Flesh And Blood.


Disclaimer: Santa Meyer los crea y ellos se juntan. En este mes de los muertos, yo sólo les hago pasar miedo.

Advertencia 1:Este fic puede contener escenas desagradables, lenguaje soez y de tematica adulta. Creo que no es para tanto, pero mi deber es avisar. Y pido perdón por si os encontrais alguna horrografía. No se lo he dado a Gabby para betear. Espero que os asusteis del fic, no de la ortografía.

Advertencia 2: Se considera crimen de lesa majestad revelar el final de este fic a cualquier potencial lectora. Así que por favor, cuidadito con lo que decis si alguna vez lo buscais en algun grupo. Vale, puede que no parezca para tanto, pero hay que mantener la expectación hasta el final.

Advertencia 3: No hablo del futuro de mis fics largos. Lo he dicho y repetido hasta la saciedad. Gracias por entenderlo.

Advertencia 4: Ya he dicho tanto en Winter Lullaby como en mi profile (FB y Fanfiction) que comentar va a tener premio. Sencillo, os podeis llevar una buena copia en pdf o epub con beteo de Gabby Villalba y portada hecha por las chicas de Elite Fanfiction. Si hay suficientes rrs para que merezca la pena, lo colgaré en el blog a lo largo del mes en cualquiera de las dos versiones. Si no, pues a las personas que se hayan molestado. No considero que esto sea un chantaje, más bien una motivación. Creo que nadie sale perdiendo y sí ganamos todas. Espero que se comparta mi punto de vista. Gracias.


Recomendación musical: Sweet Dreams-Marilyn Mason.


Marchas sobre los muertos, belleza, de los que te burlas.

De todas tus joyas, el horror no es la menos encantadora.

Y el asesinato, entre tus más queridos colgantes, sobre tu vientre baila orgullosamente. — Charles Baudelaire.


Las hadas que acudieron a mi nacimiento, me bendijeron con todos los dones inimaginables, pero se olvidaron de concederme el saber utilizarlos con inteligencia, por lo que constituiría la maldición a la que estaba destinada.

Y no se rompería con el primer beso de amor, puesto que, James—mi adorado marido hasta que la muerte nos separase—era la primera carta que se había tambaleado con aquella debacle que había sido aquel castillo de naipes en el que se había convertido mi existencia.

Se me habían regalado casi veinticinco años de completa dicha, convirtiéndome en una chica inconsciente y estúpidamente atolondrada, creyendo que la fortuna de mi familia, mi talento como escritora y mi buena fortuna en el amor, me confería un aura de infalibilidad contra cualquier tipo de desgracia.

Ni, aun con la repentina muerte de mis padres, rozó la desdicha el escudo con el que me protegía. Me había convertido en una Witherdale y eso era suficiente para arroparme.

Pero el destino ya me había dado fecha y hora y no iba a escapar de él.

Por lo tanto hubiera sido inútil salir corriendo en dirección contraria en cuanto intuí, por el primer crujido de aquel viejo escalón de madera bajo la suela de mis sandalias, que algo iba muy mal en aquella casa.

No teniendo otros traumas en mi infancia, me había vuelto algo neurótica con los ruidos extraños y algo histérica respecto a las casas con historia. Tenía que hacerme a la idea. Según nos había contado por teléfono la agente comercial, en New Orleans todas las casas tenían sus oscuras historias. Pero siempre era mejor que mis fantasmas estuviesen en mi cabeza y sólo la traspasasen en tinta y papel.

Hice una mueca con mis labios que poco se parecía a una sonrisa, aunque pareció bastar a James para que su mirada no fuese tan suspicaz.

Si hubiese hecho algún comentario respecto a las malas vibraciones que me transmitían aquella cuatro paredes, James se hubiera reído o resoplado, o las dos cosas, y no me ayudaría que las cosas estuviesen aún más tensas.

En lugar de que me diese la mano, y que notase mi tensión en forma de sudor intenso, dejé que fuese delante con aquella agente que parecía más un maniquí mientras la oía parlotear sobre la ganga que íbamos a adquirir si definitivamente nos mudábamos a esa casa.

Al entrar al comedor, me eché los brazos sobre el cuerpo para protegerme del frío.

"Es una casa muy húmeda", me repetí mentalmente hasta que me sonase convincente. "Pero eso es algo que podremos arreglar en cuanto nos instalemos".

Porque mi mente luchando contra mis sentimientos más primarios, ya había proyectado que llenaríamos aquella casa con nuestra presencia. Incluso intentaba imaginar los dos niños pequeños jugando por el jardín que James me había prometido en cuanto hubiésemos salido de aquel loft en la 5th Avenue de soltera en los que habíamos pasado los primeros meses de nuestro matrimonio.

Aquello era un futuro probable, porque sólo podía pensar que aquel señorial salón de los últimos años del siglo XIX era demasiado oscuro para que un niño jugase en él.

James ya tenía sus grandes planes y le estaba contando en voz alta y gesticulando como iba a ser la distribución de los muebles y como se vería nuestra enorme pantalla plana en medio del salón y la adecuada acústica para colocar su equipo de audio.

Les dejé allí mientras subía las escaleras, agarrándome en la barandilla por si daba un paso en falso o la madera me hacía una mala pasada.

Me costó abrir la gran puerta blanca que podría convertirse en nuestro dormitorio. Estaba encajada con el marco astillado.

Aún hacía más frío que en el resto de la casa hasta el punto que se me puso la carne de gallina.

Un sonido que me recordó a un lamento femenino, esporádico, quejumbroso, exiguo y escalofriante, me hizo dar un brinco y sentí como me palpitaba frenéticamente el corazón. Sólo cuando el suelo vibró cuando el viento golpeó contra el ventanal me hizo darme cuenta de las malas pasadas que podría ocasionarme la imaginación.

A pesar que las ventanas eran amplias y llegaban desde el suelo al techo, los sauces del jardín impedían que entrase la luz, convirtiendo aquel lugar en la habitación más oscura de la casa.

No llegué a formular la intención de salir buscando un lugar más luminoso para nuestro dormitorio, cuando visualicé algo extraño en la pared.

Lentamente, me acerqué y me agaché para verlo mejor.

Arrugué el entrecejo, preguntando quién y por qué habían pintado aquellas extrañas figuras.

Blancas y espectrales. Había cierta belleza extraña en su patetismo y hubieran sido hermosas de no tener cierto parecido con las pinturas de Munch, alargadas y espectrales.

Se trataban de un hombre y una mujer. Ambos pelirrojos, grandes ojos oscuros y caras excesivamente pálidas para tratarse de seres humanos. Ella vestía con suntuosos ropajes blancos. Él, con un traje de frac y un sombrero de copa, llevando un bastón.

Debían ser de clase alta, aunque por las expresiones de sus rostros, erráticas, incluso lunáticas, daban la sensación que no habían sido felices en esta casa.

Había dos inscripciones.

Una se trataba del apellido de la familia.

Masen.

Y debajo de ésta, una inscripción latina.

In limine.

