NdA: Y con esto llega el final de este fic. ¡Muchas gracias a todos los que habéis leído!


CAPÍTULO VI

NO DUDES


Madrugada del 21 de enero de 1793, París, Francia

Francia miró el anillo de zafiro. Estaba muy desgastado después de tanto llevarlo pero se había negado a cambiarlo. Tenía demasiado peso emocional. Le recordaba todos los problemas a los que se habían enfrentado, pero también los que habían superado.

Tenía la cabeza como un bombo y todavía no tenía muy claro si había acabado con todas sus reservas privadas de vino o no, pero si le preguntaran, juraría que había arrasado con las bodegas del palacio. Se colocó un poco mejor en el sofá, emitiendo un quejido de dolor, y bebió un poco de agua. Tenía la garganta seca, la lengua como un estropajo, y unas ganas insoportables de llorar, pero no le salían las lágrimas. Y se arrepentía como nunca de haber bebido. Al vestirse se había horrorizado por su aspecto. Intentó consolarse diciéndose que no es que en los últimos años hubiera tenido un aire muy sano, pero al menos había podido disimularlo. Sin embargo, ya no tenía ni fuerzas ni ganas. Respiró hondo y apretó el anillo con tanta fuerza que los nudillos se le pusieron blancos. No había otro remedio. Si el río se desbordaba, no tenía sentido luchar contra él, ni remar a contracorriente. Se pasó una mano por la cara y luego la enterró en su pelo grasiento y revuelto. Se habría reído de sí mismo si no hubiera temido los latigazos de la resaca.

«Soy un maldito cobarde. Un cobarde asqueroso».

Pero, ¿qué podía hacer? Oh Dios, ¿qué se suponía que tenía que hacer?

Le tentó volver a buscar alguna botella que no hubiera vaciado, con la esperanza de olvidarse del mundo durante un par de horas. Así lograría deshacerse por un pequeño lapso de tiempo de la angustia, de la terrible culpabilidad que le destrozaba el pecho. Y, ante todo, de la necesidad de que corriera la sangre.

Desplazó perezosamente la mirada hacia un reloj y se estremeció. Pronto vendrían a buscarlo, y ya no habría vuelta atrás.

—Vamos a volver a ser enemigos, ¿verdad? —susurró, sosteniendo el anillo sobre su cabeza y preguntándose si él también se lo quitaría, si lo guardaría en algún lugar o lo tiraría a la basura, horrorizado—. Después de todo lo que nos esforzamos, está claro que no estamos destinados a luchar codo con codo.

¿Intentaría atacarle también? ¿Se uniría a Inglaterra, a Austria y los demás? Suponía que sí. La sola idea le hacía daño. Por eso no le gustaba abrirse. No tenía sentido que los reinos confiaran unos en otros.

Pero, si le preguntaran si se arrepentía…

No. No lo hacía.

Cambió de postura y gimió, creyendo que la cabeza se le partía en dos. Tenía la sensación de estar haciendo el equilibrio frente a un inmenso precipicio. Al fondo, tan lejos que no era capaz de verlo, le aguardaba un mar de afiladas estacas. Un final inevitable, a su parecer. Pero todavía no había caído. Seguía luchando, al borde, empujado por el viento, intentando mantenerse en equilibrio. Famélico, cansado, harto del mundo.

«¿Por qué lo hago? ¿Por qué busco que me destruyan?».

Quizás porque ya no podía más. Porque, por primera vez, su gente se había dado cuenta de que no tenían porqué aguantar el hambre, el frío, y el desprecio. Porque se habían percatado de que siempre habían vivido igual, y que no era justo.

¿No se suponía que todos los hombres eran iguales? ¿La naturaleza no los traía de la misma forma, y se los llevaba sin excepción? ¿No tenían derecho a reclamar, a protestar, a matar?

Rechinó los dientes, regodeándose en el desagradable dolor que le trepó por las encías y terminó por hundirse en el sofá, sin fuerzas, cansado y dolorido. Ojalá estuviera Antonio con él. Ojalá pudiera recostarse su hombro, escuchando su respiración acompasada mientras dormía, y dejarse arrastrar lejos, muy lejos.

