Quiero agradecer a la fantástica y fabulosa VnikLord por betearme este capítulo y ofrecerme su mano amiga a la hora de dibujar la mente de este Sherlock. Creo que sin ella, esto no sería lo mismo. Gracias mil :3

Lo siguiente... espero que esté a la altura de vuestras expectativas!


iPod

Era la segunda noche que pasaba sin dormir. Era consciente de que no podía pasar más de una semana sin pegar ojo, pero estaba obcecado en mantenerme alerta. Además, John y yo no compartíamos habitación de forma habitual, de modo que verle dormir se había vuelto una actividad entretenida entre mensajes de Lestrade preguntando por la misión, y mi navegación con el portátil por los lugares más oscuros de internet en busca de pistas. Acudí a los sitios bajo capas de código basura de algunos de los proveedores que había conocido en mis épocas bajas, dándoles información para conseguir datos sobre posibles bandas implicadas en el tráfico. Estaba más que convencido de que había drogas implicadas en el asunto, aunque el mediocre equipo de Mycroft dijera que no.

Mientras accedía a un foro encriptado de una de las bandas de Londres de la que hacía años había sido habitual, escuché algo que llamó mi atención. Al principio fue solo un murmullo, y decidí ignorarlo. Era muy común que la gente hablara en sueños. Además, casi nunca podía apreciarse nada comprensible para el espectador ocasional. Continué escribiéndome con mi contacto.

Σ — ¿Te queda al 7?

Esperé a la contestación. El marcador de texto en la caja negra del chat parpadeó en verde una vez mi interlocutor comenzó a escribir la respuesta.

Ω — Si es para ti, siempre. ¿En la cruz*?

Chasqueé la lengua.

Σ — No me encuentro en la ciudad ¿Algún distribuidor en la zona?

Ω — ¿Dónde estás?

Σ — Viajando. En España por la mañana. En Coruña ¿Puedes conseguirlo?

Esperé. El cursor permanecía parpadeante. John se removió en la cama. Jadeaba y se retorcía. Le miré un momento, comprobando que no estuviera sufriendo o dolorido. Permanecía con los ojos cerrados, con una mueca extraña. Murmuraba algo con los labios entreabiertos.

Ω — Las cosas no están fáciles por allí, pero tengo un contacto. Tiene una reunión por la mañana. Podrá conseguirte algo. Ve a esta dirección.

Me adjuntó los datos de calle, número, y una imagen limpia del local. Un comercio con la persiana echada. ¿Qué posibilidades había de que fuera el sitio que buscaba? Hummm...

Σ — Gracias.

Ω — Un placer.

La conexión del chat se cerró, y apagué el portátil, satisfecho. Bien, bien. Ya tenía un lugar que registrar en cuanto desembarcáramos.

John jadeó y se llevó una mano al hombro, gruñendo. Titubeé. Sabía que John tenía pesadillas. Le oía por las noches, en Baker Street. Lo cierto era que solía tocarle el violín (parecía calmarle de alguna manera y llevarlo al sueño tranquilo otra vez, aunque seguía sin establecer por qué), pero allí no disponía de él. Tenía el iPod, pero era demasiado temprano para poner música. En otras circunstancias, no tendría consideración por los otros residentes en el braco, pero no podía permitir que nos echaran.

Me quedé mirándole como uno de esos idiotas a los que tanto despreciaba, sin saber qué hacer, cómo podía calmarle sin invadir su espacio. Cuando empezó a gritar de dolor, y a arquearse sobre el colchón, me puse a deducirle rápidamente, buscando información. No conseguí nada más allá de saber que estaba teniendo un sueño terrible, y de que la herida de su hombro había empezado a dolerle como un infierno.

Sin saber muy bien qué hacer, le sacudí con cuidado, intentando despertarle. Nada. Siguió retorciéndose.

— John. Despierta, John. Es una pesadilla —urgí. El sudor le perlaba la frente, y se aferraba a las sábanas con una fuerza inusitada. Cada vez se revolvía más y más, y la ropa de cama se le enredaba por todo el cuerpo.

Como siguiera así, se ahogaría a sí mismo con la tela. Salté sobre él, intentando limitar sus movimientos sin mucho resultado. Al final, opté por sentarme encima. Sabía que pesaba poco, por lo que no sería un gran impedimento si de verdad quisiera librarse de mí, pero al menos era algo. Tampoco era que fuera la mejor de las ideas. Mi cuerpo sobre el suyo solo haría aumentar su sensación de estar atrapado. Aunque tampoco tenía muchas opciones.

Dijo mi nombre un par de veces, angustiado, y traté fuertemente de aislar ese echo de mi mente. Me pregunté si estaría recordando el momento en el que salté de Bart's. Me sentía muy culpable de haber sido la causa de su dolor durante casi tres años, pero había tenido mis motivos. Tampoco había sido agradable para mí... aunque eso era algo que prefería guardarme.

— ¡NO! —exclamó, en un gruñido incomprensible. Después de eso, vino un alarido desgarrador.

Su grito me alteró, y continué llamándole a la cordura. Sus manos buscaron las mías y las aferraron con fuerza, dejándome los dedos blancos, cortando el riego sanguíneo. Los metacarpianos y los carpianos se resintieron ante la fuerza que imprimió, y dejé escapar un gruñido, pero no le solté. Cuando empezó a dar manotazos, le levanté las manos por encima de la cabeza.

— ¡Sherlock!

Se retorció con fuerza y se alzó sobre el colchón, intentando zafarse de mi presa. Me afiancé, clavando las rodillas en sus costillas y presionando hacia abajo, intentando que volviera a estirarse. Le di un bofetón rápido, volviendo a coger su mano libre cuando intentó devolverme el golpe en sueños. No funcionó. Siguió retorciéndose, gruñendo y gritando, hasta que le mordí la nariz. Lo admito, fue algo cutre, pero resultó tremendamente efectivo.

— ¡John! —dije, volviendo a sacudirle.

Entonces abrió los ojos. Me miró, y pude leer la angustia y el dolor en ellos. Tenía la esclerótica irritada, como si tuviera conjuntivitis, o hubiera estado llorando, aunque sabía que la segunda era improbable, dado que no le había visto derramar una lágrima durante el tiempo que duró su pesadilla. Se ruborizó, no supe si por el calor que emanaba su cuerpo, o por otra cosa. Le estudié atentamente, y por primera vez reparé en nuestras posiciones y lo inapropiado socialmente de mi postura sobre él. No me moví, a pesar de todo. Necesitaba asegurarme de que estaba bien, además de que no me encontraba particularmente incómodo, que dijéramos.