Noté una fuerte presión sobre mi hombro, convirtiéndose en mi segundo susto. Sólo cuando casi salté y me di la vuelta para comprobar que se trataba de James, quien se reía entre dientes de mi evidente cara asustada.

¡Bells, relájate!—intentaba tranquilizarme—. Los fenómenos paranormales empiezan cuando la familia se muda a la casa, y sólo les pasa a las típicas familias con sus dos insoportables niños y un Golden retriever ladrando.

Yo quiero tener hijos, James. Y no me molestaría tener un perro, aunque sea uno pequeño. Pensé que comprábamos la casa por eso.

Pasó su brazo por mi cintura y me acercó hasta su cuerpo para abrazarme fuertemente, reconfortándome.

No puedes ponerte a la defensiva cuando aún no hemos decidido mudarnos aquí. Lo que sería una pena, porque me encanta la casa y es una autentica ganga.

¿De verdad?—Aquello era demasiado bonito para ser real—. Esto tiene que tener alguna especie de truco.

Sentí las vibraciones en su pecho cuando volvió a reírse.

Si hay inquilinos indeseados les exigiremos que nos ayuden a pagar los gastos de la casa. No quiero parásitos viviendo a mi costa.

Me hubiera gustado que James hubiese encontrado alguna pega y aquello nos permitiese empezar desde cero, buscando una nueva casa. Era una esperanza vana. No hacía falta mirar la cara de entusiasmo de mi marido para saber que estábamos condenados a quedarnos allí. La mudanza y las reformas eran el menor de nuestros problemas. Tenía que convencerme que no podría ser tan malo. Sólo se trataba de mentalizarme y podríamos a llegar a ser felices aquí.

¿No podrán negar que sólo por esta habitación merece la pena tener esta casa?—La agente comercial entró, interrumpiendo nuestro momento de intimidad.

James la dio la razón. Yo iba a ser harina de otro costal.

La encuentro muy oscura a pesar de los ventanales. Y demasiado fría.

Son casas viejas, señora Witherdale—me puso como excusa—. Necesita unas cuantas reparaciones y bastante aislamiento. Y en cuanto a la oscuridad, sólo se debe a que los sauces del jardín han crecido bastante y están bastante descuidados. Hace mucho tiempo que esta casa no se ha habitado y está dejada a su suerte. Pero espero que eso no les eche para atrás. ¿Acaso no ve los preciosos ventanales de los que dispone?

James hizo un gesto despreocupado con la mano antes de emitir un gruñido donde, entre dientes, decía mi nombre, indicándome que me comportara.

No desistí en mi empeño y le enseñé la pintura de la pared.

La agente se agachó para verla mejor, dejó un hueco a James, quien maldijo entre dientes por perder el tiempo en minimalismo tontos, y luego leyó la inscripción.

Significa:…

En el umbral—me adelanté. Recordé el poco latín que había estudiado en la carrera—. Lo que quiero saber es por qué está esa pintura en la habitación y de quienes se tratan.

Titubeó un poco antes de hablar. Estaba segura que había algo turbio que no quería que supiésemos y así llevarse su comisión por aquella compra.

Bueno, señora Witherdale, recuerde que están en New Orleans y, quien más o quien menos, tienen sus propias supersticiones. Pero no veo nada malo en esa pintura. Incluso, puede ser un signo de buena fortuna y deseos para los anfitriones.

Se tratan del matrimonio Masen. Edward y Elizabeth Masen. Fueron los primeros dueños, allá por los años cincuenta del siglo XIX. Posiblemente, el señor Masen fuese quien construyese la casa.

Se cuenta por esta ciudad, que los primeros dueños se convierten en los espíritus guardianes de la casa cuando mueren. Ellos tienen la obligación de velar por los descendientes y posteriores dueños, librarles de todo el mal y concederles buena ventura. La idea del hogar para los criollos es fundamental. Para ellos, las casas son entidades vivas, con inteligencia propia y voluntad que reconocen como miembro de su familia a cualquier nuevo dueño.

Se encogió de hombros y añadió:

Supersticiones.

Ni siquiera creo que los Masen hubiesen existido alguna vez—se burló James.

Hubo un momento en el que me pareció que la agente se puso pálida.

Me temo que sí, señor Witherdale. De hecho, si va a los registros de la ciudad, encontrará sus nombre allí.

Después negó con la cabeza, como si quisiera eliminar algún pensamiento absurdo, y volvió con su sonrisa habitual:

Si le resulta demasiado macabra, siempre puede pintar por encima o poner un bonito papel. No pierdan la oportunidad de tener una bonita casa libre de vecinos molestos y a veinte minutos de la ciudad por estúpidas supersticiones. Les garantizo la máxima felicidad.

James chasqueó la lengua como si hubiese algo que le fastidiase.

Había oído que la calidad de una casa por estos lares se medía por la cantidad de fantasmas que habitaban en ellas.

James—suspiré. No me hacían gracia aquella clase de bromas.

Él prosiguió haciendo caso omiso de mi suplica.

Somos snobs neoyorquinos sin clase ni pedigree por no tener un solo fantasma—se golpeó la ingle exageradamente.

Riéndose, se acercó a mí, rodeó mi hombro con su musculoso brazo, y acercándome a su cuerpo, me besó la sien.

Lastima. Hubiera sido una magnífica fuente de inspiración para tu próxima novela.

Ya encontraré algún tema menos escalofriante, cariño—le aseguré—. Podré vivir sin acción.

Se burló de mí.

Aburrida. ¿Qué sería de la vida sin un poco de emoción en ella?

Viviré cien años en paz y tranquilidad.

Volvió a besarme la sien.

Espero que sea rodeada de nuestros nietos mientras se columpian en los arboles. Ya me veo fabricando toboganes y columpios para que nuestros hijos jueguen en estos jardines. —Se sentía eufórico. Parecía que iba a bailar sobre las viejas tablas de madera—. Tiene que ser nuestra, Bella.

Ante tanto derroche de dicha y felicidad por parte de James y de la agente, —quien se sentía realmente feliz por hacer una venta—, me limité a sonreír sin alegría.

Estaba condenada a quedarme en aquella casa por hacer feliz a mi esposo, cuando estaba deseando volverme a New York, o comprar una encantadora y soleada casa en Los Angeles.

Pero quería demostrarle a James que sus opiniones me importaban y que no se sintiese infravalorado por mi abultada cuenta bancaria. Me había casado con él por amor y con aquel gesto, le demostraría que tenía voz y voto a pesar de sus humildes orígenes.

Ahora éramos un equipo, y todo aquello quedaba borrado.

Cuando la agente me miró, casi suplicante, para que dijese que sí, y pudiésemos hacer todo el papeleo, mi mente dijo que no, pero mis labios verbalizaron un sí bajo y vacilante.

Pero aquello bastó para que James me besase con pasión y, entre pausa y pausa, me diese las gracias.

La agente comercial nos indicó que bajásemos a la cocina para rellenar todo el papeleo, y James me agarró de la cintura cariñosamente, mientras me susurraba al oído:

No te arrepentirás. Vas a ser la mujer más feliz del mundo, porque te has casado con el hombre más feliz del mundo.

