– Señora – dijo Walter, tomando la mano de Isabella para besársela. Ella mantuvo los ojos bajos, como por timidez – Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que os vi, pero en este período vuestra belleza ha aumentado. Venid a sentaros conmigo a la mesa. Hemos preparado una cena tardía para vos.

La condujo hasta una larga mesa instalada en un estrado. El mantel era viejo y estaba cubierto de manchas: la vajilla era de peltre, llena de abolladuras. Una vez sentados, él se volvió a mirarla.

– ¿Es cómoda vuestra alcoba, señora?

– Sí – respondió ella con serenidad.

El hombre sonrió, hinchando un poco el torso.

– Vamos, señora mía, no necesitáis temerme.

"¡Temerte!", pensó ella furiosa, sin dejar de mirarlo a los ojos. Pero se repuso.

– No es miedo lo que siento, sino extrañeza. No estoy habituada a la compañía de los hombres. Y los que conozco...

no han sido bondadosos conmigo. El le tomó una mano.

– Yo corregiría eso, si pudiera. Sé mucho de vos, aunque apenas nos conozcamos. ¿Sabíais que yo era amigo de vuestros hermanos?

– No – respondió ella, atónita –, lo ignoraba. ¿Fue entonces cuando mi padre me prometió a vos en matrimonio? – preguntó con ojos dilatados por la inocencia.

– Sí... no... – tartamudeó Walter.

– Ah, comprendo, señor. Fue tras la temprana muerte de mis queridos hermanos.

– ¡Sí! ¡Fue entonces! – Walter sonrió.

– Mis pobres hermanos tenían muy pocos amigos. Me alegro de que contaran con vos por un tiempo. ¡En cuanto a mi padre... ! No quiero hablar mal de un muerto, pero siempre olvidaba dónde había guardado las cosas. Tal vez olvidó dónde había guardado el contrato de compromiso matrimonial.

– No hubo... – pero Walter bebió un sorbo de vino para ahogar sus propias palabras. No podía admitir que ese documento no existía.

Isabella apoyó una mano trémula en su antebrazo.

– ¿He dicho algo equivocado? ¿Me castigaréis vos?

Walter volvió a mirarla apresuradamente y notó que tenía lágrimas en los ojos.

– Dulce Isabella – dijo, besándole apasionadamente la mano –, ¿cómo puede el mundo funcionar tan mal que una encantadora inocente como vos tema tanto a los hombres?

Isabella se enjugó ostentosamente una lágrima.

– Perdonadme. Conozco a tan pocos y... – bajó la mirada.

– ¡Venga una sonrisa! Pedidme cualquier cosa, cualquier tarea, y quedará satisfecha.

Isabella levantó inmediatamente la vista.

– Me gustaría que mi madre estuviera alojada en una habitación mejor – dijo con firmeza –. Tal vez en las mías.

– ¡Mi señor! – interrumpió sir Arthur, sentado al otro lado de la muchacha. Había escuchado con atención cada una de aquellas palabras –. En el tercer piso hay demasiada libertad.

Walter frunció el entrecejo. Nada deseaba tanto como complacer a aquella dulce y tímida cautiva. Y recibir una reprimenda delante de ella no era muy beneficioso. Arthur comprendió de inmediato su error.

– Sólo quiero decir, señor, que ella tendría que contar con un guardia de confianza por su propio bien – miró a Isabella –. Decid, mi señora: si pudieseis tener a un solo guardia, ¿a quién elegiríais?

– Pues aCharlie Dwyer – respondió ella de inmediato.

En cuanto hubo pronunciado esas palabras, sintió deseos de morderse la lengua. Arthur le echó una mirada satisfecha antes de volverse hacia Walter.

– Ya veis. La misma dama lo ha dicho: acaba de elegir al custodio de lady Renne .

"Y así quedo sin ayuda por si quisiera escapar", comprendió Isabella . Sir Arthur la miraba como si pudiera leerle los pensamientos.

– ¡Excelente idea! – dijo Walter –. ¿Os complace eso, mi señora?

La muchacha no halló una excusa que le permitiera conservar a Charlie ; de cualquier modo, tal vez esa ausencia le otorgara más libertad de acción.

– Me complacería en sumo grado, señor mío – respondió con dulzura –. Sé queCharlie cuidará bien de mi madre.

