Disclaimer: los personajes que reconozcan pertenecen a Masashi Kishimoto.

A/N: Este fic no tiene nada que ver con la saga Crepúsculo, pero lo que me mueve a escribirlo es mi idea de cómo debe ir una historia de amor entre un humano y un vampiro (eso y mi obsesión con el SasuNaru).

El nombre entre las equis significa cambio en el PoV.

-»x«–»Naruto«–»x«-

―Es un soberano fastidio―me quejo por enésima vez. Kiba rueda sus afiladas pupilas con fastidio.

―Viejo, ¿cuántas veces lo vas a tener que estar repitiendo? Ya quedó bastante claro.

―Claro, porque tú no eres el que tendrá que estar viajando de noche…

―Escucha, Naruto, ya fue, ya está. No puedes hacer nada para cambiarlo―y acentúa sus palabras con un gesto cortante de los brazos―, ahora sólo cállate para que pueda hacer mi tarea en paz.

―Ay, por favor―lo ataco, molesto―: aquí y en China se sabe que estás viendo porno.

Una mirada que ciertamente es de sorpresa pero también podría venir acompañada de cierto sonrojo (es difícil decirlo por culpa de esos tatuajes que se hizo en las mejillas) se encuentra durante un instante con la mía antes de que Kiba vuelva a fijar su atención en la pantalla de su laptop.

Me parece que resopla entre dientes, pero no estoy seguro.

―Hey, perdona―me atrevo a mascullar al cabo de un rato de silencio―. Es sólo que todo esto me tiene… tú sabes.

―No pasa nada―y la media sonrisa que deja entrever sus afilados caninos me lo confirma. Yo le sonrío de vuelta y él desvía su atención a la máquina otra vez. Yo entierro mi cara en la almohada a la vez que me deshago sin delicadeza de mis zapatos, arrojándolos por ahí.

He estado compartiendo habitación con Kiba desde hace algo más de dos años, cuando entramos a la universidad. El año pasado tuve problemas con un profesor y con un par de cursos en general y bueno, como mi promedio ahora apesta, me quedé sin cupo en los horarios que me gustan y ahora tendré que llevar un par de materias de noche. No es que yo sea demasiado madrugador (Kiba diría que a veces ha tenido que golpearme para obligarme a salir de la cama), pero tengo que tomar el autobús para viajar de aquí a la universidad y hacerlo después de las diez de la noche no me resulta para nada llamativo. ¿Qué si tengo miedo a la oscuridad? No. ¿A ser asaltado? Oh, sí. No quiero ni pensar en qué haría si perdiera mi computadora portátil o mi teléfono móvil. Me han costado horas de trabajo y ciertamente de hambre también.

―Si vas a fapearte ten la decencia de esperar a que me haya dormido―le advierto a Kiba en plan de broma. Él niega con la cabeza y me mira de soslayo mientras dice, tratando de mantenerse serio:

―No podrías ayudarme si te duermes, hermano.

Yo hago un gesto con la mano, como quitándole importancia, y me doy la vuelta, de modo que lo que veo es la pared junto a mi cama y el par de gastados póster, el calendario y las notitas post-it que la "adornan". Mi cuerpo se siente pesado después de pasarme la tarde atendiendo en la tienda de Ero-sennin y por la jugada de fútbol-sala que le siguió. La opaca luz que llega desde el ordenador de Kiba cambia de colores con las imágenes y pronto me siento como hipnotizado. Mis párpados se abren cada vez con menos frecuencia y luego ya no soy consciente de nada más.

Llega la mañana siguiente y me levanto tarde. Kiba ya no está. Me tardo en la ducha. Es un día soleado pero con brisa. Elijo un jeans azul gastado en las rodillas de tanto uso y una de mis camisetas naranja, la que dice en grandes letras negras DREAM ON, BABY. Me doy una ojeada en el espejo y como todavía tengo el pelo mojado no me molesto en intentar peinarlo sino que sólo lo revuelvo con las manos. Me gustaría decir que soy guapo o, al menos, pasable; pero en realidad no soy muy popular entre las féminas. No que me afecte mucho, en realidad; tengo edad suficiente para haber notado y aceptado que no me va el sexo opuesto. Kiba lo sabe, creo. La mayoría de mis amigos lo debe saber. Yo no voy por ahí confirmando sus sospechas, pero un par de situaciones que no me gustaría repetir se los han debido dejar en claro. Pobre Shikamaru…

Antes de salir recojo mi sweater naranja y negra del suelo y la meto sin mayor ceremonia en mi mochila. ¿Qué? Ser gay no tiene nada que ver con ser delicado u ordenado.