Me hubiera gustado corresponder a esa afirmación, pero el nerviosismo que me producía los ojos de Elizabeth Masen sobre mí, me impedían procesar cualquier emoción de carga positiva.

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Día 1.

Después de una larga y aburrida cadena de reformas para convertir aquel viejo cascaron de maderas podridas y paredes inertes, en un hogar habitable, James y yo nos preparamos para mudarnos.

¡Lástima!

El hotel donde nos habíamos instalados era encantador. Incluso me gustaba mucho más que nuestra nueva adquisición.

Derramé lágrimas cuando tuvimos que abandonarlo. Nunca olvidaría la cama donde James y yo hacíamos el amor tan apasionadamente.

¡Así era la vida!

¡Hogar, dulce hogar!

Mientras los de la mudanza se peleaban con James por la distribución de los muebles, con el pretexto de hacer las compras para la cena, me di un agradable paseo por la ciudad. New Orleans era una ciudad en efervescente actividad. Todo rincón de la ciudad tenía una historia que contar. Algunas en español, otras en francés o en un idioma desconocido. Aún faltaba mucho, pero tenía ganas de ver mi primer Mardi Gras.

Hablando de costumbres. Eso me daba una idea para la cena.

Me fui a una librería y compré un libro de cocina para preparar comida Cajun. A James le encantaría.

En el supermercado, fue donde me enteré que muchas familias, que vivían en casas antiguas, tenían dibujos similares en las paredes de su hogar. Eran las representación de los espíritus de los antepasados que permanecían allí para proteger a sus descendientes y no permitir la entrada a los desconocidos.

En una nueva casa, para que el espíritu te concediese las bendiciones, tenía que aceptarte como miembro de su familia. Si no, tendrías que abandonar la casa para que no exponerte a su furia.

Una anciana muy amable me contaba anécdotas de los suyos y se ofreció amablemente consejos de cómo cuidar la relación con los míos.

¿Dónde vives, preciosa?

Cuando se lo dije, la sonrisa de su arrugado rostro desapareció, y chasqueó entre dientes:

La casa de los Masen.

Me dio la sensación, que al oírlo, varias personas me miraron con temor, y empezaban a alejarse de mí como si fuese una apestada.

Le pregunté a la buena mujer que si ocurría algo. Ella sonrió sin brillo en los ojos y me dijo:

No te preocupes, supongo que la gente que no es de esta ciudad, creerán que son estúpidas supersticiones. Limítate a poner una vela delante de las pinturas y todo irá bien.

No sonaba demasiado convencida. Quizás sólo quería desearme buena suerte. Se lo agradecí de cualquier modo.

Pero ya no estaba tan tranquila. No quería seguir caminando. De repente, me sentí terriblemente cansada y sólo quería llegar a casa y preparar la cena.

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Antes de acostarme, hice lo que la anciana del supermercado me había aconsejado y puse una vela en un altar improvisado enfrente de aquellas dos pinturas.

El rostro de Edward permanecía impasible, como si no le importase en absoluto mi presencia.

Sin embargo, Elizabeth…

Aquellos ojos crueles que me taladraban con odio. Estaba claro que para ella sería una extraña ocupando su hogar.

Me estaba contaminando con todo aquel ambiente.

Si perdía mi racional y escéptica mente de chica de Manhattan, cualquier tontería me haría perder la cabeza.

Lo mejor era que lo ignorase y si, con el tiempo, aquellas pinturas me incomodaban en exceso, encontraría la manera de no verlas.

Al fin y al cabo, ellos habían dejado de pagar la hipoteca desde hacía mucho tiempo.

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Día 2.

Noche de perros. Así podía definir la primera noche.

Había sido la noche más ventosa que recordaba en mi vida, y las ramas de los sauces habían chocado violentamente contra la ventana.

Y que las cañerías no dejasen de sonar y las maderas crujiesen durante toda la noche, no me había ayudado a dormir en toda la noche.

No había pegado ojo.

Estaba claro que las reformas no han servido para mucho. Esta casa tenía una personalidad muy marcada. Y bastante carácter. Se negaba a admitir quien era ahora la nueva dueña.

Apoyé los codos sobre la nueva isla de la cocina, y llevándome las manos obre la cabeza, exclamé maldiciendo mi dolor de cabeza.

Al contrario que yo, James se había levantado con un buen humor inimaginable. Se ató la corbata mientras iba al frigorífico para buscar la leche.

Posé las manos sobre la caliente taza de café y emití un gruñido que en mi idioma significaba: Buenos días.

James respondió como un ser humano normal y corriente. Un ser humano, feliz.

Había encontrado un gran puesto de trabajo y estaba ansioso por empezar.

Yo no lo estaba tanto por tener que quedarme sola en aquella casa todo el día y buena parte de la tarde. Como mínimo, no volvería hasta que oscureciese.

Aquello no hacía todo aquello mucho más atractivo.

Quizás sólo se trataba de aclimatarme.

La evolución del ser humano había sido un éxito debido a la adaptación al medio.

Y a mí nunca me había molestado la soledad hasta entonces.

Sólo que en aquella casa tenía el desagradable sentimiento de no estar sola…

Día 3.

¡Puta noche de mierda!

¿Por qué James tenía que trabajar tanto? Definitivamente, odiaba quedarme sola allí.

Día 4.

Los plomos saltaban cada cinco minutos. La señal de Wi-Fi se esfumaba como el humo. No salía agua caliente de la ducha. Las cañerías olían a mierda reconcentrada. Y lo peor de todo, aun siendo la única que estaba en casa, me sentía desagradablemente acompañada.

¿Esa era la clase de inspiración que James esperaba que encontrase?

¡Puf! Quería dormir.

¡Ah, cierto! No podía.

¡Putas maderas antiguas que crujían a la mínima!

Día 10.

¡Maderas, por favor, dejad de crujid! Sobre todo por la noche o cuando estaba sola. ¿Era mucho pedir que James experimentase un poco de la verdadera esencia del terror?

Insistía en mi petición de querer dormir.

Envidiaba a James, mucho, por hacerlo de un tirón.

Día 15.

¿Me lo había parecido a mí o una sombra se había cruzado entre el umbral de nuestro dormitorio y el pasillo?

Imaginación al poder. Esta casa ayudaba mucho a desbordarla.

Otra noche de insomnio. Total, otra más.

Día 18.

Noté como un aliento gélido rozaba mi oreja. Me incorporé en la cama con el corazón latiendo a cien por hora.

Lo que no me ayudó en absoluto a conciliar el sueño, fue ver como los ojos de Elizabeth Masen me observaban fijamente.

Por la mañana, pondría un sofá para tapar aquella desagradable pintura.

Día 20.

James me lo había jurado. Él no había movido el sofá, dejando al descubierto aquellas extrañas figuras.

Día 21.

El sofá se había vuelto a mover. Estipularía con la hipótesis del sonambulismo. Sólo había un pero.

No había pegado ojo en toda la noche.

Día 25.

Juraría que con el viento que golpeaba los ventanales, había oído algo más.

Una voz.