Los ojos se le llenaron de lágrimas.


No sabía cómo había terminado releyendolas cartas, que había ido guardando religiosamente en un cofre, una tras otra. A pesar de que las guardaba con mucho cariño, el tiempo había carcomido la mayoría o había borrado las letras de las más antiguas. En el fondo no le importaba tanto porque, por entonces, ni él ni España tenían mucho que decir. Se carteaban, pero no se sentían cómodos. Era casi como si fueran aliados a la fuerza y aunque trataban de acercarse, no lo conseguían. Al menos hasta que la guerra de Sucesión se agravó, claro. Entonces el mundo no les dejó otro remedio que confiar el uno el otro, ya que no tenían a nadie más. Hojeándolas por encima se encontró recordando lo mal que lo habían pasado los dos.

Después vino la guerra del 17 y sobrevino un período de silencio hostil. Sobre los años veinte volvieron a hablar y por fin las cartas empezaban a ser algo más memorables.

Escogió una al azar y, con los ojos enrojecidos, la leyó.

y te invitaré a comer. Hace mucho que Castilla quiere verte y dice que no le importaría subir. ¿Crees que podrías ir a la frontera? Puedo llevarte unos tomates si te apetece.

Francia rió por lo bajo. Con el tiempo, ciertas palabras se habían convertido en claves para ellos. Aunque España siempre llevaba los tomates igualmente. Cada vez que saboreaba uno, le invadía la nostalgia. Dejó el crujiente folio a un lado y abrió otra, fechada en el 1734. Otro año de guerra, cómo no.

te echo de menos.

1752. Vaya, de eso ya no hacía tanto.

Y entonces Nápoles volcó la mesa. Te lo creas o no, fue divertido. Por cierto, me encanta el nuevo Pierre. Y a él le gusta mucho su habitación también, por lo que parece. ¿No hay forma de enseñar a los pájaros dónde deberían hacer sus necesidades? Nunca he visto que hagan eso en tu habitación. Quitando eso, es un encanto y me preocupa mandártelo de vuelta: espero que llegue entero, con lo pequeñito que es.

¿Has escuchado la ópera de Dido abandonada, de Gennaro Manna? Me imagino que sí, siempre te adelantas a estas cosas, pero supongo que alguna carta tuya no me ha llegado. Es preciosa... y muy triste.

La verdad es que no tengo ganas de hablar de la ópera. Sin ti no es lo mismo. Siento como si todo lo que digo sonara vacío. Cuando lo cuentas tú es mucho más interesante. Mándame una carta, ¿vale? Cuéntame tus impresiones. Castilla quiere saber cuáles son los últimos bailes de la corte de París. ¿Crees que podría ir a visitarte pronto?

Francia meneó la cabeza, experimentando un golpe de ternura. Se esforzaba tanto por intentar resultarle entretenido que a veces volcaba en el papel lo primero que se le venía a la cabeza.

Me gustó mucho el último baile. Y, vaya, cuando esa mujer te tiró el vino encima y se te quedó manchada toda la camisa. Todavía pienso que ibas a echarte a llorar.

«¿Por qué se acuerda de esas cosas?». ¿Por qué no se acordaba de cómo planeó paso a paso la fiesta para que pudieran cenar aparte, a la luz de la luna, o de los claveles y las rosas? Entonces recordó que la carta había venido acompañada de un retrato. Antonio lo había garabateado distraídamente mientras Francis dormía. En una situación normal le habría molestado porque, aunque incluso al dormir era bastante digno, le incomodaba la idea de que lo representaran desfavorecido. Cómo decirlo, vulnerable.