– Y ahora podemos atender asuntos más agradables. ¿Qué os parece una cacería para mañana?

– ¿Una cacería, señor? Yo...

– ¿Sí? Podéis hablarme con franqueza.

– Es un deseo tonto.

– Podéis expresarlo, si – afirmó Walter con una sonrisa tolerante.

– Hace muy poco que he abandonado mi hogar y siempre he estado confinada en una sola parte de la finca. No conozco estos castillos antiguos. ¡Os reiréis de mí!

– Nada de eso – Walter reía.

– Me gustaría verlo todo: los establos, los corrales y hasta la granja.

– En ese caso, mañana haremos un recorrido completo – sonrió el dueño de casa –. Es una petición sencilla. Haría cualquier cosa por complaceros, señora.

Sus ojos ardían al mirarla. Isabella bajó la mirada, sobre todo para disimular la furia que centelleaba en los suyos.

– Creo que estoy muy cansada, señor. ¿Me disculpáis?

– Desde luego. Un deseo vuestro es una orden para mí – el caballero se levantó para ofrecerle la mano y ayudarla a se mantenía muy cerca, con los brazos cruzados contra el pecho.

– Querría intercambiar una palabra con mi custodio – pidió la joven, acercándose sin esperar respuesta –. Sir Arthur te ha nombrado guardián de mi madre – informó sin preámbulos.

– No aceptaré. Lord Edward ...

– ¡Silencio! – ordenó ella, apoyándole una mano en el brazo –. No quiero que se nos oiga. ¿Qué motivo darías para no abandonar mi puerta? Ese tonto cree que ya soy suya.

– ¿Se ha tomado atrevimientos?

– No, todavía no, pero lo intentará. Tienes que permanecer con mi madre. No creo que sir Arthur la deje salir de esa covacha húmeda si tú te niegas. Y ella no podrá resistir allí mucho tiempo.

– Pensáis demasiado en vuestra madre y muy poco en vos misma.

– No, te equivocas. Yo estoy a salvo, pero ella podría enfermar de los huesos. Si yo estuviera en un cuarto húmedo exigiría lo mismo.

– Mentís – acusóCharlie secamente –. Si no fuerais tan terca, en estos momentos podríais estar sana y salva en vuestra casa.

– ¿Y ahora me vas a dar sermones? – protestó Isabella , exasperada.

– De nada servirá. Sólo acompañaré a lady Renne si prometéis no hacer tonterías.

– Por supuesto. Puedo jurarlo, si quieres.

– Sois demasiado parlanchina, pero no hay tiempo para discutir. Ya vienen. Espero recibir mensajes frecuentes. Tal vez eso me impida pensar en las torturas que me aplicará lord Edward .

Cuando Isabella y su doncella quedaron solas, Jessica estalló en una carcajada.

– ¡Nunca he visto representación como la de esta noche, señora! – Festejó –. Vos podríais actuar en Londres. ¿Dónde aprendisteis esa treta de tocarse un ojo con la uña para mostrar lágrimas?

La joven ahogó una exclamación. Las palabras de su doncella le recordaron vívidamente a Tanya en brazos de Edward .

– La aprendí de una mujer que vive en medio de las mentiras

– respondió, ceñuda.

– Quienquiera que sea ha de ser insuperable. Yo misma estaba ya medio convencida. Espero que hayáis conseguido lo que buscabais.

– ¿Cómo sabes que buscaba algo?

– No hay otra razón para que una mujer muestre sus lágrimas a un hombre.

Isabella volvió a pensar en Tanya .

– No, en efecto – murmuró.

– ¿Conseguisteis lo que deseabais? – insistió Jessica .

– En gran parte. Pero ese Arthur me hizo caer en una trampa:Charlie ha sido enviado a custodiar a mi madre. ¡Custodiarla! ¡Bah! ¿Cómo puede un prisionero encerrado custodiar a otro? Mi hombre de armas ha sido convertido en dama de compañía y puesto bajo llave. Y yo estoy sola contigo para tratar de organizar la huida de todos.

Juan le desató los lazos del costado.

– No dudo que alejó aCharlie porque así le convenía a él.

– No te equivocas. Pero lord Walter es un tonto. La lengua lo pierde. En adelante tendré más cuidado y sólo hablaré con él lejos de sir Arthur.