Un tenue canto.

Como la nana que se cantaba a los bebés para dormir.

Pero esa nana no me hacía efecto. Al contrario. Era tan espeluznante que se me ponían los nervios a flor de piel.

Día 30.

James me acusó de ser una vaga y no empezar con mi novela.

¿Cómo iba a hacerlo si no podía pegar ojo?

Le sugerí que necesitaba ir al médico.

¡Paranoias! Sólo se trataba del periodo de adaptación.

¿De verdad? Empezaba a pensar que aquella casa ni yo seríamos buenas amigas.

Día 33.

Ahora oía aquella nana en cualquier habitación de la casa. Pero cuando abría para comprobar si había alguien, nadie aparecía.

En mi dormitorio, esas pinturas aún me causaban pavor.

Día 36.

Le sugerí a James que pintásemos la habitación.

Por extraño que pareciese, se negó en redondo.

¡Bells, cielo, ya eres muy mayorcita para tener miedos tontos! Además, sería una falta de respeto hacia las tradiciones de esta ciudad. Ya oíste a la agente. Cada casa tiene esa extraña pintura.

Dijo que eran los espíritus de los antepasados—repuse vacilante.

La respuesta fue una carcajada.

New Orleans, es New Orleans.

Día 42.

Alguien se estaba hacienda el gracioso con el teléfono.

Llamaban cada hora, y cuando lo iba a coger, después de dos minutos, se cortaba la línea.

Día 45.

James estaba enfadado.

Había llamado al técnico de telefonía porque no había tenido línea en todo el día. Pero cuando llegó, el teléfono empezó a funcionar como si nada hubiese pasado.

El buen hombre intentó mostrarse muy comprensivo.

Suele pasar.

James le ofreció mil disculpas por lo que él denominaba histerismos femeninos.

Extraña combinación cuando Hysteria en griego significaba útero.

Día 50.

¿Por qué las cosas desaparecían tan repentinamente?

James me acusaba de ser una distraída patología.

Seguro que las has metido en otro sitio y no te has dado cuenta.

Día 56.

Mi ejemplar de Cumbres borrascosas había desaparecido. Me fastidiaba porque era el primer libro que Emmett me había regalado.

Debería estar en la biblioteca, como todos los demás, pero no.

Había reparado en él cuando decidí dejar de leer los cuentos de Poe. Mi vida real empezaba a superar la escritura de sus mejores historias.

Día 57.

Sombras moviéndose inquietas por el umbral de mi puerta. Me dolía tanto la cabeza por no dormir…

Día 60.

¡Zzzzzz! ¡Ojala!

Día 65.

Era mi imaginación. Las sombras no podían moverse de un lado a otro como si tuviesen voluntad de movimiento.

Necesitaban de un cuerpo para hacerlo.

Eso no me tranquilizaba en absoluto.

James había sido otro motivo más de preocupación para hacer trabajar mi cerebro por la noche. Justo lo que necesitaba para dormir.

Estarías menos estresada, cariño, si tuviéramos un bebé.

La idea me entusiasmaba desde el principio, pero algo me decía que aquella casa no sería un buen hogar para un bebé.

James me sonrió.

¿No te parece extraño? Hace año y medio que nos casamos y aún no te has quedado embarazada.

No quería pensar mal, pero tenía la sensación de que James me estaba acusando.

Día 70.

A pesar de las reticencias de James, fui al médico de cabecera para que me recetase algo.

El buen doctor me dio una receta para conseguir un hipnótico.

No se preocupe, señorita, es el estrés por cambiar de casa. Cuando se acostumbre, todo irá mucho mejor.

Ya llevaba más de dos meses ahí. ¿Cuánto más iba a durar esto?

Día 71.

Las pastillas para dormir funcionaban al revés.

Por el día me quedaba dormida por todos los rincones de la casa y por la noche no pegaba ojo.

Esa maldita nana.

Esas malditas sombras.

Esa maldita mirada de Elizabeth Masen.

Ese maldito reflejo rojo en el espejo parecido a una cabellera flotando al viento. Aquello era nuevo.

Día 79.

Con el vaho del vapor de la ducha en el espejo se ha formado una frase.

¡VETE!

James no estaba en casa, por lo que él no podía ser.

Día 80.

Estaba demasiado cansada para poder teclear en el ordenador. Los dedos pesaban como el hierro.

Entre la duermevela, me ha parecido ver la imagen de una mujer vestida de blanco.

No pude ver su rostro, pero no parecía demasiado amigable.

Día 81.

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Día 90.

¡El informe que tenía que llevar a James a la oficina no estaba! Habría jurado que lo dejé en la isla de la cocina, listo para llevármelo.

Pero había desaparecido. Por arte de magia.

Volví la casa patas arriba hasta que me rendí y tuve que llamar a James para decirle que lo había extraviado.

Media hora de gritos y sollozos.

No supe cómo lo había resuelto con su jefe, pero llegó de humor de perros a casa.

Ni siquiera me miró sentada en el sofá, aovillada, y llorando a moco tendido.

James, lo siento…de verdad, no sabía…

Pasó de largo para ir a la cocina y coger una cerveza.

Entonces oí un grito.

¿Que cojones pretendes, Bells?

Agitó un sobre en la mano con energía. Sus ojos parecían carbón negro penetrándome.

Negué con la cabeza y rompí a llorar con más fuerza.

Día 100.

Por primera vez, le planteé a James que nos fuésemos de aquella casa y volviésemos a New York.

Primero, me miró como si me hubiese teñido la piel de verde fosforito. Después, se negó en rotundo mientras me chillaba que no se movería de allí porque era su hogar.

¡Odio esta casa!—lloré.

¡No puedes culpar a esta casa por todos tus errores! Lo que pasó con el informe, fue culpa tuya. Sólo tuya. No inventes historias de fantasmas porque sabes que no existen, Bella. Todo esto está en tu puñetera cabeza.

"Todo está en tu puñetera cabeza". Esa frase sería el umbral de algo muy peligroso que empezaba a despuntar.

Día 120.

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Día 130.

De carne y hueso. O eso es lo que podía decir de algo que podía ver con mis propios ojos pero no pertenecía a nuestro mundo.

Una mujer, aproximadamente de mi edad, pelo rojizo alborotado, pálida, — demasiado—, y con brillantes ojos verdes me miraba con locura y maldad.

Antes de poder lograr despertar a James, ya había desaparecido.

Mi marido me gruñó por despertarlo en medio de la noche.

Día 145.

¿Por qué hacía tanto frío en aquella casa? Según James, aquello era mi imaginación. Él se encontraba estupendamente.

Día 156.

Para aliviar tensiones, hice el guiso favorito de James.

Había decidido llegar pronto a casa y disfrutar de una velada romántica después de mucho tiempo.

Pero cuando fui a servir el estofado de pollo, James se tapó la boca, revolviéndose el estómago.

Entonces me lanzó el plato a los pies.

¡Cerda de mierda! ¡Este tipo de bromas no me gustan, Bella!

Intenté comprender que había salido mal ahora cuando miré hacia abajo y vi miles de gusanos bailoteando alrededor de un trozo de pollo.