Abrió el cofre y rebuscó, conteniendo la respiración para que el polvo no le provocara un estornudo y le hiciera ver las estrellas, hasta que encontró el dibujo en una carpeta. Lo repasó acariciándolo con los dedos. Estaba algo sucio por el paso del tiempo y el carboncillo se había aclarado tanto que algunas líneas casi habían desaparecido. Pero ahí estaba él, con una expresión pacífica, y una leve sonrisa entre las sábanas. Era un momento íntimo, tanto que le daba un poco de vergüenza verlo. No sabía bien cuándo se lo hizo, pero estaba claro que habían dormido juntos. Se imaginó a España levantándose pronto, observándolo en silencio y decidiendo que quería dibujarle. Lo visualizó sacando con cuidado los instrumentos, caminando de un lado a otro de puntillas para no despertarlo, y clavándole la mirada mientras hacía los primeros trazos. Eran firmes, sin titubeos, como si se conociera sus rasgos de memoria.

Gracias por todas las mañanas, había escrito en una esquina del retrato, si bien el tiempo había borrado las palabras. Daba igual, porque Francis las recordaba a la perfección.

«Lo que daría por volver a esa mañana tranquila». O por ver a Antonio dormitando a su lado, demasiado perezoso para levantarse, acurrucado contra su cuerpo. Las pestañas largas, el color verde de sus iris iluminado por la luz del día, los dientes blancos y los labios entreabiertos diciéndole Buenos días. O Te quiero. Casi podía oler el aroma de los jardines, de las crujientes mesetas doradas y secas de Castilla.

Acuclillado frente al cofre, se estremeció. Los buenos tiempos siempre pasaban demasiado rápido. Parecían más sueños que otra cosa. Como si hubieran ocurrido en otra vida.

De pronto escuchó unas pisadas que se aproximaban y se le aceleró el corazón. Cerró los ojos con fuerza, intentando retener las imágenes, el olor de la piel de Antonio, su grueso cabello entre sus dedos y…

—¡Francia! ¡Es la hora!

Pegó un brinco. Su cerebro pareció explotar y soltó un gemido de dolor. Tuvo que apoyarse en una estantería para no perder el equilibrio. La cabeza le daba vueltas y estaba convencido de que iba a vomitar, pero al pensar que el cofre con las cartas de Antonio estaba debajo de él, hizo un esfuerzo inmenso y se apartó, dejando caer su retrato.

—¡Francia! —reclamó la voz, perforándole los oídos—. ¡Tienes que estar en el cadalso antes de que llegue el rey!

—Deja que termine de prepararme, maldita sea —gimió, poniéndose la chaqueta que le habían dejado a mano.

¿Cómo debía vestirse uno para asistir a la muerte de un rey? No tenía ni la más mínima idea. Sólo podía dar las gracias porque no hubieran insistido en que fuera él quien manejara la guillotina. No habría podido soportarlo. Se puso un lazo mustio en torno al cuello, la chaqueta y dejó el sombrero en donde estaba, deseando cortarle la cabeza a ese tipo, que no dejaba de llamar a la puerta y gritarle como un energúmeno. ¡Ni que fuera a él a quien querían ejecutar!

Dio unos primeros pasos tambaleantes y pasó por delante de un espejo de cuerpo entero. Vio a una persona de cabellos rubios oscuros y sucios, con ojeras monstruosas, barba de varios días y la piel tan blanca que parecía un fantasma. Su ropa, aunque de buena factura, no tenía nada de digna y sólo lo hacía parecer todavía más pequeño. Era el aspecto de un hombre derrotado, consumido y febril.

Aterrorizado.

Golpeó el espejo con todas sus fuerzas y lo partió en pedazos. Los fragmentos se le hincaron en los nudillos y la sangre goteó. Experimentó un extraño regusto cuando el dolor se sumó al de su horrible resaca. Se daba asco. ¡No quería ver a ese tipo que iba a matar a su rey! ¡Eseque no era capaz de decidirse ni por su pueblo ni por la familia real! Un cobarde. Un maldito cobarde que, una vez más, se iba a dejar arrastrar por la corriente.

«Y la pesadilla acaba de comenzar».

Al ir a coger el pomo se percató de que llevaba puesto el anillo. Ni se había dado cuenta de cuándo se lo había vuelto a colocar, y tampoco lo había notado porque era su sitio natural. Se lo quitó, ignorando las punzadas que le encogieron el corazón, y lo besó.

—Adiós, Antonio.