– Eso, señora, bien puede ser la más difícil de todas las tareas que haya que cumplir – Jessica apartó los cobertores.

– ¿Qué vas a hacer, Jessica ? – preguntó Isabella al ver que su doncella se pasaba un peine por el pelo castaño.

– Voy a buscar a lord Edward – sonrió la muchacha. Ambas estaban tomando un plano de casi igualdad –. Mañana, cuando nos veamos, tendré noticias de él.

Isabella apenas oyó la puerta que se cerraba detrás de su doncella. Creía estar demasiado preocupada para dormir, pero no fue así. Se durmió casi de inmediato.

Walter y Arthur estaban a un costado del salón grande, las mesas habían sido retiradas y los hombres de armas estaban extendiendo sus colchones de paja para pasar la noche.

– No confío en ella – dijo sir Arthur por lo bajo.

– ¿Qué no confías en ella? – estalló Walter –. ¿Cómo puedes decir algo así después de haberla visto? Es una flor delicada. Se la ha castigado tanto que siente miedo al menor fruncimiento de cejas.

– No parecía tan asustada cuando exigió un mejor alojamiento para su madre.

– ¡Ella no es capaz de exigir! No está en su carácter. Pero le preocupaba el bienestar de lady Renne . Y ese es otro ejemplo de su dulzura.

– Con esa dulzura ha obtenido bastante de vos esta noche. Hasta ha estado a punto de haceros decir que no había un acuerdo escrito con su padre.

– ¿Qué importase? – clamó Walter –. ¡Ella no quiere estar casada con Edward Cullen !

– ¿Cómo estáis tan seguro de eso?

– He oído decir...

– ¡Bah! ¡Rumores! En ese caso, ¿a qué ha venido? No puede ser tan tonta como para creer que aquí no hay peligro para ella.

– ¿Estás diciendo que yo soy capaz de hacerle daño? – acusó Walter.

Arthur lo miró con fijeza. Conocía bien a su amo.

– Mientras sea nueva, no. Vos necesitáis desposarla antes de poseerla. Sólo así la poseeréis de verdad. Si la tomáis ahora sin la bendición de la Iglesia, ella puede acabar odiados a vos como odia a su marido.

– ¡No necesito que me des consejos en cuestiones de mujeres! Aquí soy el amo. ¿No tienes nada que hacer?

– Sí, mi señor – el tono de Arthur era burlón –. Mañana debo ayudar a mi amo a mostrar nuestras defensas a la prisionera. Se retiró en el instante justo en que Walter le arrojaba una copa de vino a la cabeza.

Isabella se despertó muy temprano, cuando el cuarto aún estaba a oscuras. De inmediato recordó la promesa de Jessica en cuanto a que por la mañana traería noticias de Edward . Apartó apresuradamente el cobertor y se puso una bata de brocado bizantino, color canela, con flores más claras que la tela y forro de cachemira crema. El jergón donde Jessica debía dormir

estaba vacío. Isabella apretó los dientes, furiosa. De pronto empezó a preocuparse. ¿Y si Jessica también la había abandonado? ¿Y si Arthur la había descubierto espiando?

La puerta se abrió casi en silencio. Su doncella entró en puntillas, con los ojos hinchados.

– ¿Dónde estabas? – Acusó Isabella en un susurro tenso.

Jessica se llevó la mano a la boca para ahogar el chillido que había estado a punto de emitir.

– ¡Señora, qué susto me habéis dado! ¿Por qué no estáis en vuestra cama?

– ¿Y te atreves a preguntarme a mí por qué no estoy en mi cama? – Por fin Isabella logró dominarse.– Anda, dime las noticias. ¿Sabes algo de Edward ?

Tornó a la doncella por un brazo y la llevó a rastras hasta la cama. Allí se sentaron de piernas cruzadas en el grueso colchón de plumas. Pero los ojos de Jessica no podían enfrentarse a la intensa mirada de oro de su ama.

– Sí, mi señora, lo he hallado.

– ¿Está bien? – insistió la joven.

Jessica aspiró hondo y se lanzó a la descripción.

– Me costó mucho encontrarlo. Está bien custodiado en todo momento y la entrada es... difícil – sonrió –. Pero, por suerte, uno de los guardias pareció prendarse de mí. Pasamos mucho tiempo juntos. ¡Qué hombre! Estuvo toda la noche...