Día 168.

Se quejó de los numerosos gastos médicos que estaba ocasionando, pero ni las pastillas para dormir ni los tranquilizantes habían resultado.

Y ahora aparecían sombras como sequito de aquella maligna mujer. Y esa nana…

Teníamos que descartar que algo hubiese invadido mi cabeza.

Odiaba las agujas pero estaba completamente desesperada. Por lo que dócilmente, me dejé hacer todos los análisis que hiciesen falta.

Al mediodía, llegó la hora del Scanner. James, a regañadientes, se había tomado un día libre para acompañarme a aquella tortura.

Día 170.

James había estado muy cariñoso conmigo. Extraño.

Y como regalo de reconciliación, me había comprado un pack de cherry coke, mi bebida favorita.

Con fruición, me la bebí. El sabor de la cereza despertó en mí la sensación más orgásmica de mi vida.

¡Sencillamente deliciosa!

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¡Palpitaciones!

El corazón me iba a más de cien por hora.

Mi estómago no podía soportarlo y quería expulsar la poca comida que tenía.

Objetos que se alejaban cada vez que los intentaba coger. Vista borrosa.

Y de repente, negro. Todo negro.

Sólo millones de ojos rojos clavándose en mí.

Y una risa femenina de ultratumba.

Cuando James llegó a casa, me encontró tumbada en el sofá en posición fetal.

Día 172.

¡Felicidades, señora Witherdale! El scanner ha salido limpio. No tiene ningún tumor cerebral. Y por lo que parece, sus análisis de sangre no indican nada anormal.

Con exagerada exaltación, el doctor me dijo que todo estaba bien.

Si no se trataba de nada somático, eso daba cancha libre a otras posibilidades.

Me eché a temblar sólo de imaginármelo.

Día 175.

Sesenta y nueve. Sesenta y nueve. Sesenta y nueve—no dejó de repetir una voz lúgubre a mi oído.

Día 180.

Improvisación.

El jefe de James y su esposa iban a cenar a casa. Y él no me había avisado.

Por suerte, la mujer—una buena alma caritativa—llamó casi una hora antes para confirmarlo.

El asado de cerdo daba para cuatro personas, había suficiente marisco para hacer una ensalada tropical—algún tipo de inspiración me había llegado para hacerla—y sólo quedaba hacer una tarta de manzana como postre. Tardaría más en hacerse pero nos daría tiempo a cenar.

Me pillaron con las manos en la masa, colocando la mesa. No me había dado tiempo a ducharme.

James sonreía pero en sus ojos reprobaban mi lamentable aspecto. Su jefe fue más compasivo y se disculpó por haber llegado antes de la hora.

La buena mujer, se ofreció a ayudarme a prepararlo todo.

James se excusó en que yo había estado algo nerviosa últimamente. Se acercó y antes de darme un beso en la frente, me susurró al oído:

Estás espantosa, cariño. Maquíllate en condiciones, que da pena verte.

No me avisaste—repliqué en un susurro.

Sonrisa tensa.

Claro que sí. Esta mañana. ¿En donde tienes la cabeza, Bells?

Me dio una palmadita en el trasero y me instó a subir.

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La cena se me hizo insoportable, a pesar de los esfuerzos de aquella buena mujer por darme una conversación animada, apenas pasaban los trozos de comida por mi garganta.

Como si hubiesen estado hablando de coches, James y su jefe—con dos copas de vino de más—, hablaron de la creciente oleada de denuncias por fenómenos paranormales y todas las casas que mostraban tener habitantes de más.

La mujer reprochó a su marido tal falta de consideración hacia la anfitriona, notando mi evidente estado de nerviosismo, y le instó a que cambiasen de tema.

Pero James contestó:

Señora Smith, mi esposa es escritora y tiene una imaginación desbordante. A ella le encanta que se hablen de esos temas.

Se dirigió a mí:

¿Verdad, cariño?

Mi respuesta fue una contundente mirada repleta de resentimiento.

El señor Smith se rió entre dientes.

Pues en esta casa, no la va a necesitar mucho. Su propia historia habla por sí sola.

James acompañó a sus carcajadas mientras ignoraba el gesto que la esposa le estaba haciendo a su marido para que no hablase más de la cuenta. Habían logrado sobresaltarme.

Antes de la hora de los postres, la señora Smith me urgió para salir fuera. Quería fumar pero no sabía si el humo me molestaba.

Me gustaba esa mujer.

Muy considerada.

Intentó varias veces disculparse en nombre de su marido por aquel tema.

La verdad, tenía cierta morbosidad insana de ver esta casa y conocer a sus dueños. En la ciudad, esta casa tiene fama…

¿Sí?—Abrí los ojos exageradamente. Por su expresión, comprendí que se arrepentía de lo que me había dicho.

Me dio evasivas para no hablar.

Creo que estás demasiado nerviosa, cielo, para decirte algo más sobre la casa.

Quizás lo que me tenga que contar, me ayudará a sobrellevarlo.

Encendió el cigarro, dio una calada rápida, echó un vistazo rápido alrededor de la casa, vacilando.

Suspiró y me dijo:

Aunque lo que pasó sí fue real, no debes hacer demasiado caso al resto. Ya sabes, típica historia de New Orleans.

Otra calada.

Hace ciento cincuenta años, Edward Masen creyó que su esposa, Elizabeth, le estaba engañando y se tomó la justicia por su mano. Lo que él entendió por justicia fue rajarle el cuello y embestirla sesenta y nueve puñaladas. Después, se suicidó y se dice que las almas de los dos infortunados esposos rondan por la casa desde entonces.

A medio terminar, tiró el cigarro y lo pisoteó.

Luego me sonrió al ver mi cara horrorizada.

Cariño, sólo son cuentos macabros.

Día 187.

Elizabeth—ya había puesto nombre al fantasma de aquella mujer—me miraba con odio frente a los pies de la cama. Ya me había jurado que me destruiría.

Te rajaran el cuello y te apuñalaran sesenta y nueve veces. Por puta.

Día 190.

James gimió de dolor cuando empezó a retirar las sabanas para acostarse. Horrorizada, vi la sangre deslizarse por su mano. Sólo esperaba que no necesitase puntos.

Sacó de éstas el objeto causante.

Un cuchillo de cocina.

¿Cómo había llegado hasta aquí?

Mientras iba a buscar una toalla para cortar la hemorragia, me acusó con un dedo de su mano sana.

¡Estás loca, Bella! ¡Necesitas ayuda! ¡Mucha ayuda!

Por fin, se había liberado soltando lo que llevaba pensando de mí desde hacía mucho tiempo.

Eso sólo consiguió que yo me sintiese peor.

Día 195.

Por ser el mejor amigo de James, el doctor Laurent De Ravin se mostró más que dispuesto a tratarme.

Guapo y simpático. Demasiado para mi gusto. Siempre hubo algo en él que me desagradaba en extremo.

En aquellas frías paredes de consulta psiquiátrica, había colgado todos los títulos obtenidos. El central era su titulación en Medicina por la universidad de Yale.