Lo dejó con delicadeza sobre una mesa y le dio la espalda con esfuerzo. Era como dársela a él. Salió dando un portazo, que hizo retemblar los muebles de la habitación.

Y el dibujo de Francis se quedó ahí, en el suelo, olvidado.


22 de enero de 1793, el Escorial, Madrid, reino de España

España estaba comiendo unos dulces, leyendo por encima un libro de teatro, cuando llegó el mensajero con la carta. La dejó de lado, absorbido por la lectura, y se olvidó de ella casi hasta la hora de cenar. Entonces, a la luz de las velas, se puso a repasar su correspondencia con cierta desgana, más preocupado por irse a la cama y dormir unas pocas horas antes de que el insomnio volviera a martirizarlo.

No eran buenos tiempos —aunque, ¿cuándo lo habían sido? — y no había ningún lugar en la Corte que le permitiera respirar y olvidarse ni por un segundo de lo que estaba sucediendo en Francia. Carlos estaba histérico y los nobles insistían en que no podía estar sucediendo. Habían hablado de cerrar las fronteras y, la verdad, no le extrañaría que pronto el paso a los Pirineos estuviera cortado.

Por eso, cuando vio la carta y reconoció la elegante firma, el corazón le dio un vuelco y se levantó con tanta violencia que volcó el asiento. Golpeó la mesa y el resto de los sobres por poco cayeron al suelo, pero ni se percató ni sintió el punzante dolor en la cadera. Buscó a tientas un abrecartas y, mientras rasgaba el papel, se precipitó a la entrada de sus aposentos y cerró con llave. No quería que nadie lo molestara ni lo cogiera leyendo una carta de Francia.

La leyó con tanta ansiedad que no comprendióninguna de las primeras líneas. Tardó en entender que estaban escritas en francés. Entonces, con un gruñido de exasperación se obligó a respirar hondo, se sentó en el alféizar de una de las ventanas y comenzó de nuevo.

Mi querido Antonio.

Quería escribirte porque sé que no voy a poder verte en mucho tiempo y, conociéndote como te conozco, estarás muerto de preocupación. Yo al menos lo estaría en tu lugar. No voy a mentirte: tienes motivos. No sé en qué va a desembocar esto, pero supongo que ya estamos acostumbrados, ¿no? Cada uno hará lo que tenga que hacer. Así que no te sientas culpable cuando te den la orden. Yo, al menos, no lo haré.

Le empezaron a temblar las manos. Maldito melodramático. ¿Por qué tenía que hacer que fuera así? ¿Por qué parecía una despedida definitiva?

Pero eso no era lo peor. España estaba acostumbrado a las cartas de Francia, a su interminable ironía y a su tendencia a decorarlo todo, a fingir que las cosas iban bien incluso si no era así. Le conocía. Había sido uno de sus mayores enemigos. Y también, su compañero, su amante. Su familia.

Aquella carta era sincera, directa. Se sintió aterrorizado. Quien le estaba escribiendo aquellas palabras no era Francia.

Todavía me acuerdo bien de cuando nuestras dinastías se unieron. Puede que no lo creas porque por entonces no confiábamos demasiado el uno en el otro, pero fui feliz. Estúpidamente feliz.

Esos días se van a acabar. Puede que esta semana, incluso antes de que recibas esta carta. No sé lo que va a suceder, no tengo la más remota idea.

España no pudo seguir. Dejó el papel de lado y se pasó una mano por la cara.

«¿Por qué? ¿Por qué te muestras así ahora? Justo cuando deberías fingir ser fuerte, justo cuando importa».

Y ahí encontró su propia respuesta. Sorbió por la nariz y se dejó resbalar hasta el suelo, donde se rodeó las rodillas con las manos y cerró los ojos. Casi sin pensarlo, llevó la mano hasta el anillo y acarició su pulida superficie. Siempre le había dado algo de calma aquel gesto mecánico. Pero esta vez, no.

Esta vez sólo consiguió que le ardieran los ojos y le resultara todavía más difícil contener los sollozos.


