suelo. Ambos alzaron sus espadas y las bajaron de golpe hacía el cuerpo agónico de Wallace que levantó instintivamente el brazo para defenderse del inminente golpe. Vio como salían volando hacía atrás, agitándose de forma descontrolable mientras sus ojos estallaban de dentro a fuera mostrando un fuego negro que los consumía desde el interior. Cuando chocaron contra el suelo a veinte metros se extendieron sobre este como un manto de cenizas. No quedo nada.

Wallace se levantó con un esfuerzo inimaginable cuando se dio cuenta de que se había cobrado un alto precio acabar con los dos últimos soldados, su brazo ya no estaba y un goteo constante de sangre salpicaba sus pies. Una de las espadas le había arrancado el brazo.

Eduardo se rió escupiéndole a la cara mientras se alejaba corriendo.

—Con brazo o sin él. Aun cuando solo de mí quede la cabeza recibirás tu castigo por mi mano. —juró Wallace corriendo a trompicones hacía él. Cada paso le hacía sentir como su interior se abría en canal y se inundaba. Tosió sangre y se tambaleó al subir la escalinata. Eduardo se resguardo tras el trono. A unos metros de él Malfoy observaba perplejo tocándose un bolsillo de forma insistente y con la mirada perturbada.

Wallace se acercó al sillón y entonces una pierna voló y le golpeó la cabeza. Rodó por los escalones notando los huesos romperse y la sangre encharcar sus pulmones. Calló boca arriba a los pies de la escalinata. Vio a Eduardo acercarse riendo con un cuchillo curvo en la mano y una mirada sádica.

—Tu mujer no parecía disgustarle mucho cuando la ensarte. Tal vez por primera vez sentía una verdadera lanza en sus entrañas. —comentó con sorna y crueldad mientras ponía el pie en el pecho para que no se levantase. —Seguro que un vejestorio como tú ni la tocaba. Esa yegua tenía que ser montada como yo lo hice. Lastima que mis hombres no fueran tan cuidadosos, la habría traído al castillo. Habría sido un buen entretenimiento y necesito que alguien me limpie después de orinar a los campesinos sedientos, soy un príncipe preocupado porque los más necesitados reciban sus preciados líquidos.

—Se... se...— murmuró sin poder articular bien las palabras. Eduardo se acercó más poniendo su odio junto a la boca de Wallace.

—¿Has dicho algo? —preguntó divertido sin advertir el movimiento en la mano que le quedaba a Wallace.

—¡SE LLAMABA LIZ! —gritó mordiéndole la oreja y tirando de ella hasta arrancársela. Eduardo gritó de dolor intentando erguirse pero Wallace le agarró con los dientes de la camisa y tiró de él mientras el puñal se deslizaba por la entrepierna del joven príncipe con un ágil y contundente movimiento en hoz.

Wallace dejó caer el puñal incapaz de sostenerlo un segundo más. Su cabeza se inclinó hacia atrás apoyándose en los escalones mientras disfrutaba de los gritos de dolor de Eduardo el cual se alejaba con las piernas abiertas agarrándose lo que quedaba de su masculinidad, ahora separada de su cuerpo para siempre. La sangre surgía sin parar, el rostro del príncipe ahora estaba empapado en sudor y sangre al igual que sus pantalones. Sin poder concebir lo que había pasado, Eduardo levanto las manos portando su virilidad y la miró con los ojos desorbitados, llorando y gritando.

—Buena suerte la próxima vez que tratéis de cortejar a una dama que no os quiere, mi rey. Ha muerto el rey... —Wallace no dejó de mirar a Eduardo, disfrutando cada segundo que le quedaba de vida, sabiendo que tras él había un soldado que estaba a punto de decapitarle. —...larga vida al rey.

Su cabeza rodó por el suelo hasta detenerse ante sus propios pies. Vivió lo suficiente para ver al soldado de la guardia real recoger al príncipe y llevarlo corriendo a los curanderos. Su visión empezó a emborronarse, pero también vio al consejero acercarse a él para cerrarle los ojos.

Volvió a abrirlos de golpe, se levantó agarrándose el pecho con fuerza mientras escuchaba su propia respiración. Estaba empapado en sudor y apenas comprendía que había pasado. Miró a su alrededor y vio un lugar familiar. La vieja choza que había levantado la noche antes para que la tormenta cantábrica no le molestase. A los pies de la improvisada cama de musgo vio formarse una figura etérea de color blanco.

—¿Qué demonios ha pasado? —espetó con cierto temor. — Era una pesadilla horrible, Segador.

—No, no lo era, Eirian. —respondió la sombra blanca apesadumbrada. Era la primera vez que la veía así, casi podía decirse que estaba melancólica aunque eso fuera imposible, nunca había tenido una sola emoción negativa salvo la ira.

—¿Qué ha sido? —preguntó calmándose poco a poco.

—Un mal recuerdo. —fue lo único que dijo. Ambos se miraron como sino hiciera falta decir más.

—Lo siento.

—Yo también.