Desde el beso de urgencia del pasillo dos días antes, John había estado actuando de forma extraña. Aprecié que me miraba mucho más que antes, y que había momentos en los que parecía querer decirme algo, a lo que yo aguardaba con impaciencia. Desde que había vuelto a Londres, John se había convertido en algo aparentemente vedado para mi lectura. Podía conocer datos superficiales, sin a penas rozar la base de lo que había bajo la piel de mi doctor, y eso me frustraba. Porque antes de que me fuera, siempre había sido un libro abierto (mi preferido, a decir verdad, aunque jamás lo admitiré por cuestiones personales), pero ahora que volvía a estar en casa, parecía haber cerrado todas las puertas que antes habían podido existir, abiertas para mí.

Sí, los ojos eran ciertamente las metafóricas y poéticas ventanas del alma. Eran una fuente inagotable de información, una de las partes más expresivas del ser humano. Las del resto del mundo estaban entreabiertas o de par en par. Las de John Watson se habían cerrado, con las cortinas opacas corridas. Y yo no tenía ya permiso para abrirlas. Percibía vagas sombras de lo que había en el interior, ideas de lo que podía estar pasando por su cabeza, pero nunca el concepto. Y eso me estaba matando.

Parpadeó, evidentemente desorientado. Sacudió la cabeza, y miró su reloj. Decepción al ver la hora. Esperaba dormir más. Está cansado. Líneas de agotamiento bajo los ojos, ojeras en potencia. Posible dolor de cabeza, sumado al dolor del hombro. Está alterado por el sueño.

Cuando se levantó bruscamente, tirándome hacia atrás, dejándome frente a él, me quedé quieto, sin saber cómo iba a reaccionar, o qué iba a hacer. Podía plantear millones de hipótesis de lo que acontecería, pero ninguna igual a la realidad. Me cogió la cara entre las manos, y acercó la suya, observando detenidamente cada detalle de ella en lo que reconocí como un rápido examen médico. Me dejé hacer, pensando que el encontrarme en perfecto estado le relajaría. Me agachó la cabeza, y la giró en todas direcciones buscando entre mi pelo. Nadie había pasado nunca los dedos entre mi pelo excepto yo, y mi madre cuando era pequeño, y la sensación era muchísimo más placentera de lo que recordaba. Reprimí el ronroneo que estuvo a punto de huir de mis labios al sentir las yemas acariciarme el cuero cabelludo. Hubiera sido vergonzoso y, desde luego, no habría ayudado a que John se relajara.

Suspiró, aliviado, y entonces se dejó caer contra mi. Quedó con la frente apoyada en el hueco de mi hombro y no supe qué hacer. Nunca había tenido contacto humano de ese tipo. A ver, no era virgen. Conocía el sexo, sabía cómo funcionaba. Desde luego que había tenido contacto humano. Sólo que no de ese tipo. Ese era un gesto de rendición y sumisión proviniendo de un hombre que, en cualquier otra circunstancia, se habría comportado lo más independientemente posible y hubiera solucionado solo sus problemas. Le acaricié la espalda, notando como se relajaba poco a poco.

Dios. John debía de ser la única persona en el universo capaz de buscar consuelo en un sociópata.

Sentía su respiración en la piel descubierta de mi clavícula, su aliento cálido erizando mi piel. No pude evitar recordar el beso en el pasillo, sus labios sobre los míos, su cara roja y sus jadeos. Sus manos en mi pelo, acercándome más. Sus ojos vidriosos, los labios entreabiertos, jadeantes, y las mejillas coloradas cuando me giré después de comprobar que el vigilante se había ido. Esa postura que pedía más a gritos.

Intenté olvidar esos pensamientos mientras mi mano se deslizaba una y otra vez por su espalda en lo que esperaba fuera un contacto reconfortante.

— John... —empecé. Por primera vez en mucho tiempo, no tenía palabras. Carraspeé, intentándolo otra vez —. John. Deberías descansar. Hoy desembarcamos en España. Hoy van a cargar la bodega. Te necesito despierto.

Perfecto. Eso había quedado bien, conseguiría que durmiera sin necesidad de ponerme en evidencia. Grandioso plan.

Negó que estuviera a punto de caer rendido, pero podía notar como su peso se cargaba en mí a medida que pasaban los segundos. De vez en cuando se movía. Mostraba algún tipo de reticencia a volver a caer el la inconsciencia. Temía volver a caer en la misma pesadilla. Sus sueños le perturbaban.

Le tumbé con cuidado, y me estiré hacia la mesilla, sacando de mi cajón mi preciado iPod. Me sorprendió que obedeciera y se dejara hacer. Le tendí los cascos sirviéndome de mi mejor arma: su fe en mí. Su confianza.

Se los puso, y busqué por el menú. Tenía montones de teorías a cerca de una de mis composiciones, y aquí tenía la oportunidad de comprobarlas o desecharlas todas. Mis hipótesis podrían ser por fin respondidas. Me habría gustado muchísimo más poder tocarle con el violín, pero a situaciones desesperadas…

Lentamente se quedó dormido, y bajé el volumen sin pausar la reproducción. Observé su rostro dormido, apreciando la lentitud de su respiración acompasada, y los labios entreabiertos. Algo removió mi estómago. Frunciendo el ceño, me levanté la camiseta del pijama y me miré el vientre. Nada. Palpé con los dedos, y tampoco encontré irregularidades. La sensación volvió con más fuerza cuando John rodó hasta quedar boca abajo. Buscó mi mano con la suya, y cuando la encontró, la cogió con firmeza, dejando escapar un suspiro con una leve sonrisa. Parpadeé, confuso. ¿Qué estaba pasando?

Miré mi estómago y luego a John, cuando el cosquilleo fue tan fuerte que creí que lo que fuera que estaba allí dentro dando problemas, me había tapado los pulmones. Abrí el ordenador, decidido a darle un nombre definitivo a la composición (¡Por fin tenía título! Y había sido tan obvio…), y una vez lo hice, abrí Google. Estaba seguro de que no había ingerido nada en mal estado, porque no había comido nada desde que embarcamos. Debía ser otra cosa. Tal vez un principio de náuseas por el vaivén del barco. Necesitaba información.

Tecleé los síntomas y miles de ideas aparecieron en el buscador. Pasé de una en una. Muchos eran términos médicos que no se ajustaban a mi caso. También había entradas para embarazadas, que ignoré sistemáticamente. Al pinchar en uno de los links de una página de un hospital canadiense que describía los síntomas con gran detalle, el dedo se movió y en lugar de entrar en esa página, se cargó otra.

¿Por qué se siente un cosquilleo en el estómago cuando se está enamorado?

Fruncí el ceño y, calificándolo como basura, estuve a punto de recargar el buscador, cuando la descripción de las hormonas liberadas me llamó la atención. Decidí no desechar tan pronto la posibilidad. Por ahora, era el resultado que mejor se ajustaba a las pruebas. Bien, podía manejarlo. Información. Necesitaba más información.