7 de marzo de 1793, el Escorial, Madrid, reino de España

España ignoraba a Carlos, que paseaba nervioso de un lado a otro mientras la reina María Luisa le insistía con un timbre de histerismo que se estuviera quieto. El príncipe Fernando no había querido quedarse en la misma habitación en la que iba a estar Godoy, así que los tres se habían quedado a solas, mientras aguardaban al emisario.

Sentado en una silla, frente a una mesa, España daba vueltas a su anillo de forma compulsiva. Se sentía mal. Había sufrido pesadillas cada noche desde que supo lo que había sucedido en París. El informe había sido muy minucioso, tanto que España visualizaba la cabeza del rey despegándose de su cuerpo y cayendo a la cesta. El rugido de la multitud.

Y Francis mirando.

Un aguijonazo le atravesó el pecho y le cortó la respiración. No podía ni imaginar cómo se habría sentido Francia. Desvió, y no por primera vez, la mirada hacia Carlos. El pobre tampoco había podido dormir desde que se enteró de lo que le había sucedido a su joven pariente. Arrastrado como si fuera un criminal, ejecutado frente a su pueblo.

No es que España no supiera que un rey podía morir de esa forma. Pero era algo que había quedado muy atrás, que le parecía inconcebible, incluso si sus monarcas no eran dignos del trono. Porque, sí, más de una vez había pensado que había tenido reyes y reinas negligentes. Incluso patéticos. Sin embargo, seguían siendo la familia real. La imagen de la guillotina al caer volvió cruzar su mente y cerró los ojos, apretando los puños y besando el anillo en silencio.

No podía dejar de pensar en la carta.

Así que no te sientas culpable cuando te den la orden. Yo, al menos, no lo haré.

Sacudió la cabeza.

«Por favor, que no le haya pasado nada. Por favor, Señor, por lo que más quieras».

Los rumores que les llegaban desde París le ponían la carne de gallina y le entraban ganas de vomitar sólo de pensarlo. ¿Qué sería de la reina? ¿Y de los príncipes? ¿Y con los franceses? (1) ¿Qué iba a suceder a partir de ahora? No tenía la más mínima idea. Sólo podía contener la respiración y aguardar. Una parte de él asumía que sería un suceso más. Otro como los miles que había contemplado a lo largo de su vida y que se había tragado el tiempo, aunque en su momento pensó que serían vitales para su existencia.

La otra le decía que no fuera estúpido. Que aquello marcaría una diferencia. Que los parisinos habían roto todas las reglas. Pero ahora eso no le importaba. Sólo quería hablar con Francia. Sóloasegurarse de que estaba bien, de que esos monstruos no le habían hecho daño.

Tan sumido estaba en sus propias cavilaciones que cuando la puerta se abrió pegó un bote sobre el asiento y estuvo a punto de volcarlo. Con el corazón en la garganta, vio a Godoy en la puerta. Tenía una expresión cenicienta y sus ojos hablaron por sí solos.

—No —musitó España, tan bajo que sólo se escuchó él mismo.

Carlos dio un par de pasos al frente, sin saber qué hacer con las manos, y terminó por exclamar:

—¡Pero decídnoslo, hombre! ¿Qué ha pasado? ¿Qué decía el mensajero?

Godoy carraspeó, meneando la cabeza. María Luisa se aferró al brazo de su marido y éste le cubrió una de las manos con la suya propia.

—Majestades, me temo que la Convención… No, que Francia... Que Francia nos ha declarado la guerra.

Los sonidos se alejaron lentamente. España no supo bien cuándo tomó asiento pero, cuando quiso darse cuenta, estaba en la silla y se había quitado el anillo. Lo sostenía entre dos dedos y lo observaba, silencioso, apretando los labios. Un grito le trepaba por el pecho y amenazaba con salir. Apretó bien las mandíbulas. Sabía que si dejaba escapar aunque sólo fuera un golpe de aire, no podría dejar de gritar.

Francia lo sabía. Lo había sabido desde el primer momento. Por eso le escribió esa carta. Por eso quiso que se deshiciera de toda posible culpabilidad que pudiera sentir. Porque el muy idiota se preocupaba por él. Francia siempre había querido ser egoísta, algo que en el fondo no le salía bien. Era algo que España había terminado amando de él. No había esperado que le hiciera tanto daño.