Camino las tres cuadras que me separan de la parada de autobuses y afortunadamente no tengo que esperar más de ocho minutos hasta que llega uno que pasa por mi destino. El autobús va casi lleno y, como estoy de buen humor, rechazo la idea de sentarme en uno de los cuatro o cinco asientos libres y en cambio camino hasta el fondo del vehículo, donde me coloco los audífonos y le doy play a la música. Ir de pie me da la libertad de mover la cabeza y el pie al ritmo disparatado de System of a Down. Realmente me siento alegre hoy. Veinte minutos pasan y me bajo del autobús aun sintiéndome lo suficientemente feliz para corear una que otra parte de la música que oigo. Al revisar mi reloj de pulsera veo que son las 10:07 am y, como todavía es temprano, me encamino al puesto más cercano para comprar una manzana. No me tomará mucho llegar a mi salón, pero de todas formas me pongo en camino y saludo a un par de conocidos que me topo mientras voy.

La clase comienza a las 10:30, y para las 12:14 cuando la profesora nos deja salir yo ya estoy sintiendo que podría empezar a comerme mi cuaderno.

La tienda de mi padrino no está muy lejos y mi turno no empieza hasta las 2:00 pm, pero tengo demasiada hambre para dejar pasar la posibilidad del almuerzo que seguramente preparó Tsunade-baachan. Incentivado y movido por la tripa, hago la caminata de kilómetro y medio bajo los rayos solares del mediodía y por supuesto llego a casa de Ero-sennin sudando y ligeramente agitado.

―Muchacho de Dios―me reprende Ero-sennin medio sorprendido―, estas no son horas de andar al sol.

―Muero de hambre―lo ignoro―, ¿qué preparó la abuela? ¿Ramen, tal vez?

―Sueña, mocoso―dice el viejo, olvidando su preocupación y sonriendo su sonrisota bonachona.

Familiar como me es el lugar, paso por debajo del mostrador sin molestarme en alzar la compuertilla, y atravieso la trastienda hacia la puerta que da a la sala.

―¡Abueeelaaa! ―llamo.

―¿Naruto? Es temprano todavía―me dice medio sorprendida de verme.

―Moría de hambre, abuela―digo a la vez que compongo una cara de perrito medianamente convincente.

―Deja de llamarme abuela―dice ella, más por costumbre que porque en realidad le moleste, y torna hacia la cocina. Yo la sigo y el suave olor a pollo y papas me llena la nariz. Mi estómago se hace escuchar y Tsunade ríe entre dientes.

Ero-sennin es mi padrino, como ya mencioné. Él, la abuela Tsunade y el tío Sakumo se han ocupado de mí desde que murieron mis padres, cuando yo tenía cinco. La abuela no es realmente mi abuela y tampoco mi madrina, pero siempre me ha tratado como a su hijo.

Me siento a la mesa y, segundos después, Tsunade coloca un generoso plato de comida frente a mí. No tardo en devorarlo. Después de acabar voy a la pila y lavo el plato y, como todavía es apenas la una y un poco, voy a la sala y me pongo a ver la televisión con la abuela. Es una telenovela aburridísima, pero alcanzo a apreciar la espalda desnuda (bastante impresionante) del protagonista.

―Ése se llama Hiroki―explica la abuela―. Lo que me gusta de esta novela es que el malo es el protagonista.

Yo asiento, pero en realidad sólo estoy matando el rato y bajando la comida. Cuando van a dar las dos me levanto, le doy las gracias a la abuela y voy a ocupar mi lugar en la tienda. Ero-sennin me hace un par de recomendaciones (las que ya me sé de memoria) y luego se va a hacerle compañía a su esposa. Ero-sennin vende todo tipo de chucherías; desde artículos de oficina hasta un par de herramientas de ferretería. Las personas vienen, compran y se van. Una que otra vez se detienen a hacer charla, si son conocidos o clientes habituales. A las 6:00 pm Jiraiya viene a cerrar y yo me despido, nuevamente me encamino a la universidad. Como no es tan tarde no me importa ir a pie. De todas formas no me gustan los gastos innecesarios.