Dentro del área figuraba algo conocido como "cóctel del amor". Bufé. Menuda sarta de gilipolleces... No obstante, era todo cuanto tenía, y no era un experto en biología, pero eso era química pura. Tal vez influyera en organismos vivos, pero era química. De modo que me puse a ello. El famoso "cóctel" era un conjunto de hormonas: serotonina, feniletilamina, dopamina, oxitocina y noradrenalina. Hasta donde y sabía, la serotonina era la hormona del placer y se liberaba en situaciones como el sexo. La noradrenalina dilataba las pupilas y la fenietilamina era la culpable del rubor y la taquicardia. Aún así, la química no podía explicar por qué mi estómago estaba igual que un panal. Así que continué leyendo. Por lo visto, el estómago era un "segundo cerebro", considerado así por trabajar junto a los procesos psíquicos.

Interesante.

Pasé más de dos horas acumulando datos, hasta que acepté la idea de que podría estar enamorado de John. ¿Atracción…? Pensé en mi reacción cutánea a su respiración, el nudo en mi vientre cuando me cogió la mano y el tirón extraño cuando pensaba en el beso del pasillo. Definitivamente, había algo. Me levanté y caminé al baño. Encendí la luz y, en algo que no había hecho en mucho tiempo, desde que tenía cinco años, me miré a mí mismo a los ojos, bajo la luz encendida del cuarto. Observé mis pupilas, contraídas ligeramente por la luz de las bombillas led, y bajo esa misma luz, puse todo mi empeño en pensar en John. En el beso en el pasillo, en nuestro primer caso como compañeros, en la primera vez que dijo que era brillante. No tuve que esperar mucho tiempo antes de apreciar el brusco cambio en mis ojos. Las pupilas se dilataron hasta extremos que no creía posibles, oscureciendo mi mirada, y de nuevo esa odiosa sensación de algo zumbando dentro de mí. Chasqueé la lengua.

Repasé mentalmente los hechos de hacía dos días. Justificaba el besar a John como que no había otra solución para evitar ser pillados, aunque a quien había perseguido el de seguridad era a mí, y podía haber huido por cualquier otro sitio. John me había devuelto el beso, lo que implicaba que, hasta cierto punto, correspondía. Yo sabía que había algo en John, algún tipo de atracción hacia mí. Sabía que no era gay porque había salido con mujeres antes, pero no descartaba la posibilidad de que fuera bisexual.

Era muy probable que, debido a su experiencia familiar con Harry y su padre, John se negara a aceptar que no solo le gustaban las mujeres, lo que explicaría también porque se ponía nervioso cuando alguien insinuaba que estábamos juntos (algo que yo no corregía porque era… bueno… prefería dejarle ese tema a él. A mí tanto me daba, de todas formas), y porque se obsesionaba en dejar claro que no era homosexual. Volví a la cama, apagando las luces y sintiendo que este nuevo cambio iba a ser algo interesante en lo que ocupar mi mente.

Me había… Está bien, Holmes. Cuando has descartado lo imposible, lo que queda, aunque improbable, tiene que ser cierto. Sé sincero, al menos contigo mismo. Me había gustado besar a John. Cuando me giré y le vi, por un momento creí saber que me estaba invitando a seguir y demonios, lo hubiera hecho. Nunca me lo hubiera planteado en un estado de frialdad, pero en caliente… Y definitivamente, ver a Billy, el imbécil de las termas tocándole, había sido algo que había rayado todos mis limites de contención. Ya era bastante malo soportar las largas horas o incluso los días que John estaba con esas mujeres idiotas y para nada interesantes cuando me tenía a mí. Había deseado partirle la cara a Billy solo por pensar siquiera que podía tocar lo que era mío.

Oh, vaya. He aquí otra revelación. John era mío.

Fruncí el ceño. Posesividad. Definitivamente, no era normal.

Cerré el portátil por segunda vez esa noche, dejándolo a un lado, y retiré con suavidad los cascos del iPod antes de guardarlo de nuevo en el cajón, bajo los calcetines. Me pasé el resto de la noche en mi palacio mental, intentando definir qué rayos me estaba pasando, hasta que espabilé con los primeros rayos de sol a través del ojo de buey. Miré la habitación. John seguía durmiendo, pero se había abrazado a mí. Le miré con el ceño fruncido, pensativo, pensando en despertarle. Decidí no hacerlo. Se le veía tan tranquilo, comparado con esa mañana a las cinco… Me levanté como pude, alejándole con cuidado mientras algo cálido se expandía por dentro de mí. Noté calor por todas partes, incluso en la cara. De nuevo, ese cosquilleo molesto. Una vez le dejé tumbado, me dirigí al baño para darme una ducha aprovechando que la bañera estaba libre. Cogí unos pantalones del armario y unos zapatos y calcetines. Estaba llegando al baño, cuando John hizo un ruidito que hizo que me girara.

Mi compañero de piso abrazaba la almohada que había usado como respaldo la mitad de la noche, y donde había apoyado la cabeza para entrar en mi palacio mental la otra mitad. Sin duda, guardaba mi olor corporal. Vi como la olía, suspiraba, y se acomodaba contra ella, con una pequeña sonrisa.

- Sherlock… -murmuró.

Arqueé las cejas y parpadeé, notando como el calor aumentaba. Me sentí raro. Sacudí la cabeza y me metí en el baño. Al entrar en la ducha, noté cierta incomodidad, y miré abajo. Chasqueé la lengua con desaprobación mientras apoyaba la mano derecha contra la pared, a medio camino del grifo del agua caliente.

Esto no me pasaba desde la pubertad. Al menos no cuando yo no quiero… O tal vez es que sí quiero… Maldición.

Podía oír el Mycroft insoportable que vivía en una de las oscuras habitaciones de mi Palacio Mental reírse de mi situación, faltaría más.

- Estás en el lado perdedor, Sherlock. Los sentimientos no son una ventaja.

-Cállate, Mycroft. Ve a comerte a alguien y déjame en paz.

Se rió en mi cara. Como si lo estuviera viendo.

- Uhg, Sherly. ¿Cómo era eso? Ah, sí. "Las verdades duelen"...

-¡Cállate ya! ¡Y no me llames Sherly!

Meneé la cabeza, y le hice salir. Ya no recordaba por qué demonios tenía a Mycroft en mi Palacio. Para qué seguir aguantándole en mi cabeza, cuando ya era bastante malo soportarle las pocas veces que me "honraba" con su presencia.

Me mordí la lengua mientras pensaba qué hacer respecto a mi "pequeño" problema. Suspiré.

