Muy buenas, gente. Antes de nada, por si hay algún despistado: Esto no es un fic de Gintama. Lo siento mucho por quienes estén esperando fics de esa serie, pero tenía muchas ganas de escribir esto. Me lo pedía el cuerpo, como os suelo decir. Necesitaba escribir sobre estos niños bonitos. Estoy trabajando ya en el segundo capítulo, pero dependiendo de cómo me vaya la vida podré actualizar antes o después. Deseadme suerte.

Espero que os guste. Muchas gracias por leer.

El técnico llevaba hora y media peleándose con la señal. Estaba inquieto: Sólo había escuchado rumores e historias inconclusas sobre Gabriel Agreste, pero ninguno de ellos decía que fuera un hombre comprensivo ni paciente. ¡Como para no, con lo que les pagaba! Era el mejor cliente de su empresa. En la oficina siempre se comentaba que la mansión Agreste era más impenetrable que la Casa Blanca, y seguramente así fuera, cuando la situación lo requería. Contaba con el equipo más sofisticado, la red más compleja y las planchas de titanio más gruesas. Todo esto tenía, y ahora había pedido diez cámaras más. Por muy hombre importante que fuera, pensaba el técnico rascándose la cabeza, era extraño que necesitase tanta seguridad.

Pero, en fin: el cliente ordena, el cliente paga.

Tuvo que ajustar la conexión cuatro veces, cambiar un par de cables y verificar el aislamiento, pero finalmente lo consiguió. Las cuatro pantallas reflejaban la imagen nítidamente.

Una ventana.


—¿Y bien? ¿Dónde está el Camembert prometido?

La característica voz del kwami se filtró a través de su chaqueta. Una cabecita negra y resultona se asomó al exterior.
Adrien no apartó la vista del frente, le introdujo dentro de nuevo con la punta del dedo índice mientras sus labios dibujaban una sonrisa suave.

—Estate quieto. —Le susurró—. Te lo daré luego, ¿vale? Espera a la cena

—¡No puedo esperar! —respondió la criaturita—. ¡Me moriré de hambre sin el Camembert!

—Ya, ya.

Lo primero que hizo al llegar a su habitación fue encender el ordenador. Desde que se convirtió en Chat Noir, tenía por costumbre estar informado de todas las noticias de París, atento a si aparecía algún akumatizado. Solía tener todas las pantallas —a excepción de una, en la que se veía la imagen de su madre— a rebosar de ventanas con webs de prensa, noticiarios y demás.

Plagg echó a volar y se tumbó sobre el teclado.

—¿No puedes dejarlo estar por una vez? —repuso estirándose—. Estoy cansado. No tienes por qué ir haciendo el superhéroe todas las noches.

Adrien hizo una mueca con la boca. Le molestaba la vagancia de su compañero. Le apartó con delicadeza del teclado y, sentado en su silla de escritorio, empezó a teclear.

—Claro que tengo por qué: Soy un superhéroe. No puedo permitir que Papillon haga lo que quiera.

El kwami voló hasta la pantalla del ordenador, apoyó la tripita en el borde, y columpió sus diminutos pies.

—Ah, sí, como con el... ¿Cómo se llama? Aquel tipo de las cartas, el del otro día. Cuando casi te espachurra el gorila ese.

—Jackady.

El bichillo se rió, cabeceando. Por como movía el trasero, podía parecer que se estaba burlando de él o, simplemente, que tenía problemas para no perder el equilibrio.

—Esa vez sí que fue buena —dijo—, convenció a tu padre de que era un avión. Lástima que no sea tan fácil de convencer normalmente.

—Ya, sí... —Adrien calló un momento, y bajó la mirada—. Ojalá fuera así.

Después de comprobar que no había ningún caso en el que se le necesitase, el joven se dedicó a hacer los deberes. Plagg se puso pesado durante un rato, y Adrien tuvo que pedir al chef de la casa que le preparara un plato de Camembert. Con eso, el kwami no volvió a abrir su boca.