– ¡Jessica ! – exclamó Isabella , seca –. Me estás ocultando algo, ¿verdad? ¿Qué pasa con mi esposo? ¿Cómo está?

Jessica miró a su ama y empezó a hablar, pero dejó caer la cara entre las manos.

– Es demasiado horrible, señora mía. Es increíble que pudieran hacerle algo así a un noble como él. ¡Ni al peor de los siervos se lo trata de ese modo!

– Dime – indicó Isabella con voz mortífera –, cuéntamelo todo. Jessica levantó la cabeza, luchando contra las lágrimas y las náuseas.

– En el castillo muy pocos saben que está aquí. Lo trajeron solo, durante la noche, y... lo arrojaron allí abajo.

– ¿Abajo de dónde?

– Hay un espacio bajo el sótano, señora; poco más que un agujero excavado entre los cimientos de la torre. El agua del foso se filtra por el suelo y allí pululan cosas... animales escurridizos...-

– ¿Y allí es donde tienen a Edward ?

– Sí, señora – dijo Jessica en voz baja –. El techo de ese agujero es el suelo del sótano; se trata de un hueco muy profundo. La única manera de descender es por una escalerilla.

– ¿Has visto ese lugar?

– Sí, señora – la muchacha inclinó la cabeza –. Y he visto también a lord Edward .

Isabella la sujetó ferozmente por los brazos.

– ¿Lo has visto y sólo ahora me lo dices?

– Me costó creer que... que aquel hombre fuera lord Edward – Jessica levantó los ojos, con el tormento grabado en el rostro.– Siempre fue tan gallardo, tan fuerte... pero ahora es sólo piel y huesos. Sus ojos son círculos negros que queman al mirar. El guardia, el hombre con quien pasé la noche, abrió la trampilla y acercó una vela. ¡Qué hedor! Apenas pude mirar hacia aquella negrura. Lord Edward (al principio no tuve la seguridad de que fuera él) se cubrió los ojos ante el simple resplandor de una vela. Y el suelo, señora... ¡hervía de animales! No había un solo sitio seco. ¿Cómo hará para dormir, si no tiene dónde tenderse?

– ¿Estás segura de que aquel hombre era lord Edward ?

– Sí. El guardia lo rozó con el látigo; entonces él apartó la mano y nos miró con odio.

– ¿Te reconoció?

– Creo que no. Al principio tuve miedo de que así fuera, pero ahora creo que no está en condiciones de reconocer a nadie. Isabella apartó la vista, pensativa. Jessica le tocó el brazo

– Es demasiado tarde, mi señora. No le queda mucho tiempo en este mundo. No puede durar más que unos pocos días. Olvidaos de él. Estará mejor muerto.

Isabella le clavó una mirada dura.

– ¿No acabas de decir que estaba vivo?

– Sólo apenas. Pero, aun cuando se lo sacara hoy mismo, la luz del sol lo mataría en instantes.

Isabella abandonó la cama.

– Tengo que vestirme.

Jessica contempló la recta espalda de su señora, alegrándose de que ella hubiera abandonado cualquier idea de rescate. Aquel rostro sumido y flaco todavía la perseguía. Aun así, tenía sus sospechas. Conocía demasiado bien a Isabella y sabía que su pequeña ama rara vez dejaba un problema sin resolver. A veces la dejaba completamente exhausta por haberle hecho acomodar y reacomodar algo para verlo desde todos los ángulos posibles. Jamás se daba por vencida. Si tenía el propósito de que un sembrado estuviera segado antes de cierta fecha, para entonces la siega estaba concluida, aunque la misma Isabella tuviera que participar en la tarea.

– Necesitaré una prenda de tela tosca y muy oscura, Jessica , como la que usan las siervas. Y botas, botas altas. No importa que sean demasiado grandes; puedo ceñírmelas bien. Y un banco. Tendrá que ser largo, pero lo bastante estrecho para que quepa por la trampilla. También necesito una caja con flejes de hierro, relativamente pequeña, para que pueda llevarla atada al vientre.

– ¿Al vientre? – logró balbucear Jessica –. ¿No estaréis pensando...? Acabo de explicaros que él está casi muerto, que no se le puede rescatar. No podéis llevarle un banco pensando que nadie caerá en la cuenta. Comida sí, tal vez, pero...

