Quejas


Realmente le era una trivialidad las quejas que la chica de rasgos orientales le daba a conocer frente a su reluciente escritorio. Sus palabras se perdían en el aire así como sus ánimos de responder la bocanada de cosas que briosamente declamaba Hanji cuando se sentaba junto a él en comedor. Para no ser "el malo" fingía prestar atención mirándola fijamente. Le causaba curiosidad que la amiga del chico titán no soltara el mínimo de nerviosismo, como sucedía con los otros, cuando la miraba. Y vaya forma de mirarla. Está de más decir que su mirada no era la de un ser piadoso. No, su mirada era la de un ser sanguinario y sombrío. Claro que dentro de toda esa fachada, alguien de buenas intenciones habitaba. Aunque parecía que Mikasa no creyese eso.

Tras cada salida, la oriental entraba a su oficina sin golpear, sino como cual titán queriendo devorarlo, para llenarlo de quejas y peticiones, que, para un hombre de su calaña, no le interesaban. Y todo a causa de su querido amiguito que no había salida donde no perdiera alguna extremidad o resultara inconsciente. Por su parte, él ya comenzaba a acostumbrarse a su presencia y sus demandas que niña malcriada. Mientras fingía escucharla iniciaba una observación profunda sobre ella.

Era usual observar a las personas, mas nunca le prestó una real predilección a la oriental. Y no existía motivo para hacerlo. Hasta ese momento. Estaban frente a frente, solos en su oficina.

Nunca se percató del cambio de ambiente que invadía su oficina cuando ella estaba allí. No era su habilidad, pero sentía el aroma a flores que exhalaba de su cabello, un aroma que alguna vez pudo sentir de Petra. Al contrario de su antigua subordinada, la oriental poseía otro semblante que por algún motivo, le recordaba al de él. Sus ojos gozaban de la misma frialdad que él y a la vez lograban cambiar de manera drástica cuando la palabra Eren emergía de sus labios. Tampoco notó lo bien dotada que era; para ser una adolescente malcriada.

Avanzó su mirada hasta el pecho de la chica cubierto por aquella bufanda roja. Unos deseos bizarros pasaron por su mente: verla sin aquella bufanda. Alzando su mano derecha logró tomar la suave tela que la chica cuidaba con tanto esmero y la desembrollo de su cuello, quedando aquel cuello pálido y delgado al descubierto.

Omitió de su cabeza las órdenes de la chica buscando una explicación a su osada acción. La oriental se volvió a cubrir el cuello con la bufanda roja y salió airada de la oficina dejando un suave rastro a flores. En definitiva, pensó cruzando las piernas y acomodándose en la silla de madera de su oficina, la malcriada era toda una mujer. Comenzaría a tratarla como tal.

Además necesitaba satisfacer aquel antojo inconcebible de tocar aquel pálido cuello.