Yo soy una chica de Harvard—quise bromear. No provoqué una sola sonrisa en su rostro.

Todo resultó demasiado mecánico.

Tumbada en un diván, hablaba de lo que James definía "desvaríos" mientras, el doctor—jamás le llamaría por su nombre—se limitaba a tomar notas, mientras, de cuando en cuando, elevaba su vista del cuaderno para acusarme con la mirada.

Para él, todo era culpa mía.

Cuando la sesión terminó, sin decirme qué me ocurría, me dio varias recetas.

Antipsicótico. Todos los días por la noche. Empezarán a hacerte efecto a partir de la tercera semana.

¿Antipsicótico? ¿Cómo podía mencionar una palabra tan horrible y permanecer tan impasible?

Día 199.

La chaqueta de James olía a un perfume femenino que yo nunca utilizaba. El cuello de su camisa tenía una marca de carmín.

Me sentía fracasada como mujer.

No lograba quedarme embarazada y James buscaba fuera la cordura que su esposa no tenía.

Día 210.

Se me había cerrado el estómago. No podía comer, por lo tanto sólo bebí una lata de cherry coke.

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¡Palpitaciones de nuevo!

Las sombras se adueñaban de la casa. La noche les daba su poder.

Bailaban bajo mis pies, y se reían de mí, mientras me tambaleaba subiendo a las escaleras.

Entra, entra, entra en el cuarto—coreaban con voces agudas—. ¡Qué sorpresa te vas a llevar!

Entre la apertura de la puerta, los vi.

Tumbados en mi cama.

Retozando.

James tenía la cabeza metida entre las piernas de Elizabeth.

Desnuda de cintura para abajo, el pálido cuerpo de ésta se arqueaba a consecuencia del placer.

No debería, pero me sentía culpable por estar espiando, aunque el mal no lo haya causado yo.

Suspiré.

Y entonces sus perversos ojos verdes se fijaron en mí. James también me vio y se limpió la boca para ocultar las evidencias.

No me dio tiempo a reaccionar, se incorporó para salir corriendo en mi dirección. Sus facciones eran las de una loca peligrosa.

Sólo me guié por el instinto y cerré la puerta de golpe.

¡Puta!

Y empezó a golpear la puerta con violencia.

Me agazapé en el suelo para taparme los oídos. Si no la oía, se iría. Ese era el razonamiento.

De repente, el silencio.

Me sobresalté cuando la puerta se abrió.

Sólo estaba James.

Me costó un minuto sobreponerme y empecé a empujare y golpear el pecho con los puños, haciéndole retroceder.

¡Cabrón!—le insulté. Le propiné un bofetón—. Te la has llevado a nuestra cama.

James, asustado por el ataque, intentó detenerme. Me agarró de las muñecas y fuimos hacia atrás hasta que me arrinconó entre su cuerpo y la pared.

¡Bella! ¿De qué va esto? ¿No ves que no hay nadie?

La he visto contigo con mis propios ojos.

James, a regañadientes me soltó, mientras yo me dedicaba a buscar pruebas de su engaño.

Revolví toda la habitación, entré en el cuarto de baño e, incluso, miré por la ventana.

Nadie.

Me deslicé hasta llegar al suelo, derrotada.

James, apenado, chasqueó con la lengua.

Bella, esto no puede seguir así.

Día 212.

El psiquiatra me recibió con urgencia. La llamada de James ante mi empeoramiento, había hecho que me reservase un hueco en su apretada agenda.

Le bastaron cinco minutos.

Ni una sola palabra.

Me diagnosticó el doble de dosis de antipsicótico.

Día 215.

James me folló—cuando el sexo carecía de amor, todo se limitaba a aquella horrible palabra—, como si quisiese borrar toda sospecha de mi cabeza.

Se esforzaba al máximo pero mi rostro, carente de emociones, le disminuía el ego. Era la única satisfacción que yo sacaba de todo esto. Sabía que quería golpearme, pero si lo hacía, ya tenía una excusa para salir de aquella casa sin él. Y me lo llevaría todo. Ahora comprendía que el dinero era el cordón umbilical que me unía a James.

¿Lo ves, mi amor?—me susurró entre jadeos—. No hay coño más sagrado que el tuyo para mí.

Romanticismo cero.

Empezaba a comprender que vivir en aquella ruinosa casa representaba la metáfora perfecta de lo que estaba siendo nuestro matrimonio.

Día 260.

Desde el funeral de Charlie, no había vuelto a hablar con mi osito de peluche.

Pero mi hermano mayor, Emmett, de alguna forma tenía esa extraña intuición de que algo no iba bien y me llamó por teléfono.

Nos habíamos distanciado porque nunca aprobó mi boda con James, — a quien consideraba un trepa de mucho cuidado—y como mejor amigo de mi ex novio—el mismo capullo al que había pillado metiendo cabeza en el escote de una rubia—, siempre había abogado por el perdón y volviese con él.

Actores, son increíblemente temperamentales. Él no quiso hacerlo, fue un tropiezo muy tonto.

Para más inri, se había ido a vivir a Chicago, cerca de él.

Ahora, nada de eso importaba, e intenté simular las lágrimas de alivio que me producía hablar con él.

El teléfono echaba humo cuando colgué.

James me miró con cara de pocos amigos.

¡Por encima de mi cadáver el bastardo de tu hermano pisará mi casa!—juró.

Día 275.

Merry Christmas, Jelly Bells!

Emmett tenía una extraña manera de tomarse las amenazas.

Dos días antes de Navidad, su flamante BMW estaba aparcando en mi jardín, y ya me vi a mí misma corriendo para abrazarle con fuerzas.

No dejé de llorar mientras lo hacía y él se dedicaba a acariciarme el pelo y susurrarme tonterías. Me apartó para echarme un vistazo. En el brillo de sus ojos vi que mi aspecto era horrible. Delgada y ojerosa. Se guardó eso para sí, pero tenía muchas ganas de ajustar cuentas con James.

James nos esperaba en el porche con gesto sombrío.

Swan—le saludó secamente—. Creo que Bella agradece tu visita, pero ya te dije por teléfono que no hacía falta que vinieras.

Ho, ho, ho—imitó a Santa Claus—. Relájate, Jimmie, es navidad. Enterremos el hacha de guerra, por Jelly Bells.

Le apretó la mano y le dijo con una sonrisa tensa.

Mientras mi hermana viva en esta casa, yo siempre tendré un colchón. ¿Te queda claro, Jimmie?

La madera del umbral de la casa crujió bajo sus pies.

Contuvo un grito ahogado, y luego, bromeó:

¿Lo ves, Jelly Bells? Si te hubieras ido a vivir a Chicago, nada de esto pasaría.

Día 277.

Cena de navidad tranquila.

Aunque, Emmett y James no hacían una tregua aun bajo la amenaza de no darles ningún regalo como no se comportasen.

Hablaba de Chicago y sus casos.

Estaba saliendo con alguien. Una actriz. Guapa, rubia y temperamental.