La noche no tardó en caer sobre la ciudad de París. Adrien bostezó, acababa de terminar los ejercicios de geografía y, con ello, sus deberes. Cenó en su habitación, se duchó —le gustaba darse una ducha antes de acostarse, le dejaba muy fresquito— y preparó los libros para el día siguiente de clase. En ese momento oyó una musiquita que reconoció como la del telediario: había un incendio en un almacén abandonado, en la zona industrial de la ciudad. No parecía tener víctimas humanas, pero los bomberos empezaban a tener problemas con los desprendimientos de algunas partes del edificio y para impedir que este se expandiera a los bloques colindantes.

Adrien, con el cepillo de dientes aún en la boca, se asomó desde la puerta del cuarto de baño. Luego, casi por instinto, miró su reflejo en el enorme espejo del lavabo. Allí estaba él: Con un pijama verde pistacho, soso, aburrido y de buena calidad; el pelo húmedo y pegado a la cara; su boca llena de espuma por la crema del dentífrico; sus ojos a medio cerrar, como un zombie en sus horas bajas, por el cansancio de la jornada de estudio y las sesiones de fotografía —muchas veces Adrien se preguntaba cómo podía ejercer como modelo si era capaz de poner caretos tan feos. El poder del maquillaje, suponía—.

«Caray. No tengo aspecto de súper héroe ni de broma», pensó. Sus dudas sobrevivieron un poco más hasta que se vieron arrasadas al paso de una extraña emoción que serpenteaba desde su estómago y se extendía al resto de su cuerpo como la adrenalina.

Sonrió. De oreja a oreja.

—¡Hora de transformarse, Plagg! —gritó emocionado.

La luna se había vestido de jirones de nubes, oscureciendo el nublado cielo parisino. Chat Noir sonrió y subió de un salto al borde de la ventana. «Por la noche, todos los gatos son pardos», se dijo a sí mismo con satisfacción, contemplando el horizonte con una mirada juguetona.

Extendió su bastón metálico y huyó fugaz de la mansión Agreste.

En ese momento, en otro lugar...

Pulsó el botón del mando y congeló la imagen en la pantalla. No parpadeó, su boca ni siquiera se abrió en una muestra de sorpresa. No se quedó paralizado por el shock. Gabriel Agreste sólo frunció el ceño, repasando una cámara tras otra con tanta velocidad, que podía seguir los movimientos del chico como si fuera una sola. El muchacho estaba subido en una elástica postura al poyete de la ventana, y no parecía haberse percatado de que estaba siendo grabado. Aumentó el zoom de la imagen. Las orejas negras. La cola. El traje ajustado. Los llamativos ojos verdes. El cabello rubio de su madre.

Y el anillo. Aquel anillo negro con motitas verdes que se distinguía en su mano derecha.

Gabriel Agreste sonrió. Y nunca sonreía.


Bip, bip, bip... bip, bip, bip...

—Marinette, la alarma lleva sonando diez minutos.

Un gruñido. La chica se dio la vuelta, cubriéndose aún más con la sábana. Tikki apenas tuvo tiempo de apartarse.

—Marinette... —llamó con voz lastimera el kwami, volando hasta el cabecero. Intentó mover la cabeza de su compañera, pero tenía un tamaño demasiado grande para la ella—. Que vas a llegar tarde a clase...

—Cinco minutos más, mamá... —rumió la joven.

La paciencia de Tikki llegó a su límite. Hinchó los morros y cayó en picado bajo la sábana, la levantó de un golpe. Marinette, en pijama, se hizo un ovillo con las piernas. Luego, de pronto, abrió los ojos como platos y se incorporó.

—¿¡Qué hora es!?

Se vistió y desayunó en tiempo récord, despidiéndose de su madre todavía con la comida en la boca. Corrió como si le fuera la vida en ello para evitar ganarse un retraso en la clase de Física.

En realidad, Marinette tenía la posibilidad de transformarse en Ladybug e ir al colegio saltando de edificio en edificio sin tener que hacer pausas por los semáforos y los coches. Pero, desgraciadamente, aquella mañana prefería no hacerlo. Tikki y ella se habían acostado tardísimo por culpa de un incendio en una planta industrial. No hubo heridos ni hizo falta usar su Lucky Charm, pero entre atender a algún herido y controlar el derrumbe de la arquitectura para que dañase lo menos posible, había terminado agotada.