La interrumpió la mirada de Isabella . Su ama era menuda, pero cuando esos ojos dorados adquirían tanta dureza no había modo de desobedecer.

– Sí, mi señora – dijo con mansedumbre –. Un banco, botas, ropas de sierva y... y una caja con flejes de hierro a la medida de vuestro vientre – añadió sarcástica.

– A la medida de mi vientre, si – concordó Isabella sin humor –. Ahora ayúdame a vestirme.

Recogió una enagua de seda amarilla del arcón grande que tenía junto a la cama. Tenía veinte botones de perla entre el codo y la muñeca. Sobre eso se puso un traje de terciopelo color oro viejo con anchas mangas colgantes. De la cintura hasta el bajo le pendía un cinturón de cordones de seda parda a los que se habían enhebrado perlas. Jessica tomó un peine de marfil para desenredarle la cabellera.

– No dejéis entrever que os preocupáis por lord Edward .

– No necesito que me lo digas. Ve en busca de las cosas que necesito. Y que nadie te vea con ellas.

– No puedo andar por allí cargando con un banco sin que nadie me vea.

– ¡Jessica !

– Si, señora. Haré lo que vos mandéis.

Después de haber pasado la mañana visitando establos y granjas, Walter le dijo:

– Seguramente estáis muy cansada, señora, y esto tiene muy poco interés para vos.

– ¡Oh, al contrario! – sonrió Isabella –. ¡Qué gruesas son las murallas del castillo! – exclamó con los ojos muy abiertos en un gesto de inocencia.

El castillo era muy simple: contenía una sola torre de piedra de cuatro plantas dentro de una muralla única, que superaba los tres metros y medio de espesor. En su parte alta había unos pocos guardias, pero parecían soñolientos y poco alertas.

– Tal vez la señora quiera inspeccionar la armadura de los caballeros en busca de defectos – observó Arthur, mirándola con atención.

Isabella se las compuso para mantenerse inexpresiòn.

– No sé de qué me habláis, señor – dijo, confundida.

– ¡Tampoco yo, Arthur! – agregó Walter.

Arthur no contestó. Se limitaba a mirar a Isabella . Ella comprendió que tenía un enemigo: el caballero había interpretado con facilidad su interés por las fortificaciones. Se volvió hacia Walter.

– Estoy más cansada de lo que pensaba. En verdad el recorrido ha sido largo. Tal vez tenga que descansar.

– Por supuesto, señora.

Isabella quería alejarse de él, liberarse de aquella mano que se posaba con demasiada frecuencia en su brazo o en su cintura. Fue un alivio dejarlo a la puerta de su alcoba. Cayó en la cama completamente vestida. Durante toda la mañana no había pensado sino en lo que Jessica le dijera de Edward . Lo imaginaba medio muerto por la mugre de aquel horrible lugar en donde lo tenían.

Cuando se abrió la puerta, ella no prestó la menor atención. A las mujeres de la nobleza rara vez se les permitía la intimidad. Las doncellas entraban en sus habitaciones y salían de ellas sin cesar. Pero ahogó una exclamación ante el contacto de una mano masculina en su cuello.

– ¡Lord Walter! – exclamó, echando un rápido vistazo a su alrededor.

– No temas – dijo él en voz baja –. Estamos solos. Yo me he encargado de eso. Los sirvientes saben que aplico duros castigos cuando se me desobedece.

Ella estaba desconcertada y trémula.

– ¿Me temes? – preguntó él con ojos danzantes – No hay motivos. ¿No sabes que te amo? Te he amado desde la primera vez que te vi. Yo esperaba en medio de la procesión que te siguió hasta la iglesia. ¿He de decirte cómo te vi? – recogió un rizo de su cabellera para enroscárselo al brazo – Saliste a la luz del sol y fue como si el día se oscureciera ante tu fulgor. El de tu vestido de oro y tus ojos de oro.

Mostró en alto el mechón, frotándolo con los dedos de la otra mano contra su palma.

– ¡Cuánto deseé entonces tocar estas finas hebras! En aquel momento supe que estabas destinada a ser mía. ¡Pero te casaste con otro! – acusó.

Isabella estaba asustada: no por lo que él podía hacerle, sino por lo que perdería si él la tomaba en ese momento. Sepultó la cara en las manos como si estuviera llorando.