Y hablando de actores, Jelly Bells, tu ex te manda recuerdos. En el trabajo, le va fenomenal al tío. Se ha convertido en el actor promesa y va para largo. Talentazo. En cuanto a lo personal, el pobre no levanta cabeza desde que te casaste.

Marcando territorio, James me agarró la mano y la elevó para que Emmett pudiese ver mi alianza.

Que hubiese llegado antes. Bella es mía hasta que la muerte nos separe.

Emmett no le parecía que aquello fuese un inconveniente.

Día 290.

Em, no es por nada, pero, ¿hasta cuando piensas quedarte?—preguntó James empezando a mosquearse por la presencia de mi hermano en nuestras vidas.

Emmett no se inmutó ante la amenaza velada. Había instalado su despacho entre su iPhone y nuestra casa.

Todo el que Bella me necesite. ¿Algún problema? Si lo hay, guárdatelo para ti.

Día 292.

Jelly Bells, en nuestra familia no ha habido antecedentes de enfermedades mentales—me susurró Emmett—. Y te aseguro que tú no vas a ser la primera Swan en tenerlos. Está casa es la que te está enfermando.

Le había confesado los episodios con Elizabeth Masen, y lejos de considerar que estaba loca, intentaba defender lo indefendible. Pero el amor de hermanos era la mejor muralla para la locura. Elizabeth no había vuelto a aparecer desde que Emmett estaba allí.

Esto no te pasaría si te hubieras mudado a Chicago. Esta casa da escalofríos.

Día 294.

Oí sus gritos desde la habitación. Hacía mucho frío y me eché la colcha a la cabeza. Y aún los escuchaba.

Emmett, James y el doctor siniestro.

¿Esquizofrenia?—chilló Emmett—. Quiero la opinión de un segundo especialista. Me parece arriesgado y peligroso ese diagnostico tan rápido.

Me temo, señor Swan que su hermana muestra todos los síntomas.

Una lágrima se deslizó por la mejilla.

Finalmente, era cierto. El demonio de la esquizofrenia había poseído mi mente. La primera Swan en tener una enfermedad mental.

¡Larga vida a Isabella Primera la loca!

Aun así, Emmett no cedió ni un ápice. Se negaba a creer que tal estigma le había tocado a su hermana.

¿Éste es el tratamiento que le estáis dando? ¡Es un puñetero antidepresivo!

Es un antipsicótico—le corrigió el doctor impertérrito—. Usted es un experto en su materia de Derecho. Y yo en Psiquiatría. Sé lo que hago y lo que receto.

¡Una mierda!—rugió Emmett—. Mi mejor amigo es hijo de un respetable psiquiatra. Ha hecho de perito en alguno de mis casos y me ha hablado de este antidepresivo. ¡Es una bomba de relojería! ¿El doble de dosis? ¿Os extraña que Bella vea espíritus? Lo que me parece extraño es que no vea elefantes rosas volando.

Deja al doctor hacer su trabajo y no te pases de listo, Swan—le amenazó James.

Es un antipsicótico. Tal vez se haya equivocado en el producto. Y le aconsejaría, señor Swan, que no alimentase las fantasías de su hermana, porque reforzará su esquizofrenia.

Día 295.

Cherry coke para ver el partido. Noche de testosterona. Emmett se le antojó una pero James se la negó. Cerveza para los tíos.

Le miré con cara de satisfacción.

Mía, mía, sólo mía.

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¿Cómo podía vencer cuando mi mente era mi peor enemiga y estaba luchando para destruirme? Elizabeth Masen era el demonio que mi mente había invocado para acabar conmigo. Y para ser un producto de mi imaginación, cuando me agarraba del cuello, el dolor era muy real.

Por unos segundos, era incapaz de respirar.

¡Bella!—En la lejanía oí la voz de Emmett. Estaba aterrado.

Día 296.

Por la mañana. Estaba dormida—estado zombi por el tranquilizante—, pero sentí que alguien me zarandeaba.

Emmett.

Sin decirme nada, me lanzó un chándal y me apremió para que me vistiese rápido.

James se había ido a trabajar.

Él estaba recogiendo cosas, — lo imprescindible—, y lo metía a presión en una maleta.

Miró con asco mi medicación, pero la metió.

Vamos a ver quién tiene la razón, doctor hijo de puta—masculló entre dientes.

Me miró y me regañó.

Jelly Bells, vístete. Tenemos que irnos antes de que llegue James.

Cuando lo hice, me agarró de la muñeca y como si fuese una muñeca de trapo, me arrastró hasta que salimos de la casa y entramos en el coche.

Tienes que salir de esa maldita casa o te volverás loca de verdad. Te voy a dejar en buenas manos y todo lo demás será un mal sueño, Jelly Bells.

No miré hacia atrás cuando dejamos la casa.

Por fin, era libre.

Día 330.

¿Quién lloró más cuando tuve que regresar a casa?

Emmett aún hubiese resistido más, hasta el final, pero yo no estaba dispuesta a que arruinase su vida por mí.

James había denunciado a Emmett por secuestro alegando que mis facultades mentales estaban disminuidas.

Aunque volver era una derrota y le daba la razón ante su alegación de mi locura, me aseguraría de que el bastardo de mi marido retirase la denuncia.

Emmett y yo miramos largamente la casa antes de salir del coche.

Le acaricié la mano.

Sabes que es la única manera de acabar con esto de una vez por todas—dije rotunda, aunque no estaba nada segura.

Emmett se sorbió los mocos.

Prométeme que saldrás viva de esta casa, Jelly Bells.

Asentí y me bajé del coche mientras James vigilaba desde el porche.

Cuando llegué hasta él, me besó con fruición como si mi ausencia hubiese sido una tortura para él.

En la ventana de nuestro dormitorio, vi la imagen de Elizabeth Masen.

Ella también me estaba esperando.

Día 333.

Como para contrarrestar la presencia maligna de Elizabeth, mi mente había creado otra alucinación—como la denominaba el doctor—, u otro espíritu guardián.

Se llamaba a sí mismo Edward.

¿Sería el mismo que asesinó a Elizabeth?

No lo sabía, pero conmigo era cariñoso y gentil.

Hermoso e irreal. Por supuesto, lo había creado mi mente enferma, aunque ahí había hecho un gran trabajo.

Había venido para quedarse.

Te prometo que ni James ni Elizabeth te harán daño, Bella.

Me besó las sienes con sus imaginarios y fríos labios.

Día 335.

Para castigarme por mi fuga, el doctor me aumentó la dosis al triple.

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Por las noches, Edward me consolaba.

Le reproché que su pasado fuera muy sucio, pero él alegó que habían pasado por demasiadas cosas para borrar sus culpas y expiar sus pecados.

Ahora sólo estaba para protegerme.

Día 336.

La manera en la que Edward me hacía el amor era increíble. Jamás lo había sentido tan intenso, tan íntimo, tan conectadas nuestras almas.

¡Lástima que no fuese real!

Día 339.

Bella, aún no tengo fuerzas para echar a Elizabeth de aquí. Y no puedo protegerte más en esta casa.

¿Qué podemos hacer?—susurré.

Ven conmigo—me ofreció su blanca mano.