Lástima que ella no pudiese recuperarse del cansancio sólo comiendo galletas.

La señorita Mendeleiev frunció los labios al verla entrar —encogida y en silencio, como si ello pudiera hacerla invisible—, pero continuó su clase como si nada. Alya, siempre al punto, le dirigió una mirada cómplice a su amiga que bien quería decir "otra vez tarde, ¿eh?", y la indicó con un gesto la página del libro por la iban.

¿Cómo era posible tener tanto sueño? Le costó horrores seguir el ritmo de la clase. La voz de la Señorita Mendeleiev se le antojó monótona y pesada, no conseguía atenderla durante más de un minuto.

—Para todo proceso químico —continuaba su profesora tras escribir una enrevesada fórmula en la pizarra—, el cambio de energía libre y la energía libre estándar están relacionados según esta expresión. —Se sacudió los restos de tiza de las manos—. Adrien, por favor, lee el apartado 2.5, para que veamos qué significa cada elemento de la fórmula.

Un silencio inesperado. Marinette levantó la vista, tan sorprendida como sus compañeros, y observó la espalda algo decaída del joven. Este recibió un codazo (no muy disimulado) de Nino, dio un bote. Reparó en que todas las miradas estaban puestas en él.

—Eh… ¿Qu- qué? —parpadeó.

La profesora frunció el ceño. Su pelo ensortijado y el lunar de su mejilla le daban un aspecto siniestro, como una bruja salida de un cuento. Se colocó las gafas con una mirada aguda.

—Adrien… ¿Te encuentras mal? —No parecía preocupada. Más bien lo dijo con tono de "dime que tienes una buena excusa para no estar atendiendo en mi clase, muchacho".

—Lo siento, señorita. —Se disculpó Adrien, bajando la cabeza—. He… —dudó—. Me costó dormir anoche. Lo siento.

—Acuéstate antes, entonces —Zanjó ella—. Y ahora, antes de que me salgan canas, lee el apartado 2.5, por favor.

Adrien obedeció diligentemente. «¡Pobre!», pensó Marinette mientras contemplaba su espalda y su nuca, aquella nuca que a esas alturas conocía tan bien. «¿Se encontrará mal? Es raro que tenga un despiste». Miró a Alya; su amiga se encogió de hombros. "Yo qué sé qué le pasa", parecía decir.

Se quedó con la intriga hasta el descanso de la clase, momento en que Nino realizó la pregunta que tenían todos:

—Tío, ¿qué ha sido eso?

Adrien se rascó el cuello, sonrió ligeramente.

—Ah, no fue nada. Me distraje un momento.

—Oh, ¡Adrien! —Chloé abrazó dramáticamente al rubio, para irritación de Marinette—. ¿Estás enfermo? Esa gruñona… ¿Cómo osa hablarte así? No te preocupes, Adrien, se lo diré a mi padre y…

—¿Qué? —dijo él—. N-no, no hace falta nada de eso. —Se quitó de encima a Chloé, a quien se le reflejó la decepción en la cara. El chico, para paliarlo, sonrió amablemente—. Estoy bien, de verdad. Sólo ha sido un despiste. No es para tanto.

—Bueno, amigo, es un poco raro verte así —admitió Nino, sacudiendo la mano—. Pero sí, tienes razón. A todos nos ha pasado alguna vez. —Se acomodó en su asiento—. Es una tontería darle más bombo al asunto.

Adrien sonrió en agradecimiento.

—¡Claro! —apoyó Alya con su habitual entusiasmo, dio una palmada en la espalda a nuestra heroína—Mira sino a Marinette, con unas ojeras del quince y llegando tarde. —Apoyó el brazo en su hombro—. Qué, tú también has pasado mala noche, ¿eh?

Los ojos de Marinette saltaron de Alya a Adrien y de Adrien a Alya como una pelota de tenis en un partido. ¡Adrien la estaba observando! Marinette sintió cómo su corazón intentaba salírsele del pecho. Abrió la boca… antes de saber qué decir.