Una ducha fría, pues. La primera en años. Bueno. Recordemos viejos tiempo, entonces.

Abrí el grifo del agua fría, y cerré las manos en puños. Iba a ser un caso interesante.


Observar a unos traficantes intercambiando droga por dinero nunca había sido más aburrido.

Había tirado de John hasta el parque que había justo delante del local que mi contacto, Omega, me pasó por el chat cifrado, y nos habíamos ocultado allí, detrás de un muro, como aficionados.

Yo no necesitaba realmente estar allí. Sabía de antemano cuál era la fuente. Tenía, de hecho, pruebas concluyentes suficientes para cerrarles el chiringuito, pero de haber ignorado el plan original, John habría estado con la mosca detrás de la oreja. Y tarde o temprano, eso le habría llevado inevitablemente a mi registro de internet, donde figuraban las páginas fantasma como enlaces aleatorios. Quién sabía lo que podría sospechar si abría el historial y veía, por ejemplo, que había estado hipotéticamente viendo vídeos de gatitos durante casi seis horas, durante la madrugada. No podía controlar lo que salía en el historial. Simplemente salía y ya.

Tenía la sana costumbre de vaciar el caché, las cookies y el historial del buscador muy a menudo, evitando así cualquier intento de rastreo (y la entrometida y larga nariz de Mycroft, que era en realidad el motivo principal de todas esas medidas), pero podía llegar el día en que eso no fuera suficiente, de modo que mejor no arriesgar. Cuando se fueron, mi cabeza ya había registrado toda la conversación en un segundo plano mientras yo continuaba debatiéndome con el descubrimiento que había hecho esa mañana, comparando y certificando los indicios y evidencias.

Ahora, mi cabeza estaba completamente centrada en John. Necesitaba saber que no estaba enfadado para poder descartarlo y quedarme tranquilo. El cabreo porque le besara era hasta cierto punto comprensible para mí. Tal vez había conseguido que se sintiera incómodo, violento... o tal vez solo se trataba de que había herido las defensas que se había construido. En cualquier caso, necesitaba que John no estuviera enfadado.

— John... respecto al otro día... si estás enfadado o molesto por el... —empecé, pero me cortó. Parecía... incómodo, aunque era probable que dolorido también, se frotaba el hombro distraídamente... Los datos bailaban demasiado en mi cabeza. Demasiados, demasiadas hipótesis, demasiadas posibilidades sin fundamento. No podía ver nada en John, y eso me estaba matando. Estaba bajo un fuerte disfraz... un disfraz que probablemente no controlaba voluntariamente, pero que yo ansiaba quitarle. No podía deducirle. No sabía lo que estaba pasando por su cabeza. No tenía manera de lograrlo. Me estaba cerrando la puerta. Me estaba forzando a adivinar.

Lo intenté de nuevo. Tal vez a base de insistir... De verdad que necesitaba como necesito el aire para respirar (molesta tendencia de mi transporte, esa, pero qué se le va a hacer), que dejara de estar enfadado. Aún así, volvió a intentar dejarlo estar.

— No. No da igual —repliqué. Me levanté de la rama y le miré, buscando más datos, buscando información, buscando a mi John Watson, buscando algo, lo que fuera. Empezaba a dolerme la cabeza de la energía que estaba poniendo en leerle. Era como si estuviera mirando un supuesto fantasma, algo que en realidad no estaba ahí —. Sabes que los sentimientos no son lo mío, John. A estas alturas ya tendría que estar sobradamente claro. Por eso voy a necesitar tu confianza. Si me sobrepaso en algo, o hago algo que te... incomode... dímelo. No puedo hacer funcionar... —iba a decir "nuestra relación", pero eso podría despertar connotaciones románticas que, si bien a mi no me molestaban, de hecho incluso podía llegar a aplaudirlas (qué extraño pensamiento, ese), a él podrían molestarle aún más. Teniendo en cuenta que mi objetivo principal era intentar establecer una comunicación sana entre nosotros y obtener el perdón de John en caso de existir una molestia, esa podía no ser la vía de actuación más efectiva, por lo que opté por un nombre más genérico y poco concreto, amorfo en sí mismo, aunque yo despreciaba la falta de concreción —... esto... si en lugar de quejarte abiertamente y decirme qué es lo que te molesta, te lo callas y te sigues cabreando, me volveré loco. Me estoy volviendo loco —me sinceré. Reprimí las ganas de masajeárme las sienes y cerrar los ojos. El dolor de cabeza producto de intentar deducir algo que no podía aumentaba de forma exponencial.

Su cara de asombro fue probablemente lo que más me molestó, aunque tuvo la desconsiderada desfachatez típica de los idiotas más allegados a Anderson, de decir que él se creía muy fácil de leer. ¡Si fuera fácil no tendría este dolor de cabeza! Por el amor de Dios, John. ¡Espabila! ¡Abre los ojos y obsérvame! No pude evitar cogerle la cara entre las manos, sujetándosela para poder mirarla mejor. Era una especie de prueba. Tal vez en la cercanía, consiguiera algo... además de que estaba probando la hipótesis del amor y la atracción en un segundo plano. Mi capacidad mental de llevar varios experimentos a la vez era de las pocas habilidades que seguían a pleno rendimiento, últimamente.

— ¿Quieres que te diga lo que me molesta? -murmuró, y su aliento cálido me bañó la cara. Podía notar su pulso acelerado en la vena palpitante de su cuello, y su rubor en ascenso. Podía notar su nerviosismo. Lo ignoré al mismo tiempo que lo disfrutaba. Desconocía si eso era siquiera posible, pero así era. Yo solo quería saber, entender.

Mi corazón pareció reconocer los latidos del suyo, y decidió que era el momento de sincronizarse, porque cuando mi mirada vagó por los rasgos de su rostro (ojos, cejas, marcas de expresión y labios), se aceleró hasta quedar a la par con el de John, como si le estuviera desafiando, a ver cual podía soportar más velocidad.

— Por ejemplo, si esto te incomodara... podrías decírmelo...

Me incliné hacia él mecánicamente, sin pensar en lo que estaba haciendo, concentrado en la cara de John y aspiré el olor de su carne tibia cuando mi nariz rozó su cuello. Aunque mis observaciones eran muy buenas a primera vista, una vez extraída la información necesaria para valorar al objetivo, mis habilidades se reprimían considerablemente hasta descender a estándares prácticamente medios. Estar deduciendo todo de todos a jornada completa era simplemente agotador, por lo que me limitaba a obtener datos y no darles un significado, sino simplemente almacenarlos en un rincón de mi palacio mental del que los desecharía en un periodo de tiempo cuidadosamente establecido: no lo suficientemente corto como para resultar contraproducente de necesitarlos, pero tampoco lo bastante largo como para que supusiera una molestia. Todos los datos recogidos de John estaban celosamente guardados y clasificados en su sala correspondiente, aunque me sorprendía la cantidad de nueva información que llegaba casi a diario.