Mi clase nocturna comienza a las 7, y no puedo evitar recordar que a esa hora usualmente estoy llegando al pequeño departamento que comparto con Kiba. Suspiro. Ni modo, nada qué hacer. La tarde ya está fresca y antes de llegar a donde voy ya me detenido dos veces: una a ponerme la sweater y otra a cerrármela.

Faltan veinte minutos para entrar, pero de todas maneras me encamino al salón de clases, que resulta ser un pequeño auditorio en el que nunca había estado. Sólo hay dos estudiantes adentro cuando llego. Claro, aún es muy temprano. Recostado a la pared del lado derecho está uno de piel tostada y cabello revuelto que me recuerda vagamente a Shino en la forma de vestir (principalmente porque lleva gafas oscuras). El otro está en la primera fila y es sumamente pálido, al punto que casi parece brillar bajo las luces fluorescentes; tiene el pelo peinado de manera más bien extravagante y parece que le hubiera tomado mucho tiempo levantárselo así. El de las gafas no se inmuta, parece concentrado en anotar… alguna cosa. El del peinado intrépido se voltea con mucha suavidad («como un cisne» pienso, y suprimo una risita), pero entonces sus ojos se encuentran con los míos y el suelo bajo mis pies desaparece, ¡me caigo! ¡Voy a morir! Aterrado, me aferro al respaldar del asiento más cercano y pasan aún dos segundos antes de que me dé cuenta que había un escalón y no lo noté. Algo apenado, me doy cuenta que el de los lentes alzó la vista para verme y trato de disimular sentándome en el asiento del que me agarré cuando creí que me caía. Después que me he sentado envío una mirada hacia el pálido y me parece vislumbrar una media sonrisa autosuficiente en sus labios (que recién noto parecen un poco morados. Éste tipo debería alimentarse mejor) mientras su cabeza vuelve a girarse hacia el frente con la misma suavidad.

«Tal vez le duele la cabeza» me digo. Entonces se me ocurre preguntarme cómo pude ser tan torpe para no ver el escalón. Frunzo el entrecejo. Yo vi ese escalón. Estoy seguro. Justo antes de ver a los ojos al paliducho de los labios azulados. ¿O me imaginé que lo veía? No tiene sentido. De pronto no estoy tan seguro.

El pálido cambia de posición y, como es lo único que tengo al frente aparte de sillas, un escritorio y el pizarrón, mi atención se fija en él casi de inmediato. Parece erguirse un poco en su lugar y luego ladea la cabeza como con aire contemplativo, ¿cuál será la expresión de su rostro? Me reprendo mentalmente por preguntarme eso. No es asunto mío. Una mano de dedos largos y finos se enreda entre las hebras de negro azulado que nacen en la nuca del pálido y empieza a juguetear con ellas con aire perezoso. Un escalofrío me recorre la espalda, ¿qué rayos? He visto montones de personas hacer cosas similares. Desde que entré a este salón no me reconozco. Los dedos empiezan a trazar círculos entre los cabellos y hacia el hombro y yo no me doy cuenta de que estoy siguiendo su movimiento como embobado hasta que la mano se detiene abruptamente y cae probablemente en el regazo de su dueño. Por la puerta entran tres personas que parecen venir comentando un juego de béisbol y yo me siento de pronto como si acabaran de cortar la electricidad mientras hubiera estado viendo televisión. ¿En qué rayos estaba pensando? ¿Este cosquilleo es acaso…? ¡Ni siquiera le he visto la cara completa!

Afortunadamente parece que el resto de la clase está llegando y de pronto ya la nuca del pálido no es tan interesante ¡y el muy cretino ha vuelto a enderezar el cuello! «Es como si me leyera la mente» pienso, pero luego no puedo evitar sentirme idiota.

La clase transcurre sin tropiezos y el pálido aparentemente abandonó el salón mientras yo me entretenía metiendo de nuevo mis pertenencias en la mochila, porque cuando me enderezo para colgármela del hombro e irme, el sujeto en cuestión no está a la vista. Le doy una ojeada al reloj, ¡las 9:45! Debo darme prisa, ¿qué tal si después de las 10 no pasan más autobuses? Es decir, de seguro pasarán, pero deben estar mucho más espaciados entre sí. No me gustaría quedarme esperando solo por ahí. Abandono el edificio a paso rápido y me dirijo directamente a la parada del autobús. Me siento muy aliviado de ver tres personas más esperando y me reprendo mentalmente por mis temores. Sólo un par de minutos después de las diez llega el transporte, y una vez que me he instalado en un asiento junto a la ventana me siento ya tranquilo.