—¿Hah? ¿Eh? ¿Qué? ¿Yo? No, no. Bueno, sí. Ehm… —rió nerviosa—Es que… ¡Estuve pensando en ti! —Casi se le escapa un grito al decir eso—. Digo, ¿qué digo? Quería decir que estaba pensando en diseños. —Sonrió, y se dio cuenta de que era una buena salida—. ¡Sí, diseños! Por eso me acosté tarde. Sí, por eso. Diseños.

—Ah, ¿sí? —respondió Adrien, sonriendo. Marinette sintió que se le hinchaba el corazón al ver aquella sonrisa—. ¿Sobre qué?

No le dio tiempo a contestar. Chloé rodeó el cuello de Adrien y se arrimó peligrosamente a su cara.

—Adrien —murmuró la chica de forma coqueta—, después de clase mi padre me va a llevar a una inauguración en Le coeur de Chrysanthème —pronunció con orgullo—, la perfumería más prestigiosa de todo Paris. ¿Quieres venir conmigo? Habrá muchos periodistas, por supuesto. ¡Seremos las estrellas!

—Eh… —El chico desvió la vista—. No puedo, lo siento. Tengo clase de chino.

—Oh, ¡mon chérie! Pero… pero podrías venir a los postres luego…

—Lo siento. —La sonrisa de Adrien fue hermosa.

«¡Ajá!, te lo mereces», pensó Marinette para sus adentros, exultante por el rechazo a Chloé.

La señorita Bustier tardó poco más en llegar a la clase, por lo que no tuvo mucho tiempo para regodearse. El resto de la jornada escolar avanzó sin contratiempos.

Cuando por fin sonó la campana que anunciaba el final de la última clase, se desató la marabunta de alumnos, todos desando pisar la calle. Marinette estaba más espabilada, pero todavía se sentía aturdida. Rogó mentalmente que Papillon se tomara una tarde de descanso. En verdad la necesitaba. Mientras cruzaba el patio con Alya, sus ojos buscaron a Adrien. Le vio más adelante, al pie de las escaleras, charlando tranquilamente con Nino. Un lujoso coche negro aparcó frente a la puerta del colegio, provocando que la expresión de Adrien se ensombreciera notablemente. Marinette sintió que se le encogía el corazón.

Le vio subir al coche un poco cabizbajo, mientras se despedía con timidez de su mejor amigo.


—¿No iré a clase de chino? —repitió Adrien, sorprendido, a la pequeña pantalla que había en el respaldo del asiento delantero. En ella se veía la imagen de Nathalie.

La secretaria mantuvo su rostro impertérrito.

—En efecto. Órdenes del señor Agreste. Ha pedido que te lleváramos a casa directamente.

—¿Por qué? —quiso saber el joven.

—No dispongo de esa información. Desea que vayas a su despacho en cuanto llegues a casa.

Adrien no discutió, estaba acostumbrado a acatar su horario sin quejas. ¿Qué más daba una clase más o una clase menos? No lo detestaba, pero tampoco era su hobbie favorito, al fin y al cabo. Suspirando en silencio, dejó caer la cabeza sobre su asiento. Notó un movimiento en el interior de su bandolera —Plagg, sin duda—, y le dio un suave golpecito para instarle a que se mantuviera quieto. Casi podía escucharle decir: "¡pero tengo hambre!".

El recorrido hasta su casa fue tranquilo y directo. Como siempre, no mantuvo ninguna conversación con su guardaespaldas —también chófer—, así que se dedicó a observar por la ventana. Contemplar la vida de París, sus gentes y sus edificios de encanto particular, le hizo sentir un hormigueo en la punta de los dedos y en los brazos. Quería salir. Quería notar el aire contra su cara, el cálido abrazo del sol y la humedad de la hierba en su espalda. Se sorprendió a sí mismo deseando que apareciese un akumatizado al que sólo Chat Noir y Ladybug pudiesen hacer frente. Así tendría un rato de descanso en el que podría ser él mismo, hacer lo que quiera y decir todos los chistes penosos —y geniales— que se le ocurrieran.