Con sus idas y venidas al 221 B por el trabajo en la clínica con Sarah, nunca había tenido la oportunidad de estudiar a John de cerca (no tanto como me gustaría, al menos), exceptuando las ocasiones, que no eran pocas, en las que mi compañero de piso caía rendido en el sofá. Y eso había aportado nuevos datos, por supuesto. La mayoría, esclarecedores, pero con un sujeto dormido la información no fluye igual de bien. De modo que esta probablemente sería mi única oportunidad de saber más.

Vamos, John. Dame una reacción.

— Vetas azules y verdes cerca de la pupila en el derecho... y azules y marrones en el izquierdo. Antecedentes de heterocromía familiar —murmuré para mí. Mis dedos pasaron por su cara con suavidad, notando las primeras arrugas que se formaban en la piel —. Ojeras y marcas de expresión. Alegre y optimista. Pesadillas producidas por algún desequilibrio emocional temporal o algún conflicto interno... no duerme bien. Labios masculinos, heredados del padre... pero nariz pequeña y redonda, de la madre. Pestañas cortas, rubias... Mechones de raíz desgastada. Primeras canas, poco numerosas. Indicios de tinte en la juventud: cuero cabelludo ligeramente resentido. Tonos oscuros. Negro, tal vez. Un intento de cambiar, de desligarse del pasado... Pabellón auditivo externo sobresaliente pero bien formado...

Le sentí estremecerse bajo mi toque una vez, paré en seco y cuando miré sus ojos, vi como sus pupilas se dilataban, casi tanto como lo hicieron las mías esa madrugada en el espejo del baño. Su aliento cálido de sus respiraciones aceleradas me daba en la cara. podía notar su pulso acelerado y el calor en sus mejillas.

— ¿Te molesta?

—No... no lo sé.

Sentí un fuerte golpe de decepción. Él tenía que saber qué estaba pasando allí mejor que yo. Él era el idiota. Él era quién sabía sobre sentimientos. ¿Iba a negar eso siempre? ¿Todo el tiempo? ¿Por qué? No entendía.

Meneé la cabeza, intentando reprimir las ganas que tenía de gritarle. Cuando se apartó de mí, bajé la cabeza, como avergonzado. ¿Vergüenza, yo? ¿Desde cuando? Maldito John Watson... La sensación de sentirle apartarse de mí hizo que un recuerdo de hace años, de la última vez que estuve con alguien en serio, volviera a emerger de las profundidades olvidadas de mi cerebro. Y es que había eliminado el recuerdo de mi mente, pero la emoción de sentirse rechazado era la misma, profunda e incomprensible. Esa vez fue la única vez que alguien me dejó a mí. Normalmente era yo el que ponía fin a las relaciones, empezadas o por empezar. Nunca permitía que fuera otro el que diera por acabado un periodo compartido. Estaba tan enterrado que ni siquiera recordaba su nombre.

La sesión de sexo de esa tarde había sido estupenda. Satisfactoria hasta puntos increíbles. Algo que había esperado, por supuesto. Había calculado que ese día mi pareja estaría de buen humor, y que por lo tanto su ánimo a la hora de mantener relaciones sexuales sería más alto de lo normal. Y yo necesitaba desconectar un poco. Había perdido hacía poco a mi contacto en el submundo londinense, y la droga había dejado de llegar. Y todo eso, tenía que agradecérselo a mi amado hermano Mycroft, que se encargó de poner vigilancia sobre mí a horario completo, lo que imposibilitaba cualquier intento de fuga u obtención de más dosis. Ni siquiera en mi penoso apartamento a las afueras era capaz de consumir un poco. Y el tabaco hacía tiempo que había dejado de ser suficiente. Sin casos y sin drogas... mi cerebro se me comía. El sexo era lo único además de aquello que, aunque resultara sucio y tedioso por su necesidad, podía apagar mi cabeza.

— Sherlock.

Giré la cabeza para mirar a mi lado y dejé de contemplar el techo sobre mí, fascinado en las chiribitas blancas y negras que veía tras las pupilas después de uno de los orgasmos más intensos que había tenido en mi vida. Ni siquiera sabía cómo había pasado eso. Solo que quería repetirlo en cuanto mi periodo refractario terminara. Por el momento, disfrutaba del silencio. Mi mano, sobre el estómago, subía y bajaba con mi acelerada respiración. La respiración rápida a mi lado resultaba reconfortante. Era la primera vez que me sentía a gusto con alguien. Que realmente disfrutaba con una relación más allá del sexo. Que veía la convivencia con otro ser humano como algo más que un entretenimiento o una obtención de datos. Tal vez estar en una relación seria no estaba tan mal.

Hacía tiempo que lo había estado pensando. A penas una semana antes, me había encontrado a mi mismo parado delante de una floristería, decidiendo qué tipo de flores le gustarían a ella. Curioso. Había fantaseado incluso con que viviéramos juntos. Comprar una casa en el campo donde pudiera criar abejas, como siempre había deseado, y donde ella pudiera plantar orquídeas y madreselvas como sabía que le gustaba. Amaba la jardinería. Su piso era un lugar increíble, lleno de raros especímenes de flores exóticas en perfecto cuidado. Nunca había visto a nadie tratar con tanto mimo a algo tan... poco importante a primera vista como una flor. Y era lista, oh, si lo era. Era inteligente y me entendía. Empezamos como una relación sin compromiso, que era lo que ambos buscábamos.

Ahora no estaba seguro de hasta qué punto deseaba estar libre de ataduras. Hasta qué punto quería ignorar las convenciones sociales.

No me estaba enamorando. No podía enamorarme de esa manera romántica y absurda en la que todo el mundo parecía hacerlo. No sentía nada en el estómago, ni mi mente estaba a pleno rendimiento pensando en ella. Simplemente estaba ahí. Y sabía que podía contar con ella cuando la necesitara. Y viceversa. Para mí, era más que suficiente.

Los ojos verdes a mi lado me miraron fijamente. Podía ver la llama del deseo ardiendo detrás, la lujuria en las pupilas dilatadas.

Sabía que eso podía acabarse. La secreción de hormonas no seguía para siempre a esos niveles. Una vez descendían, continuar con un único compañero era extremadamente difícil, pues se hacían presentes las incompatibilidades. Yo había encontrado a alguien con quien podía ser yo mismo, que comprendía mis necesidades y las compartía. Que no criticaba mi modo de vida y consideraba que mi trabajo realmente era importante. Yo había encontrado a alguien con quien poder hablar sin ser tratado como un bicho raro, y era agradable poder colaborar con sus investigaciones cuando me lo permitía.

