—¡Diablos!
Kagome masculló una maldición, levantándose con cierta irritación. Observó con odio los olvidados guantes de box que yacían perezosos sobre el piso, mismos con los que se había llevado un gran tropezón— ¡Maldita sea, Sesshomaru, no dejes tus porquerías tiradas por el suelo! ¿¡Acaso quieres que un día de estos me rompa el cuello por tu culpa?! —Chilló, con los puños tan apretados que los nudillos se habían vuelto blancos. ¡Es que, por todos los cielos! ¡Había pasado lo mismo unas tres veces en lo que iba del día!
Resopló, fastidiada. Sesshomaru no solía ser tan desordenado, por lo que la idea de que lo hacía apropósito rondó por su cabeza unos segundos.
—Deja de ser tan histérica, mujer.
La azabache giró bruscamente su cabeza, clavando su mirada castaña en el hombre que descansaba plácidamente en el umbral de la puerta, observándola con serenidad. Aún así, ella sabía perfectamente que disfrutaba el hacerla rabiar «Idiota engreído»
—¡Hablo enserio, si vuelvo a ver tus baratijas en otro lugar que no sea el armario, los quemaré y tiraré a la basura! —Kagome apretó firmemente la toalla alrededor de su cuerpo desnudo. Había pensado en darse un baño "reparador" luego de haber estado… íntimamente con el ojidorado, y encontrándose ya en la salida de la ducha, va y se tropieza nuevamente con los malditos guantes «Debe de ser alguna clase de broma enfermiza» Pensó la muchacha.
—Hm, creí que el sexo te pondría de mejor humor, veo que eso no tiene efecto en ti.
Y esa fue la gota que derramó del vaso.
Furiosa, dio dos grandes zancadas en dirección al encendedor que se encontraba sobre la estantería y encendió la flama, acercándola peligrosamente al objeto de discordia. Su acompañante esbozó una sonrisa ligera, casi imperceptible antes de agarrarla por la cintura y apretarla contra la pared, inmovilizándola mientras le arrancaba el encendedor. Kagome forcejeó salvajemente contra él mientras le gritaba toda clase de groserías, sin embargo, al sentir los labios del hombre rozando despreocupadamente el lóbulo de su oreja, dejó de moverse, dejando que la oleada de placer recorriese su cuerpo.
—Realmente me la pones dura cuando te enfadas.
Y entonces lo supo. ¡El muy bastardo ponía sus pertenencias en el suelo justamente para molestarla, y luego darse un revolcón con ella!
—¡N-no puedo creer que tú…!
—Cállate.
Y entonces la besó.
«» —