La visión se le emborronó y se apresuró a secarse los ojos, antes de que cualquiera de ellos se diera cuenta. Por suerte, estaban ocupados con su propia indignación. Godoy había intentado intervenir para salvar la vida de Luis, pero la Convención había denegado su intervención con desprecio, en especial desde que demostraran sus ansias expansivas. No hacía falta tener dos dedos de frente para comprender que querrían ir a por las fronteras del Pirineo, probablemente hacia Bayona. Era cuestión de tiempo. En realidad, todos lo habían esperado.

Lo cual no hacía que la realidad no fuera menos dura. España no se encontraba en muy buenas condiciones para luchar. Por eso levantó la cabeza como un resorte cuando escuchó:

—…hasta ahora nos hemos mantenido neutrales. Pero no podemos seguir mucho más tiempo así, Majestades. Quizás sería una buena idea empezar las negociaciones con Inglaterra.

España paladeó su nombre con desagrado y una insoportable sensación de traición que le acalambró el cuerpo. Volvió a aislarse de la conversación. Al fin y al cabo, sabía lo que sucedería: Godoy hablaría, María Luisa le apoyaría y Carlos accedería. Su opinión no importaba. Irían a la guerra.

Haría daño a Francia.

La cabeza comenzó a darle vueltas y pidió permiso para marcharse. María Luisa tuvo el detalle de palmearle una mano y preguntarle si le gustaría que llamara a su paje. No, gracias, de verdad. España quería estar solo.

Se arrastró por las galerías sin prestar atención a nadie, regresando a sus aposentos con la mirada clavada en el suelo. Costaba respirar, pero poco a poco había ido controlándose y ahora le resultaba un poco más fácil. El aire le aclaraba la mente y ya no tenía la impresión de que fuera a derrumbarse en la mitad del pasillo. Cuando pudo encerrarse en su cuarto, hasta podría decir que se encontraba bien. Estaba acostumbrado a separar sus sentimientos. A veces era necesario encerrarlos para no sucumbir.

Se quedó sentado al borde de la cama un buen rato, tratando de controlar la vorágine de su interior. Las manos le temblaban y se sorprendió llorando en silencio. No gritó, sin embargo. Se lo tragó todo. Como, sin duda, estaba haciendo Francis.

Al final volvió a releer la carta que le había escrito. Estaba arrugada y manoseada, pero no le importaba. Era lo más fresco que tenía de Francis, lo más cercano, lo que le había escrito desde el corazón.

Pero, ya sabes, somos reinos. Tarde o temprano tienen que pasar estas cosas. Y soy un cobarde que no quiere desaparecer, así que voy a hacer lo imposible por sobrevivir. Si eso significa ayudar a Robespierre o a quien sea fuerte, lo haré, con tal de que mi gente vuelva a comer. Es lo único que puedo hacer sin volverme loco, ¿no crees? Porque no sé en lo que me estoy convirtiendo. Todo es demasiado confuso. La gente tiene derechos, Antonio. Todos deberían poder comer, todos deberían poder dormir bajo un techo y si se levantan porque sus hijos se mueren de hambre, ¿quién soy yo para decirles que no lo hagan? ¿No son ellos mi pueblo? ¿No son ellos los que realmente me hacen ser quien soy, y no los nobles y aristócratas que no saben lo que es utilizar las manos para trabajar, que ni siquiera valoran lo que visten y comen todos los días? Sé que las cosas siempre han sido así, pero sabemos que las cosas nunca permanecen siempre igual. Seguro que estás poniendo una cara de incredulidad y te preguntas si me he golpeado la cabeza. Quizá. Sólo Dios lo sabe, aunque hace tiempo que me pregunto si realmente le importamos.

Estoy aterrorizado. No sé lo que va a pasar. No sé a dónde me va a llevar esto. Miro hacia atrás y veo que he vivido de guerra en guerra, de muerte en muerte. Pero en esta larga vida ha habido cosas buenas. Siento que nuestra relación no haya sido la mejor pero, incluso con los problemas, no ha estado tan mal, ¿verdad?