— Sherlock. Tenemos que hablar.

Fruncí el ceño. ¿Hablar? ¿Ahora?

— Sherlock, se acabó.

Me incorporé, apoyándome en un codo para poder mirarla. Tenía el pelo corto revuelto en ondas pelirrojas que se desparramaban alrededor de su cabeza como una corona de espinas. Mi corazón empezó a latir desenfrenado, y nada tenía que ver con la reciente actividad. Se me secó la boca.

— ¿Por qué? ¿Estás incómoda, te sientes mal con esto? Si es por lo de la otra noche, lo lamento. Fui desconsiderado y...—dije rápidamente. Sentí frío por primera vez en el día. Podía notar la sangre congelarse en mi interior. Necesitaba con una extraña urgencia que aquello no se terminara. ¿Lo estaba terminando? ¿Ella?

Se incorporó, sentándose sobre la cama y pasándose una mano por la cara. Se mordió un dedo, como hacía cuando estaba alterada, y me incorporé también para poder ver qué estaba mal.

— Rachel, yo...

— No hagas eso. Por favor. No finjas que te importa.

Parpadeé, sorprendido.

— No estoy fingiendo nada.

Se rió. Fue una risa amarga. Bajó la cabeza y su pelo la cubrió. Noté por lo entrecortado de su respiración que estaba alterada y al borde de las lágrimas. Yo no sabía qué hacer. No acostumbraba a tener mujeres llorando en mi cama. No acostumbraba a tener mujeres llorando y punto. ¿Qué era eso? ¿Algún tipo de síndrome post-coital? Porque ella realmente había estado feliz cuando entró por la puerta. Y mientras lo hacíamos. Tal vez me había equivocado, aunque eso no era probable.

— Lo sé. Solo... no lo intentes, ¿vale?

— ¿Te he hecho daño? ¿He sido muy...? —admitía que tal vez me había entusiasmado un poco demasiado esa vez.

Alzó la cabeza de nuevo y me miró. Tenía los ojos rojos y brillantes, aunque no había lágrimas. Estaba herida, pero no sabía por qué. Mi comportamiento no había variado en nada desde que nos conocimos, y todo había ido bien... Ese día no había sido distinto... mis ojos vagaron por su cuerpo aún desnudo, buscando pistas a cerca de qué podía estar pasando. Solo aprecié el leve temblor de su cuerpo. Fruncí el ceño al darme cuenta de que no estaba sacando nada en claro de ella. No podía deducir nada. Mi cerebro estaba atascado. Me la quedé mirando como un idiota, sin saber qué hacer o qué decir.

No recuerdo bien el resto de la conversación. Todo lo que puedo recordar es que me dio un beso en la cabeza, se vistió y se fue. Nunca más volví a verla. Y me sentí completamente solo por primera vez en mucho tiempo.

— ¿Por qué me cuentas esto? —preguntó John, parpadeando sorprendido. Estaba medio alterado por algo que al parecer yo había dicho. Revisé mentalmente mis palabras y quise golpearme por ello. No podía hablar sin pensar. No era bueno.

Se lo había dicho. Recordaba entre la bruma del recuerdo cegado por la lluvia y el dolor, que se lo había dicho. Desde que pasara, me prometí a mí mismo que suprimiría ese recuerdo, que lo borraría, y nunca más lo sacaría. Pero era inevitable. Lo malo siempre aflora, no importa lo profundo que creamos haberlo enterrado. Es mala hierba, y mala hierba nunca muere.

Me levanté bruscamente, con las manos en los bolsillos. No me había dado cuenta de que había empezado a llover. Necesitaba despejarme. Un poco. Bastante.

— No lo sé.


¿Qué hacer? Los recuerdos amenazaban con salir y tenía la sensación de que me ahogaba. Necesitaba respirar, necesitaba pararlos, necesitaba... una salida. Recordé el mensaje a mi contacto esa mañana, y corrí hacia el punto de encuentro, rezando por que John ya se hubiera marchado al barco. No quería verle. Necesitaba estar solo un rato... ordenar mis ideas. Llegué a la persiana metálica corrida, y golpeé un par de veces, esperando. Subí el cuello del abrigo para cubrirme un poco de la lluvia que arreciaba y tratando de evitar posibles reconocimientos faciales. Esperé y esperé sin éxito, y volví a probar, esta vez marcando una melodía de tres tonos con los nudillos. Me temblaban las manos.

La persiana se abrió y la mujer de antes apareció. Me estudió de arriba abajo con una mano en la cadera.

— Está cerrado, cielo.

— Vengo a recoger algo. Me envía Omega.

— ¿Eres Sigma?

Asentí, demasiado necesitado de la droga como para retrasar más la entrega dignándome a contestar.

La mujer, apretando los labios, conforme con la información, estiró un brazo hacia atrás y me tendió un pequeño frasco de líquido transparente, sin etiqueta. Junto a él, iba una jeringuilla. Los tomé rápidamente, y abrí la cartera para pagar. Por suerte había sacado dinero en efectivo hacía poco, grandes cantidades, por lo que la transacción no fue un problema.

— No eres de aquí —dijo, sacando la cabeza y mirando a los lados. La mano dentro de mi bolsillo le daba vueltas al frasquito, deseando darle un uso —. Que no te pillen.

Puse los ojos en blanco y la persiana se cerró tras de mí con un chasquido. Volví corriendo al puente que había encontrado antes, sabiendo que allí, cerca del puerto en plena tormenta, y al abrigo de las sombras, era poco probable que la policía local pudiera atraparme. Empezó a dolerme la cabeza de lo fuerte que estaba apretando los dientes cuando estaba a unos pocos metros del lugar, y nada más llegar, me arremangué, cogiendo un lazo con el que hacerme un torniquete. Me até la cinta bajo el codo, y metí la aguja en la tapa del frasquito para cargarla. Tuve que intentarlo varias veces antes de poder ensartarla, y otras tantas al sacarla, intentando no romper la aguja con las sacudidas. Me ardían los ojos y me notaba temblar. Todo yo temblaba.

Golpeé la jeringa y apreté para que saliera el aire. Luego, la llevé contra mi piel, allá donde sabía que estaba la vena y ya había restos de marcas de pinchazos anteriores. Apreté los labios y me dispuse a atravesar la membrana cutánea cuando una voz me detuvo.

Sherlock, no lo hagas.

Moví la cabeza, intentando que el John que vivía en mi cabeza me dejara tranquilo. Volví a posicionar la jeringuilla.

Sherlock. Fuma un poco, si es lo que necesitas, pero eso no.

Déjame, John. No entiendes nada.

Casi pude sentir como separaba las piernas para ponerse cómodo, preparado para una larga discusión, y se cruzaba de brazos.