«¿Cómo puedo ser tan egoísta?», se arrepintió al momento.

Cruzó el enorme umbral de la puerta de su casa con cierto pesar en la boca del estómago. Nathalie le saludó al entrar, él sonrió educadamente. Luego, antes de llamar a la puerta del despacho de su progenitor, sacudió la cabeza, apretó los labios y se dijo a sí mismo: «No. No puedo ver a mi padre con esta cara. Él se preocupa por mí, aunque sea a su manera. No puedo distraerlo pidiendo atención».

Llamó a la puerta con el dorso de la mano, esperó el correspondiente "adelante" y entró.

El despacho era minimalista y monocromo, y emanaba una sensación de frialdad y rectitud que le pegaba mucho a su padre. Siempre que iba allí, los ojos de Adrien se dirigían hasta el cuadro de su madre, pintado como los cuadros de Klimt. No le gustaba demasiado aquella pintura. Su madre se veía tan idealizada y mística como un personaje de un videojuego. Prefería verla en fotos, donde era más natural. Su padre le esperaba a pocos pasos de este cuadro, observándolo de espaldas a él y con las manos en su espalda. Adrien no supo de dónde sacó el ánimo para sonreír y decirle:

—Buenas tardes, Padre. —El hombre no se volvió—. Nathalie me ha dicho que querías verme. ¿Ocurre algo?

Cuando su progenitor por fin se dignó a mirarle, sus ojos eran fríos como un témpano azul.

— Adrien —dijo pronunciando cuidadosamente cada sílaba—. He decidido que hoy tendrás una sesión fotográfica con monsieur Ferdinand Bourdeu. Es un fotógrafo con mucho prestigio, te ruego que le atiendas debidamente.

El joven se extrañó, aunque se las arregló para que no se notara. Era inusual que su padre le informase personalmente de cambios como esos. Tragó saliva.

—Entendido. ¿Algo más?

Gabriel Agreste le miró fijamente, lo que le intimidó un poco. Por fin, su padre habló:

—Tu anillo. —A Adrien casi le dio un vuelco al corazón al escucharlo. Abrió la boca, confuso. Pero su padre continuó—. No creo que a monsieur Ferdinand le agrade que lo lleves. No es su estilo.

Uf. El corazón de Adrien se había saltado un latido.

—Comprendo. Me lo quitaré durante la sesión.

—Dámelo.

Lo dijo tan de pronto, que pensó que había escuchado mal. Intentó leer sus ojos, pero, como siempre, no le dijeron nada.

—¿C-Cómo? —sonrió, un poco nervioso. Seguramente le había oído mal.

—Dame tu anillo, Adrien.

El joven agarró con más fuerza el asa de la bandolera sin darse cuenta.

—Me... lo quitaré para monsieur Ferdinand, no te preocupes. Palabra.

Su padre alargó el brazo. Su mano estaba extendida, expectante. Adrien se quedó mirándola.

—Yo te lo guardaré —dijo su padre. Entonces, sonrió.

Adrien no había visto la sonrisa de su padre en años, por eso verla en aquel momento le dejó tan sorprendido que no supo reaccionar. La observó, anonadado, y sintió una inquietud creciente en el pecho. Aquello no era normal.

—No es necesario, de verdad.

—Dame el anillo, Adrien. —El tono de su padre fue más autoritario.

El joven se lo cubrió con la otra mano inconscientemente. No. No podía quitarle eso. Eso no.

—Me gusta mucho —explicó débilmente—. No quisiera...

—¡Dámelo! ¿Vas a desobedecerme?

Le vio ponerse blanco de ira. El chico retrocedió, sus ojos verdes abiertos como platos. No dijo nada.

—¡Te he dado una orden sencilla, Adrien! —Su padre se adelantó un paso, y él retrocedió aún más—. ¡Dame el miraculous!

C'est fini! Espero que os haya gustado. No os cortéis para comentar, ¿eh? Los reviews me alegran la existencia. Sobre todo si son largos y críticos, que siempre se puede mejorar. En fin, hermosos, muchas gracias por leer. Que os vaya bien la vida. Cuidaos mucho.