No me arrepiento, Antonio. Ojalá hubiéramos podido abrazarnos más. Bailar más, cazar más, bañarnos juntos, prepararnos más comida y enfrentarnos más duelos. Tendríamos que haberlo hecho mil veces más. No hemos tenido la oportunidad o la hemos desperdiciado, qué sé yo. Lo importante es que al menos pudimos compartir nuestro tiempo.

Pero ahora tú estás en tu lado y yo en el mío otra vez. Cómo gira la rueda de la Fortuna, ¿verdad? Es como si estuviéramos condenados a ser enemigos. Qué asco da ser un reino.

Una vez me dijiste que ojalá no fuera uno. Que así podrías confiar más en mí. Pienso lo mismo. Lo que daría por ser una persona normal y no tener que ser testigo de todo esto. No sabes lo que daría porque los dos fuéramos personas normales.

Pero no lo somos. No lo somos, no lo somos.

Así que ven a por mí con todo lo que tengas, Antonio. Es la única forma de que duela menos.

No me arrepiento y lo diré mil veces.

Gracias por haber estadoconmigo y haber sidomi familia.

Francis Bonnefoy.

España arrugó la carta, furioso consigo mismo, con Francis y con el mundo. Estuvo a punto de romperla. Se arrepintió en el último instante y se apresuró a aplanarla con las manos. Después se masajeó el puente de la nariz.

Ven a por mí con todo lo que tengas.

«Eres demasiado amable. Idiota», pensó con una sonrisa amarga.

Si tenía que ir a la guerra, iría. Si tenía que hacer un pacto con sus antiguos enemigos para salir adelante, firmaría lo que fuera necesario. Lucharía al lado de Inglaterra, Austria y quien fuera necesario.

No obstante, tenía algo muy claro, y era que nadie conseguiría borrar aquel siglo. Francis era su familia. Y no pensaba permitir que dejara de serlo.


Esa noche España escribió una carta muy escueta. Una que nunca llegó a enviar.

Francis

Iré a por ti. Te ayudaré. No sé cómo, pero lo haré.

Volveremos a pelear juntos. No te quepa duda.

Antonio.


(1) Tras la muerte de Luis XVI las instituciones se centraron en crear un nuevo sistema político republicano a través de la inauguración de una nueva Asamblea Nacional Constituyente, que recibió el nombre de Convención nacional. Se proclamaron elecciones de sufragio universal masculino y en París triunfaron los radicales con Robespierre, Danton y Marat a la cabeza, mientras que en el resto de Francia lo Girondinos, recibieron un apoyo considerable. Los Girondinos habían gobernador desde 1792 y fueron ellos quienes abolieron la monarquía y crearon el calendario republicano. En principio trataron de retrasar en la medida de lo posible el juicio de Luis XVI, que se precipitó cuando se hallaron documentos que demostraban que este se había aliado con Austria para derrotar a los rebeldes. Mientras tanto, recordemos, Francia estaba en guerra con Austria y sus ejércitos recuperaban tras la victoria de Valm. Verdún y pudieron incorporar territorios como Niza, Saboya o Bélgica. Precisamente la conquista de esta última y, con ella, la posesión de Amberes, que era un estratégico enclave inglés, la que disparó que Gran Bretaña, con el apoyo de potencias como España, Austria, Prusia, Portugal y algunas zonas de Italia, formara la Primera Coalición contra Francia.


NdA:

He disfrutado mucho escribiendo este fic, incluso si fue un poco a contrarreloj. Pido perdón por todos los errores históricos que haya podido contener y doy de nuevo las gracias a Alega y a Miruru porque me moría de ganas de escribir un Frain y gracias a ellas al final lo he hecho.

Gracias a todos los que habéis leído hasta el final y a los que habéis dejado comentario. Espero que os haya gustado la historia, ¡incluso con sus errores!, y que volvamos a leernos por fanfiction. ¡Un saludo!

Suzume Mizuno