Entiendo lo necesario. Suelta esa jeringuilla. Ahora — ordenó. Me mordí los labios, intentando resistir el impulso de clavar la aguja, pero fue tarde. Se hundió en mi piel —. Eso no es lo que necesitas. Está en otra parte y lo sabes —dijo, y pareció desesperado por evitar que no empujara el embolo hacia abajo. Me dolía todo el cuerpo, me costaba respirar. El pecho me oprimía y la cabeza me iba a estallar. La cocaína me haría sentir mejor. Solo necesitaba empujar... y todo se iría de mi mente —. Todo esto es por eso, ¿verdad? Es por lo que sientes.

— ¡YO NO SIENTO NADA! ¡EL AMOR NO ES UNA VENTAJA!

Si realmente pensaras que es tu defecto encontrado en el lado perdedor, no estarías hablando conmigo — dijo, con suavidad.

Mi teléfono sonó con una llamada, pero no lo contesté. El John creado por mi cabeza miró mi bolsillo. Frunció el ceño como si viera a través de la tela húmeda de mi ropa.

— ¿No vas a cogerme el teléfono? Estaré preocupado.

Cállate.

Volvió a sonar, y lo dejé. Ya se cansaría de llamar.

No vas a hacerlo. Sherlock, tira eso. Yo no estoy aquí.

Cuando alcé la mirada para decirle que se fuera a la mierda, ya no estaba. Mi ira demudó rápidamente en pérdida. John se había ido. Los dos Johns. El de mi cabeza y el de verdad. Ninguno de los dos estaba allí porque los había echado. Miré la jeringuilla en mi brazo y tragué con fuerza, sin ganas de empujar el embolo. Estaría tan decepcionado... Por eso John nunca lo sabría. No sabría que había conseguido comprar un paquete de Lukys en un estanco unas calles después de pasar el parque. No sabría que sujeté el frasco de solución al 7% cuando devolví la sdroga al interior y partí la jeringuilla.

Tampoco sabría que corrí hasta el puerto, inseguro de cuanto tiempo me iba a durar la resolución, y tiré ambos al mar, tan lejos como me fue posible, antes de poder arrepentirme. No me preocupé por la contaminación. Simplemente, tenía que pasar.

Estaba solo.


Me senté bajo el puente otra vez, con las manos aún temblando pero algo más firmes, mojando el espacio seco en el que me había resguardado antes. Me senté y cerré los ojos, oyendo los pitidos del móvil mientras los mensajes iban llegando uno a uno. Por la insistencia, sin duda era John. Podía haberme rechazado, podía sentirse incómodo conmigo, pero su sentido del deber podía con él. Necesitaba saber que estaba bien.

A sabiendas de que no pararía hasta saber que no estaba muerto en una esquina, saqué el teléfono, sin abrir los mensajes enviados, y escribí un corto aviso de que estaba bien y que no me esperara para comer. Difícilmente iba a ingerir algo ese día.

Terminé el paquete, haciendo una mueca cuando se acabó, y guardé el mechero en el bolsillo de mis pantalones. Me había quedado sin nicotina. Los parches estaban en el camarote.

Ya no disponía de aliados frente a los sentimientos.

Me sentía frío y solo. Era como estar en un lugar oscuro. Recordé la vez que, de niños, Mycroft me encerró en el sótano, a oscuras, durante todo un día porque le había estropeado la maqueta de ciencias de una cadena de ADN humano. Sabía que le había costado hacer el trabajo, no se le daba bien el ámbito manual, pero no la había roto queriendo. Había sido inintencionado, mientras buscaba sus prismáticos para poder catalogar un Cyanistes caeruleus, un Herrerillo Común que había anidado en el nogal que teníamos delante de casa. Me disculpé, y no conseguí nada. Me encerró allí abajo, y me dijo que el Viento del Este me encontraría y me arrancaría de la tierra. El Herrerillo había volado cuando madre me sacó de allí, pidiéndome que dejara de jugar allí abajo.

No pasé las horas llorando, pero no fue agradable. Ahí empezaron mis problemas con Mycroft. De ahí en adelante, se convirtió en mi archienemigo… hasta que Moriarty le destronó rápidamente. Aunque seguía en mi lista negra.

Consideré las variables una y otra vez, y seguí pensando en el amor como una desventaja. Una vez más, me recordé por qué me había sentido tan obcecado en la idea de no sentir. El amor no ayudaba. El amor hacía daño. Y no era algo que pudiera ser extirpado como merecía por ser ese tumor corrupto, ese error de programación de la raza humana. Ese glitch. Te destrozaba por dentro y por fuera… y solo podías esperar a consumirte. Y yo no estaba dispuesto a eso... ¿verdad?

Sin nada mejor que hacer, decidí mirar los mensajes que me había mandado. El corazón se me paró.

(12:10) Voy a entrar a la bodega. Han acabado de descargar. ¿Dónde estás? Por favor, ten cuidado -JW

No podía bajar a la bodega sin mí. No podía ir solo.

Me levanté con un resorte, olvidando mis sentimientos, dejando de lado lo miserable que me sentía, dejando la autocompasión, y escribí un nuevo mensaje de respuesta, rezando porque lo viera, porque no lo ignorara. Mi lado racional me decía que estuviera tranquilo, que John era un soldado, que podía cuidarse solo frente a unos matones con pistolas, pero no podía controlarme. Había perdido el dominio sobre mis emociones y mi cabeza por tercera vez en un día. No me importaba que las posibilidades de John estuvieran 98 a 1 contra los asaltantes, a su favor. No importaba lo seguro que estuviera de que podría con ellos en una pelea. John estaba en un peligro altamente potencial, y eso era suficiente para hacerme correr.

La respuesta no llegó mientras corría por las calles. La ropa empezaba a pesarme por la lluvia inclemente que me caía encima, pero no paré. Estaba lejos del puerto, podía deshacer lo andado, pero eso… me llevaría tiempo. Decidí acortar en lo que me pareció una línea recta, pero que fue más bien una diagonal. ¿Quién demonios había planteado el plan urbanístico de aquel maldito lugar? ¡Nada tenía lógica! Seguí mandando mensajes, todos sin respuesta. Empecé a alarmarme. John solía responder a todos los mensajes con carácter de inmediatez, si no estaba ocupado. Se me ocurrían muy pocas cosas que pudiera estar haciendo que le impidieran contestar.

Casi me atropellaro varios coches cuando crucé a la carrera la carretera de acceso a la ciudad, tremendamente transitada, pero pasé sin inmutarme lo más mínimo mientras las bocinas sonaban, y los conductores airados sacaban medio cuerpo por las ventanillas, maldiciendo, insultando y "cagándose en mí y en todos mis putos muertos". Original.