Día 345.

Lo siento mucho, Bella—se lamentó el doctor—, he hecho todo lo que he podido, pero ya no puedo ayudarte.

Carraspeó y me dictó la terrible sentencia:

Estás loca. Realmente loca, pero loca de verdad.

Sollocé.

Por lo que te pido, en el último acto de cordura que te puede quedar es que pienses en James e ingreses en una clínica mental.

Me estremecí cuando me acarició la mejilla.

Hazlo por el amor que puedas llegar a sentir por tu marido. No se merece lo que le estás haciendo.

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¡Ven conmigo!—me volvió a exigir Edward—. Te prometo que iremos a un lugar mucho mejor.

Día 350.

¡Qué irónico todo! En esta casa de muerte se estaba albergando una nueva vida.

O más bien, en mi vientre.

¡El test había dado positivo!

¡Su padre iba a ponerse tan contento!

Aún era muy pronto para comunicárselo a James. Esperaría los tres meses para que estuviese fuera de riesgo.

Día 355.

La figura de la muerte me acechaba. Elizabeth no iba a permitir que yo fuese feliz.

Antes de acostarme, apareció en el rellano de las escaleras, y clavándome sus ojos verdes, me empujó, provocándome que saliese rodando hasta llegar al último escalón.

El vientre me dio un pinchazo.

Pasó mucho tiempo antes de que pudiese moverme. Y entonces, el camisón se me manchó de sangre.

Sólo podía haber una causa.

¡No, no, no!—sollocé intentando retener lo inevitable dentro de mí— ¡Por favor! No me abandones.

La puerta se abrió y James empezó a bramar porque no le dejaba dormir con mis gritos de loca.

Cuando me vio manchada de sangre, se puso blanco.

Estiré el brazo implorándome ayuda.

¡James, por favor! ¡Por favor! ¡Por favor! No puedo perderlo a él también.

Se llevó las manos a la cabeza.

¡Estás preñada! ¡Es imposible! ¿Cómo ha podido ser? ¡No puede ser!

Y en lugar de bajar y ayudarme, o llamar a una ambulancia, se encerró en nuestra habitación.

Me quedé impotente mientras perdía a mi bebé.

No le había dado la más mínima oportunidad.

Día 360.

Bella, no puedes seguir así—me dijo James. Desde que me habían dado el alta en el hospital, no me había levantado.

Si no había sabido proteger a mi hijo, nada iba a valer la pena. Era un completo desastre.

Necesitas ayuda—me propuso—. Sólo por un tiempo, cariño. Hay una clínica que te pueden ayudar. Sólo se trata de firmar un papel y darme el control de tus cuentas. Sólo por un tiempo. Estás loca y no se sabe que puedes llegar a hacer con el dinero. Déjame que lo cuide por ti, y cuando vuelvas, todo volverá a ser como antes.

Pero yo no quería lo de antes.

Sin girarme para verle, negué con la cabeza.

Elizabeth y Edward están en mi cabeza. Me seguirán a donde quieran que vaya. No me iré. Este es su hogar y ahora el mío.

Oí como James daba un portazo como respuesta. Estaba frustrado. Y yo me permití sonreír por primera vez.

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James se había ido y Edward había venido a cuidarme.

El bebé está ahora en un lugar mucho mejor. Y tú también podrás estarlo si te vienes conmigo.

Día 364.

Cherry coke. Era lo único que me consolaba.

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Elizabeth se mecía en mi mecedora. Estaba cantando una nana. Había un paquete entre sus brazos.

Hacía mucho frío y olía todo al insoportable oxido de la sangre.

Paró cuando me acerqué y me miró con crueldad.

¡Coño estéril!—Y me mostró un paquete sanguinolento para echármelo a mis pies. Gemí del asco.

Se levantó y echó a correr hacia mi dirección.

Pero yo fui más rápida y me encerré en el cuarto de baño, acuclillada y muerta de los nervios. No hacía otra cosa que llorar a pleno pulmón mientras oía como golpeaba la puerta.

¡No escaparas de tu destino! ¡Puta! ¡Puta! ¡Puta! ¡Vamos, sé una buena madre! ¡Tu bebé te necesita!

¡Vete de mi cabeza!—chillé.

Carcajadas siniestras.

Sombras con ojos amarillos.

Gateé hasta la cesta de los medicamentos y el bote con las pastillas se me resbaló de las manos.

Miles de pastillas de verde fosforito saltaban de un lado a otro, riéndose de mí, y coreando:

¡Tómame! ¡Tómame! ¡Tómame!

Silencio.

¿Se habría ido Elizabeth?

Entonces, otros golpes.

Bella—reconocí la voz de Edward—. Por favor, ábreme.

Sólo lloraba.

¡Vete! ¡No eres real! ¡Lárgate de aquí!

Me acaricié las sienes para que la sangre circulase por ellas.

¡Palpitaciones!

Antes de desmayarme, la puerta se abrió violentamente.

Día 365, por la mañana.

No recordaba cómo había llegado a la cama. Me dolía todo el cuerpo y la migraña campaba por mi cabeza con toda libertad.

Gruñí cuando un débil rayo de sol dio de pleno en mi rostro. Alguien se rió de mí.

Con cierta timidez, como si no quisiese oír la respuesta, pregunté quién era:

¿Edward?

Sí.

Me tranquilizó oír su voz. Era lo único bueno que iba a sacar de aquella noche.

Sus fríos dedos acariciaron mi marchita mejilla. No pude evitarlo y me eché a llorar. Estaba muy cansada de luchar contra mis propios demonios.

Tenía que irme de allí, para siempre.

Edward verbalizó mis pensamientos.

Bella, ya no podemos quedarnos aquí. Tenemos que irnos. Ya no perteneces a este lugar.

Me incorporé con su ayuda. Le miré a los ojos y el brillo verde de éstos había una gran determinación.

Volvió la cabeza hacia la mesilla de noche y fijo su vista en el cuchillo que había allí.

Temblorosa, lo cogí y lo examiné con cierta vacilación.

Volví a mirar a Edward quien asintió con absoluta determinación.

Prométeme qué será rápido.

Una preciosa sonrisa torcida era una buena garantía.

Chasqueó los dedos para llamar mi atención sobre algo y me señaló la cámara de video. Iba a empezar a grabar.

Tendrás que despedirte de James, ¿no crees?

Miré hacia la cámara para expulsar a mis propios fantasmas.

Aquella casa había estado enferma desde el principio. En fase terminal. Y lo peor de todo que se trataba de una infección que se propagaba a los que habitaban en ella, arrebatándoles toda energía vital.

Sólo había una manera de curarme.

Pero estaba convencida de algo.

Cuando yo me fuese, lo dejaría todo atrás; sin embargo, la casa seguiría enfermando.

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Ruido blanco.


Continuará en el siguiente capítulo: ¿Por qué se ha hecho así? Primero, la excesiva longitud de la historia. Y segundo: ¿Y las ganas que teneis de ver a donde os conduce todo esto, eh? Hahahahahahahahahahahahahaha!

¿Truco o trato?