– ¿Mi señora! ¡Mi dulce Isabella ! Perdóname. ¿Qué he hecho? – preguntó Walter, desconcertado.

Ella hizo un esfuerzo por recobrarse.

– Soy yo quien debe pedir perdón. Es que los hombres...

– ¿Los hombres qué? Puedes contarme todo. Soy tu amigo.

– ¿De veras? – inquirió ella con ojos suplicantes y demasiado ingenuos.

– Sí – susurró Walter, devorándola como podía.

– Ningún hombre ha sido amigo mío hasta ahora. Primero, mi padre y mis hermanos... ¡No, no debo hablar mal de ellos!

– No hace falta – dijo Walter, tocándole el dorso de la mano con la punta de los dedos –. Yo los conocía bien.

– ¡Y después, mi esposo! – exclamó ella con ferocidad. Walter parpadeó.

– ¿Te disgusta? ¿Es cierto eso?

Los ojos dorados centellearon con tanto odio que él quedó desconcertado. Por un momento tuvo la sensación de que iba dirigido a él y no al marido.

– ¡Todos los hombres son iguales! – exclamó ella, furiosa –. Sólo quieren una cosa de la mujer, y si ella no la da por las buenas, se la toma por la fuerza. ¿Sabéis lo horrible que es la violación para una mujer?

– No, yo... – Walter estaba confundido.

– Los hombres poco saben de las cosas buenas de la vida: la música y el arte. Me gustaría creer que existe un hombre en la tierra capaz de no manosearme ni exigir nada.

Walter la miró con astucia.

– Y si encontraras a un hombre así, ¿cómo lo recompensarías? Ella sonrió con dulzura.

– Lo amaría con todo mi corazón – dijo simplemente.

El le besó la mano con ternura, mientras Isabella bajaba los ojos.

– Te tomo la palabra – dijo Walter en voz baja –, pues soy capaz de todo para ganar tu corazón.

– A nadie ha pertenecido sino a vos – susurró ella.

El dueño de casa le soltó la mano y se puso de pie.

– Te dejaré descansar. Recuerda que soy tu amigo y que estaré cerca cuando me necesites.

En el momento en que él salía, Jessica entró disimuladamente.

– ¡Lady Isabella ! ¿Ese hombre...?

– No, no ha pasado nada – aseguró ella, recostándose contra la cabecera de la cama –. Logré disuadirlo.

– ¡Disuadirlo! Por favor, explicadme... No, no lo hagáis. No tengo ninguna necesidad de saber cómo disuadir a un hombre que desee hacerme el amor. Pero vos habéis sabido hacerlo bien. ¿Podréis mantenerlo a raya?

– No sé, Me cree ingenua y acobardada. No sé cuánto tiempo podré mantenerlo engañado. ¡Me odio por mentir así! – Isabella giró hacia su doncella –. ¿Está todo listo para esta noche?

– Sí, aunque no ha sido fácil.

– Se te recompensará bien cuando salgamos de aquí... si salimos. Ahora busca a otras mujeres y prepárame un baño. He sido tocada por ese hombre y necesito restregarme.

Charlie Dwyer se paseaba por el cuarto con fuertes pasos. De pronto tropezó con algo sepultado entre los juncos y lo pateó con ira. Era un hueso viejo y seco que salió disparado contra la pared.

– Dama de compañía – maldijo. Encerrado con llave dentro de un cuarto, sin libertad alguna y con la única compañía de una mujer que le tenía miedo.

En verdad, no era culpa de ella. Se volvió para mirarla; estaba acurrucada bajo un cubrecama, delante del brasero. El sabía que sus largas faldas ocultaban un tobillo gravemente distendido, que la mujer había disimulado ante la hija. De pronto se olvidó de la rabia. De nada servía dejarse carcomer por ella.

– Qué mala compañía soy – protestó mientras ocupaba un banquillo al otro lado del brasero. Renne lo miró con ojos asustados. El había conocido a su marido y se avergonzó de inspirarle el mismo miedo –. No sois vos la que me enfada, mi señora, sino vuestra hija. ¿Cómo es posible que una dama serena y sensata como vos haya gestado a esa mocosa terca? Quería rescatar a dos prisioneros y ahora tiene que salvar a tres... sin más ayuda que esa alocada doncella.