Subí abordo casi estampando el billete en la cara del revisor. Trepé por la rampa y corrí hacia el camarote. Tenía que dominarme. Pasaría primero por la habitación, y si no estaba allí, entonces pasaría a la siguiente zona. No ganaba nada yendo a la bodega si él no estaba allí.

Abrí la puerta con demasiado entusiasmo, quizá, y tal vez por eso me sorprendió que no se hubiera girado. Si bien mi corazón se había calmado al verle allí (suspiré su nombre, aliviado), a continuación había vuelto a latir como un loco desenfrenado al advertir el estado de naturalidad de John, sentado de espaldas a mí, con algo en las manos.

— ¿John? —pregunté, cerrando la puerta. Di un rápido vistazo. La puerta del baño estaba medio abierta, y de él salía vapor... mala cosa. Había un reguero húmedo desde la puerta hasta allí, por lo que deduje que John llegó empapado, y estaba de camino a darse un baño caliente. Le escuché sollozar y llevarse una mano a la cara, y la curiosidad pudo conmigo. Además, para que John llorara tenía que haber pasado algo muy grave. Me pregunté si, dado el caso, podría reconfortarle.

Cuando estuve delante de él, lo primero que vi fue que le caían lágrimas por la cara. Estaba... fascinado. Nunca había visto llorar a John, no así, por lo menos. Siempre había pensado que las lágrimas afeaban el rostro de la gente, que el llanto transformaba las caras en grotescas imitaciones de humanidad, dejando solo algunos vestigios, ocultando la verdad tras una máscara esperpéntica. Las lágrimas de John eran silenciosas, igual que diamantes rodando por sus mejillas. Su boca no estaba retorcida, no había deformación en las facciones, ninguna expresión monstruosa. Me descubrí cogiéndole las manos y apretándoselas, en un vano gesto de solidaridad.

Fue entonces cuando volví a sentir su desnudez. Me erguí, y tomé mi bata de un rincón olvidado, y se la pasé por encima. No era que me molestara, pero a él podía no gustarle. Reparé en como miraba al baño, alarmado, y supuse que había dejado el grifo abierto. Le apreté la mano, y fui a cerrarlo. El baño estaba lleno de vapor, por lo que tomé aire antes de entrar, y lo retuve mientras hacía girar el grifo para cerrarlo. Afortunadamente, el agua aún no había alcanzado el filo de la bañera, y no se había derramado. ¿Cuánto tiempo llevaba John allí sentado?

Fue al volver, que me quedé tieso en la entrada de la habitación. Mis manos se cerraron en puños al ver por qué lloraba John. La causa de sus lágrimas era la música que yo había compuesto. Mis obras, mis pensamientos. Partes de mí que el violín se había quedado, que le había confiado a mi más fiel compañero... secretos y cosas que no me atrevía a decir en voz alta por miedo a hacerlas reales, y que necesitaba purgar por medio de la música. Las emociones. John probablemente había encontrado el álbum con su nombre, y ahora me odiaba. Debía de pensar que aquello era la prueba definitiva de que yo era la peor escoria de la tierra, un error de la naturaleza, y me dejaría.

Me acerqué, pensando que, como mínimo, merecía que me lo dijera a la cara.

— Lo siento, Sherlock... yo... —empezó, con la voz tomada por las lágrimas.

Vi en sus ojos que lo sentía de verdad. Pero había algo más. No me estaba pidiendo perdón por no ser capaz de quererme, o por dejarme. Me pedía perdón porque lamentaba haber invadido mi intimidad, haber corrompido con su conocimiento algo que creía que era exclusivamente mío. Mi pobre doctor...

Necesitaba asegurarme, de todas formas, así que se lo pregunté mientras le limpiaba las lágrimas. No podía soportar verle así.

— ¿Enfadado? ¿Cómo iba a estar enfadado? —no podía creer que el genio que tenía delante no entendiera —. Tú, brillante y loco idiota...

Algo cálido se encendió dentro de mí y lo ignoré como pude. Se secó las lágrimas con el dorso de la mano y se puso colorado. Al bajar la cabeza se dio cuenta de que estaba desnudo, y se cerró la bata alrededor del cuerpo.

— Esta bien, Sherlock. En serio. Quítate eso, que vas a coger algo.

Me miré. Tenía la ropa pegada al cuerpo y estaba empapada. Además, no lo había notado, pero estaba temblando de frío. Vi a John desaparecer en dirección al baño, y empecé a sacarme la ropa, sabiendo que podía enfermar si no lo hacía, y porque John me lo había pedido. Volví a notar mariposas en el estómago cuando John apareció con su albornoz y empezó a sacarme la camisa, sin mirarme a los ojos. Al parecer, desabrochar los botones de mi camisa requería de mucha concentración. Me dolían los dedos de lo fríos que los tenía, así que dejé que él hiciera el trabajo. Y quieras que no, ver a John desnudándome era... excitante.

— Creí que estabas en la bodega —murmuré. Vi como se ruborizaba. Vergüenza o culpabilidad.

— Iba a ir, después de bañarme. Llegué aquí como tú ahora —explicó, azorado.

— ¿No has visto los mensajes?

No podía creerlo. ¿En serio estaba tan absorvido que no los había visto? No podía creerlo.

Se separó de mí y cogió el teléfono, como si pensara que le estaba tomando el pelo, momento que yo aproveché para meterme en la ducha y entrar en calor. Tan pronto como mi piel entró en contacto con el agua caliente de la bañera, noté como la circulación regresaba a mi cuerpo.

Normalmente me demoraría más en el baño. Me tomaría las cosas con calma y lo disfrutaría de lo lindo, pero tenía un poco de prisa por ver a John. Froté con el pulgar la mancha de sangre seca que tenía en el brazo del pinchazo de la aguja bajo el puente para minimizar el riesgo de que John lo viera y, una vez me cercioré de que no me daría una hipotermia, salí con una toalla alrededor de la cintura, sin ganas de ponerme el albornoz, con mi bata azul colgando del brazo.

Lo primero que vi nada más salir fue el pequeño cuerpo de John viniendo hacia mí con decisión. Cuando me cogió la cara entre las manos, no pude hacer más que quedarme quieto, congelado sin saber qué hacer además de mirarle fijamente, sorprendido y con el corazón acelerado.

John Watson iba a besarme.


*Con la mención de la "cruz", el contacto de Sherlock se refiere a Temple Church, una iglesia de origen templario. Permanece aún ahora ofreciendo oficios a los miembros de la comunidad anglicana. La verdad es que es una preciosidad. Está abierta al público por 2 libras por persona (18 o menos entran gratis), así que si queréis visitarla, entrad en la web y encontraréis los horarios de apertura y demás.