Al bajar del autobús y encaminarme al departamento voy pensando en qué comeré y haciendo un recuento mental de mis responsabilidades para el día siguiente. Doy vuelta a la esquina y ya sólo las tres cuadras habituales me separan de mi cena. Es una calle sin salida, así que no está transitada, y sólo está iluminada por dos lámparas. Tal vez me parecería peligroso si no hubiera pasado a esta hora por aquí tantas veces. Voy caminando felizmente cuando, entre la segunda y la tercera cuadra (frente a la callejuela oscura y hedionda que las separa) las luces de todos los edificios circundantes se apagan de repente, y doy un respingo por la sorpresa.

―Rayos…―murmuro entre dientes. Cortaron la electricidad, qué extraño.

Y es en ese momento que veo algo brillante a mi derecha, en el fondo de la callejuela maloliente: dos lucecitas rojas que me causan curiosidad primero y horror después, cuando las veo moverse y de pronto ya no están perfiladas sobre la negrura impenetrable del callejón, sino que tras ellas la tenue luz de la luna ilumina un óvalo blanquecino que no puede ser otra cosa que un rostro.

Desechando cualquier pensamiento racional, echo a correr para cruzar cuanto antes la cuadra que me queda. Oigo pasos detrás de mí (o creo oírlos, puede que sean el eco de mis pisadas en el solitario pavimento), pero no me doy la vuelta hasta que llego arriba de las escaleras que conducen a mi departamento. Mi respiración es aún agitada mientras miro frenéticamente alrededor de la calle, y es en ese momento que las luces vuelven, iluminando mi desértica periferia. Un perro empieza a ladrar a la distancia. Todavía con los nervios a flor de piel me acerco a mi puerta, y estoy llevándome la mano al bolsillo donde llevo las llaves cuando ésta se abre, revelando a un interrogante Kiba en pantaloneta. Yo doy un salto en el lugar, y luego me llevo la mano al corazón, tratando de tranquilizarme.

―¿Naruto? ―inquiere mi compañero, ahora un poco confundido―Oí como que alguien subía corriendo, ¿fuiste tú?

Entro al departamento rápidamente y cierro la puerta lo más aprisa que puedo sin parecer un demente asustado.

―¿Por qué venías corriendo? ―pregunta esta vez, y entonces alza las cejas como si acabara de entender algo―, ¿Te asustó el apagón? Jajaja, oh, viejo…

No me siento de humor para discutirle, así que me apresuro a dejar caer mi mochila cerca de mi cama y me dirijo a la pequeña cocina a buscar qué comer. Saco un cartón de leche del refri y me sirvo un generoso vaso.

―Hay pollo en el microondas―dice Kiba, y yo me apresuro a sacarlo―, ¿de verdad estás tan asustado? Viejo, ¿a quién rayos viste? ¿Jeff the Killer?

―Tal vez―digo por fin, y mi voz suena un poco insegura.

Kiba frunce el ceño.

―No, ya, de veras.

―No sé, Kiba―confieso después de un largo trago de leche―, era… algo.

―Debió ser tu imaginación.

La imagen de los brillantes ojos rojos sobre la cara blanca vuelve a mi mente.

―Jeff the Killer…―murmuro pensativo, y Kiba se echa a reír. Le enviaría una mirada asesina, pero todavía siento las rodillas de mantequilla. ¿Cuándo habrá sido la última vez que estuve tan asustado?

―Relájate, viejo―me dice―. Sea lo que haya sido, ya estás aquí, ¿no?

―Sí―respondo, pero estoy pensando en quedarme a dormir en casa de la abuela mañana.

―¿Qué tal tu clase nocturna?

No voy a decirle que me descubrí a mí mismo fantaseando inconscientemente con un anémico, así que menciono el profesor y la larga espera hasta que nos dejara salir.

―Uno de mis compañeros se parece un poco a Shino, además―añado.

―¿Ah, sí? Ese Shino…―dice, como si se estuviera acordando de un momento especialmente agradable de su vida.

Al final limpio mis desórdenes y me voy a acostar. Kiba no se queda despierto esta vez, pues dice que entra mañana temprano. Eso nunca lo ha detenido, pero una parte de mí se inclina a creer que teme desvelarme. «Quién sabe, tal vez Kiba no es tan inconsciente como aparenta» me digo, pero pasan los minutos y él empieza a roncar. Yo sigo despierto.