Vio que Renne sonreía con puro orgullo.

– ¿Os enorgullecéis de semejante hija? – observó, atónito.

– En efecto. Ella no teme a nada. Y siempre piensa primero en los demás.

– Debisteis enseñarle a temer – criticóCharlie apasionadamente –. A veces el miedo es bueno.

– Si fuera hija vuestra, ¿le habrías enseñado a temer?

– Le habría enseñado a... – peroCharlie se interrumpió. Por lo visto, de nada servían los castigos; sin duda Robert Swan se los habría aplicado con saña. Acabó por sonreír –. No creo que se le pudiera enseñar. Pero si fuera hija mía... – sonrió más aún –. Si fuera mía, estaría orgulloso de ella. Pero dudo de que una belleza tal hubiese podido nacer de una fealdad como la mía

– Oh, pero si vos no sois feo en absoluto – exclamó Renne , ruborizada.

Charlie la miró con fijeza por primera vez. Durante la boda le había parecido una mujer descolorida y vieja. Ahora se daba cuenta de que no era una cosa ni la otra. Había mejorado mucho en las cuatro semanas pasadas sin Robert Swan ;ya no parecía tan nerviosa, y sus mejillas huecas se iban rellenando. Exceptuando el pico de viuda, llevaba la cabellera cubierta, pero se la veía rojo-dorada como la de su hija, aunque algo más oscura. Y sus ojos parecían tener diminutas chispas doradas.

– ¿Por qué me miráis tanto, señor?

Con su habitual franqueza,Charlie dijo lo que pensaba:

– Vos no sois vieja.

– Este año cumpliré treinta y tres años – respondió ella –. Es edad avanzada para una mujer.

– ¡Bah! Sé de una de cuarenta que... – pero el caballero se interrumpió con una sonrisa –. Tal vez no es historia para contar a una dama. De cualquier modo, a los treinta y tres años se dista mucho de ser vieja. – De pronto, se le ocurrió una idea.– ¿Sabéis que ahora sois una mujer rica? Sois una viuda con grandes propiedades. Pronto estarán los hombres llamando a vuestra puerta.

– No – rió ella con las mejillas arrebatadas –, bromeáis.

– Una viuda rica y bella, por añadidura – insistióCharlie –. Lord Edward tendrá que abrirse paso entre ellos a espada limpia para elegiros esposo.

– ¿Esposo? – Renne se puso bruscamente seria.

– ¡Vamos, no pongáis esa cara! – ordenóCharlie –. Pocos son tan villanos como el que vos conocisteis.

Renne parpadeó ante aquella expresión, que debería de haberle parecido grosera. En Charlie , en realidad, era la manifestación de un hecho.

– Lord Edward hallará un buen marido para vos.

Ella lo miró como si calculara.

– ¿Habéis estado casado, Charlie ?

El tardó un momento en responder.

– Sí, una vez, siendo muy joven. Ella murió de peste.

– ¿No hubo hijos?

– No, ninguno.

– ¿La... amabais? – preguntó Renne con timidez.

– No – respondió él, muy franco –. Ella era una criatura de mente sencilla. Por desgracia, yo no soporto la estupidez, ni en el hombre, ni en el caballo, ni en la mujer – rió entre dientes, como por algún pensamiento secreto –. Cierta vez me jacté de que sólo entregaría mi corazón a la mujer que supiera jugar bien al ajedrez. ¿Sabéis que hasta llegué a jugar una partida con la reina Isabel?

– ¿Y ganó ella?

– No – replicó él, disgustado –. No era capaz de concentrarse en el juego. Traté de enseñarlo a Edward y a sus hermanos, pero lo juegan peor que algunas mujeres. Sólo el padre podía medirse conmigo.

Renne lo miró con seriedad.

– Yo conozco el juego. Al menos, sé mover las piezas.

– ¿De veras?

– Si. Yo enseñé a Isabella a jugar, aunque nunca pudo derrotarme. Era como la reina: siempre preocupada por otros problemas. No podía concentrarse como el ajedrez merece.

Charlie vaciló.

– Si vamos a pasar aquí algún tiempo, tal vez podáis darme algunas lecciones. Os agradecería cualquier ayuda.

Charlie suspiró. Tal vez fuera buena idea. Cuando menos, les ayudaría a matar el tiempo.